Epílogo
Algunos afirman que apareció una mano que sujetó la hoja desnuda y la guió hasta el interior de la piedra; otros dicen que un rayo de luz los cegó por un instante y que, cuando volvieron a mirar, la espada estaba clavada en aquella piedra. Sea como sea, todos están de acuerdo en que un fuerte hedor a roca quemada llenó el aire y los ojos les escocieron.
—Pedís una señal —exclamé—. Aquí la tenéis: quienquiera que saque la espada de la piedra será el auténtico rey de Inglaterra. Hasta ese día el país sufrirá tales conflictos y luchas como jamás se han conocido en la Isla de los Poderosos, y nadie lo gobernará.
Dicho esto, me volví de inmediato y me abrí paso por entre el asombrado silencio de la multitud. Nadie me llamó esta vez. Regresé a casa de Gradlon y recogí mis cosas mientras Pelleas ensillaba los caballos.
Al poco rato, Pelleas y yo cabalgábamos solos por las estrechas calles de Londinium. Llegamos a la puerta de acceso, atravesamos las murallas y salimos al camino.
El día empezaba a morir; el sol ardía con tonos amarillentos y dorados en un cielo que se oscurecía rápidamente. Nos detuvimos en la cima de una colina y contemplamos cómo nuestras sombras se alargaban a nuestras espaldas y se inclinaban en dirección a la ciudad. Pero no podía dar la vuelta. No, que hicieran lo que quisieran; el futuro, nuestra salvación, estaba en otra parte.
Volví el rostro hacia el oeste y cabalgué en busca de Arturo.