Capítulo 8

El sol de California brillaba intensamente. Las palmeras se agitaban levemente con la cálida brisa en aquel prestigioso barrio residencial.

La infranqueable fortaleza de Danny Halloway apenas permitía ver la lujosa casa que asomaba tímidamente por encima de la muralla.

—Ya hemos llegado —dijo él.

Heather se revolvió inquieta en su asiento.

—Sí, así es.

Aquélla sería la farsa final... o el final de la farsa.

Michael miró a justin, que estaba sentado en su silla, con el pony entre las manos, agitando los pies contento Llevaba el pelo cuidadosamente cepillado y lucía unas mejillas regordetas y sonrosadas. Era un niño sano y feliz.

Michael miró a Heather y pudo notar su ansiedad. Se preguntó si estarían haciendo lo correcto.

El experto en comunicaciones les había confirmado que tanto los teléfonos de la casa como los del rancho de su tío habían sido pinchados. También había comprobado que Sims y Hoyt eran agentes del FBI.

En aquel momento no sabían de quién fiarse.

Michael se acercó hasta la pesada puerta de hierro y se detuvo antes de pulsar el intercomunicador.

—¿Tú crees que ellos sabrán que el FBI vino a vernos?

—Probablemente —dijo Heather.

—¿Y piensas que Sims y Hoyt saben que estamos aquí?

—También es probable.

Todo el mundo espiaba a todo el mundo, a la espera de ver quién cometía el primer error.

Finalmente, Michael bajó la ventanilla, pulsó el botón del intercomunicador y anunció su llegada.

Las puertas se abrieron y condujo por el camino hasta la casa.

Ante la entrada de la imponente mansión los esperaba un hombre de color vestido con un traje negro.

—¿Es ese el rey de la mafia?

—No —respondió Heather.

Por su aspecto, aquel tipo debía de ser el guardaespaldas.

Se bajaron del coche y Heather sacó a justin de su silla.

El pequeño le tendió de inmediato los brazos a Michael.

—Quiere irse con su papi —dijo Heather con la voz poco clara.

El tipo de negro tenía un rostro de rasgos duros y poco amigables. Sin duda, habría sido boxeador en tiempos pasados.

—Usted se parece más a Blackwood que ella —dijo el gigante sin ningún saludo previo.

Era cierto. Con aquel aspecto frágil y el pelo rubio, no parecía haber ninguna similitud entre ella y su hermano.

—Debe de ser la sangre cheroquee —respondió Michael.

Sin más comentarios, siguieron al matón al interior de la casa, momento en el que apareció otro guardaespaldas.

El primero de ellos, rodeó a Michael, sin dejar de mirar a justin.

—Un niño precioso —acto seguido se lo quitó de los brazos, sobresaltando al indio—. Lo voy a cachear —anunció el hombre, entregándole el pequeño a Heather. Michael sabía que no tenía más opción que aceptar.

El tipo lo cacheó con rapidez. Luego, se volvió hacia Heather.

—¡Si te atreves a tocarla, te parto la cara! —lo amenazó Michael.

El hombre se carcajeó.

—Incluso en los modales te pareces a Blackwood —la jocosa expresión de su rostro se desvaneció—. Antes me gustaba su hermano —le dijo a Heather.

—A mí me sigue gustando —respondió ella.

—Sí, la familia es la familia. A menos que un miembro de ella te traicione.

El boxeador los guió a través de unas escaleras hasta una oficina oscura. Señaló un ornamentado. escritorio para que se sentaran alrededor, y tanto él como el otro guardaespaldas se quedaron de pie, flanqueándolo.

El jefe llegó finalmente. Era un hombre de pelo gris y estatura media, correctamente trajeado.

—Buenas tardes —le dijo a Heather y estrechó la mano de Michael—. Me alegro de que hayan llegado a tiempo.

—Han pinchado mis teléfonos —dijo Michael sin fingir una compostura que sentía falsa.

—¿Hemos hecho eso? No lo recuerdo. ¿Y tú? —le preguntó el jefe a su matón de confianza.

—No. Quizás lo hiciera Blackwood. Era el experto en esas cosas —el rostro del mafioso se endureció y fue directamente al tema por el que los había hecho llamar—. Mi hija está a punto de morir. Blackwood prácticamente me la devolvió ya en el ataúd.

Michael se quedó repentinamente sin palabras. Observó en silencio cómo el hombre se aproximaba a Heather.

—Tienen un hijo precioso —le dijo a Heather y miró a Michael—. Yo tengo tres hijos, pero sólo una hija.

—¿Cuándo podré ver a Beverly?

—Muy pronto —Halloway continuó estudiando al pequeño. Michael sentía que el corazón se le aceleraba. ¿Sospecharía que aquel niño podía ser su nieto? ¿Acaso sabía la verdad?

Finalmente, el jefe de la mafia le dio la espalda a Michael.

—La próxima vez que vea a Blackwood, dígale que le tengo reservada una habitación en el infierno.

—No tengo intención de volver a verlo nunca. Ya no somos amigos.

—Nunca se sabe lo que puede suceder —dijo el mafioso. Luego se dirigió a su matón—. Condúcelos al dormitorio de Beverly.

Dicho aquello, se dispuso a salir de la habitación con un gesto despreciativo.

—¡Un momento! —lo retuvo Michael—. ¿Cómo sé que me puedo fiar de usted? Quiero saber si mi familia está en peligro.

—Jamás hago daño a las mujeres o a los niños —hizo una dramática pausa—. En cuanto a usted, solía admirar a los hombres de su cultura hasta que conocí Blackwood. Así que no tiente mucho su suerte con esos malos modales.

Heather agarró del brazo a Michael para contenerlo. Quería a toda costa evitar el enfrentamiento.

Siguieron al guardaespaldas hasta el piso superior. Una vez allí, el hombre los condujo hasta una enorme alcoba lujosamente decorada. En el centro había una cama en la que yacía una joven moribunda.

Justin gimió y se inclinó hacia su madre biológica, removiéndose inquieto en brazos de Heather. Ésta se aproximó a la cama de Beverly, mientras el guardaespaldas se colocaba junto a la ventana sin dejar de observarla.

Una enfermera uniformada con meticulosa pulcritud vigilaba desde su silla.

Heather se sentó al borde de la cama y acercó el bebé a su madre.

Michael se quedó en la puerta, observando la escena con el corazón encogido. Beverly tenía el pelo rubio y unos ojos verdes que hablaban de demasiada experiencia para la corta edad que tenía.

—Pa... pa... pa... —Justin soltó el pony sobre el regazo de su madre.

Los dedos flacos de Beverly intentaron recoger el peluche.

Michael miró al guardaespaldas, preguntándose si reaccionaría de algún modo ante la escena. Pero tanto él como la enfermera permanecían inalterables.

Nadie parecía sospechar que Justin era el nieto de Denny Halloway, el heredero de su infesto imperio.

Como Beverly no tenía fuerzas ni para agarrar el pequeño juguete, Heather lo tomó por ella y tiró de la cuerda.

El dulce sonido llenó la triste estancia. Justin no dejaba de mirar el pequeño caballo.

Lleno de emoción, Michael no podía dejar de pensar en lo que había perdido Reed: a su mujer y a su hijo.

De pronto, sintió miedo de que le sucediera lo mismo.

La habitación del hotel Wilshire Boulevard estaba muy silenciosa. Las imágenes se sucedían en la pantalla del televisor, pero no había sonido. Heather estaba junto a la cuna de Justin, viendo cómo dormía.

Michael se sentó en la orilla del colchón, junto a la bandeja con los restos de la cena.

No sabía qué decirle a Heather. Los pensamientos se agolpaban en su confusa mente, demasiadas emociones que trataba de contener a toda costa.

—Beverly tenía un aspecto tan frágil —dijo ella con la voz temblorosa. Se volvió a mirarlo—. Me pregunto si Justin entenderá lo que está sucediendo. ¿Tú crees que él nota que Beverly se está muriendo?

Sin saber a ciencia cierta qué respuesta sería más reconfortante, trató de dar con la menos dolorosa.

—Los bebés no entienden lo que es la muerte.

—Tienes razón. Simplemente es que estoy... Gracias por estar aquí conmigo, Michael.

Heather se sentó a su lado y sus hombros se rozaron.

Los dos estaban preparados para dormir, él con unos pantalones cortos y ella con un camisón.

—He estado pensando en Reed hoy, en todo lo que ha perdido —dijo Michael.

A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Ya no le queda nada.

—Te tiene a ti. Sabe que cuidarás de Justin. Reed le había entregado su hijo a Heather, pero también se lo había dado a él.

Ella se levantó a por un vaso de agua y luego se dirigió a la ventana.

Tras los cristales se alzaban los imponentes edificios de la ciudad de Los Ángeles. —¿Hablabas en serio cuando has dicho que

Justin y yo éramos tu familia? —se volvió hacia él.

Michael la miró fijamente durante unos segundos antes de responder.

—Sí. Llevas en mi vida desde que era un muchacho y te siento como si fueras mi familia. En cuanto a Justin... cada día le tengo más cariño.

—Yo todavía te quiero —dijo ella.

Las palabras se quedaron en el aire, atormentándolo. Él no podía responder con la misma confesión: era demasiado para él.

—Yo quiero hacer que lo nuestro funcione —dijo—. Pero temo perderte. Me da miedo que te vayas y no regreses.

Ella dejó el vaso en una mesa.

—Yo no me voy a ir a ninguna parte.

—Lo harás si no conseguimos que lo nuestro funcione —dijo él—. Cuando te marchaste y descubrí que me habías engañado, tuve la sensación de que la peor de las pesadillas de mi vida se hubiera hecho realidad. Traté de seguir adelante como si nada hubiera sucedido. Pero, en muchos aspectos, no podía ser yo mismo. No permití que ninguna mujer se metiera en mi cama.

—Me alegro.

—Esperaba que regresaras, rezaba para que así fuera —la rodeó con un brazo y la atrajo hacia él—. No quiero que Justin y tú os marchéis. Quiero que os quedéis a mi lado.

Los dedos de ella se posaron sobre los de él.

—Yo también quiero eso.

—Pero quieres más, ¿verdad? Más de lo que soy capaz de darte.

—Te he hecho daño. Necesitas más tiempo.

Michael frunció el ceño. ¿A quién trataba de convencer? ¿A sí misma o a él?

—Enamorarme me da miedo.

Ella lo miró sorprendida.

—Nunca antes te habías atrevido a decir algo así... —su voz se debilitó.

—Sufrí durante toda mi infancia lo que el amor le había hecho a mi madre. Se pasó la vida entera echando de menos a mi padre, el hombre que le había partido el corazón.

Heather se mordió el labio inferior.

—¿Tienes miedo de que te vuelva a hacer daño?

Él la miró fijamente.

—¿Te atreverías a prometerme que no va a ocurrir?

—Puedo intentarlo.

Una respuesta inteligente. Una mujer hermosa y sabia, pero vulnerable. Tenía el aspecto de un ángel, de un ente celestial que se batiera a duelo con la oscuridad del mundo.

—Lo siento. No debería haber sacado este tema ahora. Ya tienes bastantes problemas sin que yo te añada los míos.

—No te lamentes, por favor. Es importante para mí que me hayas pedido que me quede.

Ella se enredó en sus brazos y él supo que iba a llorar. Pronto notó el líquido escurridizo y cálido sobre su hombro, humedeciendo su piel.

Una parte de él ansiaba liberarse de aquel demonio represor que le impedía dejarse llevar, amarla libremente. Pero no podía hacerlo. Así que se limitó a reconfortarla, a ofrecerle el solaz de su consuelo.

La acarició y la abrazó con más fuerza. El fino camisón se deslizó sensualmente sobre su piel al pasar la mano y él notó que su cuerpo enardecía.

—Hazme el amor —le dijo ella sin preámbulos.

El ritual del placer no se hizo esperar. Se dejaron embriagar una vez más por el elixir del deseo y emprendieron el viaje a ese mundo onírico, único, irreal al que sólo los llevaba la más dulce de las pasiones.