2. EMPIEZA LA INVESTIGACIÓN

(Martes 9 de noviembre, 11 horas)

Cuando entró Chester Greene, era evidente que se hallaba sometido a una fuerte tensión nerviosa; pero su nerviosismo no despertó simpatía alguna en mí. Desde el primer momento me fue la mar de antipático aquel hombre. Era de estatura regular y se inclinaba a la corpulencia. Su contorno tenía algo de blando y fofo, y, aunque vestía con meticuloso cuidado, su traje tenía detalles muy acentuados. Los puños eran demasiado perfectos; el cuello, demasiado justo, y el pañuelo de seda de color de malva le colgaba demasiado del bolsillo. Era algo calvo. Tenía los ojos muy juntos y le sobresalían los párpados como si padeciera de los riñones. Su boca, adornada de un bigotillo rubio, indicaba debilidad. Tenía la barbilla metida hacia adentro y con una hendedura debajo del labio inferior. Era un ejemplar típico del ocioso dado a satisfacer todos sus apetitos.

Cuando hubo estrechado la mano de Markham y de Vance y hube sido presentado yo, se sentó y colocó, meticulosamente, un cigarrillo ruso en una boquilla larga de ámbar y oro.

—Le estaría muy agradecido, Markham —dijo, encendiendo el cigarrillo con un encendedor recubierto de marfil—, si hiciese una investigación personal de lo ocurrido en nuestra casa anoche. La Policía no llegará a ninguna parte por el camino que va ahora. Es buena gente la Policía, ¿comprende? Pero… Bueno, este asunto tiene algo…, no sé exactamente cómo decirlo. Sea como fuere, no me gusta.

Markham le miró atentamente durante unos momentos.

—¿Qué es lo que piensa usted exactamente, Greene?

El otro apagó el cigarrillo, aun cuando no le había dado más de media docena de chupadas, y tabaleó, indeciso, en los brazos del sillón.

—Ojalá lo supiera. Es un asunto muy raro…, rarísimo. Y hay algo en el fondo de todo esto…, algo que va a dar mucho que hacer como no podamos ponerle freno. No puedo explicarlo. Es un presentimiento que tengo.

—Tal vez, mister Greene, sea algo psíquico —comentó Vance, con cara de ingenuo.

El hombre se volvió y escudriñó a Vance con agresiva condescendencia:

—¡Bah! —sacó otro cigarrillo ruso y se volvió hacia Markham—. Me gustaría que echara usted una mirada.

Markham vaciló.

—Alguna razón tendrá usted para estar en desacuerdo con la Policía y acudir a mí.

—Parecerá raro; pero no la tengo. (Se me antojó que a Greene le temblaba levemente la mano al encender el cigarrillo.) Sólo sé que mi cerebro rechaza automáticamente la teoría del robo.

Era difícil decidir si hablaba con franqueza o si estaba ocultando algo deliberadamente. Me pareció, sin embargo, que su inquietud obedecía a un secreto temor y también deduje que no le había afectado gran cosa la tragedia.

—A mí me parece —declaró Markham— que la teoría del robo concuerda bien con los hechos conocidos. Se han dado otros muchos casos en que un ladrón se alarmara, perdiera la serenidad y disparara innecesariamente contra varias personas.

Greene se puso en pie bruscamente y empezó a pasearse de un lado a otro del cuarto.

—No puedo discutir el asunto —murmuró—. Está por encima de toda discusión, por decirlo así. Aún sudo de angustia al recordarlo.

—Es bastante vago e intangible —observó Markham, bondadosamente—. Me inclino a creer que la tragedia le ha dejado un poco deshecho. Quizá después de un par de días…

—Es inútil. Le digo a usted, Markham, que la Policía no logrará dar con el asesino. Lo siento aquí.

Y se llevó la cuidada mano al pecho.

Vance le había estado mirando con gesto levemente humorístico. Ahora estiró las piernas y clavó la mirada en el techo.

—Oiga, mister Greene…, perdone que le corte en seco sus tanteos esotéricos…, pero ¿sabe usted de alguien que tenga motivos para querer quitar del paso a sus dos hermanas?

El hombre se quedó callado unos instantes.

—No —contestó, por fin—; no sé de nadie. ¿Quién iba a querer quitar del paso a dos mujeres inofensivas?

—No tengo la más levísima idea. Pero puesto que usted repudia la teoría del robo y puesto que no cabe la menor duda de que se disparó contra las dos damas, puede inferirse que alguien deseaba su muerte. Y se me ocurrió que usted, siendo su hermano y hallándose todos domiciliados en familia, pudiera saber de alguien que abrigara sentimientos homicidas hacia ellas.

Greene se picó y sacó la barbilla.

—No sé de nadie —contestó, con cierto mal humor.

Luego, volviéndose hacia Markham, continuó, en tono persuasivo:

—Si tuviera la menor idea, ¿no comprende usted que lo diría? Este asunto me ha puesto los nervios de punta. He estado pensando en él toda la noche, y es…, es como para desazonar a cualquiera; vaya si lo es.

Markham movió afirmativamente la cabeza y, levantándose, se acercó a la ventana, donde permaneció, con las manos a la espalda, mirando hacia la mole gris que constituía la prisión vecina.

Vance, pese a su aparente apatía, había estado escudriñando atentamente a Greene y, al volverse Markham hacia la ventana, se irguió un poco en su silla.

—Dígame exactamente lo que ocurrió anoche —dijo—. Tengo entendido que fue el primero en llegar al lado de las mujeres.

—Fui el primero en llegar al lado de mi hermana Julia —contestó Greene, con leve dejo de resentimiento—. Fue Sproot, el mayordomo, quien encontró a Ada sin conocimiento, sangrando por una herida bastante fea que tenía en la espalda.

—En la espalda, ¿eh? —Vance se inclinó hacia adelante y enarcó las cejas—. ¿Así, pues, dispararon contra ella por detrás?

—Sí.

Greene frunció el entrecejo y se inspeccionó las uñas, como si él presintiese también algo anormal en el hecho.

—Y a miss Julia Greene…, ¿también le dieron a ella el tiro por la espalda?

—No…, por delante.

—¡Extraordinario! —Vance exhaló una nube de humo en dirección al techo—. Y… ¿se habían retirado ya las dos mujeres a dormir?

—Una hora antes… Pero ¿qué tiene que ver todo eso con el asunto?

—Cualquiera sabe. No obstante, siempre es bueno conocer todos los detalles, por pequeños que sean, cuando se intenta hallar el origen de un acceso de psiquismo.

—¡Qué acceso de psiquismo ni qué niño muerto! —gruñó Greene, con truculencia—. ¿No puede uno tener un presentimiento sin que…?

—Claro, claro. Pero ha solicitado usted la ayuda del fiscal y estoy seguro de que le gustaría conocer algunos datos antes de tomar una determinación.

Markham se acercó y se sentó en el borde de la mesa. Se había despertado su curiosidad y le indicó a Greene que se hallaba completamente de acuerdo con el interrogatorio de Vance.

Greene hizo un mohín, y se metió la boquilla en el bolsillo.

—Bueno, como quieran. ¿Qué más desean saber?

—Podría usted relatarnos —prosiguió Vance— todo lo sucedido después de oír usted el primer disparo, por orden cronológico. Porque supongo que oiría usted el disparo.

—Sí que lo oí…; no hubiera tenido más remedio que oírlo, aunque no hubiera querido. La habitación de Julia está contigua a la mía y yo estaba despierto aún. Me puse las zapatillas y un batín y salí al pasillo. Estaba a oscuras y avancé a tientas hasta llegar a la puerta de Julia. La abrí y me asomé… No sabía si podía haber alguien allí esperando a que me asomara para descerrajarme un tiro…, y la vi echada en la cama, con la pechera del camisón cubierta de sangre. No había nadie más en el cuarto y me dirigí a ella inmediatamente. En aquel instante oí otro disparo que sonaba como si hubiese partido del cuarto de Ada. Estaba un poco aturdido ya…; no sabía qué era lo mejor que podía hacer…, y, mientras, me hallaba junto a la cama de Julia, asustado…, porque no niego que estaba asustadísimo…

—Es muy natural —le animó Vance.

Greene movió afirmativamente la cabeza.

—Era una situación un poco peliaguda en la que me encontraba. Sea como fuere, mientras me hallaba allí, oí a alguien bajar la escalera de servicio y reconocí las pisadas de Sproot. Avanzaba, dando tropezones, en la oscuridad y le oí entrar en el cuarto de Ada. Luego me llamó y me apresuré a acercarme. Ada se encontraba tendida delante de su mesa de tocador y Sproot y yo la levantamos y la echamos sobre la cama. Me empezaban a temblar las piernas; esperaba oír otro disparo de un momento a otro…, no sé por qué. Sea como fuere, no hubo más. Luego oí la voz de Sproot que llamaba por teléfono al doctor Von Blon.

—Nada veo en su relato, Greene —observó Markham—, que desentone con la teoría del robo. Además, mi ayudante Fealtergill dice que había dos juegos de pisadas confusas marcadas en la nieve desde la puerta principal.

Greene se encogió de hombros, pero no contestó.

—A propósito, mister Greene —dijo Vance, que se había arrellanado cómodamente en su asiento y tenía la mirada fija en el vacío—; dice usted que cuando se asomó al cuarto de miss Julia la vio en la cama. ¿Cómo es eso? ¿Encendió usted la luz?

—No —el hombre pareció extrañado por la pregunta—; la luz; estaba encendida.

Apareció un brillo de interés en los ojos de Vance.

—¿Y en el cuarto de miss Ada? ¿Estaba encendida la luz allí también?

—Sí.

Vance se metió la mano en el bolsillo y, sacando su pitillera, escogió con sumo cuidado un cigarrillo.

Aquello era en él una prueba de excitación contenida.

—Conque la luz estaba encendida en los dos cuartos. Es muy interesante.

Markham también supo interpretar los gestos de Vance, y le miró con expectación.

—Y —prosiguió Vance, después de encender el cigarrillo sin prisas— ¿cuánto tiempo calcula usted que transcurrió entre disparo y disparo?

Era evidente que aquel interrogatorio le molestaba a Greene, pero respondió sin vacilación:

—Dos o tres minutos…; desde luego no fue más.

—Sin embargo —observó Vance—, después de oír el primer disparo, se levantó usted de la cama, se puso zapatillas y batín, salió al pasillo, fue tanteando la pared hasta encontrar la puerta del cuarto vecino, la abrió cautelosamente, se asomó y luego cruzó el cuarto hacia la cama…, todo ello, según tengo entendido, antes que se oyera el segundo disparo. ¿No es así?

—Sí.

—¡Vaya, vaya! Como dice usted, dos o tres minutos. Sí; por lo menos eso. ¡Asombroso! —Vance se volvió hacia Markham—. La verdad, amigo, no quiero sugestionarte, pero creo que debías acceder a la petición de mister Greene a intervenir en esta investigación. Yo también tengo un presentimiento psíquico en lo que se refiere a este caso. Algo me dice que su ladrón excéntrico resultará ser un fuego fatuo.

Markham le miró con curiosidad. No sólo le había interesado enormemente el interrogatorio, sino que sabía por larga experiencia que Vance no hubiera propuesto que se hiciera cargo del asunto a menos que tuviese muy buenos motivos para hacerlo. No me sorprendió nada, por consiguiente, que se volviera hacia el inquieto visitante y le dijera:

—Bueno, Greene; veré lo que puedo hacer en este asunto. Probablemente iré a su casa a primera hora de la tarde. Encárguese de que se halle todo el mundo presente, ya que quiero interrogarles.

Greene le tendió una mano temblorosa.

—El gallinero doméstico, familia y criados, estará completo cuando llegue usted.

Salió pomposamente del cuarto.

Vance exhaló un suspiro.

—No es una persona muy agradable, Markham… No es una persona muy agradable. Jamás seré político si para ello he de tratar con gente semejante.

Markham se sentó en el borde de su mesa.

—A Greene se le considera un adorno social más bien que político —dijo, maliciosamente—. Pertenece a tu clase social y no a la mía.

—¡Hay que ver! —contestó Vance, desperezándose—. No obstante, eres tú el que le fascina. Mi instinto dice que no me tiene ningún cariño.

—Le has tratado con bastante rudeza. El sarcasmo no es lo más apropiado para conquistarse simpatías.

—¡Ah, querido Markham!, no tenía el menor deseo de granjearme el cariño de Chester.

—¿Tú crees que él sabe o sospecha algo?

Vance dirigió la mirada a la ventana.

—Eso me pregunto yo —murmuró—. ¿Es Chester, por casualidad, un ejemplar típico de la familia Greene? En estos últimos años me he mezclado tan poco con la gente bien, que desconozco por completo a los potentados de East Side.

Markham afirmó pensativamente con la cabeza.

—Me temo que sí lo es. La primitiva raza Greene era fuerte y sana, pero la generación actual parece haber entrado en pleno período de decadencia. Tobías, el tercero, padre de Chester, era un hombre rudo y, en muchas cosas, admirable. Parece haber sido, sin embargo, el último heredero de las cualidades de los primitivos Greene. Lo que queda de la familia ha sufrido una especie de desintegración. No es que sean débiles precisamente, sino tarados con máculas de incipiente podredumbre, como la fruta que ha permanecido demasiado tiempo tirada en el suelo. Demasiado dinero y ocio, supongo, y demasiado poco freno. Sin embargo, los nuevos Greene tienen cierta intelectualidad. Todos parecen tener buen intelecto, aun cuando fútil y mal dirigido. Es más, creo que no das a Chester todo su valor. Pese a sus trivialidades y sus gestos afeminados, anda muy lejos de ser tan estúpido como tú le consideras.

—¡Considerar estúpido a Chester, yo! ¡Querido Markham! Me difamas abominablemente. No, no. Mostró Chester no tener nada de asno ungido. Es aún más perspicaz; de lo que tú te supones. Esos párpados ocultan un par de ojos particularmente astutos. Es más, lo que me indujo a sugerirte que tomaras parte en la investigación fue principalmente su estudiada pose de fatuidad.

Markham se inclinó hacia atrás y entornó los párpados.

—¿Qué estás pensando, Vance?

—Ya te lo he dicho. Tengo un acceso psíquico…, algo así como la visitación sublime de Chester.

Markham comprendió, por tan esquiva contestación, que Vance no tenía la intención, de momento, de ser más explícito. Y, después de fruncir el entrecejo y guardar silencio unos instantes, se volvió hacia el teléfono.

—Si he de hacerme cargo de este asunto, más vale que me entere de quién ha sido asignado para él y obtener la mayor cantidad de información preliminar posible.

Telefoneó al inspector Moran, jefe del Bureau de Detectives. Después de una breve conversación, se volvió hacia Vance con una sonrisa.

—Tu amigo, el sargento Heath, es el encargado del caso. Dio la casualidad que se hallaba en el despacho en este momento, y va a venir aquí inmediatamente.

Heath llegó antes de haber transcurrido un cuarto de hora. A pesar de que había estado en vela casi toda la noche, parecía muy alerta y lleno de energía. Sus facciones anchas y expresivas de combatividad seguían tan imperturbables como de costumbre, y sus ojos azul pálido conservaban su habitual y penetrante fijeza. Estrechó la mano de Markham y luego, viendo a Vance, sonrió.

—¡Caramba! ¡Mister Vance! ¿Qué le ha pasado?

Vance se puso en pie y le estrechó la mano.

—¡Ay de mí, sargento! He estado sumido en la ornamentación de terracota de las fachadas Renacimiento y otras trivialidades por el estilo desde que le vi por última vez. Pero celebro observar que empieza a alentar el crimen de nuevo. El mundo resulta aburrido si no hay un asesinato misterioso de cuando en cuando.

Heath miró, interrogador, al fiscal. Había aprendido, hacía tiempo, a interpretar las palabras triviales de Vance.

—Se trata del caso Greene, sargento —dijo Markham.

—Me lo figuraba —Heath se sentó pesadamente y se metió un cigarro puro, muy negro, entre los labios—. Pero no ha salido nada aún. Estamos haciendo redadas de todos los maleantes conocidos y comprobando sus coartadas para anoche. Pero transcurrirán varios días antes que quede hecha la comprobación. Si el tipo que hizo el trabajo no se hubiera asustado antes de hacerse con el botín, tal vez le hubiéramos podido descubrir por medio de las casas de compra y venta y los comerciantes en géneros robados. Pero algo debió de alarmarlo para que empezara a tiros. Y ello me hace suponer que debe de tratarse de un hombre nuevo en la profesión. Si así es, será mucho más duro nuestro trabajo —acercó una cerilla encendida al puro y chupó con furia—. ¿Qué quería usted saber del asunto?

Markham titubeó. El hecho de que el sargento diera tan por descontado que se trataba de un ladrón corriente, le desconcertaba.

—Chester Greene estuvo aquí —dijo, por fin—, y parece convencido de que los disparos no fueron hechos por un ladrón. Me pidió, como favor especial, que investigara el asunto.

Heath soltó un gruñido despectivo.

—¿Quién sería capaz de disparar contra dos mujeres, fuera de un ladrón asustado?

—En efecto, sargento —fue Vance el que contestó—. No obstante, la luz estaba encendida en las dos habitaciones, a pesar de que las señoritas se habían retirado a descansar una hora antes. Y hubo un intervalo de varios minutos entre disparo y disparo.

—Todo eso no lo sé —dijo Heath, con impaciencia—; pero si el crimen fue obra de un principiante, no podemos saber exactamente lo que ocurriría aquella noche. Cuando un individuo pierde la serenidad…

—¡Ah! ¡Ahí está la cosa precisamente! Cuando un ladrón pierde la serenidad, no acostumbra ir de cuarto en cuarto encendiendo las luces, aun suponiendo que sepa dónde están los interruptores. Ni se para unos cuantos minutos en un pasillo oscuro entre tan fantásticas operaciones, sobre todo después de haber disparado contra alguien y alarmado la casa. Yo no veo muestras de pánico en el asunto. Por el contrario, todo parece obedecer a un plan preconcebido. Además, ¿por qué había de andar ese supuesto principiante por las alcobas del piso de arriba, cuando lo que quería se hallaba en el comedor de la planta baja?

—Todo eso lo sabremos cuando hayamos detenido al culpable —contestó Heath con terquedad.

—La cosa es, sargento —interrumpió Markham—, que he dado mi palabra a mister Greene de que investigaría el asunto y deseaba que usted me diera cuantos detalles conozca. Ni que decir tiene —agregó en tono aplacador— que no entorpeceré sus actividades en forma alguna. Sea cual fuere el resultado de las pesquisas, el departamento de usted se llevará todo el honor.

—¡Oh, eso ya lo sé! —contestó Heath; sabía por experiencia que no tenía que temer nada sobre ese particular cuando trabajaba con Markham—. Pero no creo, pese a las ideas de mister Vance, que encuentre usted en el caso Greene nada que merezca su atención.

—Es posible —reconoció el fiscal—. No obstante, me he comprometido y me parece que me acercaré esta tarde a echar una mirada, si quiere usted explicarme cómo está la cosa.

—No hay mucho que contar —Heath mascó el puro, meditando—. Un tal doctor Von Blon, médico de la familia Greene, telefoneó a Jefatura a eso de medianoche. Yo acababa de regresar de investigar un atraco y me dirigí a la casa con un par de muchachos del departamento. Encontré, como usted sabe, a una de las mujeres muerta y a la otra sin conocimiento…, ambas de resultas de disparos de revólver. Telefoneé al doctor Doremus[4] y luego examiné el lugar. Mister Fealtergill me acompañó y me ayudó; pero no encontramos gran cosa. El criminal debió de entrar por la puerta principal, porque había unas pisadas en la nieve, que iban y venían, además de las del doctor Von Blon. Pero la nieve era demasiado quebradiza para que quedaran huellas buenas. Dejó de nevar a eso de las once de la noche, y no cabe la menor duda de que las huellas son del ladrón, porque ninguna otra persona, aparte del médico, había entrado o salido después de la nevada.

—¡Un ladrón principiante que tenía llave de la puerta principal de los Greene!… —murmuró Vance—. ¡Extraordinario!

—Yo no digo que tuviese llave —protestó Heath—. No hago más que decirle lo que encontramos. Tal vez quedara abierta la puerta por equivocación…, o tal vez se la abriera alguien.

—Prosiga su relato, sargento —le instó Markham, dirigiéndole a Vance una mirada de reproche.

—Bueno, pues, después de la llegada del doctor Doremus, cuando hubo examinado el cadáver de una de las mujeres y la herida de la otra, interrogué a toda la familia y a la servidumbre: el mayordomo, dos doncellas y la cocinera. Chester Greene y el mayordomo eran los únicos que habían oído el primer disparo, que había sonado a eso de las once y media. Pero el segundo despertó a mistress Greene, cuyo cuarto se encuentra contiguo al de su hija menor. El resto de la casa había seguido durmiendo sin enterarse de nada, y Chester se había encargado de despertarlos a todos para cuando yo llegué. Hablé con todos ellos; pero ninguno sabía una palabra. Después de un par de horas, dejé a un hombre de guardia dentro y otro fuera y me marché. Luego puse en movimiento todos los recursos de rigor, y esta mañana el capitán Dubois examinó lo mejor que pudo la casa en busca de huellas digitales. El doctor Doremus se ha llevado el cadáver para hacer la autopsia y sabremos algo esta noche. Pero no averiguaremos nada que pueda servirnos por ese lado. Dispararon contra la mujer por delante y desde muy cerca…, casi a quemarropa, y la otra mujer, la joven, tenía manchas de pólvora por todas partes y el camisón quemado. Dispararon contra ella por la espalda. Y ya conoce usted aproximadamente todo lo que yo sé.

—¿Ha podido obtener alguna deposición por parte de la joven?

—Aún no. Estaba sin conocimiento anoche, y esta mañana estaba demasiado débil para hablar. Pero el doctor Von Blon dijo que probablemente podríamos interrogarla esta tarde. Tal vez podamos descubrir algo por ella… Si es que pudo ver al ladrón antes que disparase.

—Eso me sugiere una cosa, sargento —Vance había estado escuchando pasivamente el relato, pero ahora encogió las piernas y se levantó un poco—. ¿Poseía armas alguno de los que vivían en la casa Greene?

Heath le dirigió una aguda mirada.

—Chester Greene dijo que tenía un revólver antiguo del calibre treinta y dos, que guardaba en el cajón de la mesa de su alcoba.

—¡Ay!, ¿sí? Y ¿vio usted el arma?

—Se la pedí, pero no pudo encontrarla. Dijo que no la había visto desde hacía años, pero que probablemente andaría rodando por ahí. Prometió buscármela hoy.

—No ponga usted esperanza alguna en que la encuentre, sargento —Vance miró a Markham, musitando—. Empiezo a comprender el fundamento de la turbación psíquica de Chester. Me temo que es un materialista craso, después de todo… Es triste…, muy triste.

—Conque… ¿crees que echó de menos el revólver y se asustó?

—Algo así… quizá. Cualquiera sabe. Es la mar de desconcertante —echó una mirada indolente al sargento—. A propósito, ¿qué clase de arma empleó el supuesto ladrón?

—Apúntese un tanto, mister Vance. Tengo los dos proyectiles: son del treinta y dos y han sido disparados por un revólver y no por una pistola. Pero supongo que no querrá insinuar que…

—Vamos, vamos, sargento. Al igual que Goethe, no hago más que buscar luz, más luz, si es que por tal vocablo puede traducirse lícht…

Markham cortó en seco la evasiva.

—Voy a ir a casa de los Greene después de comer, sargento. ¿Podrá acompañarme?

—Claro que sí. Iba a ir yo de todas formas.

—¡Magnífico! —Markham sacó una caja de puros—. Reúnase conmigo aquí, a las dos…, y llévese un par de estos Perfectos antes de irse.

Heath escogió dos puros y se los metió con mucho tiento en el bolsillo. Al llegar a la puerta, se volvió, con una sonrisa burlona.

—¿Va a venir usted con nosotros, mister Vance…, para guiar nuestros extraviados pasos?

—Por nada del mundo dejaría de acompañarlos —declaró Vance.