7. VANCE DISCUTE EL CASO
(Martes 9 de noviembre, 17 horas)
Eran cerca de las diecisiete cuando llegamos al Palacio de Justicia. Swacker había encendido la araña antigua de bronce y porcelana, instalada en el despacho particular de Markham, y una atmósfera extrañamente triste invadía la habitación.
—No es una familia muy agradable, mi querido Markham —sugirió Vance, arrellanándose en uno de los sillones tapizados de cuero—. Es una familia decadente, cuyo antiguo vigor se ha viciado. Si los antepasados de la familia Greene moderna pudieran alzarse de sus sepulcros y contemplar a sus descendientes, ¡qué susto tan grande se llevarían!… Es curioso cómo degeneran estas familias antiguas en un ambiente de comodidades y ocio. Tenemos a los Wittelsbach, a los Romanoff, a la casa Julio-Claudiana y a la dinastía Abbaddid…, todos ellos ejemplares de desintegración… Y ocurre lo propio con las naciones. El lujo y la satisfacción sin freno de todos los apetitos son influencias que corrompen. Fíjate, si no, en Roma bajo los emperadores soldados, y en Asiria bajo Sardanápalo, y en Egipto bajo los últimos Ramsés, y el imperio africano de los vándalos bajo Galimier. Es lastimoso.
—Tus eruditas observaciones podrán ser muy interesantes para el historiador social —gruñó Markham con muestra de franca irritabilidad—; pero no puedo decir que sean de gran alcance en las actuales circunstancias.
—No diría yo tanto —respondió Vance sin inmutarse—. Es más, someto a tu sincera y profunda consideración el temperamento y las relaciones internas de la tribu Greene como luminaria en el oscuro camino de la investigación presente… La verdad —asumió un tono humorístico—, es una desgracia que tú y el sargento estéis obsesionados por la idea de una justicia social y todo eso, porque la sociedad saldría ganando con que fueran exterminadas las familias semejantes a la de los Greene. No obstante, es un problema fascinador…, muy fascinador.
—Lamento no poder compartir tu entusiasmo —dijo Markham con aspereza—. El crimen se me antoja sórdido y vulgar. Y, de no haber sido por tu intervención, hubiese despedido a Chester esta mañana con mucha diplomacia. Pero te empeñaste en interceder por él, con enigmáticas insinuaciones y misteriosas sacudidas de cabeza, y yo fui lo bastante tonto para dejarme arrastrar. Bueno; espero que habrás pasado una tarde muy divertida. En cuanto a mí, tengo tres horas de trabajo acumulado al que atender.
Su queja era, evidentemente, una insinuación para que nos marchásemos; pero Vance no dio la menor señal de tener intención de irse.
—¡Oh!, no me iré todavía —anunció con humorística sonrisa—. Me sabría mal dejarte, hallándote tan equivocado como ahora. Necesitas que te guíen, Markham, y he decidido descubrir por completo mi pecho a ti y al sargento.
Markham frunció el entrecejo. Comprendía a Vance tan bien, que sabía que su buen humor no era más que superficial y que, en efecto, ocultaba algo particularmente serio. Y la experiencia adquirida durante su larga e íntima amistad le había enseñado que los actos de Vance, por muy irrazonables que parecieran, nunca eran resultado de un capricho ocioso.
—Está bien —asintió—; pero te agradecería que economizases palabras.
Vance suspiró con melancolía.
—Tu actitud es típica del espíritu de velocidad que existe en estos agitados tiempos —fijó una mirada interrogadora en Heath—. Dígame, sargento: vio usted el cadáver de Julia Greene, ¿verdad?
—Sí que lo vi.
—¿Tenía una postura natural en la cama?
—¿Cómo quiere que sepa yo cuál era la postura en que se echaba habitualmente? —inquirió Heath, que estaba de mal humor—. Estaba medio incorporada, con un par de almohadas debajo de los hombros y tapada.
—¿No tenía su actitud nada de anormal?
—Nada que yo viese. No había habido lucha, si es eso lo que quiere usted decir.
—Y las manos…, ¿las tenía encima o debajo de la ropa de la cama?
Heath alzó la vista, algo sorprendido.
—Las tenía fuera. Y, ahora que me hace usted recordar, asían con fuerza la cubierta.
Vance se inclinó hacia delante.
—¿Y su rostro, sargento? ¿La habían matado mientras dormía?
—No parecía así. Tenía los ojos abiertos de par en par y mirando hacia adelante.
—Tenía los ojos abiertos y mirando hacia adelante —repitió Vance—. ¿Qué diría usted que indicaba su expresión? ¿Terror? ¿Horror? ¿Sorpresa?
Heath miró a Vance con perspicacia.
—Podía ser cualquiera de las tres cosas. Tenía la boca abierta como si la sorprendiese algo.
—Y asía la cubierta con fuerza, con las dos manos —murmuró Vance.
Se levantó lentamente y dio una vuelta por el despacho, con la cabeza gacha. Se paró frente a la mesa del fiscal, y se inclinó hacia adelante, apoyando las dos manos en el respaldo de una silla.
—Escucha, Markham: en esa casa está ocurriendo algo terrible e increíble. No entró ningún asesino desconocido anoche por la puerta principal y disparó contra las dos mujeres. El crimen fue proyectado…, preparado de antemano. Alguien acechaba…, alguien que conocía la casa, que sabía dónde estaban los interruptores, que conocía las costumbres de la casa, cuándo se acostaba cada uno, cuándo se retiraba la servidumbre…, que sabía cuándo y cómo dar el golpe. El crimen ese obedece a un motivo profundo y terrible. Hay profundidades que sondar en lo que sucedió anoche…, mazmorras fétidas y tenebrosas del alma humana. Odios negros, deseos anormales, impulsos horrorosos, ambiciones obscenas se ocultan en todo eso. Y ustedes no hacen más que hacerle el juego al asesino cuando se quedan tan tranquilos y se niegan a ver su significado.
Su voz tenía un deje especial, sonaba algo así como afectada, y trabajo costaba creer que aquel era el Vance tan cínico habitualmente.
—Esa casa está contaminada, Markham. Se está disgregando de puro podrida… Tal vez la podredumbre no es material, sino algo más terrible. El alma misma, la esencia de esa casa, se está pudriendo. Y todos los que la habitan se pudren con ella, desintegrándose en espíritu, en mente y en carácter. Les ha contaminado el propio ambiente que ellos crearon. Este crimen, que toman ustedes tan a la ligera, era inevitable en semejante ambiente. Lo único que me extraña es que no fuera más terrible, más vil. Señaló una de las etapas de disolución general del anormal palacio.
Hizo una pausa extendiendo una mano en gesto sin esperanza.
—Imagínate la situación. Esa casa vieja, solitaria, espaciosa, de la que emana la mustia atmósfera de generaciones muertas, agostadas por dentro y por fuera, llena de fantasmas de otra época, alzándose allí, entre jardines descuidados, lamida por las sucias aguas del río… Y luego piensa en esos seis seres mal avenidos, inquietos, enfermizos, que se ven obligados a vivir en contacto diario durante la cuarta parte de un siglo…, tal fue el pervertido idealismo de Tobías Greene. Y han vivido allí, día tras día, en esa miasma corrompida de antigüedad…, incapaces de reunir las condiciones necesarias para cambiar su suerte, demasiado débiles o demasiado cobardes para intentar ganarse la vida; retenidos por una seguridad minadora, y una comodidad corrompedora; llegando a odiarse unos a otros, a no poder soportar ni verse; amargándose; haciéndose vengativos, envidiosos, viciosos; exacerbándose unos a otros el sistema nervioso; consumidos por el resentimiento; ardiendo en odio; pensando el mal…, quejándose, peleándose, mordiéndose de palabra… Luego, por fin, el estallido…, el resultado lógico ineludible de todo ese odio contenido y alimentado.
—Todo eso es fácil de comprender —asintió Markham—. Pero, después de todo, tu conclusión es completamente teórica, por no decir literaria… ¿Qué eslabones tangibles empleas para encadenar la tragedia ocurrida anoche con la reconocida situación anormal de la casa Greene?
—No hay eslabones tangibles…, ahí está lo horrible del caso. Pero existen puntos de unión, por intangibles que sean. Empecé a presentirlos en cuanto entré en la casa…, y toda esta tarde lo he estado buscando a tientas. Pero me esquivaron. Era como una casa de laberintos, pasadizos secretos, trampas y apestantes mazmorras; nada normal, nada cuerdo…, una casa de pesadilla, habitada por extraños seres anormales, cada uno de los cuales reflejaba el sutil y monstruoso horror que se escapó anoche y se puso a merodear por los antiguos pasillos. ¿No lo sentiste? ¿No viste la forma vaga de esta abominación aparecer y desaparecer continuamente mientras hablábamos con aquella gente y observábamos cómo luchaban contra sus propios horribles pensamientos y contra sus sospechas?
Markham se agitó inquieto y ordenó un montón de papeles que tenía delante. Le había causado una profunda impresión la seriedad tan poco acostumbrada de Vance.
—Comprendo perfectamente lo que quieres decir —aseguró—; pero no veo que tus impresiones nos aproximen más a una nueva teoría del crimen. La casa Greene es enfermiza…, de acuerdo…, y, sin duda, puede decirse otro tanto de los que la habitan. Pero me temo que has resultado demasiado susceptible a su ambiente. Hablas como si el crimen de anoche fuese comparable a las orgías y envenenamientos de los Borgia, o al caso del marqués de Brinvilliers, o al asesinato de Druso y Germánico, o a la asfixia de los príncipes de York en la Torre de Londres. Reconozco que el ambiente se presta a esa clase de crimen sigiloso y romántico; pero, después de todo, ladrones y atracadores disparan contra la gente sin ton ni son todas las semanas por todo el país poco más o menos de la misma manera en que se ha disparado contra las dos mujeres Greene.
—Cierras los ojos ante los hechos, Markham —declaró Vance—. Estás pasando por alto varias características extrañas al crimen de anoche…, la actitud horrorizada y asombrada de Julia en el momento de la muerte; el intervalo poco lógico que hubo entre los dos disparos; el hecho de que estuvieran encendidas las luces de los dos cuartos; lo que contó Ada acerca de aquella mano que intentaba asirla; la ausencia de toda señal que indique se efectuara la entrada en la casa a la fuerza.
—¿Y esas huellas que aparecieron en la nieve? —interrumpió Heath con frialdad.
—Eso digo yo —respondió Vance, volviéndose bruscamente—. Son tan incomprensibles como el resto del asunto. Alguien se acercó a la casa y se alejó de ella antes de haber transcurrido media hora después del crimen; pero fue alguien que sabría que podía entrar silenciosamente y sin turbar a nadie.
—Eso no tiene nada de misterioso —aseguró el sargento—. Hay cuatro criados en la casa y uno de ellos puede estar complicado en el asunto.
Vance sonrió con ironía.
—Y el cómplice que se hallaba dentro de la casa, y que tuvo la generosidad de abrir la puerta a una hora determinada, se olvidó de decirle al intruso dónde se encontraba el botón y de darle a conocer la distribución interior de la casa, con el resultado que, una vez dentro, se extravió, pasó de largo ante el comedor, erró escalera arriba, caminó a tientas por el pasillo, se perdió entre las diversas habitaciones, se apoderó el pánico de él, haciéndole disparar contra dos mujeres, encender las luces, cuyos interruptores se hallaban escondidos detrás de los muebles, bajar silenciosamente la escalera cuando Sproot se encontraba a muy pocos pasos de él, y salir por la puerta principal… ¡Extraño ladrón, sargento! Y aún más extraño cómplice… No; su explicación no sirve…, no sirve en absoluto —se volvió de nuevo hacia Markham—. De la única manera que podrás hallar el verdadero significado de lo ocurrido es comprendiendo la situación anormal que existe en la casa ya de siempre.
—Ya conocemos la situación, Vance —dijo Markham, con paciencia—. Reconozco que se sale de lo corriente; pero no es, necesariamente, criminal. Se da con frecuencia el caso de que se encuentren reunidos elementos hermanos antagónicos y, como resultado, se genera un odio mutuo. Pero el simple odio rara vez es motivo de asesinato y, desde luego, no constituye prueba de actividad criminal.
—Es posible. Pero el odio y la proximidad obligada pueden ser causa de toda suerte de anormalidades…, sentimientos ultrajantes, malos, abominables, intrigas demoníacas. Y, en el caso que nos ocupa, hay numerosos detalles curiosos y siniestros que requieren explicación…
—¡Ah! Ahora empiezas a ser algo concreto. ¿Cuáles son, exactamente, los detalles que requieren explicación?
Vance encendió un cigarrillo y se sentó en el borde de la mesa.
—Por ejemplo: ¿por qué vino Chester Greene aquí, en primer lugar, y solicitó tu ayuda? ¿Porque había desaparecido su revólver? Es posible; pero dudo que sea el único motivo. Y… ¿qué hay del revólver? ¿Desapareció? o… ¿lo escondió Chester? Es la mar de extraño lo ocurrido con el revólver. Y Sibella dijo que lo había visto la semana pasada. Pero ¿lo vio? Sabremos mucho más del asunto cuando podamos seguir las peregrinaciones del revólver. ¿Y por qué oyó Chester el disparo tan bien, cuando Rex, que se hallaba en la habitación contigua a la de Ada, dice que no oyó el segundo disparo?… También requiere explicación el largo intervalo transcurrido entre los dos tiros… Y luego tenemos a Sproot…, el mayordomo políglota, que se hallaba leyendo los epigramas de Marcial… ¡Marcial nada menos!…, mientras se desarrollaba la tragedia, y que se presentó en seguida en escena sin tropezar con nadie ni oír nada… ¿Y cuál es el significado exacto de las sentencias oraculares de Hemming, acerca de que el Señor de los Ejércitos había castigado a los Greene como a los hijos de Babilonia? Tiene metida en la cabeza alguna oscura idea religiosa que, después de todo, tal vez no sea tan oscura. Y la cocinera alemana es una mujer que tiene lo que llamaríamos un pasado. Pese a su flemático aspecto, no pertenece a la clase social de los criados. Sin embargo, ha estado guisando para los Greene durante más de una docena de años. ¿Recuerdas su explicación de cómo fue a parar a casa de los Greene? Su esposo era amigo del viejo Tobías; y Tobías dio orden de que permaneciera de cocinera todo el tiempo que quisiese. Esa señora necesita una explicación, Markham…, una explicación bastante completa…, y Rex, con sus parietales salientes y su cuerpo enteco, y sus ataques periódicos. ¿Por qué se excitó tanto cuando le interrogamos? Ni que decir tiene que su comportamiento no era como el de un espectador inocente de un robo frustrado; y vuelvo a mencionar las luces. ¿Quién las encendió? ¿Por qué las encendió? ¡Y en los dos cuartos! En el cuarto de Julia, antes que fuera hecho el disparo, porque es evidente que ella vio al asesino y comprendió sus intenciones; y en la habitación de Ada después de disparar. Estos son hechos que están pidiendo una explicación a voz en grito. Porque, sin explicación, son locos, irracionales, completamente increíbles. ¿Y por qué no estaba Von Blon en su casa a medianoche, cuando Sproot le telefoneó? ¿Y… cómo fue que, a pesar de ello, logró presentarse tan aprisa? ¿Coincidencia?… Y, a propósito, sargento: ¿se parecía esta doble hilera de huellas a la hilera sencilla del doctor?
—No había manera de verlo. La nieve estaba demasiado blanda.
—De todas formas, es muy probable que no sacáramos nada en limpio de ello —dijo Vance.
Se volvió nuevamente hacia Markham y reanudó su recapitulación.
—Existen, además, diferencias entre los dos atentados. A Julia le pegaron un tiro por delante cuando se hallaba en la cama, mientras que a Ada le dieron en la espalda después de haberse levantado de la cama, aun cuando el asesino tuvo tiempo de sobra para acercarse a ella y apuntar mientras estaba echada. ¿Por qué aguardó, silenciosamente, a que la muchacha se levantara y se le acercara? ¿Cómo se atrevió a esperar siquiera después de haber matado a Julia y alarmado a la casa? ¿Te parece eso pánico? ¿O serenidad?… ¿Y cómo es que la puerta de Julia no tenía echada la llave en aquel momento? Esa es una cosa que me gustaría aclarar especialmente. Y tal vez observarías, Markham, que fue el propio Chester a llamar a Sibella para que acudiera a la sala y que permaneció con ella bastante tiempo. ¿Por qué mandó a Sproot a buscar a Rex y, sin embargo, prefirió ir personalmente a avisar a Sibella? ¿Y… por qué el retraso? Me gustaría saber lo que hablaron antes de presentarse. ¿Y… por qué estaba tan segura Sibella de que no se trataba de un ladrón y, sin embargo, se mostró tan esquiva cuando le pedimos que ofreciera otra explicación verosímil? ¿Qué ocultaba bajo su satírica franqueza cuando hizo resaltar que a cada uno de los habitantes de la casa, sin exceptuarse a sí misma, podía considerársele como posible culpable?… Luego, tenemos los detalles del relato de Ada. Algunos de ellos son asombrosos, incomprensibles, casi fabulosos. No se oía el menor ruido en el cuarto. No obstante, se daba cuenta de la proximidad de una presencia amenazadora. Y esa mano extendida, y los pasos arrastrados…, es absolutamente necesario que obtengamos una explicación de todo eso. Y de su vacilación, cuando le pedimos que nos dijera si creía que se trataba de un hombre o de una mujer. Y del evidente convencimiento de Sibella de que la muchacha creía que había sido ella. Todo eso requiere una explicación, Markham…, y la histérica acusación de Sibella dirigida contra Ada. ¿Qué se ocultaba detrás de eso? Y no olvides la singular escena que se desarrolló entre Sibella y Von Blon cuando este la amonestó por haberse dejado llevar por los nervios. Eso resultó la mar de extraño. Existe cierta intimidad entre ellos…, ça saute aux yeux. Observarías cómo le obedeció ella. Y te darías cuenta también, sin duda alguna, que Ada profesa cierto cariño al médico. Se acurrucó, metafóricamente, contra él durante la escena, le miró con nostalgia y pareció esperar protección de él. Sí; nuestra pequeña Ada siente una inclinación bastante pronunciada hacia él. Y, sin embargo, adopta hacia ella los modales de un médico de alto copete, mientras que trata a Sibella como podría tratarla Chester si tuviera valor de hacerlo.
Vance aspiró profundamente el humo de su cigarrillo.
—Sí, Markham; hay muchísimas cosas que necesito ver explicadas satisfactoriamente antes de poder creer en tu hipotético ladrón.
Markham permaneció un rato absorto en sus pensamientos.
—He escuchado tu catálogo homérico, Vance —dijo, por fin—; pero no puedo decir que me haya hecho efecto. Has indicado cierto número de probabilidades interesantes y hecho resaltar varios puntos que no estaría demás investigar. Sin embargo, el único peso potencial de tu argumento yace en una acumulación de detalles que, tomados por separado, no causan gran impresión. Pudiera encontrársele una explicación plausible a cada uno de ellos. Lo malo del caso es que los puntos de tu sumario carecen de hilo alguno que los hilvane y, por consiguiente, han de ser considerados como unidades sin conexión.
—¡Qué mente tan curial la tuya! —observó Vance, poniéndose en pie y paseándose de un lado para otro—. Una acumulación de hechos singulares y sin explicación no resultan más impresionantes para ti que cada uno de ellos tomados aisladamente. ¡Vaya, vaya! Me doy por vencido. Renuncio a toda razón. Recojo mi tienda de campaña y me retiro silenciosamente, como los árabes —cogió su abrigo—. Te dejo con tu fantástico y delirante ladrón que se mete en una casa sin llaves y que nada roba; que sabe dónde están escondidos los interruptores de la luz, pero que es incapaz de encontrar la escalera; que dispara contra mujeres y que después enciende la luz. Cuando le encuentres, mi querido Licurgo, debes mandarle, por humanidad, a una casa psicopática. Te aseguro que semejante ladrón es inexplicable, salvo como caso clínico.
Markham, a pesar de su oposición, no había dejado de sentirse impresionado. No cabía la menor duda de que Vance había desechado, hasta cierto punto, su creencia en un ladrón. Pero yo comprendí perfectamente por qué se resistía a abandonar su teoría hasta que hubiera sido puesta debidamente a prueba. Las palabras que dijo a continuación explicaron su actitud.
—Yo no niego la remota posibilidad de que este asunto sea mucho más complicado de lo que parece. Pero hay demasiado poca cosa actualmente para que quede justificada una investigación que no siga la línea de costumbre. Mal podemos dar un escándalo metiéndonos con los miembros de una familia de tanto realce cuando carecemos de toda prueba contra ellos. Sería un procedimiento demasiado injusto y peligroso. Hemos de esperar, por lo menos, a que la Policía haya terminado su investigación. Entonces, si no se resuelve nada, podemos hacer inventario otra vez y decidir cómo vamos a proceder… ¿Cuánto tiempo espera usted estar ocupado, sargento?
Heath se sacó el puro de los labios y lo miró, pensativo.
—Eso es difícil de decir. Dubois terminará con el trabajo de sacar huellas digitales mañana, y estamos averiguando, tan aprisa como nos es posible, qué han estado haciendo los ladrones profesionales. También he encargado a dos agentes que busquen antecedentes de la servidumbre de los Greene. Puede ser larga la cosa, o puede quedar todo terminado muy pronto. Depende de la suerte que tengamos.
Vance suspiró.
—¡Era un crimen tan bonito y tan fascinador! Yo ya gozaba, anticipadamente, investigando. Y ahora habla usted de inmiscuirse en los amores y amoríos de las criadas y de todo eso… Es como para desilusionar a cualquiera… —se abrochó el cinturón del abrigo y se dirigió a la puerta—. Bueno; nada puedo hacer yo mientras ustedes se dedican a tan extraña búsqueda. Creo que me retiraré y reanudaré mi traducción del Diario de Delacroix.
Pero Vance no estaba destinado a acabar entonces la tarea que durante tanto tiempo había soñado con hacer. Tres días más tarde, las primeras planas de todos los periódicos del país, en grandes titulares, publicaban la segunda terrible e inexplicable tragedia ocurrida en el palacio de los Greene que cambió por completo todo el carácter del asunto y que la colocó inmediatamente a la altura de las «causas célebres» de los tiempos modernos. Después de haber sido descargado este segundo golpe, se abandonó toda idea de que se tratara de un ladrón casual. Ya no podía existir la menor duda de que un horror homicida rondaba por los sombríos pasillos de la casa predestinada.