22
Piso franco
Sentada con las piernas cruzadas en un amplio sillón, Natalie cerró su ejemplar gastado de Sentido y sensibilidad y lo metió entre el cojín y el brazo de la butaca. Ya lo había leído dos veces la semana pasada, pero aparte de ese volumen, el único libro que se había llevado era La abadía de Northanger, que había leído cuatro veces. Sin embargo, Jane Austen era preferible al librucho de Jackie Collins que le había ofrecido la agente Lipinski. El piso franco del cuerpo resultó ser una sombría y pequeña caravana de dos habitaciones en los páramos de las afueras de Victorville, y como no tenía otra cosa que hacer, Natalie había leído hasta tener la cabeza a punto de estallar debido al aislamiento sensorial.
Suspiró y miró a Lipinski, que estaba sentada en postura militar, tiesa como un palo, en una silla de respaldo alto situada al otro lado del dormitorio. La agente, que llevaba una camiseta del ejército caqui y una pistolera con una 45 automática, se entretenía de forma incongruente tejiendo una bufanda, moviendo las largas agujas azules con una velocidad y precisión robóticas.
—Creo que me voy a ir a la cama —anunció Natalie.
—Como quiera.
El chasquido en staccato de las agujas de Lipinski no disminuyó en lo más mínimo.
Natalie esperó a que ella captara la indirecta, pero la agente no cedió ni se molestó en volver a hablar. Por lo visto, Lipinski consideraba la conversación una distracción innecesaria. Habían estado juntas casi veinticuatro horas, y la mujer todavía no le había dicho su nombre de pila. Natalie recordó la sonrisa alegre de Dan y sus chistes malos, y sintió una soledad más desoladora de la que había experimentado en la celda de su pequeño piso.
—Ya puede marcharse —le dijo a Lipinski, en un tono más brusco de lo que pretendía.
—No. Esta noche, no.
Natalie se puso tensa del recelo.
—Anoche se quedó fuera…
—Las órdenes han cambiado.
—¿Por qué?
Esta vez Lipinski se saltó un punto del revés.
—Hemos intensificado las medidas de seguridad. Nada más.
—Hum.
Contemplando el desierto sin luz que las rodeaba, Natalie trató de ocupar el vacío con una imagen del reluciente tiovivo y sus caballos. Gimió y desdobló las piernas para reactivar la circulación de la sangre, pues había empezado a sentir un hormigueo en los dedos de los pies.
Sin embargo, la sensación de picor no desapareció, sino que se extendió a las demás extremidades: los dedos, los lóbulos de las orejas, la punta de la nariz. El dolor de cabeza también se intensificó, lo que hizo que se le nublara la vista a causa de las migrañas. Por su cabeza desfilaban imágenes desconocidas como una televisión sin control de sincronismo vertical.
Alguien estaba llamando.
Natalie cerró los ojos por costumbre y recitó su mantra de protección mentalmente. «El señor es mi pastor; nada me falta. En verdes pastos me hace reposar, y adonde brota agua fresca me conduce. Fortalece mi alma…».
La sensación anestesiante de sus extremidades remitió, y se le despejó la cabeza. Pero tras sus ojos permanecía la presencia vaga de una persona extraña que repetía las palabras de Natalie, aunque de forma ligeramente desfasada, como un eco en su cráneo. A medida que se sincronizaba con sus pensamientos, Natalie notó que el hormigueo de las puntas de sus dedos regresaba.
Se quedó boquiabierta. Sabía su mantra y ahora estaba intentando sortear sus barricadas mentales.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Lipinski, a miles de kilómetros de distancia.
Sin hacerle caso, Natalie pasó de su mantra de protección a su mantra «de espectadora», que le dejaba controlar la conciencia del alma invasora al mismo tiempo que le permitía retomar el control de su cuerpo en caso necesario.
«¡Rema, rema, rema en tu barca río abajo!».
«¡Alegre, alegre, alegre, alegre! La vida no es más que un sueño…».
Su mente se inundó otra vez de imágenes, pero esta vez eran más claras: unas delicadas manos teñidas de siena jugueteando con unas llaves de marfil amarillentas, una habitación circular con paneles de secoya, una guitarra Stratocaster carbonizada y rota.
«Boo, déjame pasar…».
Natalie abrió los ojos, con los labios separados y temblorosos.
—Lucy.
—¿Qué?
Lipinski había dejado su costura y se hallaba delante de Natalie, observándola con el interés profesional que mostraría un mecánico ante un motor de un coche que empieza a hacer ruido.
—¿Puedo ayudarla?
Antes de que la agente de seguridad pudiera detenerla, Natalie salió corriendo del dormitorio, entró en el cuarto de baño que había al lado y se encerró dentro.
«La vida no es más que un sueño…».
Tenía las extremidades entumecidas como si estuvieran rellenas de algodón, y los músculos le temblaban debido a los contradictorios impulsos nerviosos mientras renunciaba al control de su carne para ofrecérselo a Lucy. Cuando se le doblaron las rodillas, se cayó contra la puerta de la ducha y se desplomó sobre el linóleo como una muñeca de trapo; la ducha vibró con el impacto.
«¡Rema, rema, rema en tu barca…».
El verso infantil hizo que la personalidad de Natalie siguiera dando vueltas en los recovecos de su subconsciente, permitiendo así que el alma de Lucy se filtrara en su cerebro como una corriente de aire húmedo. Tumbada con la mejilla aplastada contra el suelo, Natalie podía ver de reojo la base del lavabo, pero se sentía distanciada de la escena, como si la estuviera viendo a través de una cámara de seguridad.
«… río abajo!».
Los recuerdos sensoriales se desplegaban en la mente que ahora compartía con Lucy: el sabor a menta de la pasta de dientes en la boca de Lucy al salir del cuarto de baño, la luz anaranjada de la farola situada al otro lado de las ventanas con cortinas al meterse en la cama, el tacto deslizante de las sábanas de satén contra la piel mojada de sudor mientras luchaba con el alma que se infiltraba en sus sueños.
Natalie oyó que su voz le hablaba.
—Me cogieron por la noche, mientras dormía. Intenté impedírselo, pero no pude.
¿Cómo, Lucy? —preguntó Natalie—. ¿Cómo entraron?
—Me conocían. Sabían mi mantra y lo alteraron.
¿Quién fue? ¿Quién pudo hacerlo?
—No lo sé… No me dejaron entrar. No podía controlar sus pensamientos. Tenían un mantra que yo no podía atravesar. Ni siquiera vi… el final.
Hablas de «ellos». ¿Fueron más de uno?
—Sí… Creo que sí. Uno muerto y otro vivo. Pero no vi al vivo, el que me mató.
Dominada por el cansancio de Atlas, Lucy levantó el cuerpo de Natalie del suelo y se puso en pie sobre sus piernas de gelatina, apoyándose en el lavabo.
—Ten cuidado, Boo —advirtió al reflejo del espejo del botiquín—. No bajes la guardia ni un segundo.
Su alma se disipó como una niebla de hielo seco, y Natalie cayó de rodillas ante el lavabo. Poco a poco cobró conciencia de los insistentes golpes que sonaban en la puerta y de la voz áspera de Lipinski, que gritaba su nombre.
—¿Qué ha pasado ahí dentro? —preguntó la agente cuando Natalie volvió a la habitación dando grandes zancadas.
—Necesito que me lleven en coche a Los Ángeles. —Sacó su ropa del armario con las perchas incluidas—. Y un billete de avión para San Francisco.
—Pero ¿qué…? ¿Se ha vuelto loca?
Natalie colocó su primera maleta sobre la cama y abrió la cremallera.
—¿Prefiere que haga autoestop?
Lipinski cerró la tapa de la maleta de un golpe.
—No puede salir de esta casa.
—¿Qué va a hacer? ¿Dispararme? —Natalie volvió a abrir la tapa.
—Se da cuenta de que está poniendo en peligro su vida al renunciar la protección del cuerpo, ¿verdad?
Ella siguió recogiendo su ropa.
—Por alguna razón, agente Lipinski, la protección del cuerpo ya no me hace sentir tan segura como antes.