15. EL ASESINO EN LA CASA
(Martes 30 de noviembre, 12:30 horas)
Cuando Snitkin y Burke se hubieron marchado, Vance se apartó de la ventana y se dirigió al lugar donde el doctor estaba sentado.
—Creo que sería conveniente —dijo con voz reposada— precisar dónde se encontraban todos los miembros de la casa con anterioridad al crimen y durante él. Sabemos, doctor, que usted llegó aquí a eso de las diez y cuarto. ¿Cuánto tiempo estuvo usted con mistress Greene?
Von Blon se irguió y dirigió a Vance una mirada de resentimiento. Pero sus maneras cambiaron rápidamente, y respondió, cortés:
—Estuve con ella cerca de media hora; luego fui al cuarto de Sibella, poco antes de las once, y permanecí allí hasta que Sproot me llamó.
—¿Y estuvo miss Sibella con usted en el cuarto todo el tiempo?
—Sí; todo el tiempo.
—Muchas gracias.
Vance volvió a la ventana, y Heath, que había estado vigilando de un modo beligerante al doctor, se sacó el puro de la boca y dijo a Markham:
—¿Sabe usted, señor?; en este momento pensaba en la indicación del inspector, referente a destacar a alguien dentro de la casa, para vigilar lo que sucede. ¿Qué le parece si nos deshacemos de la enfermera que hay en la casa ahora y ponemos a una de nuestras mujeres de Jefatura?
Von Blon alzó la cabeza con viva aprobación.
—¡Es un plan excelente! —exclamó.
—Muy bien, sargento —asintió Markham—. Cuídese de ello.
—La sustituta puede venir esta noche —indicó Von Blon a Heath—. Estaré aquí cuando usted diga, para darle instrucciones. No tiene nada de técnico lo que debe hacer. Es cosa fácil.
Heath hizo una anotación en una libreta sucia.
—Nos encontraremos aquí; digamos a las seis. ¿Qué le parece?
—De acuerdo —Von Blon se incorporó—. Y ahora, si no me necesitan más…
—Perfectamente, doctor —dijo Markham—. Puede marcharse.
Mas en lugar de salir inmediatamente de la casa, Von Blon subió, y le vimos llamar a la puerta de Sibella. Unos minutos después volvió a bajar, y pasó en dirección de la puerta principal sin dirigir ni una mirada al lugar donde estábamos.
Entre tanto, Snitkin había entrado e informado al sargento de que el capitán Jermyn saldría de Jefatura al instante y llegaría antes de media hora. Luego el detective salió a tomar las medidas de las huellas en los escalones de la galería.
—Ahora —sugirió Markham—, creo que podríamos ver a mistress Greene. Es posible que ella oyese algo…
Vance se despertó de una aparente letargia.
—Perfectamente. Mas primero averigüemos algunos detalles. Deseo conocer dónde estaba la enfermera durante la media hora anterior al fallecimiento de Rex. También me agradaría saber si la anciana señora estuvo sola inmediatamente después del disparo de revólver. ¿Por qué no podemos someter a un interrogatorio a nuestra miss Nightingale, antes que afrontemos las imprecaciones de la inválida?
Markham asintió, y Heath mandó a Sproot a llamarla.
La enfermera entró con un aire de indiferencia profesional; pero sus mejillas rosadas se habían tornado algo pálidas desde la última vez que la vimos.
—Miss Graven —dijo Vance—, ¿quiere usted decirnos exactamente lo que hacía usted entre las diez y media y las once y media de esta mañana?
—Estuve en mi habitación del tercer piso —respondió ella—. Me fui al cuarto cuando el doctor llegó, poco después de las diez, y me quedé allí hasta que me llamó para darle el caldo a mistress Greene. Luego volví a mi habitación, donde estuve hasta que el doctor me llamó de nuevo para que hiciese compañía a mistress Greene mientras él estaba con ustedes.
—Cuando se hallaba usted en su cuarto, ¿estaba abierta la puerta?
—Sí. Siempre la dejo abierta de día, para el caso de que mistress Greene llame.
—Entonces ¿debo entender que la puerta de la señora estaba abierta también?
—Sí.
—¿Oyó usted el disparo?
—No, no lo oí.
—Eso es todo, miss Graven —Vance la acompañó al vestíbulo—. Será mejor que vuelva usted a su habitación ahora, pues vamos a visitar a su paciente.
Mistress Greene nos dirigió una mirada rencorosa cuando entramos después de haber llamado y recibido la orden imperiosa de pasar.
—Más molestias —se quejó—. ¿Es que no voy a tener nunca un momento de tranquilidad en mi propia casa? Hoy es el primer día que, desde hace semanas, me encuentro medianamente bien. ¿Y ocurre todo esto para martirizarme?
—Sentimos, señora, al parecer más que usted misma, que su hijo esté muerto —manifestó Markham—. Y sentimos la molestia que le causa la tragedia. Mas esto no me releva de la necesidad de investigar este crimen. Como usted estaba despierta cuando dispararon el tiro, es esencial que tratemos de obtener de usted la información que pueda darnos.
—¿Qué información puede facilitarles a ustedes una mujer paralítica, reducida a la impotencia, una mujer que no se puede valer, que yace en esta cama, sola? —sus ojos llamearon de furia—. Me parece a mí que es usted el que tiene que facilitarme alguna información.
Markham pasó por alto la réplica.
—La enfermera me dice que la puerta de esta habitación estaba abierta esta mañana…
—¿Y por qué no había de estarlo? ¿Es que esperan que yo esté completamente incomunicada, aislada del resto de la casa?
—Ciertamente que no. Simplemente trataba de averiguar si por casualidad estaba usted en posición de ver algo de lo que ocurrió en el vestíbulo.
Markham insistió con paciencia.
—¿No oyó usted si alguien, por ejemplo, cruzó el cuarto de miss Ada y abrió su puerta?
—Ya le he dicho que no oí nada.
La negativa de la anciana señora fue malignamente enfática.
—¿Ni tampoco oyó a nadie caminando por el vestíbulo o descendiendo la escalera?
—A nadie más que a ese inepto doctor y a Sproot, ese hombre imposible. ¿Es que se esperaba que tuviéramos visitas esta mañana?
—Alguien mató de un tiro a su hijo —le recordó Markham, fríamente.
—Probablemente fue culpa suya —replicó la vieja. Luego pareció ablandarse un poco—. Sin embargo, Rex no era tan cruel y desconsiderado como el resto de mis hijos. Pero aun él, también se olvidaba de mí vergonzosamente —pareció considerar la cuestión—. Sí —decidió—, recibió un justo castigo por el modo como me trataba.
Markham hizo un esfuerzo para contener su resentimiento. Al fin logró preguntar, calmosamente:
—¿Oyó usted el disparo con que su hijo fue muerto?
—No —su tono sonó de nuevo airado—. No supe nada de lo ocurrida hasta que el doctor juzgó conveniente decírmelo.
—Y, sin embargo, la puerta de mister Rex, como la de usted, estaba abierta —dijo Markham—. No acierto a comprender cómo no oyó usted el disparo.
La anciana le dirigió una severa mirada de ironía.
—¿Es que acaso he de manifestar mi sentimiento por su falta de comprensión?
—Por temor a que no sienta esa tentación, señora, la dejaré a usted.
Markham hizo una reverencia rígida y giró sobre sus talones.
Cuando entrábamos en el vestíbulo inferior, llegaba el doctor Doremus.
—Me han dicho que sus amigos siguen trabajando, sargento —saludó a Heath, alegremente, como de costumbre. Entregando su abrigo y sombrero a Sproot, avanzó y estrechó las manos de todos nosotros—. Cuando ustedes no me estropean el desayuno, me interrumpen el almuerzo —se quejó—. ¿Dónde está el cadáver?
Heath le condujo arriba, y al cabo de unos minutos volvió al salón. Sacando otro puro mordió la punta furiosamente.
—Supongo que ahora querrá ver a miss Sibella, ¿no es verdad?
—Sí —suspiró Markham—. Luego abordaré a la servidumbre y dejaré el asunto en sus manos. Los reporteros vendrán pronto.
—¿Acaso no lo sé? ¡Y cómo se meterán con nosotros en los periódicos!
—Y ni siquiera puede usted decirles que «se espera practicar una detención importante en un futuro inmediato» —sonrió Vance—. Es desconsolador.
Heath emitió un ruido inarticulado de exasperación y, llamando a Sproot, le mandó buscar a Sibella.
Un momento después ella entró llevando en brazos a su pequeño pomerania. Aparecía más pálida que la última vez que la había visto; y en sus ojos había una expresión inconfundible de miedo. Cuando nos saludó, lo hizo alegremente, como de costumbre.
—Esto se está volviendo cada vez más horrible, ¿no es verdad? —observó la muchacha, cuando hubo tomado asiento.
—En efecto, es espantoso —repuso Markham, súbitamente—. Le damos a usted el pésame…
—¡Oh, muchas gracias! —ella aceptó el cigarrillo que Vance le ofrecía—. Mas empiezo a preguntarme cuánto tiempo estaré aquí para recibir pésames.
Habló con frivolidad forzada, mas su voz indicaba que contenía su emoción.
Markham la miró con compasión.
—No creo que sería una mala idea el que usted se ausentase unos días, que se fuese, por ejemplo, a casa de alguna amiga, con preferencia fuera de Nueva York.
—¡Oh, no! —sacudió la cabeza con aire de reto—. No huiré. Si realmente hay alguien que quiere matarme, lo conseguirá de una manera u otra, esté donde esté. De todos modos, tendría que regresar tarde o temprano. Yo no podría vivir indefinidamente con amigas de fuera, de Nueva York, ¿no es verdad?
Dirigió a Markham una mirada de ansiedad y desesperación.
—¿No tiene usted idea, supongo, de quién está obsesionado con la idea de exterminarnos a la familia Greene?
Markham no quería confesar a la muchacha que la Policía había fracasado y no ofrecía esperanzas de esclarecer el caso; y ella se volvió entonces con aire suplicante hacia Vance.
—No es necesario que me trate como a una criatura —dijo con energía—. Usted, por lo menos, mister Vance, puede decirme si sospechan de alguien.
—No, miss Greene, no sospechamos de una persona determinada —respondió Vance prontamente—. Realmente es asombroso tener que hacer esta confesión; pero es verdad. Por ese motivo, creo que mister Markham sugirió que se marchase de esta casa durante una temporada.
—Es muy considerado de su parte —repuso la muchacha—. Pero permaneceré aquí para ver el final de todo esto.
—Es usted una muchacha muy valerosa —dijo Markham con admiración—. Y le aseguro que se hace todo lo humanamente posible para protegerla a usted.
La joven echó su cigarrillo en un cenicero y empezó a acariciar distraídamente al pomerania que tenía en la falda.
—Supongo que ahora querrá saber si yo oí el disparo. Pues bien: no lo oí. Por tanto, puede continuar el interrogatorio desde ese punto.
—Sin embargo, ¿usted se hallaba en su habitación en el momento de la muerte de su hermano?
—Estuve en mi cuarto toda la mañana —replicó ella—. Crucé por primera vez el umbral cuando Sproot llevó la triste noticia de la muerte de Rex. Pero el doctor Von Blon me volvió a meter allí, donde he estado hasta ahora. Una conducta verdaderamente ejemplar para un miembro de esta joven generación tan perversa, ¿no le parece?
—¿A qué hora fue a su habitación el doctor Von Blon? —preguntó Vance.
Sibella le dirigió una ligera y melancólica sonrisa.
—Me alegro de que sea usted quien haya hecho la pregunta. Estoy segura de que mister Markham habría usado un tono de desaprobación, aunque es corriente recibir al médico de cabecera en nuestro cuarto tocador. Veamos. Tengo la convicción de que formuló usted la misma pregunta al doctor Von; por consiguiente, debo proceder con cuidado… Poco antes de las once, yo diría.
—Las mismas palabras del doctor —interpeló Heath con acento receloso.
Sibella le dirigió una mirada de sorpresa. Sonrió:
—¿No les parece que eso es maravilloso? Pero, verán ustedes, siempre me han dicho que es mejor obrar con franqueza.
—¿Y el doctor Von Blon permaneció en su habitación hasta que Sproot le llamó? —prosiguió Vance.
—¡Oh, sí! Fumaba su pipa. Mi madre detesta las pipas y el doctor suele venir a mi cuarto a fumar una pipa tranquilamente.
—¿Y qué hacía usted durante la visita del doctor?
—Estaba bañando a este feroz animal —levantó en alto al pomerania para que Vance le inspeccionase—. ¿No está monín?
—¿En el cuarto de baño?
—Naturalmente. No me atrevería a bañarlo en la polvera.
—¿Y estaba cerrada la puerta del cuarto de baño?
—No lo podría decir. Pero es muy probable. El doctor Von es como un miembro de la familia y en ocasiones soy muy descortés con él.
Vance se puso en pie.
—Muchísimas gracias, miss Greene. Sentimos haberla tenido que molestar. ¿Tiene inconveniente en permanecer en su habitación durante un rato?
—¿Inconveniente? Por el contrario. Es casi el único lugar donde me encuentro segura —la muchacha se dirigió hacia la puerta—. Si averiguan alguna cosa, me lo dirán, ¿no es cierto? Es inútil fingir más. Estoy espantada.
Y como si estuviese avergonzada de tal confesión, descendió rápidamente por el vestíbulo.
Sproot hizo pasar a los dos expertos en huellas digitales, Dubois y Bellamy, y al fotógrafo. Heath se reunió con ellos en el vestíbulo y los condujo arriba, regresando inmediatamente.
—¿Y ahora qué, mister Markham?
Markham parecía estar absorto en lúgubres reflexiones, y fue Vance quien respondió a la pregunta del sargento.
—Creo que otro encuentro con la pía Hemming y la taciturna Frau Mannheim podría atar algún cabo suelto.
Mandaron buscar a Hemming. Entró presa de viva excitación. Sus ojos brillaban triunfales, proclamando el triunfo de la profetisa cuyos augurios se habían cumplido. Pero no tenía nada que informar.
Había pasado la mayor parte de la mañana en el lavadero y no se enteró de la tragedia hasta que Sproot se lo mencionó poco antes de nuestra llegada. No obstante, se mostró elocuente sobre el tema del castigo divino y Vance tuvo dificultad en poner dique a su torrente de palabras.
La cocinera no pudo tampoco arrojar luz alguna sobre el asesinato de Rex, había estado en la cocina, declaró, toda la mañana, excepto la hora en que salió de compras. No había oído el disparo y, como Hemming, se enteró de la tragedia por mediación de Sproot. No obstante, la mujer había sufrido un cambio muy marcado. Cuando entró en el salón, el temor y el resentimiento animaban sus facciones, usualmente estólidas; y mientras estaba sentada delante de nosotros, movía nerviosamente los dedos en la falda.
Vance la observaba atentamente durante la entrevista. Al final le preguntó de repente:
—¿Ha estado miss Ada con usted, en la cocina, desde hace media hora?
Al mencionar el nombre de Ada, el temor de la cocinera se intensificó perceptiblemente. Exhaló un suspiro.
—Sí, la pequeña ha estado conmigo. Gracias a Dios ella estaba ausente esta mañana cuando mataron a mister Rex; pues quién sabe si la hubieran asesinado a ella y no a él. Ya intentaron matarla en una ocasión y quizá lo intenten de nuevo. No deben permitirle que se quede en casa.
—He de comunicarle, Frau Mannheim —dijo Vance—, que desde este momento alguien estará vigilando constantemente para proteger a miss Ada.
La mujer le dirigió una mirada de agradecimiento.
—¿Por qué razón pueden querer hacer daño a la pequeña Ada? —preguntó en tono angustiado—. Yo también vigilaré para protegerla.
Cuando ella salió del aposento, Vance dijo:
—Algo me dice, Markham, que Ada no podía encontrar mejor protector en esta casa que esa alemana maternal. Sin embargo —añadió—, esta mortandad no terminará hasta que echemos el guante al asesino —el rostro de Vance se ensombreció; su boca tenía un aspecto tan cruel como la de Pedro de Médicis—. Este caso infernal no se ha terminado. El cuadro final está tan sólo emergiendo. Y es maldito, peor que cualquiera de los horrores de Rope o Doré.
Markham movió afirmativamente la cabeza.
—Sí, parece ser que estas tragedias son inevitables y que la fuerza humana no puede combatirlas —se incorporó cansadamente y dijo a Heath—: No puedo hacer nada más aquí, sargento. Prosiga su labor y telefonéeme a la oficina antes de las cinco.
Nos disponíamos a partir cuando llegó el capitán Jermyn. Era un hombre robusto, con bigote gris y ojillos hundidos. Era fácil confundirlo con un comerciante astuto y eficiente. Terminada la ceremonia de estrecharse las manos, Heath le condujo arriba.
Vance se había puesto el abrigo, pero se lo quitó ahora.
—Creo que aguardaré un rato a oír lo que el capitán dice de las huellas de pisadas —dijo—. ¿Sabes, Markham, que he estado desarrollando una hipótesis fantástica referente a esas huellas? Y quiero verificarla.
Markham le miró un instante con curiosidad. Luego consultó su reloj.
—Esperaré contigo —dijo.
Diez minutos más tarde, el doctor Doremus bajó y nos dijo que Rex fue muerto con un revólver del calibre 32, disparado a boca de jarro, a unos treinta centímetros de la frente. La bala se había alojado probablemente en el mesencéfalo.
Un cuarto de hora después de marcharse Doremus, Heath volvió a entrar en el salón. Manifestó cierta sorpresa e inquietud al vernos aún allí.
—Mister Vance deseaba conocer el informe de Jermyn —explicó Markham.
—El capitán terminará de un momento a otro —el sargento se hundió en un sillón—. Está comprobando las medidas de Snitkin. No ha podido sacar partido de las huellas de la alfombra.
—¿Y de las huellas digitales? —preguntó Markham.
—Nada todavía.
—Ni habrá nada —añadió Vance—. Habría huellas digitales, si las hubiesen dejado deliberadamente para que las viésemos nosotros.
Heath le dirigió una mirada penetrante, mas antes que pudiera hablar, el capitán Jermyn y Snitkin bajaron la escalera.
—¿Cuál es su dictamen, capitán? —preguntó el sargento.
—Esas huellas de pisadas en los peldaños de la galería —dijo Jermyn— han sido hechas por unos chanclos de goma del mismo número y características que el modelo que me entregó Snitkin hace un par de semanas. En cuanto a las que aparecen en el cuarto, no estoy tan seguro. No obstante, parecen idénticas; y la suciedad observada en ellas es fuliginosa, como la de la nieve del otro lado de las puertas vidrieras. He sacado varias fotografías; y lo sabré definitivamente cuando hagan las ampliaciones bajo el microscopio.
Vance se incorporó y fue hacia el umbral.
—¿Me permite que suba un momento, sargento?
Heath puso una cara perpleja. Instintivamente quiso preguntar el motivo de la inesperada demanda, mas todo lo que dijo fue:
—Seguramente. Suba.
Las maneras de Vance, un aire de satisfacción combinado con cierta avidez, me indicaron que había verificado su hipótesis.
Estuvo ausente menos de cinco minutos. Cuando regresó, llevaba un par de chanclos de goma similares a los encontrados en el armario de Chester. Se los entregó al capitán Jermyn.
—Probablemente encontrará usted que esos chanclos hicieron las huellas.
Jermyn y Snitkin los examinaron con todo cuidado, comparando las medidas. Finalmente el capitán llevó uno de ellos a la ventana y ajustándose al ojo un cristal de joyero, estudió el tacón.
—Creo que tiene usted razón —asintió—. Hay una parte gastada que corresponde a una mella en el molde que yo hice.
Heath se había puesto en pie de un salto y se quedó mirando a Vance.
—¿Dónde los encontró usted? —preguntó.
—Guardados en la parte trasera del armario de lo alto de la escalera.
Presa de viva excitación, el sargento volvióse hacia Markham.
—Esos dos torpes que registraron la casa buscando el revólver, me dijeron que no había ningún par de chanclos en el lugar; y yo les recomendé especialmente que buscasen chanclos. ¡Y ahora mister Vance los encuentra en el armario que hay en lo alto de la escalera!
—Pero, sargento —exclamó Vance, suavemente—, esos chanclos no estaban allí cuando sus sabuesos buscaban el revólver. En las dos primeras ocasiones el pájaro que los usó tuvo tiempo para guardarlos en lugar seguro; por tanto, los dejó en el armario provisionalmente.
—¡Ah!, ¿sí? —gruñó Heath vagamente—. Bien. ¿Cuál es el resto de la historia, mister Vance?
—Es todo lo que hay por ahora. Si yo conociese el resto, sabría quién disparó los tiros. Pero he de recordarle que ninguno de sus agentes vio salir de aquí a una persona sospechosa.
—¡Cielos, Vance! —Markham se puso en pie—. Eso significa que el asesino está en la casa en este momento.
—De todos modos —repuso Vance, en tono indolente— creo que está justificado suponer que el asesino se encontraba aquí cuando nosotros llegamos.
—Pero nadie ha salido de la casa, a excepción de Von Blon —barbotó Heath.
Vance movió afirmativamente la cabeza.
—Es muy posible que el asesino esté aún en la casa, sargento.