24. UN VIAJE MISTERIOSO
(Domingo 5 de diciembre)
La Orquesta Sinfónica de Boston iba a ejecutar aquella tarde un concierto de Bach y la Sinfonía en la menor, de Beethoven; y Vance, al salir de la oficina del fiscal, se dirigió directamente a la Sala Carnegie. Estuvo sentado durante todo el concierto, en un estado de receptividad relajada, y luego insistió en caminar las dos millas de distancia a su casa, una cosa inaudita en él.
Poco después de cenar, Vance me dio las buenas noches, y poniéndose las zapatillas y el batín, entró en la biblioteca. Yo tenía mucho trabajo aquella noche y eran bastante más de las doce cuando terminé. Camino de mi habitación pasé delante de la puerta de la biblioteca, que había estado ligeramente entornada, y vi a Vance sentado en su mesa, con la cabeza en las manos y el resumen ante sus ojos, en actitud de concentración y ensimismamiento.
Eran las tres y media de la madrugada cuando me desperté de repente, consciente de haber oído unas pisadas en alguna parte de la casa. Levantándome con sigilo, entré en el vestíbulo, atraído por la vaga curiosidad mezclada con cierta intranquilidad. En el extremo del pasillo una luz se proyectaba contra la pared, y, a medida que yo avanzaba en la semioscuridad, observé que la luz provenía de la puerta entornada de la biblioteca. Al mismo tiempo me percaté de que las pisadas también venían de aquella habitación. No pude resistir la tentación de echar una ojeada en el interior; y vi allí a Vance paseando de un lado a otro, cabizbajo y con las manos hundidas en los bolsillos de su batín. La habitación estaba cargada de humo de tabaco y su figura aparecía borrosa en la neblina azul. Me volví a la cama y permanecí despierto durante una hora. Cuando finalmente me quedé dormido, fue acompañado de aquellas pisadas rítmicas en la biblioteca.
Me levanté a las ocho. Era un domingo oscuro y triste y tomé mi café en el gabinete con la luz eléctrica encendida. Cuando miré en la biblioteca, a las nueve, Vance continuaba allí aún, sentado a su mesa. La lámpara de lectura estaba encendida, pero el fuego de la chimenea estaba apagado. Volviendo al gabinete, traté de entretenerme con los periódicos dominicales; pero después de echar un vistazo a las noticias del caso Greene, encendí mi pipa y arrimé mi sillón al hogar.
Eran cerca de las diez cuando Vance apareció en la puerta. Había estado en pie toda la noche, forcejeando con el problema que él mismo se había impuesto; y los efectos de esta dilatada concentración, sin cerrar los ojos, eran muy visibles. Tenía ojeras, la boca contraída y hasta los hombros algo caídos de cansancio.
Mas, a pesar de la impresión que me produjo su aspecto, dominábame la curiosidad. Quise conocer el resultado de su vigilia; y cuando entró en el aposento, le dirigí una mirada interrogante.
Cuando sus ojos se encontraron con los míos, movió lentamente la cabeza.
—He descubierto el hilo —declaró, tendiendo las manos al calor del fuego—. Es más horrible de lo que imaginaba —permaneció silencioso unos minutos—. Telefonea a Markham, ¿quieres, Van? Dile que tengo que verle inmediatamente. Dile que venga a desayunarse. Explícale que estoy un poco cansado.
Salió y le vi llamar a Currie ordenándole que le preparase el baño.
No tuve ninguna dificultad en inducir a Markham a desayunarse con nosotros, después de haberle explicado la situación; y llegó antes de una hora. Vance estaba vestido y afeitado y tenía un aspecto más fresco que cuando le vi por la mañana; pero aparecía pálido aún y tenía los ojos fatigados.
No se mencionó el caso Greene durante el desayuno, pero cuando nos sentamos en cómodos sillones en la biblioteca, Markham no pudo contener ya más su impaciencia.
—Van insinuó por teléfono que habías sacado algo en claro del resumen.
—Sí —Vance habló con desaliento—. Han coordinado todas las notas. ¡Y es infernal! No es extraño que se nos escapase la verdad.
Markham se inclinó hacia adelante, rígido e incrédulo.
—¿Sabes la verdad?
—Sí, la conozco —fue la apacible respuesta—. Es decir, mi cerebro me ha dicho de una manera concluyente lo que había en el fondo de este caso diabólico; pero aun ahora, a la luz del día, no le doy crédito. Todo mi ser se rebela y se niega a aceptar la verdad. El hecho es que casi tengo miedo de aceptarla. ¡Váyase todo al diablo! Me estoy poniendo tierno. La edad madura me envuelve en sus tentáculos.
Intentó esbozar una sonrisa, sin conseguirlo.
Markham esperaba en silencio.
—No, querido —continuó Vance—. Todavía no puedo decirte nada. No puedo, hasta que haya verificado un par de detalles. El plan es bastante sencillo y claro; mas los objetos exteriores, examinados a la luz de sus nuevas referencias, son grotescos, como las formas de una pesadilla. Primero debo tocarlos y medirlos para asegurarme de que no son, después de todo, vanas pompas de jabón.
—¿Y cuánto tiempo durará esa verificación?
Markham sabía que era inútil apremiar a Vance. Comprendía que este se percataba de la gravedad de la situación y respetó su decisión de investigar ciertos puntos dudosos antes de revelar sus conclusiones.
—Espero que no dure mucho tiempo —Vance fue a su mesa y escribió unas líneas en una hoja de papel, que dio a Markham—. Aquí tienes una lista de los cinco libros de la biblioteca de Tobías que presentaban señales de haber sido leído por un visitante nocturno. Necesito esos libros, Markham, inmediatamente. Pero no quiero que nadie sepa que han sido sacados. Por tanto, te ruego que telefonees a missO’Brien y saque los libros sin que nadie la vea. Dile que los envuelva y los entregue al detective encargado de la vigilancia de la casa, y le dé instrucciones de traerlos aquí. Puedes explicarle en qué estantes los encontrará.
Markham tomó el papel y se levantó sin decir una palabra. Al llegar a la puerta del locutorio telefónico, se detuvo.
—¿Crees prudente que el detective abandone la casa?
—No importa —le contestó Vance—. No puede ocurrir nada allí, por ahora.
Markham salió. Volvió a los pocos minutos.
—Los libros estarán aquí dentro de media hora.
Cuando el detective llegó con el paquete, Vance lo desenvolvió y depositó los volúmenes junto a su sillón.
—Ahora voy a leer —dijo—. Me dispensarás, ¿verdad, Markham?
A pesar de la indiferencia de su tono, era evidente que había en el fondo de sus palabras una gravedad especial. Markham se levantó inmediatamente; y de nuevo me maravillé de la completa comprensión que existía entre aquellos dos hombres tan dispares.
—Tengo que escribir una serie de cartas particulares —dijo— y, por tanto, me largo. La tortilla de Currie estaba excelente. ¿Cuándo te volveré a ver? Puedo venir a la hora del té.
Vance le tendió la mano con aire afectuoso.
—Ven a las cinco. Creo que habré terminado mis lecturas para entonces. Muchas gracias por tu condescendencia… —y añadió, gravemente—: Comprenderás, después que te lo haya contado todo, por qué quería yo esperar un poco.
Cuando Markham volvió aquella tarde, un poco antes de las cinco, Vance seguía leyendo en la biblioteca; mas poco después se reunió con nosotros en el gabinete.
—El cuadro se precisa —dijo—. Las imágenes fantásticas van tomando gradualmente el aspecto de horribles realidades. He comprobado varios puntos, pero algunos datos necesitan aún corroboración.
—¿Para justificar la hipótesis?
—No, no se trata de eso. La hipótesis se basta a sí misma. No existe duda de la verdad. Pero ¡vive Dios!, Markham, me niego a aceptarla hasta que se hayan verificado las pruebas.
—¿Son las pruebas de tal naturaleza que pueda yo presentarlas en un tribunal?
—Eso es algo que no quiero ni tener en cuenta. El procedimiento criminal parece inaplicable en este caso. Mas supongo que la sociedad exige su libra de carne, y tú, el Shylock debidamente elegido por el gran pueblo protegido de Dios, serás sin duda el encargado de blandir el cuchillo. No obstante, te aseguro que no asistiré a la carnicería.
Markham le contempló con extrañeza.
—Tus palabras suenan ominosas. Pero, si como dices, has descubierto el autor de estos crímenes, ¿por qué razón no ha de exigir la sociedad el castigo?
—Si la sociedad fuese omnisciente, Markham, tendría derecho a erigirse en juez. Pero la sociedad es ignorante y malvada y carece de perspicacia y comprensión. Exalta al pillo y rinde culto a la estupidez, Crucifica al genio y encarcela al enfermo. Además, se arroga el derecho de analizar las causas sutiles de lo que llama «el crimen»: y de condenar a muerte a personas cuyos impulsos innatos e irresistibles no son de su agrado. Esto es tu deliciosa sociedad, Markham, una manada de lobos ávidos de presas sobre las cuales satisfacer su lubricidad organizada y su sed de muerte y de sangre.
Markham le miró con extrañeza y preocupación.
—Quizá te preparas a dejar escapar al asesino en el caso presente —dijo con ironía y resentimiento.
—¡Oh!, no —le aseguró Vance—. Te entregaré la víctima. El asesino del caso Greene es de un tipo especialmente maligno y debe ser reducido a la impotencia. Simplemente trataba de sugerir que la silla eléctrica, ese conmovedor instrumento de tu amada sociedad, no es el método adecuado de tratar a este delincuente.
—Sin embargo, reconoces que constituye una amenaza para la sociedad.
—Indudablemente. Lo horrible es que este torneo de crímenes continuará, a menos que le pongamos fin. Por este motivo actúo con tanto cuidado. Tal como está el caso, desde ahora te lo digo, dudo de que ni siquiera pudieses practicar una detención.
Terminado el té, Vance se incorporó y estiró sus miembros.
—A propósito, Markham —dijo en tono indiferente—, ¿has recibido algún informe de las actividades de Sibella?
—Nada en particular. Sigue en Atlantic City y evidentemente tiene el propósito de permanecer allí una temporada. Telefoneó a Sproot ayer para que le mandara otro baúl de ropas.
—¿Sí? Eso es muy satisfactorio —Vance se dirigió hacia la puerta, con súbita resolución—. Voy a pasar un rato en casa de la familia Greene. No estaré ausente más de una hora. Espérame aquí; no quiero que mi visita tenga carácter oficial. Ahí tienes el último número del Simplicissimus en la mesa, para entretenerte hasta mi regreso. Míralo y da las gracias a tus dioses de que no haya un Thony o un Gulbranssen en este país para hacer la caricatura de tus facciones gladstonianas.
Mientras hablaba, me hizo señas, y, antes que Markham pudiese interrogarle, salimos al vestíbulo y descendimos la escalera. Un cuarto de hora más tarde, un taxi nos dejaba delante de la casa de la familia Greene.
Sproot nos abrió la puerta, y Vance, con un saludo corto y brusco, le condujo al salón.
—Tengo entendido —dijo— que miss Sibella le telefoneó a usted ayer desde Atlantic City pidiendo que le remitiese un baúl.
—Sí, señor; mandé el baúl anoche.
—¿Qué le dijo miss Sibella por teléfono?
—Muy poca cosa, señor; la línea no funcionaba bien. Dijo meramente que no tenía el propósito de regresar a Nueva York durante una temporada y que necesitaba más ropas que las que se llevó.
—¿Preguntó cómo marchaban las cosas de la casa?
—En tono muy casual, señor.
—Entonces, ¿no manifestó aprensión por lo que pudiera suceder aquí, durante su ausencia?
—No, señor. A decir verdad, si puedo decirlo sin incurrir en deslealtad, el tono de su voz sonaba muy indiferente, señor.
—A juzgar por sus observaciones relativas al baúl, ¿cuánto tiempo le parece a usted que permanecerá todavía en Atlantic City?
Sproot reflexionó.
—Es difícil decirlo, señor. Mas me aventuraría a decir que miss Sibella tiene el propósito de prolongar su ausencia alrededor de un mes.
Vance movió afirmativamente la cabeza, con evidente satisfacción.
—Ahora, Sproot —dijo—, tengo que hacerle una pregunta muy importante: cuando usted entró en el cuarto de miss Ada, la noche que fue herida de un tiro y fue encontrada tendida en el suelo, delante de la mesa tocador, ¿estaba abierta la ventana? ¡Piénselo! Quiero una respuesta categórica. Sabe usted que la ventana está junto al tocador y encima de los escalones que conducen a la galería. ¿Estaba abierta o cerrada?
Sproot enarcó las cejas, y parecía rememorar la escena. Finalmente habló, sin sombra de duda en la voz.
—La ventana estaba abierta, señor. Ahora lo recuerdo claramente. Después que mister Chester y yo llevamos a miss Ada a la cama, cerré la ventana para que no se enfriase.
—¿Estaba muy abierta? —preguntó Vance, con impaciencia.
—Unas ocho o nueve pulgadas, señor. Quizá unos treinta centímetros.
—Gracias, Sproot. Eso es todo. Ahora haga el favor de decirle a la cocinera que deseo verla.
Mistress Mannheim llegó unos minutos después y Vance le indicó una silla cerca de la lámpara de la mesa. Cuando la mujer hubo tomado asiento, él, que permaneció en pie, clavó en ella una mirada severa e impenetrable.
—Frau Mannheim, ha llegado el momento de decir la verdad. He venido para hacerle unas cuantas preguntas, y a menos que me dé una respuesta clara y sincera, la denunciaré a la Policía. No recibirá usted, se lo aseguro, ninguna consideración de sus manos.
La mujer apretó los labios con gesto de terquedad y desvió la vista, incapaz de resistir la penetrante mirada de Vance.
—Me dijo usted en una ocasión que su esposo falleció en Nueva York hace trece años. ¿Es cierto?
La pregunta de Vance pareció aliviar su tensión de espíritu, pues respondió prontamente:
—Sí, sí. Hace trece años.
—¿En qué mes?
—En octubre.
—¿Había estado enfermo mucho tiempo?
—Alrededor de un año.
—¿Cuál era la naturaleza de la enfermedad?
Una sombra de temor apareció en los ojos de la mujer.
—No…, no lo sé… exactamente —tartamudeó—. Los médicos no me dejaron verle.
—¿Estaba en un hospital?
Ella movió, afirmativa y rápidamente, varias veces la cabeza.
—Sí…, en un hospital.
—Y creo recordar que usted me dijo, Frau Mannheim, que usted conoció a mister Tobías Greene un año antes de la muerte de su marido. Eso debió de ser en la época en que su esposo ingresó en el hospital… hace catorce años.
Ella miró vagamente a Vance, pero no despegó los labios.
—Y hace catorce años exactamente que mister Greene adoptó a Ada.
La mujer contuvo el aliento. Una expresión de pánico contrajo su rostro.
—Así, cuando su esposo murió —continuó Vance—, usted vino a ver a mister Greene, sabiendo que le daría un empleo.
Aproximóse a ella y con ademán cariñoso le tocó el hombro.
—He sospechado durante algún tiempo, Frau Mannheim —dijo, bondadosamente—, que Ada es su hija. Es verdad, ¿no es así?
Con un sollozo convulsivo, la mujer ocultó el rostro en el delantal.
—Di a mister Greene mi palabra —confesó, con voz entrecortada— de que no se lo diría a nadie…, ni siquiera a Ada…, si me permitía vivir aquí…, cerca de ella.
—No se lo ha dicho usted a nadie. No tiene usted la culpa de que yo lo adivinara. ¿Por qué no la reconoció Ada a usted?
—Estuvo ausente… en una escuela… desde la edad de cinco años.
Cuando mistress Mannheim nos dejó poco después, Vance había conseguido calmar su temor y su angustia. Luego mandó llamar a la muchacha.
Cuando Ada entró en el salón, el aire turbado de sus ojos y la palidez de sus mejillas mostraban claramente la tensión de su espíritu. La primera pregunta delató el temor que la embargaba.
—¿Ha descubierto algo, mister Vance? —la muchacha hablaba con desaliento—. Es terrible encontrarse aquí, sola, en este caserón…, especialmente de noche. El ruido más insignificante que oigo…
—No debe usted dejarse dominar por su imaginación, Ada —aconsejó Vance. Luego añadió—: Sabemos ahora mucho más que antes, y tengo la esperanza de que dentro de poco se habrán acabado todos sus temores. Realmente, he venido aquí hoy para algo que guarda relación con lo que hemos averiguado. Pensé que tal vez podría usted ayudarme de nuevo.
—¡Ah, si yo pudiese! Pero he estado pensando…
Vance sonrió.
—Déjenos a nosotros el trabajo de pensar, Ada. Lo que quería preguntarle es esto: ¿Sabe usted si Sibella habla bien el alemán?
La muchacha pareció sorprendida.
—Ya lo creo. También lo hablaban Julia, Chester y Rex. Papá se empeñó en que lo aprendiesen. Y él lo hablaba casi tan bien como el inglés. En cuanto a Sibella, la he oído con frecuencia hablar en alemán con el doctor Von Blon.
—Pero supongo que lo hablaba con un ligero acento extranjero…
—Sí, con un ligero acento extranjero…, no estuvo nunca mucho tiempo en Alemania. Pero habla muy bien alemán.
—Eso es lo que yo quería saber.
—¡Entonces ya sabe usted algo! —la voz de la muchacha tembló de ansiedad—. ¡Oh!, ¿cuánto tiempo durará esta terrible incertidumbre? Todas las noches, desde hace unas semanas, he tenido miedo de apagar las luces de mi cuarto y acostarme.
—Ya no necesita tener miedo de apagar las luces —le aseguró Vance—. No se atentará más contra su vida, Ada.
Ella le dirigió una mirada escrutadora, y las maneras de Vance parecieron tranquilizarla. Cuando nos despedimos, sus mejillas habían recobrado sus colores.
Markham se paseaba muy nerviosamente por la biblioteca cuando llegamos a casa.
—He verificado varios datos —anunció Vance—. Pero no he dado con el punto más importante: el que podría explicar el increíble horror de lo que he descubierto.
Entró directamente en el locutorio telefónico y le oímos pedir comunicación.
Reapareció unos minutos después, y consultó ansiosamente su reloj.
Luego llamó a Currie y ordenó que le preparase las maletas para un viaje de una semana.
—Me marcho, Markham —anunció—. Voy a viajar; dicen que esto ensancha el espíritu. Mi tren sale antes de una hora; y estaré ausente una semana; ¿puedes pasar sin mí tanto tiempo? En todo caso no ocurrirá nada en relación con el caso Greene durante mi ausencia. Te aconsejo que le des carpetazo provisionalmente.
No dijo más, y a la media hora estaba dispuesto a partir.
—Puedes hacer una cosa por mí durante mi ausencia —dijo a Markham mientras el criado le ponía el gabán—. Haz el favor de encargar un informe meteorológico detallado a partir del día anterior a la muerte de Julia hasta el siguiente al asesinato de Rex.
No quiso que Markham ni yo le acompañásemos a la estación y nos quedamos hasta sin saber la dirección de su viaje misterioso.