13

No relataré el viaje hacia el norte hasta Goddeu, excepto que resultó muy diferente en muchos aspectos al anterior, en dirección sur. Resultó por completo distinto debido a las opuestas estaciones en que los realizamos. Avallach envió hombres para acompañarnos, al igual que Maelwys. Ambos se mostraban ansiosos por asegurarse la amistad de un poderoso aliado en el norte.

Asimismo, la gente que habitaba en el norte deseaba también estrechar los lazos amistosos. La atmósfera que reinaba se había modificado con las estaciones: el temor crecía, lentamente se deslizaba por las anchas y vacías colinas para introducirse en los corazones y las mentes de los hombres. Pude comprobarlo en los rostros de aquellos que contemplaban nuestro paso; lo percibí también en sus voces cuando hablaban, e, incluso, lo advertí en el viento, que parecía gritar:

«¡Las Águilas se han ido! ¡Toda esperanza se ha perdido! ¡Estamos condenados!».

Que tal cambio pudiera tener lugar en tan corto espacio de tiempo me asombraba. Ciertamente, las legiones habían quedado muy reducidas, pero no todas habían partido. No se nos había abandonado, y, de todas formas, nuestra esperanza no había descansado nunca enteramente en Roma.

Desde el principio, un hombre siempre confía en la espada que empuña, y en el valor de sus hombres. La Pax Romana resultaba reconfortante, pero la gente se volvía primero hacia su rey en busca de protección, y después hacia Roma. El rey, tangible y presente, defendía a sus súbditos más que el vago rumor de un emperador que se sentaba en un trono de oro en alguna tierra lejana que nadie conocía.

¿Nos habíamos vuelto tan débiles y blandos que el traslado de unos pocos miles de soldados nos hacían desmayar de miedo? Si estábamos condenados, era el miedo quien nos conducía a este fin, no la invasión o las amenazas de vociferantes huestes saecsen y sus secuaces pictos con sus cuerpos pintados con glasto. Después de todo, el peligro había existido desde hacía muchos años, y la presencia de las Águilas no lo había alejado.

Ahora que las Águilas habían volado, ¿Britania había dejado de ser un enemigo terrible? ¿No podíamos defendernos por nosotros mismos?

Yo estaba convencido dé nuestras posibilidades. Si Elphin y Maelwys podían levantar de nuevo sus ejércitos, otros también serían capaces. Nuestro futuro dependía de ellos, no de la presencia o ausencia de los legionarios romanos. Mi seguridad aumentaba con cada kilómetro de carretera romana que recorría en dirección norte.

Custennin nos recibió de muy buen humor, muy complacido al comprobar que su iniciativa había sido tan fructífera. Se produjo un interminable intercambio de regalos, e incluso yo recibí una daga con el mango de oro por el insignificante papel que había desempeñado en su reencuentro. La atmósfera de cordialidad era tal que declaró una celebración para la tercera noche de nuestra estancia, a fin de festejar de forma adecuada los nuevos compromisos entre nuestros pueblos.

En comparación con otras conmemoraciones, aquélla resultó muy elaborada, pues precisó dos días completos para su preparación. No obstante, se percibía cierta austeridad en ella, en concordancia con la sobriedad que ya había observado en mi primera visita, a través del insignificante detalle de la falta de un bardo. Entonces, pese a advertirlo, desconocía la causa; ahora, la había descubierto: Custennin, no obstante su nombre britón, descendía de atlantes, lo que significaba que uno no debía dar rienda suelta a las más salvajes y apasionadas expresiones de emoción. La misma conducta seguía Avallach.

Sin embargo, la inclusión de tantos britones en la Corte de Custennin produjo que la austeridad y el festejo alcanzaran un amistoso equilibrio. La comida abundaba, así como la cerveza de brezo, de ligero sabor ahumado, del Pueblo de las Colinas, aunque ignoto cómo la había conseguido, a menos que alguien hubiera aprendido de algunos de los fhains cómo elaborarla, de modo que la fiesta adquirió una intensa animación.

Creo recordar que entoné numerosas melodías, entre grandes voces, y no siempre con mi arpa, aunque dudo que nadie me prestara demasiada atención.

Excepto Ganieda.

Hacia cualquier lugar que dirigiera la mirada, la veía. Me observaba con sus negros ojos brillantes, expectante y silenciosa, sin apenas conversar con nadie. En realidad, tras un glacial reencuentro, no me había dicho ni tres palabras en un número igual de días.

Había esperado una calurosa recepción por su parte, desde luego no una lluvia de besos, pero sí una sonrisa, o una copa de bienvenida. Por el contrario, mientras yo permanecía en la puerta de entrada a la sala de su padre sin saber cómo proceder, recién llegado del viaje, se limitó a mirarme, sin mostrarse sonriente ni enfadada, sino simplemente como alguien que juzga el valor de un pellejo que se ofrece a la venta.

Aquella sensación me resultó tan extraña que no pude evitar hacer un chiste: extendí los brazos y empecé a girar despacio.

—¿Qué daríais por esta hermosa piel, señora?

Al parecer, no apreció la broma.

—¡Realmente hermosa! ¿Cómo demonios podría interesarse una dama de alcurnia por una piel tan sucia y maloliente como la que veo ante mí? —repuso con frialdad.

Desde luego, debo admitir que el tiempo pasado sobre la silla desmejoraba notablemente mi aspecto. En aquellos momentos, no podía compararme con una de las florecillas más frescas del bosque. De todas formas, pensé que un baño en el lago arreglaría mi astrosa apariencia; no obstante, aquellas palabras provocaron que nuestra reunión se iniciara con cierta tirantez. Incluso imaginé que quizás había malinterpretado nuestra anterior relación, o que Ganieda había cambiado de opinión con respecto a mí. Después de todo, había transcurrido muchísimo tiempo.

Para empeorar la situación, no tuve oportunidad hasta últimas horas del cuarto día de hablar con ella a solas. ¿Había intentado evitarme? Tan sólo me quedaban dos días antes de emprender de nuevo la marcha. Sentí que el tiempo se me agotaba, de modo que la arrinconé en la cocina situada detrás de la enorme sala.

—Si te he dicho algo que te haya ofendido —exclamé sin rodeos—, lo siento. Explícamelo y lo arreglaré.

Se mostró pensativa, apretaba la boca en una preciosa mueca al tiempo que fruncía el entrecejo. No obstante, su voz sonó fría y clara como el hielo.

—Ciertamente, eres bastante jactancioso, muchacho-lobo. ¿Cómo podrías tú ofenderme?

—Eso debes aclarármelo tú. Yo creo haberme conducido adecuadamente.

—Lo que tú hagas me tiene sin cuidado. —Se dio la vuelta e intentó alejarse.

—¡Ganieda! —Se detuvo al instante al oír su nombre—. ¿Por qué te comportas así?

De espaldas a mí, no se volvió para contestarme.

—Parece como si imaginases que habíamos establecido una profunda relación.

—No creo que pudiera inventarlo todo.

—¿No? —Volvió la cabeza para mirarme por encima del hombro.

—No. —En aquellos momentos estaba mucho menos seguro de ello de lo que parecía indicar mi voz.

—Entonces, te equivocas. —Sin embargo, se volvió hacia mí otra vez.

—Quizá tengas razón —admití—. ¿No eres tú la intrépida doncella que dio caza a Twrch Trwyth, Gran Señor Jabalí de Celyddon, y le dio muerte simplemente con un lanzazo? ¿No eres tú la dama de esta gran casa? ¿No constituye tu nombre un placer para aquel que lo pronuncia, y tu voz una delicia al oído? Si no es así, entonces realmente me he confundido.

Mi arrebatada argumentación la hizo sonreír.

—Sabes hablar bien, muchacho-lobo.

—Ésa no es una respuesta.

—Muy bien, la respuesta es afirmativa. Soy aquella a la que te refieres.

—Entonces no he cometido ningún error. —Me acerqué a ella—. ¿Qué sucede, Ganieda? ¿Por qué me tratas con tanta frialdad al volvernos a ver?

Cruzó los brazos y se volvió de nuevo.

—Tu gente se halla en el sur, y mi lugar está aquí. Nada puede cambiar un hecho tan evidente.

—Tu lógica es irrebatible, mi señora —respondí.

Mi frase hizo que se girara en redondo. Sus ojos centellearon furiosos.

—¡No me consideres tan estúpida!

—Entonces ¿por qué te comportas como si lo fueras?

Su rostro se retorció en una mueca de disgusto.

—En efecto, tienes razón. Es estúpido querer algo que no se puede obtener y que, incluso sabiéndolo, no se puede evitar desearlo.

No podía imaginar que le faltara nada que anhelara, al menos no durante mucho tiempo.

—¿Qué es lo que ansias y queda fuera de tu alcance, Ganieda?

—¿Eres ciego además de estúpido? —inquirió. Pese a sus duras palabras, su voz sonaba con suavidad.

—¿Qué es? Dímelo y, si puedo, te lo conseguiré —prometí.

—Tú, Myrddin.

Confuso, sólo fui capaz de parpadear.

Bajó los ojos y, nerviosa, se apretó las manos.

—He contestado a tu pregunta. Te quiero, Myrddin. Más de lo que nunca he querido nada.

El silencio creció hasta que la tensión pareció insostenible. Tendí una mano hacia ella, pero no pude tocarla; mi mano cayó inerte.

—Ganieda —mi voz me resultó dolorosamente aguda a mis oídos—. Ganieda, ¿es que no comprendes que ya me tienes? Desde el instante en que te contemplé sobre el caballo gris, mientras atravesabas el arroyo entre un surtidor de diamantes y el sol danzaba en tus cabellos. Desde aquel momento, fui tuyo.

Pensé que mis palabras la harían feliz; exhibió una leve sonrisa, pero después ésta se desvaneció y la expresión de tristeza regresó a su rostro.

—Tus frases son amables…

—Más que eso, son verdaderas.

Sacudió la cabeza; la luz centelleó sobre el delgado torc de plata que llevaba al cuello.

—No —suspiró.

Me acerqué más y le tomé la Mano.

—¿Qué sucede, Ganieda?

—Ya te lo he explicado: tu lugar se halla en el sur, y el mío, aquí, con mi gente; No es posible evitarlo.

No advertía que su mente iba por delante de la mía.

—Quizá de momento tengamos que aceptarlo, pero más adelante; ¿quién sabe?

Se refugió entre mis brazos.

—¿Por qué te amo? —murmuro—. Nunca deseé enamorarme de ti.

—Es posible buscar el amor y encontrarlo. Aunque creo que más a menudo es el amor quien nos encuentra sin ni siquiera haberlo deseado —afirmé, sorprendiéndome un poco ante la osadía de mis palabras. ¿Qué sabía yo de esos sentimientos?—. El amor nos ha encontrado, Ganieda; no podemos alejarle.

Con Ganieda entre mis brazos, la limpia fragancia de sus cabellos, el calor de su cuerpo contra el mío, y la suavidad de su piel en contacto con mi mano, estaba firmemente convencido de lo que afirmaba. Lo creí con todo mi corazón.

Entonces nos dimos un beso, y al contacto de nuestros labios comprendí que ella también estaba segura.

—Bien —suspiró Ganieda—, esto no ha solucionado nada.

—No. Nada —concedí.

Pero ¿qué importaba?

No preciso explicar que, cuando llegó el momento de regresar a Dyfed, vacilé, con la esperanza de posponer de forma indefinida la partida. Lo conseguí durante unos pocos días, los cuales se hallaron repletos de felicidad. Ganieda y yo cabalgábamos por el bosque, paseábamos junto al lago y jugábamos al ajedrez frente al fuego; yo le cantaba y tocaba el arpa; hablábamos hasta la madrugada y el amanecer nos encontraba tambaleantes y soñolientos pero nada dispuestos a separarnos. En definitiva nos comportarnos como una pareja de enamorados, sin importarnos realmente lo que hiciéramos, siempre y cuando pudiéramos estar juntos.

Incluso ahora puedo verla: sus oscuros cabellos sujetos en una trenza entrelazada con hilo de plata; sus ojos azules brillantes bajo las largas y negras pestañas; el suave azul, color huevo de pájaro, de su túnica; la pequeña elevación de sus pechos bajo la delgada tela veraniega; sus largas y fuertes piernas; los brazaletes de oro alrededor de sus morenos brazos…

Ella constituye para mí la esencia de la mujer: un misterio lleno de promesas, envuelto en un halo de belleza.

Por desgracia, no podía retrasar eternamente el día de la partida. Al fin, tuve que regresar a Dyfed. No obstante, oculté mi contrariedad de la mejor manera posible.

Mientras los demás preparaban los caballos, Ganieda y yo paseábamos de la mano por la playa de guijarros que se extendía a la orilla del lago. Las aguas transparentes lamían las piedras que pisábamos, y, en el centro, las golondrinas se precipitaban sobre la superficie, rozándola con las puntas de las alas.

—Cuando regrese, será para buscarte, mi amor; será para llevarte del hogar de tu padre al mío. Nos casaremos.

Pensé que esto la animaría, pero me equivoqué.

—Casémonos enseguida. Entonces no tendrás que irte; podríamos estar siempre juntos.

—Ganieda, sabes que no tengo un hogar propio. Debo conseguir un lugar apropiado para ti.

Lo comprendió porque era realmente de sangre noble. Imprevistamente, sonrió.

—Ve pues, muchacho-lobo. Conviértete en rey y luego ven a reclamar a tu reina. Te esperaré aquí.

Se apretó contra mí y me besó.

—Así recordarás quién es la que te aguarda. —Me besó de nuevo—. Esto es para estimularte en tu tarea. —Luego, puso las manos a cada lado de mi rostro y apretó sus labios contra los míos con un beso largo y apasionado—. Y esto es para que te des prisa en regresar.

—Mi señora —repuse cuando conseguí respirar de nuevo—, si me besas de nuevo, no seré capaz de partir.

—Entonces vete ya, mi amor. Márchate ahora mismo, pues así el tiempo que transcurra hasta tu vuelta se acortará.

—Puede que tarde, Ganieda —le advertí. Con la esperanza de hacer más fácil nuestra despedida, me saqué el aro de oro que llevaba en el brazo y se lo mostré—. Este regalo me fue entregado por Vrisa, mi hermana del Pueblo de las Colinas, para que, si alguna vez encontraba una esposa, pudiera reclamarla. Por lo tanto es para ti, Ganieda. —Coloqué el aro de oro en su muñeca—. Y cuando regrese exigiré lo que me pertenece.

Ella sonrió, me rodeó con sus brazos y me atrajo contra ella.

—Viviré con la esperanza puesta en ese día, amor.

La abracé con fuerza.

—Llévame contigo —murmuró.

—¡Oh, desde luego! Ahora mismo —respondí—. Podríamos vivir en un claro del bosque y alimentarnos de nueces y grosellas.

Rió de buena gana.

—¡Detesto las grosellas!

Me tomó del brazo y me hizo dar la vuelta para empujarme hacia el sendero que conducía a la cima de la colina.

—No viviré de bayas y nueces en una cabaña de barro contigo, Myrddin Wylt, así que monta ese ridículo caballo tuyo y vete de inmediato. ¡Y no regreses hasta que hayas obtenido un reino!

¡Ah, Ganieda, habría conquistado el mundo para ti si me lo hubieras pedido!

Era pleno verano cuando llegamos a Maridunum. Beltane había venido y se había marchado mientras íbamos de camino. Habíamos visto en las cimas de las colinas las brillantes hogueras bajo las estrellas, y habíamos oído los misteriosos gritos del Pueblo de las Colinas transportados por la brisa nocturna. Mas, para nosotros, no hubo hoguera de solsticio de verano, ni tampoco consideramos oportuno unirnos a la celebración de uno de los poblados cercanos. Los cristianos se alejaban cada vez más de las antiguas costumbres a medida que los nuevos caminos abrían otras perspectivas.

La verdad es que la mayoría de los hombres de Maelwys se habían convertido en seguidores de Cristo, especialmente desde la llegada de Dafyd. No obstante, entre nosotros, algunos seguían fieles a las antiguas tradiciones; de modo que, para compensar por la diversión perdida, toqué el arpa y canté.

Mientras entonaba una melodía y contemplaba el círculo de rostros alrededor de la hoguera nocturna, con los ojos relucientes como oscuras ascuas y la mirada embelesada mientras los sones elevaban sus espíritus, se me ocurrió que el camino para llegar al alma de los hombres pasaba a través de sus corazones, no de sus mentes. Aunque un hombre, tras razonarlo, estuviera convencido, pero su corazón permaneciera inalterado, toda persuasión fracasaría. E, indudablemente, el trayecto más seguro para llegar al interior humano es el de la música y los relatos: una sola historia llena de acciones nobles y elevadas resulta más contundente que todas las benditas homilías de Dafyd.

No encuentro un motivo especial para que sea así, pero poseo firmemente esa creencia. He visto a los aldeanos apiñarse en el interior de la capilla del bosque para oír la misa. Se arrodillan con toda sinceridad ante el sagrado altar, mudos, reverentes, con una conducta apropiada, pero también sin comprender.

Sin embargo, he observado cómo los ojos de sus almas se abren cuando Dafyd les lee:

—Escuchad, en un país lejano vivía un rey que tenía dos hijos…

Quizá nos caractericemos porque las palabras verdaderas penetran mejor en nosotros a través del corazón, y las historias y las canciones, constituyen su lenguaje predilecto.

Aquella noche, los hombres que me escuchaban oyeron una narración que nunca antes habían oído: hablaba del mismo lejano país al que Dafyd se refería en sus misas. Yo había, empezado ya a componer, aunque no exponía muy a menudo mis creaciones delante de los demás. En aquella ocasión me atreví y obtuve una buena acogida.

El día en que llegamos a Maridunum, había mercado, y las viejas calles enlosadas estaban llenas de animales que balaban, cloqueaban y chillaban, y de sus vociferantes propietarios. Nos abríamos paso cansados entre la confusión cuando oí resonar una voz que decía:

—¡Mirad, hombres y mujeres de Britania! ¡Mirad a vuestro rey!

Alargué el cuello, pero con el tumulto que se arremolinaba alrededor del caballo no logré divisar nada y seguí adelante.

De nuevo se oyó proclamar a la voz:

—¡Hijos de Bran y Brut! Escuchad a vuestro bardo que os anuncia que vuestro rey pasa ante vosotros. ¡Aclamadle con todo respeto!

Detuve el caballo y me volví sobre la silla. Se abrió un camino entre la muchedumbre, y atisbé a un barbudo druida. Era alto y demacrado, y la túnica azul le colgaba sobre los hombros. Llevaba el manto sujeto a la cintura con una tira de cuero sin curtir, y del tosco cinturón pendía una bolsa de piel. Mantenía el bastón airado mientras se acercaba, y aprecié que era de serbal.

Se aproximó. Los otros que cabalgaban conmigo se detuvieron también para observar.

—¿Quién eres, bardo? —pregunté—. ¿Por qué me llamas de esa forma?

—Para dar un nombre, se requiere correspondencia.

—Aquí, entre esta gente, se me llama Myrddin —le informé.

—Bien dicho, amigo —repuso—. Myrddin te llamas, pero serás Wledig.

Un escalofrío me recorrió la cabeza al oír aquellas palabras.

—He dado mi nombre —declaré—. Escucharé el tuyo, a menos qué algo te lo impida.

Su rostro moreno se arrugó en una sonrisa.

—No existe ningún impedimento, pero no acostumbro a pronunciarlo cuando ya es conocido.

Se aproximó aún más, despacio. Los hombres que había detrás de mí dibujaron la señal contra el mal con sus manos, pero el druida los ignoró; sus ojos no se apartaron ni un momento de mi rostro.

—¿Todavía no me recuerdas?

—¡Blaise!

Salte del caballo y me hundí en su abrazo antes de que pudiera comentar nada. Le sujeté por los hombros con fuerza, y sentí la solidez del hueso y la carne bajo mis manos. Realmente era Blaise el que estaba ante mí, aunque necesité tocarlo para creerlo. Estaba muy cambiado: más viejo, muy delgado, duro como la nudosidad de un pino, y sus ojos llameaban como antorchas de resina.

—Blaise, Blaise. —Le zarandeé y le propiné fuertes palmadas en la espalda—. No te reconocí. Perdóname.

—¿No reconocer al maestro de tu juventud? Eh, Myrddin, ¿estas perdiendo facultades?

—Admite que una voz satírica surgida de entre la muchedumbre de un mercado era lo último que esperaba.

Blaise meneó la cabeza con severidad.

—No constituía ninguna broma, mi señor Myrddin.

—No soy ningún gran señor, Blaise, como muy bien sabes. —Sus palabras me incomodaban.

—¿No? —Echó hacia atrás la cabeza y lanzó una carcajada—. ¡Oh, Myrddin! Tu inocencia no tiene precio. Mira a tu alrededor, muchacho. ¿A quién siguen los hombres con los ojos cuando pasa junto a ellos a caballo? ¿De quién hablan a escondidas? ¿Qué relatos corren por toda la región?

Me encogí de hombros totalmente perplejo.

—Si hablas de mí, estoy seguro de que te equivocas. Nadie me presta atención —le contradije en medio de un silencio sepulcral, ya que el mercado entero había enmudecido para poder escucharnos sin perder palabra.

—¡Nadie! —Blaise alzó una mano en dirección a la multitud que nos rodeaba—. Cuando llegue la adversidad, guiarás a esta gente hasta la tumba, e incluso más allá, y tú los llamas nadie.

—Tú hablas en exceso y demasiado fuerte. Ven con nosotros, druida antipático, y déjame que detenga tu parloteo con un buen pedazo de carne. Un estómago lleno te convertirá en un ser sensato.

—Es verdad que no he comido durante muchos días —admitió Blaise—. Pero ¿qué importa? Ya estoy acostumbrado. Sin embargo, agradecería un trago para quitarme el polvo de la garganta, y una larga caminata con mi buen amigo.

—Tendrás todo eso, aparte de otras muchas cosas.

Volví a montar en la silla, extendí una mano hacia él y lo coloqué detrás de mí. De esta forma llegamos a la villa de Maelwys juntos, sin dejar de charlar durante todo el trayecto.

A nuestra llegada se nos recibió con la acostumbrada ceremonia, los saludos y la calurosa bienvenida habituales, lo que habría encontrado muy agradable si no me hubiera mantenido apartado de mi amigo. Existían tantas impresiones que intercambiar… Ahora que estábamos juntos, toda la urgencia y añoranza que hubiera debido experimentar durante su ausencia, pero que no sentí, se apoderaron de mí de repente. ¡Tenía que hablar con él en aquel mismo instante!

De todas formas, pasó algún tiempo antes de que pudiéramos conversar a solas; hasta llegué a pensar que nos habíamos encontrado más en privado en la plaza del mercado.

—Cuéntame, Blaise, ¿dónde has estado? ¿Qué has hecho desde la última vez que te vi? ¿Has viajado? He oído que había problemas dentro de la Hermandad. ¿Qué noticias tienes?

Tomó un sorbo de su vino aguado y me guiñó un ojo por encima del reborde de su copa.

—Si hubiera recordado lo preguntón que eras, no te habría saludado en la plaza.

—¿Me culpas? ¿Cuánto tiempo ha transcurrido? ¿Cinco años? ¿Seis?

—Por lo menos.

—¿Por qué me llamaste delante de todo el mundo de esa forma?

—Para asegurarme tu atención.

—Y, por lo que parece, la de cada hombre, mujer, niño y bestia de Maridunum a la vez.

Se encogió de hombros con expresión bonachona.

—Sólo anuncié la verdad. No me importa quién la escuche. —Blaise dejó a un lado la copa y se inclinó hacia mí—. Te has desarrollado bien, Halcón. Advierto que todo lo que prometías en la infancia se ha cumplido. Sí, servirás.

—Parece que he crecido montado a caballo. Te aseguro, Blaise, que he recorrido más parajes de esta Isla de los Poderosos que el mismo Bran el Bienaventurado durante estos últimos años.

—¿Y qué has visto con esos dorados ojos tuyos, Halcón?

—Los cambios en la actitud de la gente, aunque no los creo favorables, pues he comprobado cómo el temor se extendía por la tierra como una plaga.

—Comparto contigo esa impresión, pero se me ocurren cosas más agradables que contemplar. —Levantó su copa, se bebió el resto del vino y se limpió el bigote con la manga—. Existen transtornos en esta tierra nuestra, Halcón: los hombres le dan la espalda a la verdad y se dedican a sembrar mentiras.

—¿La Sabia Hermandad?

—Hafgan, que Dios guarde su alma, acertó en su decisión de disolverla. Algunos se unieron a nosotros al principio, pero ahora la mayoría nos ha abandonado. Han escogido a un nuevo Archidruida para que les guíe, un hombre llamado Hen Dallpen. Puede que le recuerdes.

—En efecto.

—Así que la Hermandad continúa con sus consejos y prácticas, y Hen Dallpen los lidera. —Su voz se apagó atemorizada—. Sin embargo, Halcón, parecen hundirse; retroceden a las antiguas costumbres, exactamente lo que he intentado evitar.

—¿Qué quieres decir, Blaise? ¿Qué es eso de antiguas costumbres?

—Verdad en el corazón —declamó, repitiendo la antigua tríada—, fortaleza en el brazo, y honestidad en la boca. Esto es lo que los druidas han predicado durante cien generaciones, aunque no fue siempre así.

»Hubo una época en que nosotros, al igual que todos los ignorantes, creíamos que sólo la sangre de un ser vivo podía satisfacer a los dioses…

Hizo una pausa, tras de la cual pronunció las siguientes palabras con un evidente esfuerzo:

—Hace unos días tan solo, en las colinas, no muy lejos de aquí, el Gran Druida de Llewchr Nor encendió la hoguera del solsticio de verano con un Hombre de Mimbre.

—¡No! —Había oído hablar de sacrificios humanos, desde luego, ¡incluso yo a punto estuve de convertirme en uno! Pero esta situación era diferente; suponía un hecho siniestro, perverso y deliberadamente impío.

—Créelo —me pidió Blaise muy serio—. Se quemó a cuatro víctimas en esa repugnante jaula de mimbre. Me pone enfermo, Halcón, pero están convencidos de que nuestros actuales problemas han caído sobre nosotros porque hemos abandonado a los antiguos dioses para seguir a Cristo, y que la única forma de combatir a una magia poderosa es con artes aún más extraordinarias. De modo que han resucitado las tradiciones asesinas.

—¿Qué se puede hacer?

—Espera, eso no es todo, Myrddin Bach. Además, se han vuelto en tu contra.

—¿Mía? ¿Por qué? —De pronto, comprendí la razón—. Se debe a las piedras danzantes.

—En parte. Creen que Taliesin engañó a Hafgan y le indujo a seguir a Jesús. Por lo tanto, son hostiles a Taliesin, pero al haber muerto y quedar fuera del alcance de sus maquinaciones, intentan destruirte a ti, su heredero. Se ha sugerido que su espíritu habita en ti. —Extendió las manos por toda explicación—. Posees un poder que ninguno de ellos imaginó jamás que existiera.

Sólo pude menear la cabeza. Primero Morgian, ahora la Sabia Hermandad. Aunque jamás había levantado una mano contra nadie durante mi corta vida, era víctima del odio de extraordinarios enemigos a los que ni siquiera conocía.

Blaise percibió mi desolación.

—No te angusties —me tranquilizó, al tiempo que oprimía mi brazo—, ni tengas miedo. Más fuerza posee el que habita en ti que el que les conduce a ellos, ¿eh?

—¿Por qué desean perjudicarme?

—Porque te temen. —Apretó mi brazo con mano férrea—. Te diré la verdad, Myrddin, la causa es quien eres.

—¿Quién soy, Blaise?

No respondió de inmediato, pero tampoco desvió la vista. Su ardiente mirada se clavó en la mía como si quisiera penetrar en mi interior.

—¿Entonces no lo sabes? —preguntó por fin.

—Hafgan habló de un campeón. Me llamó Emrys.

—De eso se trata, ¿lo comprendes?

—En absoluto.

—Bien, quizás haya llegado el momento de descubrírtelo. —Soltó mi brazo y se inclinó para recuperar su bastón. Lo levantó, sostuvo el liso pedazo de madera de serbal sobre mí y empezó a recitar:

—Myrddin ap Taliesin, eres Aquel Largo Tiempo Esperado, cuya llegada se predijo mediante extraños fenómenos en el cielo. Eres la Luz Refulgente de los britones, que brillará para disolver la penumbra que nos envuelve. Emrys, el Bardo-Sacerdote Inmortal, el Guardián del Espíritu de Nuestro Pueblo.

Luego se arrodilló y, dejando el bastón a un lado, tomó el borde de mi túnica y la besó.

—No mires con desaprobación a tu servidor, Lord Emrys.

—¿Has perdido la razón, Blaise? Soy Myrddin. —Sentí un nudo en la garganta—. No soy el que tu afirmas.

—No puedes rechazarlo, Halcón —repuso—. Pero ¿por qué ese aspecto tan abatido? No tenemos a los enemigos a las puertas de casa. —Lanzó una carcajada y la intensidad del momento pasó. Una vez más, nos convertimos en dos amigos que charlaban al calor del fuego.

Un sirviente vino a llenar de nuevo nuestras copas. Levanté la mía y exclamé:

—¡A tu salud, Blaise, y a la de los enemigos de nuestros enemigos!

Bebimos a la vez y el antiguo lazo que existía entre ambos se fortaleció. Quizás existan fuerzas más poderosas sobre la Tierra, pero pocas tan tenaces y perdurables como los lazos de la auténtica amistad.