14. EN CASA DE LOS GREENE

(Martes 30 de diciembre, medianoche)

Markham tuvo bastante dificultad en persuadir a Ada para que nos acompañase. La muchacha parecía estar presa de pánico. Además, se consideraba indirectamente culpable de la muerte de Rex. Mas al fin permitió que la condujésemos en el coche.

Heath había telefoneado ya a la Brigada Criminal y había tomado todas las medidas necesarias para realizar una investigación cuando subimos por la calle del Centro. En la Jefatura, Snitkin y otro detective llamado Burke nos esperaban, y todos subimos al coche de Markham. Llegamos en menos de veinte minutos a la casa de los Greene.

Un agente vestido de paisano se encontraba apoyado en la barandilla del extremo de la calle, a pocos metros de la puerta de la finca, y a una señal de Heath se nos acercó al instante.

—¿Cómo ha sido eso, Santos? —interrogó el sargento bruscamente—. ¿Quién ha entrado y salido de aquí esta mañana?

—¿Qué sucede? —replicó el agente, indignado—. Ese pájaro, el mayordomo, salió a eso de las nueve y volvió a la media hora con un paquete. Manifestó que había ido a la Tercera Avenida a comprar unas galletas. El matasanos de la familia llegó a las diez y cuarto; allí está su coche —señaló en dirección del lujoso Daimler de Von Blon, que estaba parado en frente de la casa—. Está dentro de la casa aún. Luego, diez minutos después de la llegada del galeno, esta joven —indicó a Ada— salió y se dirigió hacia la Avenida A, donde subió a un taxi. Y esas son todas las personas que han entrado o salido por estas verjas desde que relevé a Cameron esta mañana a las ocho.

—¿Y el informe de Cameron?

—No ha entrado ni salido nadie en toda la noche.

—Pues bien: alguien entró de alguna manera —gruñó Heath—. Vaya a la pared del lado oeste y dígale a Donnelly que venga al instante.

Santos desapareció por la verja, y un instante después le vimos atravesar, presuroso, el patio en dirección al garaje. Breves momentos después, Donnelly, el agente que vigilaba la otra entrada, llegó corriendo.

—¿Quién entró por la parte posterior esta mañana? —preguntó Heath.

—Nadie, mi sargento. La cocinera salió de compras a eso de las diez, y dos recaderos entregaron los paquetes que traían. No ha entrado ni salido nadie más por la verja posterior desde ayer.

—¡Conque nadie más! —exclamó Heath, sarcástico—. Bien, está bien —el sargento se volvió hacia Burke—. Suba a esta pared y examínela. Vea si encuentra por dónde han podido escalarla. Y usted, Snitkin, inspeccione el patio a ver si encuentra algunas huellas. Cuando terminen su labor, denme sus informes. Voy a entrar en la casa.

Subimos por la calzada, que habían barrido, y Sproot nos abrió la puerta. Su rostro, impasible como de costumbre, parecía insensible; así tomó nuestros abrigos con su habitual respeto.

—Sería mejor que fuese a su habitación ahora, miss Greene —indicó Markham, posando una mano suavemente en el brazo de Ada—. Acuéstese y procure descansar un poco. Tiene usted cara de cansada. Pasaré a verla antes de marcharme.

La muchacha obedeció sumisamente, sin decir una palabra.

—Y usted, Sproot —ordenó—, venga al gabinete.

El viejo mayordomo nos guio, y quedó en pie, con aire humilde, delante de la mesa del centro, junto a la cual Markham tomó asiento.

—Ahora díganos su historia.

Sproot carraspeó y miró hacia el exterior por la ventana.

—Tengo muy poco que contarle, señor. Yo estaba en la repostería del mayordomo, limpiando la vajilla de cristal, cuando oí el disparo…

—Empiece su relato desde un poco antes —interrumpió Markham—. Tengo entendido que fue usted a la Tercera Avenida esta mañana a las nueve.

—Sí, señor. Miss Sibella adquirió un pomerania ayer, y me encargó que comprase unas galletas para el perro después del desayuno.

—¿Quién ha venido a esta casa esta mañana?

—Nadie, señor…; es decir, nadie más que el doctor Von Blon.

—Muy bien. Ahora díganos todo cuanto ha sucedido.

—No sucedió nada, señor…, nada inusitado; es decir…, hasta que el pobre señorito Rex fue asesinado. Miss Ada salió unos minutos después de la llegada del doctor Von Blon; y poco después de las once usted telefoneó a mister Rex. Poco después volvió usted a telefonear al señorito; y yo volví a la repostería. Hacía unos minutos que me encontraba allí cuando oí el disparo…

—¿Qué hora dice usted que era?

—Las once y veinte, señor.

—Luego, ¿qué?

—Me sequé las manos en el delantal y entré en el comedor a escuchar. No estaba del todo seguro de que hubiese sido disparado dentro de la casa, pero decidí que sería mejor investigar. En consecuencia, fui arriba y, como la puerta del cuarto del señorito estaba abierta, miré primero en el interior. Vi entonces al pobre señorito tendido en el suelo, manándole sangre de una herida en la frente. Llamé al doctor Von Blon…

—¿Dónde estaba el doctor? —preguntó Vance.

Sproot titubeó y pareció que pensaba.

—Estaba arriba, señor, y bajó al instante.

—¡Ah, arriba! Paseándose de un lado a otro, matando el tiempo, ¿eh? —los ojos de Vance escrutaron al mayordomo—. Diga, Sproot: ¿dónde estaba el doctor?

—Creo, señor, que se hallaba en el aposento de miss Sibella.

Cogito, cogito… Bien; tamborilee su masa encefálica un poco y procure llegar a una conclusión. ¿De qué sector del espacio emergió el físico cuerpo del doctor Von Blon al llamarle usted?

—La verdad es, señor, que salió por la puerta del cuarto de miss Sibella.

—¡Caramba, caramba! Y siendo tal el caso, ¿puede deducirse, sin devanarnos demasiado los sesos, que antes de salir por esa puerta se hallaba, realmente, en la habitación de miss Sibella?

—Supongo que sí, señor.

—¡Caramba, Sproot! Sabe usted perfectamente que el doctor estaba allí.

—Pues sí, señor.

—Supongamos ahora que usted continúa relatándonos su odisea.

—Se asemejaba más bien a la Ilíada, si me permite la expresión. Más trágica, si comprende lo que quiero decir, aunque mister Rex no era exactamente su Héctor. Sea como fuere, señor, el doctor Von Blon acudió inmediatamente…

—¿No había oído el disparo, entonces?

—Al parecer, no, pues se sobresaltó profundamente al ver a mister Rex. Y miss Sibella, que le acompañaba y entró con él en el cuarto de mister Rex, se sobresaltó también.

—¿Hicieron algún comentario?

—No podría decirle. Yo bajé al instante y telefoneé a mister Markham.

Mientras Sproot hablaba, Ada apareció en el umbral, con los ojos dilatados.

—Alguien ha estado en mi habitación —anunció con voz asustada—. Las puertas de las vidrieras que dan a la galería estaban entornadas cuando subí a mi cuarto hace un rato, y observé algunas huellas de nieve por el suelo… ¡Oh!, ¿qué significa esto? ¿Cree usted…?

Markham avanzó hacia la muchacha.

—¿Las dejó usted cerradas cuando salió?

—Sí, desde luego. Rara vez las alzo en invierno.

—¿Con llave?

—No estoy segura de ello, pero creo que sí. Deben de haber estado cerradas con llave, aunque, ¿cómo podía entrar alguien, a menos que me hubiese olvidado de cerrar con llave?

Heath se había incorporado y escuchaba, perplejo, la historia de la muchacha.

—Probablemente ha sido el pájaro de los chanclos otra vez —murmuró—. Mandaré llamar a Jermyn.

Markham movió afirmativamente la cabeza y se volvió hacia Ada.

—Muchas gracias por habernos comunicado este detalle, miss Greene.

—¿Haría el favor de esperarnos en alguna otra habitación? Queremos que deje su cuarto tal como lo encontró hasta que tengamos tiempo de examinarlo.

—Iré a la cocina y estaré con la cocinera. No quiero estar sola.

Y conteniendo el aliento, salió del aposento.

—¿Dónde está el doctor Von Blon ahora? —preguntó Markham a Sproot.

—Con mistress Greene, señor.

—Dígale que estamos aquí y que deseamos verle al instante.

El mayordomo hizo una reverencia y salió del cuarto.

Vance se paseaba de un extremo a otro, con los ojos casi cerrados.

—Esto se vuelve más enloquecedor por momentos —declaró—. Ya de por sí es una cosa de locura con esas huellas de pisadas, y esa puerta vidriera abierta. Sucede alguna cosa diabólica en esta casa, Markham. Es cosa de demonios, o brujería, o algo parecido.

—Dime, ¿existe algo en las Pandectas o en el Código de Justiniano relativo a sancionar severamente la posesión diabólica o el espíritu?

Antes que Markham pudiera dirigirle su reproche, Von Blon entró en el aposento. Su habitual suavidad de maneras había desaparecido. Hizo una reverencia brusca sin pronunciar palabra y se atusó el bigote con mano insegura.

—Sproot me dice, doctor —empezó Markham—, que usted no oyó el tiro disparado en el cuarto de Rex.

—¡No! —el hecho parecía extrañarle y turbarle—. No lo entiendo, pues la puerta de Rex, que da al vestíbulo, estaba abierta.

—Se hallaba usted en el cuarto de miss Sibella, ¿no es cierto?

Vance se había detenido y escuchaba al doctor.

—Exacto. Sibella se había estado quejando de…

—De un mal de garganta o algo por el estilo, sin duda —terminó Vance—. Pero eso no tiene importancia. El hecho es que ni usted ni miss Sibella oyeron el disparo. ¿No es así?

El doctor inclinó la cabeza.

—No me enteré de nada hasta que Sproot llamó a la puerta y me hizo seña de que saliera al vestíbulo.

—¿Y miss Sibella le acompañó a usted al cuarto de Rex?

—Creo que vino detrás de mí. Pero le dije que no tocase nada y la mandé a su habitación. Cuando volvió a salir al vestíbulo, vi que Sproot telefoneaba a la oficina del fiscal y pensé que sería mejor esperar la llegada de la Policía. Después de discutir la situación con Sibella, comuniqué a mistress Greene la tragedia y me quedé con ella hasta que Sproot me anunció la llegada de ustedes.

—¿No vio usted a nadie arriba ni oyó ningún ruido sospechoso?

—No vi a nadie ni nada. La casa, a decir verdad, estaba extraordinariamente silenciosa.

—¿Recuerda si la puerta de miss Ada estaba abierta?

El doctor meditó un instante.

—No lo recuerdo…, lo cual significa que probablemente estaba cerrada. De lo contrario, lo habría observado.

—¿Y cómo se encuentra mistress Greene esta mañana?

La pregunta de Vance, formulada en tono indiferente, sonó inapropiada, extraña.

Von Blon dio un respingo.

—La encontré un poco mejor cuando la vi, pero la noticia de la muerte de Rex la afectó mucho. Cuando la dejé, hace un momento, se quejaba de dolor en la espalda.

Markham, que se había puesto en pie, se dirigió, inquieto, hacia el umbral.

—El médico forense llegará de un momento a otro —informó—, y deseo echar un vistazo al cuarto de Rex antes que llegue. Puede usted acompañarme, doctor. Y usted, Sproot, quédese en la puerta principal.

Subimos la escalera en silencio; creo que todos, de común acuerdo, pensamos que no debíamos anunciar nuestra presencia a mistress Greene. La habitación de Rex, como todas las de la casa, era espaciosa. Tenía una ventana grande delante y otra a un lado.

No había cortinas que tapasen la luz, y el sol oblicuo del mediodía penetraba en el interior. Las paredes, como nos dijo Chester en una ocasión, estaban llenas de libros; y en un rincón vecino, una cantidad de folletos y papeles. El aposento semejábase al cuarto de estudio de un estudiante más que a un dormitorio.

Delante de la chimenea estilo Tudor, situada en el centro de la pared izquierda —un duplicado de la del cuarto de Ada—, yacía tendido en el suelo el cadáver de Rex Greene. Tenía el brazo izquierdo extendido, y el derecho, torcido; y los dedos, crispados, como si agarrase algún objeto. Su cabeza, cupular, estaba vuelta un poco hacia un lado, y un hilillo de sangre que manaba de un pequeño orificio, encima del ojo derecho, deslizábase al suelo.

Heath examinó el cadáver unos minutos.

—Le mataron cuando estaba en pie, mister Markham. Se desplomó, y luego se enderezó un poco.

Vance, con expresión de perplejidad, se inclinaba sobre el muerto.

—Markham —dijo—, observo algo que es muy extraño e inconsciente. Sucedió esto en pleno día; dispararon contra él desde la parte de delante; presenta hasta señales de pólvora en la cara. Pero tiene una expresión completamente natural. No se observa ninguna señal de asombro o temor; en realidad, más bien presenta un aspecto tranquilo y despreocupado… Es increíble. Seguramente que el asesino y la pistola permanecieron invisibles.

Heath movió lentamente la cabeza.

—También lo he observado yo. Es la mar de extraño —inclinóse un poco más sobre el cadáver—. Parece que esta herida ha sido infligida por un arma del calibre treinta y dos —comentó, volviéndose al doctor.

—Sí —asintió Von Blon—; al parecer, fue producida con la misma arma que se utilizó en los otros asesinatos.

—Fue la misma arma —afirmó Vance en tono sombrío, sacando su pitillera pensativamente—. Y fue el mismo asesino quien la usó —después de encender un cigarrillo, clavó la mirada en el rostro del muerto—. Mas ¿por qué se cometió el crimen a esta hora, en pleno día, con la puerta abierta y cuando había otras personas cerca? ¿Por qué el asesino no esperó hasta la noche? ¿Por qué razón corrió un riesgo innecesario?

—No olvide —le recordó Markham— que Rex se disponía a ir a mi oficina a decirme algo.

—Mas ¿quién sabía que iba a revelarnos algo? Fue muerto pocos minutos después de telefonearle… —interrumpiéndose, se volvió rápidamente hacia el doctor—. ¿Qué teléfonos hay en la casa?

—Creo que hay tres —respondió Von Blon tranquilamente—. Uno en la habitación de mistress Greene, uno en la de Sibella y creo que otro en la cocina. Desde luego, el teléfono principal está en el vestíbulo inferior, en la parte delantera de la casa.

—Es toda una centralita —gruñó Heath—. Casi todo el mundo podría haber escuchado.

De súbito se arrodilló junto al cadáver y le abrió la mano derecha.

—No creo que se encuentre aquel dibujo, sargento —murmuró Vance—. Si el asesino mató a Rex para sellarle los labios, es seguro que el papel habrá desaparecido. Cualquiera que oyera la conversación telefónica se enteraría de la existencia del sobre que el joven iba a llevar.

—Creo que tiene usted razón, mister Vance. Pero voy a echar un vistazo.

Palpó debajo del cadáver, y luego, sistemáticamente, registró los bolsillos. Mas no encontró nada que siquiera se asemejase al sobre azul mencionado por Ada. Al fin se incorporó.

—Ha desaparecido, no cabe duda.

Se le ocurrió otra idea. Cruzando precipitadamente el vestíbulo, llamó desde lo alto de la escalera a Sproot. Al aparecer el mayordomo, Heath le interpeló furiosamente:

—¿Dónde está el buzón particular?

—No sé si le comprendo bien —fue la respuesta plácida y reposada del mayordomo—. Hay un buzón en la parte exterior de la puerta principal. ¿Se refiere usted a ese, señor?

—¡No! Usted sabe perfectamente que no me refiero a ese. Quiero saber dónde está el buzón particular de la casa.

—Quizá quiera usted decir el copón de plata que se usa para la correspondencia que se va a remitir, el píxide que está en la mesa del vestíbulo inferior.

—¡El píxide! El píxide, ¿eh? —repitió el sargento en tono sarcástico—. Bueno; baje y tráigame todo cuanto haya en ese píxide… ¡No! Espere un momento… Le acompañaré… ¡Un píxide!

Cogió a Sproot del brazo y prácticamente le sacó, a rastras del cuarto.

Breves instantes después regresó cabizbajo y abatido.

—¡Estaba vacío! —fue su lacónico anuncio.

—No abandone las esperanzas simplemente porque su dibujo cabalístico ha desaparecido —le exhortó Vance—. Dudo de que nos hubiera servido de gran cosa. Este caso no es un jeroglífico. Es una fórmula matemática compleja, llena de módulos, derivativos y coeficientes. Rex mismo le habría podido encontrar solución si no le hubiesen dado el pasaporte tan pronto —sus ojos recorrieron el aposento—. Y no estoy del todo seguro de que no lo hubiese resuelto ya.

Markham se impacientaba.

—Será mejor que bajemos al salón a esperar al doctor Doremus y a los agentes de Jefatura —sugirió—. No podemos averiguar nada aquí.

Salimos al vestíbulo, y al pasar delante de la puerta de Ada, Heath la abrió, y desde el umbral escudriñó el interior. Las puertas vidrieras que daban a la galería estaban entornadas, y el viento del Oeste sacudía las cortinas verdes de quimón. En la alfombra castaño claro veíanse señales descoloridas y húmedas que conducían desde el pie de la cama a la puerta del vestíbulo donde nos encontrábamos. Heath escudriñó las señales, y luego cerró la puerta de nuevo.

—Son huellas de pisadas —observó—. Alguien procedente de la galería dejó estas señales y olvidó cerrar las puertas vidrieras.

Acabábamos de sentarnos en el salón cuando llamaron a la puerta; y Sproot introdujo a Snitkin y a Burke.

—Usted primero, Burke —ordenó el sargento, al aparecer los dos funcionarios—. ¿Hay alguna señal de escalamiento en la pared?

—No, señor —el abrigo y los pantalones del subalterno estaban sucios—. Examiné toda la parte superior del muro, y puedo asegurar que no hay ninguna señal o huella por ninguna parte. Si algún pájaro usó esa pared, saltó por encima de ella.

—Muy bien. ¿Y usted, Snitkin?

—He descubierto algo —el detective habló con tono de triunfo—. Alguien ascendió aquellos peldaños del exterior y fue al balcón del lado occidental de la casa. Y lo hizo esta misma mañana, después de la nevada de las nueve, pues las huellas son recientes. Además, tienen las mismas dimensiones que las que encontramos en la última ocasión en la calzada.

—¿De dónde provienen esas huellas?

—Eso es lo inexplicable, sargento. Provienen de la calzada, de debajo de los escalones que hay delante de la puerta principal; y es imposible continuar la investigación, porque la calzada ha sido barrida.

—Ya me lo debería haber imaginado —gruñó Heath—. ¿Y las huellas van en una sola dirección?

—Eso es. Salen de la calzada a poca distancia de la puerta principal, doblan en el ángulo de la casa y ascienden los escalones en dirección del balcón. El sujeto que dejó esas huellas no descendió por aquel lado.

El sargento chupó, decepcionado, su puro.

—De modo que subió la galería del balcón, entró por las puertas vidrieras, cruzó el cuarto de Ada, se introdujo en el vestíbulo, cometió la fechoría, y luego… ¡desapareció! ¡Valiente caso es este!

—El criminal pudo salir por la puerta principal.

El sargento hizo una mueca y llamó con voz tonante a Sproot, quien entró inmediatamente.

—Dígame, ¿por dónde subió usted esta mañana cuando oyó el disparo?

—Por la escalera de servicio, señor.

—En ese caso, ¿es posible que alguien descendiese la escalera principal, al mismo tiempo, sin que usted le viese?

—Sí, señor; es posible.

—Eso es todo.

Sproot hizo una reverencia y volvió a apostarse en la puerta principal.

—Al parecer, eso es lo que ocurrió —comentó Heath—. Mas ¿cómo entró y salió de la finca sin ser visto? Esto es lo que yo quisiera saber.

Vance estaba en pie junto a la ventana, contemplando el río.

—Esas huellas repetidas en la nieve son poco corrientes. Nuestro excéntrico asesino tiene muy poco cuidado con los pies y demasiado con las manos. No deja ni una huella digital ni ninguna otra señal de su presencia, excepto esas huellas de pisadas, muy nítidas y bonitas, que aparecen ante nuestras narices. Pero no encajan con el resto de este caso fantástico.

Heath miró, desesperado, al suelo. Evidentemente compartía la opinión de Vance; pero su carácter terco se impuso, y al poco rato alzó la cabeza en un alarde de forzada energía.

—Snitkin, telefonee al capitán Jermyn y dígale que le ruego venga cuanto antes para examinar unas huellas en una alfombra. Luego mida usted esas huellas de pisadas que hay en los peldaños de la galería. Y usted, Burke, vigile en el vestíbulo superior y cuide que no entre nadie en ninguna de las habitaciones de delante.