15
Vortigern, el de la rala barba roja y ojos pequeños y desconfiados, había sido un jefe guerrero muy capaz años atrás. Sin embargo, el que ahora se sentaba en el trono se había convertido en un viejo glotón, repleto de comida y bebida, y se mostraba hastiado del mundo, desdichado y enfermo de miedo. Sus jóvenes y fornidas espaldas aparecían encorvadas, y la barriga se ensanchaba debajo de su suntuoso manto; representaba la sólida musculatura de un guerrero transformada en carne y sebo.
No obstante, sus ojos, rodeados de bolsas, aún conservaban la astucia y la agudeza que le habían conducido al lugar que ocupaba, y, a pesar de todas sus preocupaciones, aún conseguía asumir el aire de un rey, sentado en su gran sala de audiencias envuelto por sus validos y mercenarios.
Mi primera impresión respecto al hombre que había traído tanta destrucción a la Isla de los Poderosos alteró escasamente mi opinión sobre él: era la ruina y la maldición del país. Pero, mientras observaba cómo intentaba mantener su dignidad, le vi como un viejo tejón llenó de cicatrices y arrinconado contra la pared, lo que me llevó a comprenderle mejor; decidí no aludir a ninguna de sus fechorías. Pronto se haría justicia, y no me tocaría a mí sostener la balanza.
Al recordarlo, me doy cuenta de que era un hombre astuto y calculador que había sobrevivido a momentos desesperados. En demasiadas ocasiones había actuado para su propia conveniencia, en lugar de la de todo su pueblo, pero algunos de sus designios, al menos, habían contenido la avalancha saecsen. Aunque esa situación también había repercutido en su egoísta interés.
De todas formas, ahora recogía el resultado de su desatino, pese a que insisto en que no todas sus decisiones habían sido perjudiciales. Había tratado de componer el lamentable desorden con que no todas se encontró, sin dejarse arrastrar por los malos momentos. Había recibido muy poca ayuda de los señores y jefes de clan que le rodeaban, pues éstos se limitaban a quejarse y pelear entre ellos. Y si en mi locura yo no me hubiera desentendido de mi gente y de mi tierra, ¿quién sabe?, quizá Vortigern no habría encontrado el punto de apoyo que necesitaba para ascender al trono supremo.
Las cosas habrían tomado un cariz muy diferente si yo no hubiera abandonado el país.
Nada podía hacerse ahora. Había que aceptar lo sucedido, pues no podía remediarse. No obstante, se acercaba el día en que la actuación de Vortigern sería juzgada y éste lo intuía. Mas yo no alzaría mi mano contra él, y le demostraría una inagotable clemencia. Dios bien sabe que se trataba de un hombre que necesitaba un amigo.
Los cuatro que habían ido en mi búsqueda, el druida y los tres hombres de la guardia personal de Vortigern, me condujeron con gran prisa al lugar donde éste nos aguardaba, en Yr Widdfa. Viajamos rápido y sin incidentes; a los dos días abandonábamos el bosque por las colinas hacia campo abierto. Me alegré al contemplar aquel amplio y vacío paisaje de nuevo; tras la intimidad del bosque, los espacios abiertos me parecían la libertad personificada.
No obstante, no todo fueron alegrías para mí, ya que al final tuve que despedirme de Loba. La criatura, que pertenecía al bosque, se detuvo en el límite más exterior de Celyddon y no quiso seguir adelante.
Adiós, fiel amiga, tu larga vela ha terminado. Quedas libre para seguir tu camino.
Al llegar al campamento del rey, me presentaron ante él sin el menor preámbulo. El Supremo Monarca estaba sentado al sol en el exterior de su tienda, rodeado por montones de piedras, material de construcción y docenas de trabajadores. Vortigern se frotó la canosa barbilla y me estudió atentamente, un destello de curiosidad brilló en los ojos que resguardaba del sol con una mano. Con la proximidad de la muerte, había reunido a su alrededor a todo un conjunto de druidas; sin duda dirigía su interés hacia las antiguas costumbres en busca de esperanza. Los druidas de Vortigern me contemplaron con gélido desdén; me conocían y me odiaban con la viva enemistad de los hombres condenados que se enfrentan a su fin.
—¿Eres el que llaman el Emrys? —preguntó por fin el jefe.
Supongo que no debía haberle impresionado mucho mi aspecto, y esperaba hallarse ante alguien de mayor estatura y figura más imponente.
—Se me conoce por diferentes nombres —respondí—. Emrys es uno de ellos, Merlín es otro, y mi gente me llama Myrddin.
—¿Sabes por qué te he hecho buscar? —Hizo girar el grueso anillo de ámbar que llevaba en el dedo y aguardó mi respuesta.
—La construcción de vuestra fortaleza no progresa. Vuestros druidas culpan a un espíritu maligno de la incapacidad de vuestros albañiles para levantar un muro aceptable. —Me encogí de hombros y añadí—: En resumen, precisáis la sangre de un hombre nacido de virgen para impulsar vuestros cimientos.
Sus druidas se agitaron indignados ante mis palabras. Creo que realmente pensaban que podían engañarme en esa cuestión. Vortigern, simplemente se limitó a sonreír ante su consternación.
—¿Qué esperabais? —les increpó—. ¿Existe alguna duda de que éste es el hombre ideal para nuestro propósito?
—Constituye un espíritu maligno —repuso el Gran Druida de Vortigern, una malévola criatura llamada Joram—. No le escuchéis, mi rey, pues intentará confundiros con sus mentiras.
El viejo Vortigern hizo callar al druida con un gesto de la mano y siguió:
—¿Realmente no has tenido padre?
—Mi padre fue Taliesin ap Elphin ap Gwyddno Garanhir —le informé—. Su estirpe fue elogiada en esta tierra.
—Conozco esos nombres —repuso Vortigern respetuoso—. Fueron hombres de gran fama entre los cymry.
—¡Ah, pero ese Taliesin no era mortal! —declaró Joram—. La Sabia Hermandad sabe muy bien que provenía del Otro Mundo.
—Esa afirmación sorprendería a mi madre —repuse con frialdad—, y a todos los que lo conocieron. —Algunos de los secuaces de Vortigern se echaron a reír en voz alta.
—¿Y dónde están aquellos que pueden dar fe de ello? —El Gran Druida avanzó amenazador hacia mí con el bastón de serbal ante él. Resultaba sumamente deplorable ver a aquel estúpido imitar a los Sabios Señores de antaño. Hafgan habría temblado de cólera de haber estado presente; le habría arrancado el bastón de las manos y se lo habría partido sobre la cabeza—. ¿Dónde están los que conocieron a Taliesin? —exigió Joram triunfante, como si demostrara mi culpabilidad más allá de toda duda, pese a que yo ignoraba de qué se me acusaba.
—Muertos y enterrados —admití—. Ha pasado mucho tiempo. Los hombres envejecen y mueren.
—Pero tú no, ¿eh, Myrddin Emrys?
—Soy tal y como me veis.
—Ante mí contemplo a un hombre joven —replicó Vortigern, en un intento de distraer a Joram y salvar mi vida—, alguien que hace poco que se afeita. Seguramente éste no puede ser el hijo de ese Taliesin que murió mucho antes incluso de que yo naciera.
—Rey y Señor —respondió Joram con rapidez—, no dejéis que su apariencia os disuada de vuestro plan. Pertenece al Pueblo de los Seres Fantásticos, cuya vida es más extensa que la del resto de los mortales y no envejecen igual que los otros hombres.
—Hummm —profirió Vortigern. Comprendí que se hallaba en una situación delicada: no sentía la menor enemistad contra mí, e incluso lamentaba, después de haber conversado conmigo, haber llevado aquel proyecto tan lejos—. Bien, quizá si es el hijo de Taliesin posea algunos conocimientos que podamos utilizar. ¿Qué opinas, Myrddin? ¿Existe alguna solución para nuestro problema?
Me dirigí a Joram con mi respuesta.
—Dejemos que Joram exponga su teoría ante todos nosotros de por qué las piedras caen cada noche y se malogra el trabajo del día anterior.
El druida hinchó las mejillas, pero permaneció en silencio.
—Vamos —insistí—. Si no podéis decirnos por qué la construcción fracasa, ¿cómo podéis afirmar con tanta seguridad que la ofrenda de mi sangre la salvará?
Me miró furioso y se volvió hacia su señor para protestar, pero Vortigern le atajó.
—Esperamos tu respuesta, Joram.
—Ya te lo he explicado —declaró el falso druida—. Cada noche, mientras los trabajadores duermen, el espíritu maligno de este lugar perturba los cimientos y provoca la caída de las piedras. No importa la elevación de la pared que se alcance durante el día, a la mañana siguiente sólo aparecen escombros. —Aspiró con fuerza y continuó condescendiente—: Por lo tanto, el remedio es evidente: la sangre de un hombre nacido de virgen sujetará la construcción y la dañina influencia del espíritu cesará.
—El mal está en tu mente, Joram —rebatí—. No existe ningún espíritu maligno que se oponga a estos trabajos, tampoco un hombre nacido de virgen, a excepción de uno solo.
Vortigern sonrió astutamente.
—Dinos, pues, Sabio Myrddin, ¿a qué se debe?
—El terreno de esta zona parece sólido, pero debajo de él fluye un pozo lleno de agua. Por este motivo el suelo no resiste el peso de la piedra y las paredes se derrumban.
—¡Embustero! —aulló Joram—. ¡Es un truco para salvar su vida!
—Mis palabras pueden probarse muy fácilmente —repliqué con tranquilidad—. Vortigern, enviad a vuestros hombres a cavar una zanja, y veréis que digo la verdad.
Pelleas, que había permanecido a mi lado todo este tiempo, adoptó una expresión a la vez aliviada y preocupada por aquel giro en los acontecimientos.
—¿Estáis seguro, señor? —me susurró mientras Vortigern llamaba a varios trabajadores para que llevaran a cabo sus órdenes.
—No te preocupes, Pelleas —le tranquilicé—. Pero observa, aún habrá nuevos sucesos inesperados.
Indiqué a los obreros dónde tenían que cavar, y se dispusieron a obedecer de inmediato. El agujero tardó algún tiempo en alcanzar la profundidad apropiada; con cada paletada de tierra seca la satisfacción del druida aumentaba.
Cuando el hoyo tuvo la altura de un hombre, el obrero que llevaba un pico de hierro golpeó con él un pedazo de roca. Ésta se partió y, cuando liberó su herramienta para seguir su tarea, empezó a brotar agua en el interior del agujero, hasta que los trabajadores se vieron obligados a salir del mismo a toda prisa para no ahogarse.
La Corte de Vortigern contempló con asombro cómo el agua manaba a borbotones hasta llenar la fosa por completo.
—¡Bien hecho, Myrddin! —exclamó Vortigern. Se volvió con rapidez hacia Joram y exigió—: ¿Qué tienes que decir a esto, traidor?
Joram, colérico, se mordió la lengua y clavó los ojos en mí. Sus compañeros se apiñaron a su alrededor y empezaron a murmurar juramentos y conjuros dirigidos hacia mí, pero aquellos hombres carecían de poder y sus hechizos caían a sus pies como flechas sin fuerza. Entonces advertí la degeneración que había sufrido el arte de los bardos, y me entristecí.
Taliesin, perdona a tus hermanos más débiles si te es posible. La ignorancia se extiende en alas del viento por todas partes, y a la Verdad se la desprecia e injuria.
Vortigern me pidió que nombrara aquello que quería como recompensa, a lo que yo respondí:
—No tomaré ni oro ni plata de vos, Vortigern.
—Toma tierras entonces, amigo —ofreció.
—Tampoco deseo un territorio —respondí. No quería nada de él. Además, ¿cómo podía ofrecerme algo que no le pertenecía en realidad?
—Muy bien, acepto tu decisión. Pero me agradaría que compartieras mi mesa esta noche. —Y sus ojos brillaron maliciosos—. Tendremos entretenimiento.
Se me facilitó una tienda para descansar y refrescarme antes de la cena. Pelleas y yo nos retiramos y me eché a dormir. Desperté cuando un sirviente entró con una jofaina para que me lavase. Luego se nos condujo de nuevo a la tienda principal y se nos acomodó en la mesa preferente junto a Lord Vortigern. Los druidas seguían furiosos todavía, con rostros amenazadores y congestionados por la rabia, pero se los había arrinconado junto al fuego y no acompañarían a Vortigern aquella noche.
—¡Bienvenido, amigo Myrddin! —exclamó Vortigern al verme. Me entregó la copa del invitado—. ¡Salud! ¡Bebe, amigo! ¡Y llena tu copa otra vez!
Bebí y se la devolví. La colmaron de nuevo, pero la deposité sobre la mesa y ocupé mi lugar junto al rey. La comida resultó de una cantidad y variedad de alimentos preparados extraordinaria. Mi anfitrión y su séquito parecían disfrutar de un apetito insaciable, pero de paladares fáciles de contentar. La comida fue sencilla: pan moreno, carne asada y nabos hervidos, todo bien cocinado, pero sin aderezos ni especias.
Vortigern se entregó por completo a satisfacer su estómago; aún puedo verle, encorvado sobre su plato, arrancar con los dientes la carne clavada en su cuchillo. Pobre jefe, no existía ni un ápice de nobleza en su cuerpo. Tal extremo de degradación había alcanzado.
No dijo una palabra durante la comida hasta que, por fin, se limpió la grasa de los labios con la manga; después se giró hacia mí.
—Ahora un trago y algo de diversión, ¿eh, Myrddin?
Pelleas, que me había servido durante toda la comida para no tenerse que apartar de mi lado, escuchó aquella propuesta con suspicacia. Me dirigió una mirada de advertencia, pero su preocupación no tenía ningún fundamento.
El Supremo Monarca llamó a su bardo principal, y Joram se acercó cauteloso, arrastrando los pies.
—No creas que he olvidado tu traición hacia mí, druida —exclamó Vortigern cuando el bardo se detuvo ante él.
—Si buscáis traición —respondió éste con el entrecejo fruncido—, no tenéis más que mirar al que se sienta a tu derecha.
—¡Ya has calumniado bastante! —atajó el rey—, no quiero volver a oírte. —Hizo un gesto al capitán de su guardia para que se acercara y declaró ante toda la Corte—. Estos hombres, a los que confiaba mi vida, han demostrado ser falsos y embusteros. Su catadura es peor que la de un traidor. Saca tu espada y mátalos al momento. —Así se conducía Vortigern: con eficiencia, pero sin piedad; ansiaba asegurarse la amistad de aquellos hombres poderosos que pudieran ayudarle. El acero del soldado tintineó al salir de la vaina.
Esperaba conquistarme con aquella exhibición, ya que se volvió hacia mí y comentó:
—Puesto que estos falsos magos estaban tan deseosos de conseguir tu sangre, con toda seguridad no les importará que les pida la suya.
No podía abogar por ellos; Vortigern estaba decidido. No obstante, quería que supiesen, de una vez por todas, la identidad de aquel a quien habían intentado destruir.
—Si me lo permitís, Lord Vortigern, me gustaría pedir ahora la recompensa que ofrecisteis.
—Por cualquiera que sea el dios al que adores, Myrddin, te juro que te la concederé. ¿Qué deseas?
—Un relato —repuse—. Antes de que mueran intentaré enseñarles el poder de un auténtico bardo.
Vortigern había esperado algo más exótico, pero sonrió cortés y ordenó que me trajeran un arpa. Me coloqué ante la mesa y afiné el instrumento mientras todos los reunidos se apiñaban a mi alrededor. Dudo que en aquel momento supiera exactamente lo que iba a contar, pero, mientras pulsaba las cuerdas del arpa en busca de una melodía, las palabras empezaron a formarse en mi mente; comprendí que se me había conducido a aquel lugar y que también se me inspiraría sobre lo que debía pronunciar.
Con el instrumento apoyado en mi hombro, me volví hacia Joram y le dije:
—Ya que mostráis tan poco respeto por las supremas artes bárdicas de la antigüedad, os explicaré una auténtica historia. —Alcé la voz para que llegara a todos los presentes y continué—: Escuchad bien, todos vosotros.
Me eché la capa hacia atrás, cerré los ojos, y empecé a hablar como si me dirigiera a unos niños. Éste es el relato que canté:
Había un águila, padre de las águilas, que vivió durante mucho tiempo, y protegía su reino con el pico y las garras. Un día una musaraña llegó a donde estaba Águila y se sentó bajo el roble donde ésta tenía su nido, a la espera de que el jefe condescendiera a hablar con ella.
—¿Qué quieres? —exigió Águila—. Dímelo deprisa porque no voy a permitir que alguien como tú permanezca bajo mi noble residencia.
—Se trata de algo insignificante —repuso Musaraña—. ¿Podrías bajar y acercarte más para que podamos conversar con más claridad de este asunto? Me marea tener que gritarte desde aquí abajo.
Águila, impaciente por poner fin a la cuestión, cedió a su ruego y voló al suelo hasta donde estaba Musaraña.
—Bien, aquí estoy —dijo—. ¿Qué quieres?
—Estoy afónica —repuso Musaraña—, de tanto gritar. Por favor, aproxímate.
Águila obedeció y, de repente, Musaraña dio un salto hacia su cuello y la mordió con sus afilados dientes. Produjo a Águila tal terrible herida que empezó a sangrar con fuerza y murió. Tras esto, Musaraña huyó a toda prisa y nadie la volvió a ver.
Cuando los demás animales y pájaros se enteraron de que habían matado a Águila de forma tan inicua, se sintieron agraviados y furiosos, ya que aquella eminente ave había sido su rey. Enterraron a su señor y buscaron entre ellos a un sustituto.
—¿Quién puede ocupar el lugar de Águila? —se lamentaron—. No hay nadie que se le parezca.
Pero el zorro, que era astuto y taimado, atisbo su oportunidad, dio un salto y exclamó:
—¿No deja acaso hijos nuestro señor? Nombremos al mayor nuestro nuevo jefe.
—Para ser un zorro, resultas bastante estúpido —replicó la nutria—. Los aguiluchos no son más que crías. Ni siquiera saben volar.
—Pero pronto crecerán. Entretanto, que uno de nosotros monte guardia para cuidarlos y protegerlos hasta que el mayor de los tres haya crecido lo suficiente como para hacerse cargo del gobierno del bosque.
—Bien dicho —corroboró el buey—. ¿Quién se hará cargo de ello?
Ninguna de las criaturas tenía el menor deseo de ocuparse de las crías, ya que el roble era muy alto y los aguiluchos son aves muy susceptibles y siempre hambrientas.
—Debierais avergonzaros todos vosotros —exclamó Zorro—. Puesto que ninguno está dispuesto a encargarse de las crías y a pesar de que no soy el más digno de entre vosotros, yo lo haré.
De este modo, Zorro se cuidó de la supervivencia de los herederos, y cuando el mayor de ellos se convirtió en adulto, los animales del campo y del bosque se reunieron bajo el noble roble y celebraron consejo para nombrar rey a Águila.
Tan pronto como colocaron la corona sobre su cabeza, Zorro se llevó aparte al ave y le susurró:
—No os dejéis engañar; los otros animales del bosque no os estiman en absoluto; es más, cuando vos y vuestros hermanos erais pequeños, os hubieran dejado morir de hambre. No creo que su afecto hacia vos haya aumentado.
—Tus noticias resultan preocupantes —repuso el joven rey—. Si no fuera por ti, yo no estaría vivo hoy.
—Cierto, pero no perdamos la cabeza. Si queréis aceptar mi consejo, yo os guiaré. Juntos venceremos a todos.
De modo que el joven monarca nombró a Zorro su consejero mayor para que hiciera rápidamente todo aquello que considerara mejor para el bien del bosque y de los que en él vivían. No es necesario añadir que Zorro extrajo un buen beneficio de su situación privilegiada; su rojo pelaje se volvió largo y lustroso.
Pasado algún tiempo, llegaron quejas de los confines del bosque sobre una gran piara de cerdos salvajes que, habiendo saqueado su propio reino, estaba deseosa de apoderarse de nuevas tierras. Zorro fue a ver a Águila y le dijo:
—Señor, no me gustan las cosas que oigo sobre esos cerdos salvajes.
—A mí tampoco —repuso Águila—. Tú que eres la más astuta de las criaturas, ¿cómo crees que debemos actuar?
—Bien, tengo un plan bosquejado.
—Cuéntalo, amigo. La información de que disponemos no descarta que los invasores puedan estar ya de camino hacia aquí.
—En los pantanos que hay en el extremo del bosque habita un gran número de ratas…
—¡Ratas! ¡No quiero tener nada que ver con esas criaturas repugnantes!
—Oh, en verdad son seres repulsivos, pero me parece que, si tomáramos a unas cuantas a nuestro servicio, podrían darnos noticias sobre esos cerdos y así conoceríamos sus intenciones y nos podríamos proteger.
—Supone un plan atrevido —respondió Águila—, mas, como no tengo otro mejor, sigámoslo.
Así se hizo. Aquel mismo día llegó al bosque un grupo de ratas.
Zorro se ocupó de que estos huéspedes vivieran bien, para lo cual les proporcionaba las mejores porciones. ¡Oh, las trató como a reyes a cada una de ellas! De esta forma se ganó su confianza, y cuando un día las fue a ver con lágrimas en los ojos, todas miraron a su alrededor en busca de lo que entristecía a su benefactor.
—¿Qué os aflige, amigo Zorro? —preguntaron.
—¿No lo sabéis? El rey me ha ordenado que os eche, a vosotras, que le habéis sido tan fieles desde el primer día. —Y Zorro se puso a sollozar con tal sentimiento, que su pelaje quedó empapado—. ¡Ay de mí! Me temo que tendré que acatar su decisión, porque yo no poseo ni bienes ni tierras y no puedo manteneros.
Al oír esto, las ratas se enfurecieron, y empezaron a murmurar contra Águila.
—Matemos a ese rey loco y pongamos a Zorro en su lugar. Entonces no nos quedaremos sin nuestro sustento; incluso, podríamos mejorarlo.
Tras acordarlo, se pusieron en marcha y furtivamente asesinaron a Águila mientras dormía. Cuando Zorro vio lo que las ratas habían hecho, y que él ya había previsto, dio la alarma.
—¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Han asesinado a nuestro rey! ¡Socorro!
Las criaturas del bosque corrieron en su ayuda y todos observaron a Zorro acabar violentamente con las ratas; muchos quedaron impresionados. Con su soberbio pelaje salpicado de sangre, Zorro se volvió hacia los otros y les habló.
—Ya sospechaba que nada bueno nos depararía traer a estos repugnantes seres; las cosas han ido de mal en peor. He matado a los traidores, pero una vez más estamos sin rey. No obstante —siguió con sinceridad—, estoy dispuesto a serviros con bondad y sabiduría si me aceptáis.
—¿Qué otro ha hecho tanto por nosotros? —gritaron los tejones.
—¿Quién ha urdido tantas tramas en su beneficio? —mascullaron Buey y Nutria.
Sin embargo, Zorro fue coronado Rey del Bosque e inició su innoble reinado. Aquella misma noche los dos aguiluchos que quedaban hablaron entre ellos.
—Con Zorro como jefe no permaneceremos mucho tiempo en este mundo. Volemos a las montañas, pues ninguno de nosotros ceñirá de momento la corona.
—Al menos, seguiremos vivos —respondió el más joven.
Al instante, se alejaron del bosque y se establecieron en las montañas, a la espera de tiempos más propicios.
Zorro se dedicó a gobernar el bosque a su antojo y aumentó sus riquezas tanto como quiso, ya que nadie se podía oponer a él. Pero un día los cerdos sobre los que había mentido a Águila aparecieron de repente. Zorro se sintió muy angustiado al verlos en su reino; sin embargo, envió un mensaje para que se presentaran ante él y ellos aceptaron su invitación.
El jefe de los cerdos era un enorme y grueso verraco que mostraba sobre su pellejo las cicatrices de muchas batallas. Con una sola mirada, Zorro supo que había encontrado la horma de su zapato. De todas formas, reunió el poco valor que poseía y exclamó:
—Vaya, sois un animal apuesto y muy fuerte. Decidme qué os ha traído a mis tierras, y quizá pueda ayudaros.
Los cerdos, maravillados, se miraron entre ellos ya que nadie les había ofrecido nunca tan magnífica bienvenida.
—Bien, señor —respondió Verraco—, sabed que somos una raza muy prolífica; nos reproducimos más rápidamente que cualquier otra especie del bosque o del campo y, aunque lo intentemos, la tierra no puede sustentarnos durante mucho tiempo, con lo que debemos abandonarla y encontrar nuevas zonas donde residir por otra temporada.
—Vuestra historia me conmueve —repuso Zorro con astucia—. Casualmente, necesito un compañero fuerte, ya que, a pesar de que soy rey, no soy querido por aquellos a los que gobierno. La verdad es que, aunque me apena mucho confesarlo, diariamente intentan destruirme.
—No preciso más explicaciones —respondió Verraco—, soy el amigo que buscáis. Tan solo dadnos un suelo que podamos llamar nuestro y mientras yo viva os protegeré y serviré como un leal jefe guerrero.
—Tendréis tierras —prometió Zorro alegremente—, y muchas otras cosas. No obstante, el bosque no puede mantener tal hueste de cerdos. Además, por lo que sé, en estos instantes otros cerdos vienen de camino para robar y saquear.
—Que eso no os preocupe, señor —contestó Verraco—, somos muy capaces de defender lo que es nuestro y mantener alejados a los demás.
—Si os comportáis así, descubriréis que no soy un amo mezquino —le auguró Zorro—. Por otra parte, cuanto menos deba dar a otros cerdos, más os quedará para vosotros. Preguntad a quien queráis y os asegurarán que siempre recompenso a los que me sirven.
Se cerró el trato entre ellos allí mismo, y tal como habían acordado, Verraco y su piara se establecieron en la linde del bosque, donde podían guardar los senderos y mantener alejadas a otras criaturas. Estos guardianes cumplieron su misión a la perfección, ya que no hay muchos animales que deseen arriesgarse a provocar las iras de un aguerrido y batallador verraco adulto.
Zorro prodigaba regalos a su ejército de puercos, que chillaba de placer como si se tratara de un coro de bardos que entonara alabanzas a su persona. Tanto señor como sirvientes prosperaron desmesuradamente, ante la consternación de las demás criaturas del bosque.
Pero, como suele acontecer a menudo, llegó el día en que los cerdos se volvieron codiciosos. Miraron a su alrededor y se gruñeron unos a otros sus recelos.
—Nosotros hacemos todo el trabajo y es Zorro el que engorda.
Verraco estuvo de acuerdo con sus huestes y declaró:
—Os he escuchado, hermanos, y creo que vuestras quejas son razonables. Os prometo que tomaré medidas para solucionarlo.
Durante este tiempo, los aguiluchos se convirtieron en aves adultas y se habían cansado de habitar en las montañas. Conversaron entre ellos de esta forma:
—No te miento cuando afirmo que estoy harto de vivir así mientras esos cerdos invaden impunemente nuestro bosque.
—Eso exactamente es lo que pensaba, hermano. Bajemos al bosque y exijamos una reparación. A lo mejor conseguiremos recuperar lo que es nuestro. Si no es así, al menos moriremos y no nos preocupará que criaturas repugnantes gobiernen en nuestro lugar.
Salieron volando al instante y atravesaron las nubes como centellas en dirección al bosque.
Zorro despertó de una buena siesta y se encontró con un inquietante espectáculo: un ejército de cerdos en formación de batalla, conducido por Verraco, cuyos gruesos pelos aparecían erizados sobre su lomo.
—¿Qué sucede, amigos? —preguntó.
—Tenemos la impresión de que nos habéis engañado —desafío Verraco—. No estamos dispuestos a que esta situación continúe.
—¿He de creer lo que oigo? —se asombró Zorro—. ¿Cómo podéis acusarme de esa forma? Os he entregado todo lo que tengo; tan sólo me he quedado con un poco para mí de lo que poder vivir.
—Desde luego, nos das lo que consideras oportuno, pero representa una mezquina compensación por ganarnos el odio de los demás animales —rezongó Verraco—. ¡Ahora exigimos la mejor parte!
Aunque no eran más que cerdos, no eran ignorantes. Sabían que el rey les había echado toda la culpa de los problemas de su reino. Zorro pensó deprisa y afirmó:
—Puede que tengáis algo de razón. Debo pensar en la mejor manera de rectificar el daño que os he causado.
Verraco lo contempló con desconfianza pero preguntó:
—¿Qué haréis?
—Os entregaré otra nueva mitad de lo que poseo, con lo que seréis mis iguales. Gobernaremos el bosque juntos, vosotros y yo; es una oferta mucho mejor de la que alguien como vosotros encontraría por mucho que buscase.
A Verraco le gustó la nueva propuesta; Zorro era muy hábil cuando se trataba de salvar su lustroso pellejo rojo y sabía perfectamente qué palabras utilizar para tranquilizar a su oponente. No obstante, éste no estaba dispuesto a que se burlaran de él, así que exigió:
—Una cosa son las palabras y otra los hechos. Dadme una muestra de vuestra sinceridad, y os creeré.
Zorro hizo aparecer lágrimas en sus ojos.
—Resulta lamentable oír esto después de todo lo que os he beneficiado. Bien, si no me queda otro remedio…
—No lo hay —atajó Verraco muy seguro de sí mismo.
—Entonces os lo probaré. —Se dio la vuelta y empezó a andar a través del bosque.
—¡Esperad! —gritó Verraco, y todos los cerdos que le acompañaban lo corearon—. ¿Adónde vas?
—Vaya, ¿no me creeréis tan estúpido como para guardar mis tesoros por aquí, donde cualquiera puede tropezar con ellos? —replicó Zorro—. Debo ir a mi guarida a buscar lo que exigís.
—Id pues —masculló Verraco—. Os esperaremos aquí.
Zorro huyó rápidamente hasta desaparecer.
Los cerdos aguardaron toda la mañana y luego toda la tarde. Y cuando el dedo rosado del alba apareció en el este, Verraco se alzó y anunció:
—Me parece que Zorro no regresará. Sin embargo, esperaremos hasta mediodía. Si nuestro señor sigue sin aparecer, saldremos en su busca, y se arrepentirá del día en que se le ocurrió engañarnos.
Huelga decir que Zorro no volvió. Cuando llegó el mediodía, se encontraba ya muy alejado de aquel lugar. Halló refugio en sus propias tierras del oeste. Cegados por la rabia, los cerdos empezaron a arrancar de raíz árboles y matorrales y a arrojarlos al aire. Entretanto, las dos águilas, que volaban sobre el bosque, miraron hacia abajo y observaron la conmoción que había causado la desaparición de Zorro.
—Bien —dijo el águila mayor—, si hemos de obtener nuestra venganza y salvar nuestras tierras, parece que hemos de encontrar a Zorro antes que ellos o, de lo contrario, no quedará nada de él.
Siguieron su vuelo en dirección a la madriguera de Zorro para acosarlo. Y ahí es donde dejaré mi historia inconclusa.
Me quedé en silencio, de pie, con la capa echada hacia atrás.
—Mi relato ha terminado —concluí por fin—. ¡Aquel que tenga oídos, que escuche!
Los guerreros que llenaban el comedor de Vortigern me miraron nerviosos; el Gran Druida se agarró con fuerza a su bastón con las dos manos en un ataque de furia impotente. Había atendido a mi infantil relato y comprendió la verdad que ocultaba; le irritaba que mi visión fuera tan extensa y atinada. Al final se daba cuenta en lo más íntimo de su ser de que él no constituía un rival para mí.
—Joram —añadí en voz baja—, ahora conocéis el poder de un auténtico bardo.
Pronto el resto del mundo también lo recordará.
¡Reyes dormidos en vuestros salones llenos de aguamiel, despertad! ¡Reunid vuestros hombres, armad a vuestros guerreros, poned en sus manos resistente acero!
¡Y vosotros, guerreros enterrados en vuestras copas y sentados a la mesa de vuestro señor, levantaos! ¡Bruñid vuestras armas, afilad vuestras espadas, limpiad vuestros cascos de batalla, y pintad de brillantes colores vuestros escudos!
¡Habitantes de la Isla de los Poderosos, alzaos! Dejad de temblar; recobrad el ánimo, y preparad una suntuosa bienvenida. El Espíritu de Britania se agita de nuevo. Merlín regresa a casa.