Capítulo 11

Michael no trató de dormir. Se limitó a pasear nerviosamente por la casa como un depredador, tomando café, y sin dejar de darle vueltas a lo ocurrido.

Heather debía de estar en la habitación de invitados. Había abandonado su cama común, dejando su lado frío y desapacible.

No necesitaba a ninguna mujer en su vida, y menos aún una que lo engañaba y lo hacía sufrir de aquella manera.

Se encaminó a la cocina para servirse otra taza de café.

Heather estaba allí, de pie, con aquel ligero camisón que alimentaba sus sueños cálidos.

—¿Qué haces aquí?

—Voy a prepararle un biberón a Justin.

—¿Se ha despertado?

Ella asintió.

—Tiene fiebre. Ya le he dado un antitérmico.

—¿Cuánta fiebre tiene?

—Treinta y ocho y medio.

—Eso es mucho.

—La fiebre tiende a subir por la noche.

Pero bajará en cuanto la medicina le haga efecto. Será mejor que vaya a su cuarto —dijo ella.

—Te acompaño.

Entraron en la habitación de Justin tratando de no rozarse, de evitar todo contacto. Ella tomó al bebé en brazos y le dio el biberón.

Michael se quedó junto a la cuna, escuchando los sonidos que Justin hacía al tragar.

—¿Dónde está enterrado nuestro hijo? —preguntó él de improviso.

Heather respondió con un susurro.

—En Oklahoma. Estábamos en una pequeña cabaña aislada. Reed lo enterró junto a un árbol, rodeado de flores blancas.

Michael evitó su mirada. Sabía que sus ojos estarían llenos de lágrimas.

—Iba a contártelo —continuó ella—. Cuando nuestra relación se asentara, cuando se hiciera más fuerte.

—¿Más fuerte? —alzó la vista.

—Tenía sueños, esperanzas, deseos ingenuos. Pensaba que tal vez te enamoraras de mí y fueras capaz de comprometerte para tener un futuro juntos —Me he comprometido. Nos hemos convertido en una familia.

—Pero tú no me quieres. ¿Cómo podemos convertirnos en una familia si tú no me quieres?

—El amor no es tan maravilloso como tú crees —dijo él.

—¿Cómo lo sabes?

Vi lo que le hizo a mi madre —respondió Michael.

Los dos se quedaron en silencio, mientras

Heather llevaba a Justin a la cuna.

—Justin sigue siendo mi hijo —dijo él.

—No pretendo negarte nada.

¿Entonces por qué se sentía como si estuviera a punto de perderlo todo?

—Te vas a marchar, ¿verdad?

—No lo haría si me dieras una razón para que me quedara.

El negó con la cabeza.

—No puedo darte lo que me pides.

—Lo sé —dijo ella, limpiándose las lágrimas—. Y yo no puedo seguir llorando, soñando, esperando —bajó los ojos—. Sé que te he hecho daño y lo siento de verdad. Si pudiera deshacer el mal, lo desharía. Pero no podía.

Los dos sabían que aquél era el final, el adiós inevitable.

Al día siguiente, Heather fue a casa de Julianne y de Bobby.

Julianne abrió la puerta y fue como un rayo de luz que iluminara el sombrío ánimo de Heather. Llevaba un vestido veraniego floreado y el pelo rojo y brillante recogido en una coleta. No aparentaba los cuarenta años que tenía.

—Hola —dijo con su sonrisa especial.

—Hola —Heather se sentía confusa y necesitada del sabio consejo del alguien más maduro—. Bobby no está, ¿verdad?

—No. Está dando clases de equitación en las montañas. ¿Esperabas verlo?

—No. La verdad es que he venido a verte a ti.

Ah... Pasa, por favor, no te quedes ahí. ¿Y Justin?

—No está bien del todo y se ha quedado con Michael.

Julianne la llevó hasta la cocina. Allí preparó un par de tazas de café y se sentaron una frente a la otra.

Brendan, el bebé de Julianne, dormía apaciblemente en su sillita.

—Pareces un poco triste, Heather.

—Lo estoy. Michael y yo no vamos a poder seguir juntos.

—¡Vaya! ¿Estás segura?

—Sí. Se ha acabado —dijo y se detuvo a dar un sorbo a su café—. No está enamorado de mí, nunca lo ha estado.

—Eso es difícil de creer a juzgar por el modo en que te mira.

—Me tiene cariño, mucho cariño. Pero él mismo reconoce que no me ama.

Julianne se apoyó en el respaldo.

—No sé qué decirte. Has venido a por consejo y, sinceramente, no tengo palabras.

—No te preocupes. Me ayuda poder contarlo sin más.

—Bobby y yo también hemos tenido problemas. Yo estuve a punto de dejarlo. Pero conseguimos superarlo y el tiempo va jugando a nuestro favor.

—El tiempo no hará que Michael me ame —dijo ella, tratando de evitar que sus emociones la dominaran—. Ha llegado el momento de marcharme, aunque no sé adónde iré.

—Cuando pensaba en el lugar al que me iría, siempre acababa eligiendo volver a casa, a Pennsilvania.

—Mi casa es ésta.

—Lo sé.

—¿Estás sugiriendo que me quede? —Sí.

Sin duda, aquél era un buen consejo dado con el corazón y con la cabeza. Pero no podía seguirlo. Necesitaba marcharse de Texas y acabar así con sus estúpidos sueños imposibles. Era el único modo de sobrevivir.