7
La nieve llegó a la región del norte. En los fríos y grises días apenas iluminados y largas noches en las que el viento aullaba sin cesar, me sentaba a los píes de la Gern-y-fhain junto al fuego de turba y ella me transmitía su sabiduría: las antiguas artes de la tierra y el aire, del fuego y del agua que el hombre, en su ignorancia, denomina magia. Aprendí deprisa, gracias al buen método de enseñanza de la Gern-y-fhain que, a su manera, se mostraba tan experta, como Dafyd o Blaise en sus respectivas clases.
En esta época comencé a Ver; empezó con el fuego de turba, que brilla con tanta belleza, todo él rojo-cereza y dorado. No todas las gerns poseen esta habilidad, pero la Gern-y-fhain podía, mientras contemplaba el fuego, observar en él las formas de las cosas. Una vez hubo despertado esta habilidad en mí, permanecíamos sentados durante horas, de cara al fuego. Después me preguntaba lo que había visto y yo se lo contaba.
Pronto descubrí que mi visión resultaba más nítida que la suya.
A medida que mi capacidad aumentaba, casi conseguía atisbar las imágenes que quería. Incluso, una noche vi a mi madre; el suceso resultó tan agradable como inesperado.
Contemplaba las llamas, al tiempo que vaciaba mi mente para prepararla a recibir las figuras que convocaría; constituía una acción más difícil de explicar que de realizar. La Gern-y-fhain lo comparaba a sacar agua de un río, o a persuadir a los tímidos potrillos nacidos durante el invierno para que bajaran de las colinas.
Aquella noche fría, al ensimismarme con el fuego, la forma de una mujer inició su danza ante mis ojos, la protegí para evitar su pérdida, de la misma forma en que se rodea la llama de una vela con las manos, la persuadí para que se definiera, y deseé mantenerla allí. Era Charis, y estaba sentada en una habitación junto a un brasero de encendidos carbones. Cuando comprendí que era ella, levantó la cabeza y paseó la mirada a su alrededor como si alguien hubiera pronunciado su nombre; quizá lo hice, no puedo asegurarlo.
Constituía una poderosa imagen, y por su expresión satisfecha discerní que se sentía en paz; razoné que se debía a que había recibido y comprendido mi mensaje de la forma en que yo pretendía. De cualquier manera, por suerte, la preocupación por mí no le había hecho enfermar.
Mientras observaba, la puerta a su espalda se abrió y ella se volvió a medias en su asiento. El visitante se acercó y ella sonrió. No podía distinguir de quién se trataba, pero al aproximársele ella extendió la mano.
Tras aceptar su mano, él le colocó la otra sobre el hombro y se acomodó en el brazo del sillón. Ella volvió la cabeza hacia su hombro y le acarició los dedos con los labios. Entonces supe quién la acompañaba: Maelwys.
Aquello me turbó tanto que la imagen se disolvió entre las llamas y desapareció. No obstante, permanecí en la misma posición, sintiendo punzadas en la cabeza y una pregunta en la mente: «¿Qué significaba aquella visión?».
No me sorprendía descubrir a mi madre con Maelwys, pues resultaba normal y totalmente natural que regresara a Maridunum para pasar el invierno mientras continuaba mi búsqueda, sino el advertir su afecto, que hasta entonces había reservado exclusivamente para mí, por otro. Aunque el hecho también encerraba su lógica, no facilitaba el aceptarlo.
Siempre implica algo de humillación descubrir la propia insignificancia dentro del gran esquema.
Durante varios días intenté esclarecer el sentido de lo que había visto, antes de darme por vencido. Lo más importante consistía en que mi madre se hallaba bien cuidada, y no sufría excesivamente por mi causa.
Capté otras escenas y otros lugares; el reconocimiento mejoraba: Blaise envuelto en su capa y sentado sobre una colina, observaba el firmamento nocturno; el sacerdote Dafyd y mi abuelo Avallach se encorvaban, con las cabezas muy juntas, sobre un tablero de ajedrez; Elphin afilaba una nueva espada. En otras ocasiones no conocía las imágenes: una cañada estrecha y rocosa con un manantial que brotaba de una hendidura en una colina; una muchacha con una cabellera negra como ala de cuervo que encendía una lamparilla de juncos con una caña; una sala ruidosa llena de humo repleta de hombres borrachos con mirada furiosa y de perros que gruñían…
El proceso siempre terminaba de la misma forma: la imagen se disolvía en las llamas; se convertía primero en un resplandor rojizo y, finalmente, se pulverizaba en blancas cenizas. No tenía la menor idea de si lo que veía transcurría en el mismo momento, si había sucedido, o aún debía ocurrir. ¡Ah! Pero, con el tiempo, también llegaría a saberlo.
La Gern-y-fhain no se limitó a estas enseñanzas en aquellos oscuros días de invierno. Se sentía feliz de tener alguien a quien contar las cosas que había ido acumulando durante toda una vida, y yo agradecía la posibilidad de excavar aquel rico yacimiento. Seguramente intuía que sus esfuerzos no le beneficiarían y que yo, tras absorber su sabiduría, un día me marcharía; no obstante, me la transmitía voluntariamente, quizás, incluso, preveía lo valioso que me resultarían sus conocimientos pasado el tiempo.
Cuando llegó la primavera a la Isla de los Poderosos, el fhain viajó de nuevo al sur. Esta vez, escogieron un rath en otro lugar, con la esperanza de encontrar mejores pastos que el año anterior.
Nuestro campamento de verano no se encontraba lejos de la Muralla, donde las montañas rodean valles escondidos y los poblados escasean. En dos ocasiones, durante ese período estival, al salir a cazar con Teirn a caballo, observamos tropas que se desplazaban apresuradamente por los antiguos senderos de las montañas. Las atisbamos agazapados junto a nuestros poneys, y yo percibía la agitación de aquellos espíritus preocupados; como una alteración en el aire, sentía la revuelta presencia del caos mientras ellos pasaban a nuestro lado.
Sin embargo, no fue el único suceso que me indicó los terribles y magnos acontecimientos que se avecinaban, determinados por el curso que los hombres decretaban en el mundo. También escuché las Voces.
Comencé a oírlas poco después de haber divisado las tropas por segunda vez. Regresábamos al rath con las piezas conseguidas aquel día y nos habíamos detenido para que los caballos abrevaran en un arroyo. El sol estaba bajo; el cielo refulgía con un fuego amarillo. Dejé caer los brazos sobre el cuello de mi poney; los dos nos hallábamos sudorosos y agotados. No soplaba ni siquiera una leve brisa en la cañada, y los tábanos eran gordos y fastidiosos. Descansaba, sencillamente, mientras contemplaba cómo los rayos del sol jugueteaban sobre las rizadas aguas, y el zumbido de las moscas pareció convertirse en palabras.
—… haz que comprendan… más cerca ahora que nunca… pocos años, quizá… sudeste… Lindum y Luguvallium están con nosotros… aguarda, Constantinus. No durará siempre…
Los vocablos sonaban muy débiles, semejaban un mero suspiro del aire, pero éste permanecía calmo; es más, parecía muerto.
Desvié la mirada hacia Teirn para comprobar si también las oía, mas éste seguía agachado junto al agua, bebiendo del hueco de su mano; si percibía algo extraño no lo demostraba en absoluto.
—… seiscientos es todo… órdenes, amigo mío, órdenes… ¡Emperador!… más en tributos… este año que el pasado… ¡que Mitra nos ayude!… ¿nos sacarán hasta el último céntimo?… aquí está el sello, tómalo… entonces está decidido… no podemos hacernos a un lado… ¡Ave, Emperador!
Las voces llegaban en forma de jadeos y fragmentadas; numerosas y diferentes, se superponían unas a otras en un confuso parloteo atropellado. Pero de lo que no me cupo la menor duda era de que en algún lugar, lejano o cercano, aquellas palabras se habían pronunciado. Aunque no tenían sentido, presentí por su tono que tenía lugar un suceso de gran importancia.
Aquella noche lo medité largo tiempo y también durante los días posteriores. ¿Qué significaba? ¿Qué sentido darle?
Por desgracia, no descubriría la respuesta hasta mucho más tarde, aunque tampoco hubiera podido utilizarla eficazmente.
Yo era ya parte integrante del Clan del Halcón ahora. Había abandonado por completo cualquier pensamiento de huida, pues había llegado a la conclusión, al igual que la Gern-y-fhain, de que mi estancia con el Pueblo de las Colinas venía determinada por mi destino. Quizá yo no constituía el Regalo que ellos consideraban en un principio, pero desde luego ellos sí me habían sido concedidos como un don, ya que sus enseñanzas me serían de mucho provecho el resto de mi vida.
No resulta fácil describir el período entre el Pueblo del Halcón. Incluso para mí, las palabras que utilizo se me aparecen vacías y pobres ante la borboteante realidad que guardo en el corazón. ¡Los colores! Los helechos otoñales brillaban como el cobre sobre el fuego; en la primavera, laderas enteras de montañas se recubrían del color púrpura imperial; los verdes conservaban la tersura del amanecer de la creación, nítidos como la propia imagen que Dios debiera tener del verde; los azules variaban infinitamente en el mar, en el cielo, en los ríos; el blanco incomparable de la nieve recién caída; el fabuloso negro de las noches…
Debo añadir aún los días soleados de una luz y un placer ilimitados; las noches estrelladas de sueños profundos y reparadores; las épocas de bondad y equidad, cuyos momentos se grababan con elegante simetría en el alma; la lenta Tierra que giraba en su ciclo inexorable de renaceres continuos, manteniendo la fe en el Creador, cumpliendo su antigua y honorable promesa.
Luz Omnipotente, te amé intensamente en aquellos años.
Vi y comprendí. Capté el orden de la creación y el ritmo de la vida. El Pueblo de las Colinas vivía en armonía con el orden y sentían el flujo de ese ritmo en sus venas; no necesitaban entenderlo, pues se hallaban inmersos en el sentido universal y al mismo tiempo éste formaba parte de ellos. A través de aquellas gentes aprendí a percibirlo; gracias a ellos me convertí, yo también, en parte de él.
¡Mi gente, mis hermanos! La deuda que he contraído con vosotros nunca podrá ser saldada, pero sabed que nunca os he olvidado y que, mientras los hombres escuchen y recuerden las viejas historias, y las palabras tengan un significado, seguiréis vivos, de la misma forma en que vivís en mi corazón.
Me quedé con el Clan del Halcón durante un año más: un invierno, una primavera y otro verano, otro Beltane y otro Lugnasadh, y, una vez transcurridos, supe que había llegado el momento de regresar con los míos. A medida que los días se acortaban, empecé a inquietarme; sentía una sensación extraña en el estómago cada vez que dirigía la mirada hacia el sur, una ligera agitación en el corazón cuando pensaba en casa, un hormigueo esperanzador por la intuición de que en lejanas Cortes se modelaba en aquellos momentos la futura esencia de mi vida, de que en algún lugar alguien esperaba que yo apareciese.
Soporté estas variadas sensaciones en silencio, pero la Gern-y-fhain percibía el cambio inminente. Se daba cuenta de que no quedaba demasiado tiempo, y una noche después de la cena me invitó a salir al exterior. La tomé del brazo y anduvimos en silencio colina arriba hasta llegar al círculo de piedras que la coronaba. Levantó los ojos entrecerrados al cielo crepuscular y luego los volvió hacia mí.
—Hermano Myrddin, ahora te has convertido en un hombre.
Aguardé a que completara su frase.
—Abandonarás el fhain.
Asentí.
—Pronto.
Ella me dedicó una sonrisa tan dulce y triste que su ternura me partió el corazón.
—Sigue tu camino, fortuna de mi corazón. Las lágrimas se agolparon en mis ojos y se me hizo un nudo en la garganta.
—No puedo marchar sin tu canción en mis oídos, Gern-y-fhain.
Aquello la complació.
—Cantaré tu regreso a casa, Myrddin-fortuna. Será una canción especial.
Empezó a componerla aquella misma noche.
Vrisa se acercó a mí al día siguiente. Ella y la Gern-y-fhain habían estado conversando sobre mí y quería que supiese que lo comprendía.
—Habrías sido un buen esposo, hermano Myrddin. Yo soy una buena esposa.
Ciertamente habría hecho feliz a cualquier hombre.
—Te doy las gracias, hermana Vrisa. Pero… —Volví los ojos hacia las colinas situadas al sur.
—Debes regresar a tu rath de los hombres-altos —suspiró. Entonces, tomó mi mano, se la llevó a los labios y, tras besarla, la colocó sobre su corazón. Percibí los latidos bajo aquella piel cálida.
—Estamos vivos, hermano Myrddin —afirmó con suavidad—. No somos criaturas celestiales o Antiguos sin vida, sino seres formados de cuerpo y espíritu; no pertenecemos a los bhean sidhe, sino a los prytani, los Primogénitos del Hijo-Fortuna de la Madre —asintió solemne y cubrió mi mano con las suyas—. Ahora sabes que es así.
La verdad es que jamás lo dudé. Era hermosa y estaba llena de vida; representaba tan especialmente la esencia de su mundo que me sentí tentado a quedarme y convertirme en su esposo. Sin duda nada me lo impedía, pero el camino se extendía ante mí y ya me veía recorriéndolo.
La besé y ella sonrió, al tiempo que se apartaba un negro mechón de cabello del rostro.
—Te llevaré siempre en mi corazón, hermana Vrisa —le prometí.
Tres noches más tarde celebramos el Samhain, la Noche del Fuego de la Paz, para agradecer a nuestros Progenitores habernos concedido un buen año. Cuando la Luna apareció sobre las colinas, la Gern-y-fhain encendió la hoguera en el círculo de piedras, al tiempo que surgían otras en las cimas distantes. Comimos cordero asado, ajo y cebollas silvestres; conversamos y reímos extensamente; yo les canté en mi propia lengua y les agradó mucho, a pesar de que no comprendieron ni una palabra. Quise dejarles algo mío.
Cuando terminé, la Gern-y-fhain se levantó y dio tres vueltas despacio alrededor de la hoguera en el sentido del movimiento del Sol; se detuvo ante mí y extendió las manos sobre mi cabeza.
—Escuchad, Pueblo del Halcón, ésta es la Canción de Despedida para el hermano Myrddin.
Elevó las manos en dirección a la Luna y empezó a entonar la composición. Constituía la misma vieja melodía invariable de las colinas, pero la letra se había compuesto en mi honor: contaban mi vida en el fhain. En ella se relataban todos los sucesos que me habían acontecido desde la noche en que los había encontrado: cómo estuve a punto de ser sacrificado; mi lucha por aprender su lengua; nuestras lecciones juntos a la luz de la hoguera; el incidente con los hombres-altos; el pastoreo, el nacimiento de las crías, las cacerías, las comidas, nuestra convivencia.
Cuando terminó, todos permanecimos callados en señal de respeto. Me puse en pie y la abracé, y luego, uno a uno, todo el fhain acudió a despedirme; cada uno me tomaba las manos y las besaba en señal de bendición. Teirn me entregó una lanza que había fabricado, y Nolo me regaló un arco nuevo y un carcaj con flechas, diciendo:
—Tómalo, hermano Myrddin. Lo necesitarás durante tu viaje.
—Te lo agradezco, hermano-fhain Nolo. Los utilizaré con agrado.
Elac fue el siguiente.
—Hermano Myrddin, puesto que eres tan grande como una montaña… —En verdad, mi estatura había aumentado mucho durante mi estancia y ahora los sobrepasaba a todos en altura— tendrás frío durante el invierno. Toma esta capa. —Me rodeó los hombros con una hermosa piel de lobo.
—Te doy las gracias, hermano-fhain Elac. La llevaré con orgullo.
Vrisa se acercó en último lugar. Tomó mis manos y las besó.
—Ahora eres un hombre, hermano Myrddin —musitó—. Necesitarás riquezas para conseguir una esposa. —Se quitó dos aros de oro que llevaba en el brazo y me colocó uno en cada muñeca; luego me abrazó con fuerza.
Si en aquel momento me hubiera pedido que me quedara, la habría complacido, pero la decisión estaba definida. Las mujeres desaparecieron entre las piedras verticales y, al poco rato, los hombres fueron tras ellas; su apasionado galanteo aseguraría otro año fructífero. Regresé al rath en compañía de la Gern-y-fhain, quien me ofreció una última copa de cerveza de brezo. Tras beberla me retiré a dormir.
A la mañana siguiente abandoné a mi familia del Pueblo de las Colinas con gran pesar. Todos permanecieron a la puerta del rath y me despidieron con la mano, mientras los perros y los niños corrían junto a mi negro poney colina abajo. Llegué al río que cruzaba el valle y allí mis acompañantes se detuvieron; no estaban dispuestos a pasar a la otra orilla. Al volver la cabeza me encontré con que el fhain había desaparecido. Todo lo que se divisaba era la cima de la colina y el cielo gris y sin sol sobre ella.
Había regresado al mundo de los hombres-altos.