12. UN PASEO EN AUTO

(12 a 25 de noviembre)

La investigación se realizó de acuerdo con las tradiciones del departamento de Policía. El capitán Charles Hagedorn, el experto en armas de fuego, llevó a cabo un minucioso examen científico de las balas. El mismo revólver, dictaminó, había disparado los tres tiros; precisó, además, que el arma era vieja y de marca Smith & Wesson, de la cual ya no se fabrican hoy. Mas aunque estos datos confirmaban la hipótesis de que el desaparecido revólver de Chester Greene era el que usara el asesino, no añadiremos nada nuevo a los hechos ya establecidos o sospechados. El inspector Conrad Brenner, el experto en útiles para robo, había efectuado un examen completo del escenario del crimen con el objeto de buscar las señales de una entrada forzada, pero no halló ninguna, ni rastro que demostrara la existencia de un ladrón.

Dubois y su ayudante Bellamy —las dos principales autoridades en materia de huellas digitales— llegaron al extremo de tomar las impresiones digitales de todos los miembros de la casa de los Greene, incluyendo al doctor Von Blon; y estas fueron comparadas con las huellas encontradas en los vestíbulos y en las habitaciones donde ocurrieron los crímenes. Mas una vez terminada esta labor fastidiosa, no quedó una sola huella sin identificar; y las encontradas y fotografiadas tenían una explicación lógica.

Los chanclos de goma de Chester Greene fueron entregados a la Jefatura, al capitán Jermyn, quien los comparó cuidadosamente con las medidas y modelos hechos por Snitkin. No se descubrió nada nuevo respecto a ellos. Las huellas encontradas en la nieve, declaró el capitán Jermyn, fueron hechas por los chanclos que se le habían entregado o por otro par del mismo tamaño. Aparte de esto, dijo, no podía precisar nada más.

Quedó establecido que, a excepción de Chester y Rex, ningún miembro de la casa Greene poseía chanclos de goma; y Rex usaba el número 39, tres números menores que los hallados en el armario de Chester. Sproot calzaba el 40; y el doctor Von Blon, que prefería borceguíes en invierno, siempre usaba sandalias de goma en tiempo de tormenta.

La búsqueda del revólver desaparecido duró varios días. Heath confió la misión a varios agentes especializados en esta clase de trabajos y les entregó una orden de registro, para el caso de que encontrasen oposición. Mas no hallaron ningún obstáculo. Registraron la casa sistemáticamente desde los sótanos a la buhardilla. Hasta las habitaciones particulares de mistress Greene fueron sometidas a un registro minucioso. La inválida se opuso al principio; finalmente otorgó su consentimiento y hasta se mostró algo defraudada cuando los agentes terminaron su labor. La biblioteca de Tobías Greene fue la única habitación que no se examinó, debido a que mistress Greene no había permitido jamás que la llave saliese de sus manos ni que nadie entrase en el cuarto desde la muerte de su esposo. Heath no quiso insistir cuando ella se negó rotundamente a entregar la llave. No obstante, los subordinados del sargento registraron minuciosamente todos los rincones de la casa. Mas ni el menor rastro del revólver recompensó sus esfuerzos.

Las autopsias no revelaron nada que discrepara de los hallazgos preliminares del doctor Doremus: Julia y Chester murieron instantáneamente de los efectos de las balas que les atravesaron el corazón, disparadas a boca de jarro. No aparecía en los cadáveres ninguna otra señal, y tampoco había indicios de lucha.

En la noche del asesinato no se vio cerca de la mansión Greene a ninguna persona desconocida o sospechosa, aunque se averiguó que fueron varias las que estuvieron en la vecindad en aquellas horas; y un zapatero, que vivía en el segundo piso del edificio Narsosa, en la calle Cincuenta y Tres, frente a la casa, declaró que había estado sentado a la ventana de su habitación, fumando una pipa, durante la hora de ambos disparos y podía jurar que no pasó nadie por aquel extremo de la calle.

No obstante, la guardia montada para vigilar la casa Greene no fue retirada. Varios agentes de servicio estaban apostados, noche y día, en ambas entradas de la mansión; y se examinaba rigurosamente a todos cuantos entraban o salían. La vigilancia era tan estricta, que los tenderos encontraron en varias ocasiones dificultades para entregar sus géneros.

Los informes presentados relativos a los sirvientes eran poco satisfactorios en cuanto a sus detalles; mas los datos averiguados tendían a eliminar a la servidumbre de toda posible relación con los crímenes. Barton, la doncella que abandonó la casa Greene la mañana siguiente a la segunda tragedia, resultó ser la hija de unos trabajadores de buenos antecedentes que vivían con la viuda de Jerssey. Los de la muchacha eran excelentes, y sus compañeros y compañeras parecían ser miembros inofensivos de su clase.

Hemming resultó ser una viuda que, hasta la fecha de entrar al servicio de los Greene, había vivido con su esposo, un obrero metalúrgico, en Altoona, Pennsylvania. Sus antiguos vecinos recordaron que era una mujer fanáticamente religiosa que, severa y triunfante, mantenía a su esposo en el estrecho sendero de rectitud forzada. Cuando él murió, víctima de la explosión de un horno, ella declaró que la mano de Dios le había fulminado en castigo de algún pecado secreto. Tenía pocas amistades, todos miembros destacados de una pequeña congregación de anabaptistas del barrio del Este.

El jardinero de verano de los Greene —un polaco de mediana edad, llamado Krimski, que fue descubierto en una taberna de Harlem, bajo la adormecedora influencia de un whisky sintético había mantenido un estado de beatífica lasitud, con mayor o menor firmeza, desde finales de verano. La Policía le descartó al instante, como indigno de ser tomado en consideración.

La investigación de los hábitos y amistades de mistress Mannheim y Sproot no arrojó ninguna luz. A decir verdad, las costumbres de estos dos eran ejemplares, y el contacto que sostenían con el mundo exterior era tan insignificante, que se consideró como casi inexistente. Sproot no tenía, al parecer, amigos, y sus relaciones se limitaban a un ayuda de cámara inglés, empleado en una casa de la avenida Park, y a los tenderos de la vecindad. Era un solitario, y en las pocas diversiones que se permitía no iba nunca acompañado. Mistress Mannheim rara vez salía de la casa Greene, desde que ingresara cuando la muerte de su marido; y, al parecer, no conocía a nadie en Nueva York, aparte de la servidumbre doméstica.

Estas informaciones frustraron las esperanzas que el sargento Heath pudiera haber abrigado sobre el hallazgo de una solución del misterio Greene, en cuanto a la existencia de un posible cómplice dentro de la misma casa.

—Creo que tendremos que abandonar la idea de que los crímenes fueron cometidos por alguien de la casa —se lamentó una mañana en la oficina de Markham, unos días después del asesinato de Chester Greene.

Vance, que se hallaba presente, le miró perezosamente.

—Yo no diría eso, sargento. Por el contrario, fue, sin duda, obra de alguien de la casa, aunque no precisamente de la clase que usted se imagina.

—¿Quiere usted decir que algún miembro de la familia es el asesino?

—Quizá o algo por el estilo —Vance chupó, meditativo, su cigarrillo—. Mas no es eso exactamente lo que quiero decir. Es una situación…, una serie de circunstancias…, un ambiente, digamos, el culpable. Un veneno sutil y mortífero es el autor de los crímenes. Y un tóxico se genera en la mansión de los Greene.

—Arreglado estaría yo si intentase detener a una atmósfera o un veneno —replicó Heath.

—¡Oh!, existe una víctima de carne y hueso que espera sus esposas, sargento; el agente, digamos, del ambiente.

Markham, que había estado leyendo con atención los informes del caso, exhaló un profundo suspiro y se arrellanó en su butaca.

—Ojalá —interpeló amargamente— nos diese alguna indicación de su identidad. La Prensa está armando un escándalo. Esta mañana nos ha visitado otra delegación de periodistas.

El hecho era que rara vez había habido en la historia periodística de Nueva York un caso que se apoderara tan tenazmente de la imaginación popular. Los atentados contra Julia y Ada Greene fueron tratados sensacionalmente, pero de una manera superficial; mas después del asesinato de Chester Greene, los relatos de los periódicos aparecían anunciados por un espíritu completamente distinto. Aquí había algo romántico y siniestro, algo que recordaba páginas olvidadas de la historia del crimen. Dedicaban columnas enteras al relato criminal. Emplearon columnas enteras a contar la historia de la familia Greene. Se desenterraron los archivos genealógicos. Y la historia de la vida de Tobías Greene llegó a ser propiedad común de todo el mundo. Esta historia espectacular iba acompañada de fotografías de todos los miembros de la familia; y la mansión de los Greene, fotografiada desde todos los ángulos posibles, fue usada para ilustrar los relatos fantásticos de los crímenes perpetrados tan recientemente allí.

La historia de los asesinatos de los Greene se extendió por todo el país, y hasta la Prensa europea les dedicó un espacio. La tragedia, tomada en relación con la categoría social de la familia y la historia romántica de sus progenitores, atraía de una manera irresistible la morbosidad y el interés del público.

Era natural que la Policía y la oficina del fiscal de distrito fuesen asediadas por los representantes de la Prensa; y era también lógico que los investigadores estuviesen preocupados por el hecho de que todos sus esfuerzos para capturar al criminal hubiesen fracasado. Habíanse celebrado varias conferencias en la oficina de Markham, donde se había discutido minuciosamente la situación; mas no se había presentado ninguna indicación útil. Dos semanas después del asesinato de Chester Greene, el caso empezó a tomar el aspecto de un empate.

No obstante, durante aquella quincena, Vance no había estado ocioso. La situación le había interesado, y ni una sola vez la había apartado de su mente desde la mañana en que Chester Greene solicitara la ayuda de Markham. Hablaba poco del caso, pero había asistido a todas las conferencias; y por sus comentarios comprendí que estaba fascinado y perplejo por el problema que se presentaba.

Tan convencido estaba él de que la casa de los Greene contenía el secreto de los crímenes perpetrados allí, que la había visitado varias veces sin Markham. Este, en realidad, no había estado más que una vez desde la consumación del segundo crimen. No era que rehuyera su tarea. En realidad, tenía poco que hacer allí; y el trabajo de su oficina era muy intenso en aquellos días.

Sibella había insistido en que se hiciesen al mismo tiempo los funerales de Julia y Chester en la capilla particular de la empresa de pompas fúnebres de Malcomb. Con sólo unos cuantos amigos íntimos que fueron invitados, aunque delante del edificio se reunió un gentío compuesto de curiosos, atraídos por las circunstancias sensacionales del entierro, el sepelio en el cementerio de Woodland fue estrictamente particular. El doctor Von Blon acompañó a Sibella y a Rex a la capilla. Ada, aunque mejoraba rápidamente, continuaba aún recluida en la casa; y la parálisis de mistress Greene impedía desde luego su asistencia, aunque dudo que hubiese ido en el caso de haber podido, pues cuando se sugirió que los funerales se celebrasen en la casa se opuso enfáticamente.

Fue al día siguiente del funeral cuando Vance hizo su primera visita a la casa de los Greene. Sibella le recibió sin muestras de sorpresa.

—Me alegro que haya venido —le saludó, casi alegremente—. En cuanto le vi la primera vez, adiviné que no era usted un policía. ¡Imagínese a un policía fumando cigarrillos Regie! Y me estoy muriendo por hablar con alguien. Desde luego, mis conocidos rehúyen encontrarse conmigo y se han apartado de mí, como si yo fuese la peste. No he recibido ni una sola invitación desde que Julia fue asesinada. Creo que a eso le llaman respetar a los muertos. ¡Precisamente cuando más necesito divertirme!

Oprimió el timbre, y al aparecer el mayordomo, le ordenó que trajese té.

—¡Sproot hace mucho mejor el té que el café, por fortuna! —continuó, nerviosa—. ¡Qué día más magnífico tuvimos ayer! Los funerales son una farsa horrible. Apenas pude contener la risa cuando el sacerdote empezó a exaltar las glorias de los difuntos. Y durante todo el tiempo el pobre hombre se moría de curiosidad morbosa. Estoy segura de que se divirtió tanto, que no se quejaría si me olvidase de mandarle un cheque por sus palabras bondadosas…

El té fue servido, pero antes que Sproot se retirase, Sibella se volvió, regañando, hacia él.

—No puedo resistir más el té. Quiero un whisky.

Alzó los ojos y miró interrogativamente a Vance; pero él insistió en que prefería una taza de té, y la muchacha bebió sola su whisky.

—Necesito un estímulo estos días —explicó ella alegremente—. Este caserón me está poniendo los nervios de punta. Y ser una celebridad resulta una cosa abrumadora. Como usted sabe, me he convertido en una persona famosa. Jamás me imaginé que un simple asesinato o dos pudieran dar a una familia tal distinción. Probablemente iré a parar a Hollywood.

La muchacha soltó una risa que me pareció algo forzada.

—¡Es muy divertido! Demasiado divertido. Hasta mi madre se divierte. Compra todos los periódicos, y lee palabra por palabra cuanto se escribe sobre nosotros, lo cual, le aseguro a usted, es una suerte. Casi se ha olvidado de pasarse el día riñendo y censurando, y no le he oído hablar de su espalda desde hace días.

La muchacha continuó hablando en tono frívolo durante media hora. Pero si su insensibilidad era real o meramente una valerosa tentativa para contrarrestar la nube de tragedia que se cernía sobre ella, fue cosa que no pude poner en claro. Vance escuchaba, interesado y divirtiéndose. Parecía comprender que la muchacha tenía necesidad de desahogar su espíritu; pero mucho antes que nos marchásemos, desvió la conversación para hablar de cosas vulgares. Al levantarnos para despedirnos, Sibella insistió en que volviésemos a visitarla.

—Me conforta usted tanto, mister Vance —dijo—. Estoy segura de que no es usted un predicador moralista; y no se ha condolido usted ni siquiera una vez de mis penas. Gracias a Dios, nosotros los Greene no tenemos parientes que vengan a bañarnos en lágrimas. Tengo la seguridad de que me suicidaría, si los tuviésemos.

Vance y yo hicimos dos visitas más durante la semana, y nos recibieron cordialmente. El buen humor de Sibella continuaba igual. Si ella sentía el horror que había caído tan repentino e inesperado sobre su casa, lo disimulaba muy bien. Sólo en la ansiedad que mostraba por hablar sin restricciones y en los esfuerzos exagerados que hacía para evitar toda señal de duelo, pude observar algunos efectos de la terrible experiencia que había sufrido.

Vance no hizo en ninguna de sus visitas referencia a los crímenes; y su actitud me extrañó profundamente. Trataba de averiguar algo; yo estaba seguro de ello. Mas no acertaba a comprender qué clase de progresos podía realizar con su método. De no haberle conocido mejor, yo podría haber sospechado que se interesaba por Sibella; pero rechacé semejante idea al mismo tiempo que se me ocurriera.

No obstante, observé que después de las visitas se tornaba inexplicablemente taciturno; y una noche, después de tomar el té con Sibella, permaneció una hora sentado delante del fuego en su gabinete, sin volver una página del Tratado de la Pintura de Vinci, que yacía abierto ante sus ojos.

En una de sus visitas a la casa de los Greene, conversó con Rex. Al principio el joven se mostró arisco y resentido por nuestra presencia; pero antes de marcharnos, él y Vance discutían temas como la teoría de la relatividad de Einstein, la hipótesis planetesimal de Moulton-Chamberlain y la ciencia de los números de Poincaré, en su plano superior, fuera del alcance de un profano como yo. Rex se había animado, y hablaba con entusiasmo durante la discusión, en un tono amistoso, y al despedirnos, tendió la mano a Vance.

En otra ocasión, Vance rogó a Sibella que le permitiese presentar sus respetos a mistress Greene. Sus excusas, dadas en tono semioficial, por la molestia causada por la Policía, conquistaron la simpatía de la anciana señora. Mostróse solícito por su salud, y le hizo numerosas preguntas respecto a su parálisis, la naturaleza de sus dolores de la columna vertebral y los síntomas de su desasosiego. Su aire de interés y simpatía provocó una detallada jeremiada en la anciana inválida.

Vance habló dos veces a Ada, que ya se había levantado de la cama y llevaba el brazo en cabestrillo. No obstante, por algún motivo la muchacha se mostró casi feroz con él cuando se aproximó a ella. Un día, cuando estábamos en la casa, Von Blon fue de visita, y Vance trabó conversación con él.

No abordó el tema de las tragedias, excepto de manera indirecta; más bien me pareció que la evitaba con toda intención. Pero observé que, a pesar del tono casual qué adoptaba, escrutaba atentamente a todos los miembros de la casa. No se le escapaba ningún matiz de tono ni ninguna reacción por sutil que fuese. Estaba, yo lo sabía, acumulando impresiones, analizando fases de conducta y sondando delicadamente los motivos psicológicos de las personas con quienes hablaba.

Habíamos hecho cuatro o cinco visitas a la casa de los Greene cuando ocurrió un episodio que debe contarse aquí con objeto de esclarecer una fase ulterior del caso. Le di poca importancia en aquel momento; mas, aunque parecía trivial, había de resultar de significado siniestro antes que transcurrieran muchos días. En realidad, de no ser por este episodio, quién sabe hasta qué límite podía haber llegado la espeluznante tragedia de los Greene, pues Vance, en uno de sus extraños destellos mentales que siempre parecían ser instintivos, pero que en realidad eran el resultado de largo y sutil raciocinio, recordó el incidente en un momento crítico y lo relacionó rápidamente con otros incidentes que en sí parecían ser insignificantes, pero que, al ser coordinados, adquirían una importancia enorme y terrible.

Durante la segunda semana consecutiva a la muerte de Chester Greene, el tiempo mejoró marcadamente. Tuvimos varios días hermosos y soleados. La nieve había desaparecido casi por completo, y el suelo estaba firme, sin el fango y el aguanieve que sigue al deshielo. El jueves, Vance y yo hicimos una visita a la casa de los Greene, y vimos el automóvil del doctor Von Blon parado delante de las verjas.

—¡Ah! —observó Vanee—. Espero que el Paracelso de la familia no se marche inmediatamente. Ese hombre me atrae de una manera irresistible; y la clase de relación que pueda tener con la familia Greene despierta mi curiosidad.

Von Blon, en realidad, se disponía a marcharse cuando entrábamos en el vestíbulo. Sibella y Ada, envueltas en pieles, se hallaban inmediatamente detrás de él; y era evidente que le acompañaban.

—Hace un día tan espléndido —explicó Von Blon, desconcertado—, que he pensado sacar a las muchachas a dar un paseo en coche.

—Y usted y mister Van Dine deben venir con nosotros —dijo Sibella, sonriendo con aire benévolo a Vance—. Si la manera temperamental de conducir del doctor le afecta el corazón, prometo que yo me pondré al volante. Soy realmente un chófer muy experto.

Sorprendí una expresión de desagrado en el rostro de Von Blon; pero Vance aceptó la invitación sin vacilar, y a los pocos momentos cruzábamos la ciudad, instalados cómodamente en el Daimler del doctor, yendo Sibella delante, junto al lugar del chófer, y Ada entre Vance y yo, en el interior, detrás.

Subimos por la Quinta Avenida, entramos en el Parque Central, y saliendo a la calle Setenta y Dos, nos dirigimos hacia el paso de Riverside. El río Hudson se extendía como una sábana de hierba azul a nuestros pies, las empalizadas de Jerssey, en el aire puro de la tarde, se destacaban claramente, como un dibujo de Degas. En la calle Dyckman subimos por Broadway, y torcimos hacia el Oeste por la carretera de Spuyten Duyvil, en dirección a la avenida de las Empalizadas, a lo largo de las fincas lindantes con el río. Atravesamos un camino particular bordeado de setos vivos, doblamos en dirección de la avenida Sycamore y salimos a la carretera de Riverdale. Cruzamos Jonkers, y luego bordeamos la colina de Longue Vue. Al otro lado de Dobbs Ferry, entramos en la carretera de Hudson, y al llegar a Ardsley doblamos de nuevo hacia el Oeste, junto a las pistas de golf del Country Club, y salimos a la altura del río. Más allá de la estación de Ardsley, una carretera sucia y estrecha ascendía la colina a lo largo del río; y, en lugar de seguir la carretera principal, hacia el Este, continuamos subiendo por esta otra, que era poco usada, saliendo a una especie de meseta de terrenos de pastos.

Una milla más adelante, a mitad del camino entre Ardsley y Tarrytown, un estercolero, semejante a un montículo, surgió en nuestro camino. La carretera torcía bruscamente hacia el Oeste a lo largo de un promontorio curvado. La curva era estrecha y peligrosa; la subida, pronunciada a un lado, y la bajada, rocosa y pendiente, en dirección de un precipicio, en el otro. Una valla frágil, de madera, extendíase a lo largo de la bajada, aunque yo no acertaba a comprender qué posible protección podía ofrecer a un conductor temerario o descuidado.

Al llegar al arco exterior del pequeño rodeo, Von Blon paró el coche, apuntando las ruedas delanteras hacia el precipicio. Un paisaje magnífico se extendía ante nosotros. Podíamos contemplar el Hudson en muchas millas de extensión. El lugar respiraba un aire de aislamiento y soledad, pues la colina que estaba detrás de nosotros tapaba por completo el interior del país.

Permanecimos sentados unos momentos contemplando el extraordinario panorama. Luego Sibella habló. Su voz atractiva tenía una nota de reto.

—¡Qué lugar más estupendo para un asesinato! —exclamó, asomándose y contemplando la pendiente cuesta del farallón—. ¿Por qué correr el riesgo de matar a tiros a una persona cuando todo lo que hay que hacer es sacarla de paseo, traerla a este farallón, saltar del coche y dejarlo caer, coche y pasajero, por el precipicio? Simplemente, otro accidente automovilístico… ¡Y nadie se enteraría de nada! Realmente, creo que estudiaré la carrera del crimen de una manera seria.

Observé que Ada se estremecía y que su rostro palidecía. Los comentarios de Sibella nos parecieron crueles y frívolos, teniendo en cuenta el terrible lance que su hermana había sufrido recientemente. La crueldad de sus palabras, evidentemente, chocó al doctor también, pues se volvió hacia ella con aire consternado.

Vance lanzó una mirada rápida a Ada, y luego intentó romper el silencio tenso y embarazoso, observando ligeramente:

—No obstante, no queremos alarmarnos, miss Greene; pues nadie es capaz de pensar en una carrera criminal en un día tan luminoso como este. La teoría de las influencias climatéricas de Taine es muy confortante en momentos como este.

Von Blon permaneció mudo; pero sus ojos, llenos de reproche, no se apartaron del rostro de Sibella.

—¡Oh, volvamos! —gritó Ada en tono lastimero, envolviéndose más en la capa, como si el aire se hubiese tornado de repente frío.

Sin pronunciar palabra, Von Blon viró el coche, y un instante después regresábamos a la ciudad.