17. DOS TESTAMENTOS

(Martes 30 de noviembre, 20 horas)

A las ocho de aquella noche nos hallábamos el inspector Moran, el sargento Heath, Markham, Vance y yo sentados en torno a una mesa redonda en uno de los salones particulares del Club Stuyvesant. Los periódicos de la noche habían provocado un frenesí con sus relatos melodramáticos del asesinato de Rex Greene; y estas historias eran, como todos sabíamos, tan sólo un anticipo de lo que la Prensa de la mañana publicaría. La situación en sí, sin los inevitables comentarios desagradables de la Prensa, era suficiente para preocupar y deprimir a los encargados de la investigación oficial; y al girar yo la vista en derredor del pequeño círculo de rostros preocupados, comprendí la enorme importancia que revestía el resultado de nuestra conferencia.

Markham fue el primero que habló.

—He traído copias de los testamentos; mas antes de discutirlos desearía saber si hay alguna novedad.

—¡Si hay alguna novedad! —gruñó Heath, desdeñosamente—. Hemos estado dando vueltas a un círculo toda la tarde, y cuanto más de prisa íbamos más pronto llegábamos al punto de partida. Mister Markham, no se encontró nada que pudiese servirnos de orientación. Si no fuese porque no se encontró ninguna pistola en el cuarto, yo redactaría un informe dando como causas un suicidio y me daría de baja en el departamento de Policía.

—¡Quite allá, sargento! —Vance habló en tono de broma—. Es muy prematuro para entregarse al pesimismo. Doy por supuesto que el capitán Dubois no ha encontrado ninguna huella dactilar…

—¡Ah!, sí que encontró huellas dactilares; las de Ada, las de Rex y las de Sproot, y un par del doctor. Mas esto no nos conduce a ninguna parte.

—¿Dónde estaban esas huellas?

—En todas partes; en los pomos de las puertas, en la mesa del centro, en los cristales de las ventanas; se encontraron algunas hasta en la repisa de la chimenea.

—Esto puede resultar interesante algún día; aunque no signifique gran cosa ahora. ¿Algo más relativo a las señales de pisadas?

—Nada. Recibí el informe de Jermyn esta tarde; pero no dice nada nuevo. Los chanclos que usted encontró hicieron las huellas de las pisadas.

—Esto me hace recordar algo, sargento: ¿qué hizo usted con los chanclos?

Heath le dirigió una astuta sonrisa de triunfo.

—Exactamente lo mismo que usted habría hecho, mister Vance. Únicamente que a mí se me ocurrió primero.

Vance le devolvió la sonrisa.

—¡Salve! Sí, se me olvidó por completo esta mañana. A decir verdad, acaba de ocurrírseme.

—¿Se puede saber qué hizo usted de los chanclos? —atajó Markham, impaciente.

—Pues que el sargento los volvió a colocar subrepticiamente en el armario debajo del droguete mismo, donde anteriormente estaban escondidos.

—Exacto —Heath movió afirmativamente la cabeza y con satisfacción—. Y he ordenado a nuestra enfermera que no los pierda de vista. En cuanto desaparezcan, debe telefonear a la oficina.

—¿No tuvo ninguna dificultad en instalar a su enfermera? —preguntó Markham.

—En absoluto. Todo marchó como la seda, sin ningún contratiempo. El doctor compareció a las seis menos cuarto; la mujer, a las seis. Después que el médico le dio las instrucciones pertinentes, ella se puso el uniforme y entró al cuarto de mistress Greene. La anciana inválida dijo al médico que después de todo no le gustaba miss Graven y que esperaba que la nueva enfermera la tratase con mayor consideración. La cosa no pudo ir mejor. Yo me entretuve por allí hasta que tuve ocasión de advertir a nuestra mujer acerca de los chanclos de goma; luego me marché.

—¿A cuál de nuestras mujeres dio usted el caso, sargento? —preguntó Moran.

A O’Brien, la que se ocupó del caso Sitwell. No se le pasará nada por alto a O’Brien; y es fuerte como un hombre.

—Hay otra cosa de la que sería mejor que le hablase lo antes posible —Markham relató detalladamente la visita de Von Blon a la oficina después del almuerzo—. Si robaron esas drogas en la casa de los Greene, su subordinada quizá encuentre algún rastro de ellas.

La historia de Markham de los tóxicos desaparecidos causó una impresión profunda en Heath y en el inspector.

—¡Cielos! —exclamó este último—. ¿Es que este caso se va a convertir en un caso de envenenamiento? Sería el toque final.

Su aprensión era más honda de lo que indicaba su tono.

Heath se quedó mirando, consternado, la superficie pulida de la mesa redonda.

—¡Morfina y estricnina! Es inútil buscar esas drogas. Hay cien lugares donde esconderlas; y perderíamos buscándolas un mes entero sin encontrarlas. De todos modos iré allí esta noche y diré a O’Brien que vigile. Si ella está advertida, estará alerta por si alguien intenta usarlas.

—Lo que me asombra —observó el inspector— es la seguridad con que actúa el ladrón. A la media hora del asesinato de Rex, los tóxicos desaparecen del vestíbulo superior. ¡Dios santo! ¡Eso es sangre fría! ¡Y audacia!

—Hay mucha sangre fría y audacia en este caso —repuso Vance—. Tras estos asesinatos existe una determinación implacable; todo parece estar calculado. No me sorprendería que hubiesen registrado una docena de veces ya el maletín del doctor. Quizá han ido acumulando drogas pacientemente. El robo de esta mañana puede haber sido la incursión final. Veo en este caso un plan trazado cuidadosamente y preparado quizá desde hace años. Nos enfrentamos con la perspicacia de una idée fixe y con la lógica diabólica de un loco. Y, lo que es más horrible aún, nos enfrentamos con la imaginación pervertida de un cerebro fantásticamente romántico. Luchamos contra un optimismo fiero y alucinado. Y ese tipo de optimismo posee una enorme fuerza y vigor. La historia de las naciones ha sufrido tremendas convulsiones por esa clase de optimismo. Mahoma, Bruns y Juana de Arco, así como Torquemada, Agripina y Robespierre, lo tuvieron. Actúa en grados distintos y para fines diversos; pero el espíritu de la revolución individual se encuentra en el fondo de este optimismo.

—¡Cáspita, mister Vance! —Heath estaba nervioso—. Está usted tratando de convertir este caso en algo que no es… natural.

—¿Puede usted convertirlo en alguna otra cosa, sargento? Ya se han cometido tres crímenes y se ha intentado un asesinato. Y ahora viene el robo de los tóxicos de Von Blon.

El inspector se irguió y puso los codos en la mesa.

—Bueno, ¿qué debe hacerse? Esa es, en mi opinión, la finalidad de la reunión de esta noche —hizo un esfuerzo para hablar con naturalidad—. No podemos dispersar a los miembros de la casa; y tampoco es posible asignar un guardián esforzado a cada miembro restante.

—No; tampoco podemos someterlos a un interrogatorio severo en la comisaría —gruñó Heath.

—No le serviría de nada aunque pudiera hacerlo, sargento —manifestó Vance—. No existe ningún interrogatorio de tercer grado que pueda abrir los labios de la persona que está ejecutando este particular opus. Hay demasiado fanatismo y martirio en este opus.

—¿Qué le parece si leemos estos testamentos, míster Markham? —sugirió Moran—. Quizá podamos entonces descubrir un móvil. Reconocerá usted que el móvil de estos asesinatos debe de ser muy fuerte, ¿no es cierto, mister Vance?

—No cabe duda. Pero no creo que se trate de dinero. El dinero puede ser una de las causas, y, probablemente, lo es, pero tan sólo como factor secundario. Yo diría que el motivo era más fundamental, que tenía su matiz en alguna pasión poderosa, pero reprimida. No obstante, las condiciones pecuniarias pueden conducirnos al esclarecimiento de ese misterio tenebroso.

Markham había sacado de su bolsillo varios pliegos escritos a máquina y los depositó en la mesa.

—No hay necesidad de leerlos verbatim —manifestó—. Los he leído detenidamente cuando me los entregaron y puedo decirles con brevedad su contenido —tomó la hoja superior y la aproximó a la luz—. El último testamento de Tobías Greene, hecho un año antes de su fallecimiento, hace a toda la familia, como ustedes saben, legatarios, a condición de que vivan en la finca y la mantengan intacta durante veinticinco años. Al final de ese plazo, la propiedad puede venderse o dividirse. Debo mencionar que la condición de residir en la casa era especialmente estricta; los legatarios deben habitar en la casa Greene in esse; no bastará que lo hagan técnicamente. Se les permite viajar y hacer visitas; pero las ausencias no deben pasar de tres meses cada año…

—¿Qué previsión se hizo para el caso de que uno de ellos se casara? —preguntó el inspector.

—Ninguna. El casamiento, de parte de alguno de los herederos, no anulaba las restricciones del testamento. Si se casa uno de los Greene, él o ella tendría que residir igualmente los veinticinco años en la finca. Desde luego, el esposo o la esposa podrían compartir la residencia. En caso de haber niños, el testamento proveía la construcción de dos viviendas en la parte de la calle Cincuenta y Dos. Tan sólo se hizo una excepción. Si Ada se casase, podía vivir en otra parte sin perder su herencia, pues, evidentemente, no era hija de Tobías y, por consiguiente, no podía continuar el linaje de los Greene.

—¿Qué castigo se aplica en caso de quebrantarse las condiciones domiciliarias del testamento?

—Tan sólo una pena: la desheredación, completa y absoluta.

—Tobías era un viejo muy rígido —murmuró Vance—. Pero lo importante del testamento es, a mi entender, la manera como dejó el dinero. ¿Cómo se distribuyó?

—No se distribuyó. A excepción de varios legados de escasa importancia, fue dejado por entero a la viuda. Ella lo usufructuaría durante su vida; y a su muerte, podía dejarlo, a su capricho, a los hijos y nietos, si hubiese alguno. No obstante, era imperativo que todo el dinero quedase en la familia.

—¿De dónde saca el dinero para sus gastos la presente generación de los Greene? ¿Dependen de alguna pensión de mistress Greene?

—No precisamente. Se hizo provisión para ellos de este modo: cada uno de los cinco hijos debía recibir de los albaceas testamentarios una cantidad estipulada de la renta de mistress Greene, suficiente para sus necesidades personales —Markham dobló el papel—. Y eso dice en síntesis «el testamento de Tobías».

—Hablaste de unos legados de pequeña importancia —dijo Vance—. ¿Qué eran ellos?

—A Sproot le ha dejado una cantidad, por ejemplo, suficiente para vivir cómodamente, en caso de querer retirarse del servicio. Mistress Mannheim también debía recibir una pensión vitalicia, empezando al final de los veinticinco años.

—¡Ah! Eso es muy interesante. Y, entre tanto, ella podía, si quería, continuar trabajando de cocinera ganando un salario decente.

—Sí, esa fue la disposición.

—La posesión, el estado legal de Frau Mannheim me fascina. Tengo el presentimiento de que algún día, dentro de poco, ella y yo tendremos una conversación íntima. ¿Hay algún otro legado?

—A un hospital, donde Tobías se curó de una fiebre tifoidea contraída en los trópicos; y un donativo a la cátedra de criminología de Praga. Debo mencionar también, como nota curiosa, que Tobías dejó una biblioteca al departamento de Policía de Nueva York, para ser entregada al expirar los veinticinco años.

Vance se irguió, con aire perplejo.

—¡Es asombroso!

Heath se había vuelto hacia el inspector.

—Creo haber oído hablar de ello. Pero un donativo de libros, a entregar dentro de un cuarto de siglo, no emocionará a los funcionarios de la Policía.

Vance, según todas las apariencias, fumaba distraídamente, sin mostrar gran interés; pero la manera como tenía su cigarrillo me indicó que algunas reflexiones inusitadas absorbían su cerebro.

—El testamento de mistress Greene —continuó Markham— toca más de cerca a las condiciones presentes, aunque personalmente no veo que pueda prestarnos ninguna utilidad. Ella se ha mostrado muy imparcial al distribuir la fortuna. Los cinco hijos, Julia, Chester, Sibella, Rex y Ada, reciben una misma cantidad, es decir, una quinta parte de la herencia.

—Esa parte no me interesa —intercaló el sargento—. Lo que quiero saber es ¿quién recibe todo el dinero en caso que los otros fallezcan?

—La previsión relativa a este punto es muy sencilla —explicó Markham—. Si alguno de los hijos muriese antes de hacerse un nuevo testamento, su parte de la herencia se distribuye por partes iguales entre los restantes herederos.

—Entonces, cuando uno de ellos muere, los demás se benefician. Y si todos, menos uno, mueren, ese uno lo heredaría todo, ¿eh?

—Sí.

—En ese caso, Sibella y Ada, los únicos sobrevivientes, lo heredarían todo, la mitad cada una, cuando la anciana inválida estirase la pata.

—Exacto, sargento.

—Pero ¿si Ada y Sibella, así como la anciana, muriesen, qué resultaría del dinero?

—Si alguna de las muchachas estuviese casada, la fortuna pasaría al marido. Mas, en el caso de que Ada y Sibella muriesen solteras, todo iría a parar a manos del Estado. Es decir, el Estado se lo quedaría siempre que no hubiese parientes para heredarla, lo cual creo es el caso.

Heath meditó estas posibilidades durante varios minutos.

—No veo en tal situación nada que nos pueda proporcionar una pista —se lamentó—. Todo el mundo se beneficia igualmente por lo que ha sucedido. Y quedan aún tres miembros de la familia: la anciana señora y las dos muchachas.

—De tres se restan dos y queda una, sargento —sugirió Vance, tranquilamente.

—¿Qué quiere decir con eso?

—La morfina y la estricnina.

Heath dio un respingo e hizo una mueca.

—¡Cielos! —dio un puñetazo en la mesa—. ¡No llegará a ese extremo si podemos impedirlo! —luego una sensación de impotencia se apoderó de él y su rostro se ensombreció.

—Comprendo cómo se siente usted —Vance habló con desaliento—. Pero temo que todos tengamos que esperar. Si los millones de Greene constituyen un objeto en este caso, no hay modo de evitar, a lo menos, una tragedia más.

—Podríamos exponer la situación a las dos muchachas y tal vez inducirlas a separarse y marcharse —insinuó el inspector.

—Esto no haría más que aplazar lo inevitable —repuso Vance—. Además, las despojaría de su patrimonio.

—Podría conseguirse un decreto judicial revocando las previsiones del testamento —sugirió Markham, en tono dudoso.

Vance le dirigió una mirada irónica.

—Para cuando consiguieses que uno de los tres tribunales actuase, el asesino habría tenido tiempo de suprimir a toda la magistratura local.

Durante cerca de dos horas discutieron los medios y arbitrios de proceder en el caso; pero surgían obstáculos en casi todos los planes preconizados. Finalmente convinieron que la única ideología factible que podía seguirse era el procedimiento policíaco usual. No obstante, antes de levantar la sesión se tomaron ciertas decisiones específicas. Había que aumentar la guardia en la casa de los Greene, y había que apostar a un hombre en el piso superior del edificio Narsosa, con el objeto de vigilar la puerta principal y las ventanas. Con un pretexto u otro un detective debería permanecer en la casa tantas horas como fuese posible durante el día, y había que hacer un empalme a la línea telefónica de los Greene.

Vance insistió, contra el parecer de Markham, en que todos los miembros de la casa y los visitantes, por muy lejana que pudiera ser su relación con el caso, debían considerarse como sospechosos y ser vigilados atentamente; y el inspector ordenó a Heath que comunicase esta decisión a O’Brien, no fuera que descuidase la vigilancia de ciertas personas. El sargento, al parecer, ya había iniciado una minuciosa investigación de la vida privada de Julia, Chester y Rex; y una docena de agentes indagaban sus actividades fuera de la casa, y las amistades que tenían habiendo recibido instrucciones de compilar notas de conversaciones que podrían contener alguna alusión o referencia indicando un conocimiento previo o sospechoso de los crímenes.

Cuando Markham se incorporaba para terminar la discusión, Vance se volvió a inclinar hacia adelante y habló:

—En caso de que pueda producirse un envenenamiento, creo que debemos estar preparados. En los casos en que se ha administrado una dosis excesiva de morfina o estricnina, puede a veces salvarse a la víctima si se le auxilia a tiempo. Yo sugeriría que se pusiese un médico forense en el edificio Narsosa, con el agente que ha de vigilar las ventanas de la casa Greene; y debe tener a mano todos los instrumentos y antídotos para combatir una intoxicación de morfina o estricnina. Además, sería conveniente concertar alguna clase de señal o aviso con Sproot y la nueva enfermera, de forma que, en caso de suceder alguna cosa, pueda llamarse a nuestro médico sin perder un momento. Si la víctima de la intoxicación puede salvarse, podríamos verificar quién administró la droga.

El plan fue aprobado. El inspector quedó encargado de mandar a uno de los médicos forenses aquella noche; y Heath se dirigió seguidamente al edificio Narsosa para tomar una habitación situada enfrente de la casa de los Greene.