10
Maelwys cumplió su palabra con creces, ya que a la mañana siguiente se celebró una gran fiesta. Los criados empezaron a preparar la sala tan pronto como hubimos desayunado. Maelwys, Charis y yo nos sentamos ante la chimenea en nuestras cómodas sillas y charlamos sobre lo que había sucedido durante mi ausencia. Nos interrumpieron algunas de las criadas, que abrieron las puertas de la sala y entraron corriendo desde el nevado exterior con los brazos llenos de acebo y hiedra verde, destinados a adornar la estancia. Trenzaron juntas las ramas de ambas y luego colocaron su obra sobre las puertas y los soportes de las antorchas.
Su alegre cháchara nos distrajo de nuestra conversación, y al preguntar a qué se debía tanto trajín, Maelwys rió y contestó:
—¿Has olvidado qué día es hoy?
—No estoy seguro, no hace mucho que empezamos el invierno… ¿Qué día es?
—El día de la Misa de la Natividad. Se ha convertido en costumbre de esta casa el observar los días sagrados. Esta noche celebramos tu regreso y el Nacimiento del Salvador.
—Sí —convino Charis—, y además te aguarda una sorpresa: Dafyd va a venir para celebrar la ceremonia. Se alegrará de verte. No ha dejado de rezar desde que se enteró de tu desaparición.
—¿Dafyd? —me sorprendí—. Debe recorrer una gran distancia, quizá no llegue a tiempo. Maelwys repuso:
—No se halla tan alejado: ha empezado a construir una abadía a medio día de camino de aquí; será puntual.
—¿Ha quedado vacío el santuario de Ynys Avallach? —La idea no me contentó en absoluto; quería aquel pequeño edificio redondo con su elevada y estrecha ventana en forma de cruz. Constituía un lugar lleno de santidad; mi espíritu siempre encontraba la paz en su interior.
Charis sacudió levemente la cabeza.
—De ningún modo. Collen está allí y cuenta con dos compañeros más. Maelwys ofreció a Dafyd tierras para erigir una capilla y una abadía cerca de aquí, con lo que ha estado viniendo para levantarlas.
—El trabajo casi ha finalizado —anunció Maelwys con orgullo—. Los primeros residentes empezarán a llegar durante la siembra de primavera.
Un mudo mensaje se cruzó entre Maelwys y Charis, y el rey se levantó de su asiento.
—Perdóname, Myrddin; tengo que ocuparme de los preparativos para la celebración de esta noche. —Se detuvo y me dirigió una amplia sonrisa—. Juro por la Divina Luz que me alegro de tenerte entre nosotros, es casi como ver a tu padre.
Tras esto, se alejó para atender a sus asuntos.
—Es un buen amigo, Merlín —observó mi madre, mientras contemplaba cómo atravesaba la sala a grandes zancadas.
Nunca lo había dudado, pero sus palabras parecían contener una especie de excusa.
—Es verdad —reconocí.
—Y quería a tu padre… —Su voz había cambiado, era más suave, casi como si pidiera disculpas.
—Ciertamente. —Examiné su rostro con atención para escudriñar el significado de sus palabras.
—No tuve valor para herirle. Debes comprenderlo. Admito, también, que me sentía sola. Hacía tanto tiempo que habías desaparecido…; te encontraba a faltar. Pasé aquí el invierno siguiente a tu captura. Parecía lo más apropiado; Maelwys se siente tan feliz…
—Madre, ¿qué intentas explicarme? —Pese a mi pregunta, ya lo había adivinado.
—Maelwys y yo nos casamos el año pasado. —Aguardó para ver cómo reaccionaba.
Al oírla, tuve la extraña sensación de que había sucedido antes, o de que lo había sabido desde el principio. Quizá la noche en que la entreví entre las llamas de la hoguera de la Gern-y-fhain lo intuí ya. Asentí mientras notaba una opresión en el pecho.
—Comprendo —le dije.
—Él lo deseaba, Merlín, no podía herirle. No tomó esposa jamás por mi causa, pues alentaba la esperanza de que un día…
—¿Eres feliz? —pregunté.
Permaneció en silencio por unos momentos.
—Estoy contenta —admitió al fin—. Me quiere mucho.
—Ya.
—De todos modos, entre mis sentimientos también experimento un tipo de felicidad. —Desvió la mirada y su voz se quebró—. Nunca he dejado de amar a Taliesin, me es imposible, pero no lo he traicionado, Merlín; quiero que lo entiendas. A mi manera, he seguido fiel a tu padre. He aceptado no por mí, sino por Maelwys.
—No necesitas explicarme nada más ni disculparte.
—Es agradable ser amada por alguien, incluso aunque no puedas devolver totalmente ese amor. Siento cariño por Maelwys, si bien él también sabe que Taliesin siempre será el dueño de mi corazón. —Asintió una vez con la cabeza para subrayar aquel hecho—. Te aseguro que es un buen hombre.
—Lo sé.
—¿No estás enfadado? —Se volvió. Sus ojos me escudriñaron de nuevo. La cabellera le brillaba bajo la suave luz invernal, y sus ojos aparecían enormes y, en aquel momento, llenos de incertidumbre. No debía de haberle resultado fácil comportarse como lo había hecho, pero estimé que su conducta era justa.
—¿Cómo podría estar enojado? Cualquier cosa que te produzca tal felicidad no puede ser malo. «Permitid que el amor se extienda», ¿no es eso lo que dice Dafyd?
Sonrió tristemente.
—Hablas como tu padre. Seguramente, él hubiera pronunciado esas mismas palabras. —Bajó los ojos, y una lágrima se deslizó por debajo de sus pestañas—. ¡Oh, Merlín, a veces necesito tanto su presencia!
Extendí la mano para tomar la suya.
—Háblame del Reino del Verano. —Ella levantó los ojos—. Por favor, hace mucho tiempo que no he escuchado nada sobre él. Madre, quiero oírte describirlo de nuevo.
Asintió y se irguió en su silla, cerró los ojos y esperó en silencio por un momento mientras hacía memoria, luego empezó a recitar las frases que me había repetido en tantas ocasiones desde que era un niño de pecho.
—Existe una tierra rebosante de bondad donde cada hombre protege la dignidad de su hermano como la suya propia, donde la guerra y la necesidad ya no existen y todas las razas viven bajo la misma ley de amor y honor.
»Constituye una tierra en la que impera la verdad; donde la palabra de un hombre sirve de garantía, pues la falsedad ha sido desterrada; en ella, los niños duermen seguros en los brazos de sus madres y no conocen jamás ni el temor ni el dolor. Es un reino en el que los monarcas extienden las manos para ser justos, en lugar de empuñar la espada; donde la misericordia, la bondad y la compasión fluyen como un torrente sobre ella, y los hombres veneran la virtud, la verdad y la belleza por encima de las comodidades, los placeres o el interés egoísta; un lugar en el que la paz reina en el corazón de todos, la fe resplandece como un faro desde cada colina y el amor ilumina como una hoguera cada hogar; donde se adora al Dios Verdadero y la gente aclama sus enseñanzas…
»Existe un dorado reino de la luz, hijo mío; se le conoce por el nombre de Reino del Verano.
Nos equipamos con gruesas capas de lana y nos reunimos con Maelwys para cabalgar hasta Maridunum, donde éste visitó las casas de sus súbditos, para repartir regalos: monedas de oro y denarios de plata a las viudas y a aquellos que pasaban necesidad. Su forma de actuar no se correspondía con la de algunos señores, que con sus dones esperan comprar lealtad o asegurar futuras ganancias; por el contrario, al ver las carencias ajenas, su noble naturaleza no podía permitirlo. Ni uno solo de los socorridos dejó de bendecirle en el nombre de su dios.
—Mi nombre al nacer era Eiddon Vawr Vrylic —me contó mientras cabalgábamos de regreso—, pero tu padre me lo cambió por el que llevo ahora: Maelwys. Supuso el mejor regalo que me pudo haber concedido.
—Lo recuerdo bien —intervino mi madre—. Acabábamos de llegar a Maridunum…
—Cantó como nunca había escuchado entonar una melodía a nadie. Si tan sólo pudiera describírtelo, Myrddin: oírle semejaba abrir el corazón al cielo y liberar el espíritu que llevamos dentro para que se elevara con las águilas y corriera con el ciervo. Su voz colmaba todos los desconocidos anhelos del alma, y te empujaba a saborear una paz y a probar una alegría tan dulce que no se pueden expresar con palabras.
»Ojalá lo hubieras podido experimentar como yo. ¡Ah! Cuando terminó esa noche, me acerqué a él y le ofrecí una cadena de oro o algo parecido; él a cambio me dio un nombre: “Levántate, Maelwys”, dijo. “Te reconozco”. Yo le advertí que se había equivocado y contestó: “Hoy eres Eiddon el Generoso, pero un día todos los hombres te llamarán Maelwys, el Más Noble”. Y así ha sucedido.
—Claro que sí. Puede que él lo adivinara, pero vos lo habéis ganado por derecho propio —repuse.
—Me gustaría que le hubieras conocido —siguió Maelwys—. Si se hallara a mi alcance, sería el regalo que más desearía hacerte.
El resto del camino hasta la villa nos mantuvimos en silencio, no a causa de la tristeza, sino simplemente fruto de la reflexión sobre el pasado y los acontecimientos que nos habían conducido hasta aquella situación. El corto día invernal se apagaba rápidamente con una llamarada de un gris-dorado que se filtraba por entre las desnudas ramas ennegrecidas de los árboles. En el preciso instante en que penetrábamos en el antepatio, algunos de los hombres de Maelwys regresaban a su vez de cazar en las colinas. Habían salido al amanecer y traían un ciervo rojo colgado entre dos caballos. Gwendolau y Baram los acompañaban, como era de esperar.
Me di cuenta, con gran vergüenza por mi parte, de que había omitido presentar a mis amigos.
—Maelwys, Charis —empecé mientras ellos se acercaban—, estos hombres que tenéis delante son los responsables de que regresara sano y salvo…
Una sola mirada al rostro de mi madre bastó para hacerme callar.
—Madre, ¿qué sucede?
Los contemplaba como paralizada, con el cuerpo rígido y la respiración rápida y entrecortada. Puse mi mano sobre su brazo.
—¿Madre?
—¿Quién sois? —Su voz sonaba tensa y extraña.
Gwendolau sonrió tranquilizador e inició un pequeño movimiento con la mano, pero el gesto murió en el aire.
—Perdonadme…
—¡Decidme quién sois! —exigió Charis. La sangre había desaparecido de su rostro.
Maelwys abrió la boca para hablar, vaciló, y entonces me dirigió una mirada en busca de ayuda.
—Necesitábamos estar seguros —contestó Gwendolau—. Por favor, mi señora, no queríamos provocar ningún daño.
¿Qué significaban sus palabras?
—Decídmelo —repuso Charis; hablaba en voz baja, de forma casi amenazadora.
—Soy Gwendolau, hijo de Custennin, hijo de Meirchion, Rey de Skatha…
—Skatha —meneó la cabeza despacio, como atontada—, cuánto tiempo hace que no he oído ese nombre.
De algún lugar en las profundidades de mi mente el recuerdo afloró a la superficie: uno de los Nueve Reinos de la Perdida Atlántida.
Recordé también otros relatos que Avallach me había contado. Durante la Gran Guerra, Meirchion se había puesto al lado de Belyn y Avallach, y había ayudado a Belyn a robar los barcos a Seithenin, los mismos barcos que habían desembarcado a los supervivientes de la Atlántida en las rocosas orillas de la Isla de los Poderosos.
¿Cómo era posible que yo, que me había criado entre los Seres Fantásticos, no los hubiera reconocido al encontrarlos en Goddeu? ¡Oh! Ciertamente había percibido una extraña sensación: su voz me había producido un vago sentimiento de regreso al hogar; de pronto, recordé aquella tenue emoción, y la pregunta inconcreta que me sobrevino al llegar a aquel lugar sobre el desconocido propósito que me había conducido hasta allí. Debiera haberlo adivinado.
—No era nuestra intención engañaros, princesa Charis —explicó Gwendolau—. Pero teníamos que confirmar nuestras sospechas. Cuando mi padre se enteró de que Avallach estaba vivo, y de que habitaba en la isla, quiso asegurarse por sí mismo. Debíamos comprobarlo antes de actuar.
—Meirchion —susurró Charis—. No tenía ni idea. Nunca lo supimos.
—Tampoco nosotros —afirmó Gwendolau—. Hemos vivido en el bosque durante todos estos años. Nos ocupamos de nuestros asuntos y nos mantenemos apartados. Mi padre nació aquí, como yo. No conozco otro tipo de vida. Cuando Myrddin llegó, pensamos… —Dejó la idea sin expresar—. Pero necesitábamos explorar con anterioridad.
Mi mente se tambaleó bajo el peso de la comprensión. Si Meirchion había sobrevivido con algunos de los suyos, ¿quién más podía haber corrido su misma suerte? ¿Cuántos más?
Gwendolau continuó hablando:
—Por desgracia, mi abuelo no sobrevivió. Murió al poco de llegar aquí, al igual que muchos otros en aquellos primeros años.
—Lo mismo nos sucedió a nosotros —manifestó Charis, ahora con más suavidad.
Ambos se quedaron en silencio entonces, mirándose sencillamente, como si contemplaran en el otro los fantasmas de todos los que habían muerto.
—Debes venir a ver a Avallach —dijo Charis al fin—, esta misma primavera, tan pronto como el tiempo lo permita. Deseará veros; os acompañaré.
—Señora, será un honor que mi padre deseará devolver —repuso Gwendolau cortésmente.
Maelwys, que se había mantenido callado durante toda la conversación, concluyó:
—Anteriormente, se os dio la bienvenida a mi casa, pero ya que pertenecéis al pueblo de mi esposa, nos alegra doblemente vuestra presencia. Quedaos con nosotros, amigos, hasta que podamos viajar juntos a Ynys Avallach.
Resulta extraño encontrar a alguien originario de tu misma tierra mucho después de haber sucumbido a la resignación de no volver a ver nunca el hogar. En esta experiencia singular, se combinan el placer y el dolor en igual medida.
Aparecieron mozos para ocuparse de los caballos, y desmontamos, para regresar a la sala. Mientras avanzábamos por la larga rampa que conducía a la entrada de la villa, examiné el gran parecido que existía entre Gwendolau y Baram y las gentes de Ynys Avallach y de Llyonesse. Poseían el mismo aspecto que los hombres de la Corte de Avallach. Me pregunté cómo podía haber estado tan ciego, pero se me ocurrió que quizá no había advertido tal similitud porque no debía verla, porque su evidencia me había sido escamoteada o disfrazada de alguna forma sutil. Esta idea ocupó mi pensamiento durante mucho tiempo.
En la sala otra sorpresa me aguardaba. Entramos en grupo, y nos encontramos la estancia totalmente iluminada con innumerables antorchas y velas de junco. El anciano Pendaran, de pie en el centro de la habitación, con velas en ambas manos, hablaba con un hombre que llevaba una capa larga y oscura, mientras los criados iban y venían incesantes para disponerlo todo.
Una ráfaga de aire helado acompañó nuestra irrupción, y los dos hombres se volvieron para recibirnos.
—¡Dafyd!
El sacerdote, tras hacer la señal de la Cruz y unir las manos en señal de agradecimiento, extendió los brazos hacia mí.
—¡Myrddin, oh, Myrddin, alabado sea Jesús! Has regresado… ¡Oh, deja que te contemple, muchacho! ¡Dios mío, pero si te has convertido en un hombre, Myrddin! Demos gracias al buen Dios por haberte devuelto sano y salvo. —Sonrió ampliamente y me golpeó en la espalda como para asegurarse de que el cuerpo que tenía delante era realmente sólido.
—En este momento precisamente iba a contarle el agradable acontecimiento —afirmó Lord Pendaran.
—He vuelto, Dafyd, amigo mío.
—Jesús bendito, da gusto mirarte, muchacho. Tu vagabundeo por otras tierras no te ha perjudicado. —Me volvió las manos y frotó mis palmas—. Duras como la pizarra de las colinas. Y aquí te tenemos, envuelto en pieles de lobo, Myrddin. ¿Dónde has estado? Cuando me enteré de que te habías perdido, sentí un dolor como si me arrancaran el corazón. ¿Es cierto el relato de Pendaran sobre el Pueblo de las Colinas?
—Mereces una narración completa —repuse—. Prometo explicártelo todo.
—Pero deberás esperar un poco —pidió el sacerdote—. Tengo una misa que preparar.
—A la que seguirá una fiesta —intercaló Pendaran, frotándose las manos con infantil entusiasmo.
—No obstante, hablaremos pronto —concluí. Me contempló con ojos brillantes.
—Me siento tan feliz de verte, Myrddin… Dios es realmente bondadoso.
No creo que jamás haya escuchado una misa más emotiva que la Misa de la Natividad que Dafyd celebró aquella noche. El amor por el hombre, la gracia y la bondad irradiaban de él como un faro en una colina, al tiempo que despertaban entre los reunidos la comprensión del auténtico significado de aquel culto. En la sala, con el acebo y la hiedra y las relucientes velas de junco brillantes como estrellas, la luz centelleaba sobre cada superficie que encontraba; nos sentíamos rodeados de una sensación de sosiego, el amor nos sostenía y el júbilo fluía de unos a otros.
Al leer el texto sagrado, Dafyd levantó el rostro y extendió los brazos ante todos nosotros.
—¡Alegraos! —gritó—. ¡De nuevo os digo alegraos! Porque el Rey Celestial reina sobre nosotros, y su nombre es Amor.
»Dejad que os hable de este sentimiento: el amor es paciencia, perseverancia y bondad; nunca siente envidia, egoísmo o petulancia, ni se muestra desdeñoso o jactancioso.
»Jamás es vanidoso, arrogante o altivo y orgulloso; el amor se comporta siempre con corrección, en absoluto es grosero e indecoroso. No busca su propia recompensa ni impone exigencias, sino que se ofrece a sí mismo por añadidura.
»El amor no se esfuerza en beneficio propio, ni experimenta irritación o rencor. No tiene en cuenta el daño que se le provoca ni presta atención a las injusticias que sufre, aunque, por supuesto, se apena por ellas; sólo se alegra cuando la verdad y la justicia prevalecen.
»El amor lo sobrelleva todo, lo espera todo, cree en lo mejor de todas las cosas. Nunca fracasa y su fuerza jamás se debilita. Los dones otorgados por el Dios de la Generosidad son finitos, pero el amor jamás morirá.
»Os recuerdo que la fe, la esperanza y el amor perdurarán siempre, pero lo más importante es el amor.
Tras el sermón, nos invitó a la Mesa de Cristo para recibir el vino y el pan, que, para nosotros, eran su Cuerpo y su Sangre. Entonamos un salmo, y Dafyd nos bendijo con estas palabras:
—Hermanos y hermanas, está escrito: siempre que dos o más se reúnan en el nombre de Jesús, Él estará también presente. Por lo tanto, se halla aquí entre nosotros esta noche, amigos. ¿Lo percibís? ¿Sentís el amor y la alegría que emanan de Él?
Ciertamente, no hubo una sola alma en aquel grupo arrebolado y resplandeciente que no sintiera la presencia del Ser Divino, y la nitidez de esa sensación provocó que muchos de los que oyeron la misa creyeran en el Salvador a partir de aquella noche.
Esta extraordinaria experiencia debe alimentar la base de unión y exaltación que construirán el Reino del Verano; que representará la argamasa que le dé forma.
Al día siguiente, Dafyd me llevó a ver su nueva capilla; charlamos durante el trayecto, mientras cabalgábamos en uno de esos brillantes días de invierno en que el mundo reluce como recién hecho. El cielo estaba claro y despejado, con un fulgor azul pálido que hacía pensar en delicados huevos de frágiles criaturas. Las águilas giraban en lo alto y un zorro nos lanzó una mirada cautelosa, antes de desaparecer en un bosquecillo de abedules jóvenes.
Durante nuestra larga conversación, el aliento formaba enormes nubes plateadas en el aire helado; le relaté mi vida entre los prytani. Dafyd se hallaba fascinado, y sacudía la cabeza despacio de vez en cuando en un intento por absorberlo todo.
Por fin llegamos a la capilla: una estructura cuadrada de madera, colocada sobre unos cimientos de piedra, sobre una elevación arbolada. El puntiagudo techo era de paja, y los aleros llegaban casi hasta el suelo. En la parte posterior, un pozo alimentado por un arroyo se derramaba para formar un pequeño estanque; dos ciervos que bebían en él desaparecieron de un salto entre la maleza en cuanto nos acercamos.
—Aquí está mi primera capilla —declaró Dafyd con orgullo—. Estoy seguro de que a ésta la seguirán muchas más. ¡Ah, Myrddin, hay una buena simiente aquí! La gente ansia escuchar. Presiento que Nuestro Señor Jesucristo reclama esta tierra para sí.
—Que así sea —repuse—. Dejemos que la Luz aumente.
Desmontamos y penetramos en el interior, impregnado por el olor característico de los edificios nuevos, que emanaba de las virutas, paja, piedra y mortero. No había sido amueblada, tan sólo se veía un altar de madera con una losa de negra pizarra como parte superior y, sujeta a la pared sobre él, una cruz tallada en madera de nogal. Una única vela de cera de abeja se alzaba, sobre la losa de pizarra en un soporte dorado que, con toda seguridad, provenía de la casa de Maelwys. Ante el altar había un grueso cojín de lana sobre el que Dafyd se arrodillaba para decir sus oraciones. La luz penetraba en la habitación a través de unas angostas ventanas situadas en las paredes laterales, cubiertas ahora con pieles enceradas a causa del invierno. Era similar al santuario de Ynys Avallach pero de mayor tamaño, ya que Dafyd tenía grandes esperanzas de que su pequeño rebaño aumentara, y la obra respondía a sus anhelos.
—Es un buen lugar, Dafyd —corroboré.
—En el este existen capillas mucho más grandes —afirmó—. Me han dicho que, algunas, incluso poseen columnas de marfil y techos de oro.
—Quizá —concedí—. Pero ¿tienen sacerdotes que puedan llenar la sala de un rey con palabras de paz y alegría que conquistan el corazón de los hombres?
Sonrió complacido.
—No ambiciono el oro, Myrddin, no temas. —Extendió los brazos y empezó a girar despacio alrededor de la habitación—. En este lugar empezaremos y supone un buen principio: veo una época en la que habrá una capilla en cada colina y una iglesia en cada pueblo y ciudad de esta tierra.
—Maelwys me contó que también construyes un monasterio.
—Sí, a una distancia estudiada: lo bastante cerca para que la gente advierta su presencia y lo suficientemente alejado para garantizar su retiro. Los primeros miembros serán seis hermanos que vendrán de la Galia esta primavera. Más brazos aligerarán el trabajo pesado, pero lo más importante es la escuela: si hemos de dar a conocer la Verdad en esta tierra, debemos contar con un lugar donde enseñarla, libros y también profesores.
—Un gran sueño, Dafyd —admití.
—No, es una visión. Lo veo, Myrddin. Así ocurrirá.
Charlamos un poco más, y luego me acompañó afuera para dirigirnos sobre la nieve virgen, hasta el estanque situado detrás de la capilla. Una especie de presentimiento de lo que iba a suceder me conmovió, ya que de repente sentí un vacío en la boca del estómago y la cabeza pareció darme vueltas. Seguí al sacerdote hasta un pequeño emparrado junto al agua, cuya delgada capa de hielo los ciervos habían roto para poder beber. En el cenador, formado por tres pequeños avellanos, se alzaba un palo de roble con un travesaño sujeto por una tira de cuero. Permanecí durante un rato mirando la pequeña elevación de tierra que se perfilaba bajo la nieve. Por fin, recuperé el habla.
—¿Hafgan?
Dafyd asintió.
—Murió el invierno pasado. Acabábamos de poner los cimientos. El mismo escogió este lugar.
Caí de rodillas sobre la nieve y me tendí cuan largo era sobre la tumba. El suelo estaba frío y duro; el cuerpo de Hafgan yacía en las profundidades de aquella tierra helada. No había querido una sepultura en un crómlech de una colina; sus huesos descansarían en un suelo consagrado a un dios diferente.
La nieve se derretía allí donde caían mis copiosas lágrimas.
«Adiós, Hafgan, amigo, que tengas un buen viaje. Luz Omnipotente, derrama tu misericordia sobre esta alma noble y envuélvela en tu bondad, pues te sirvió bien en todo lo que estuvo a su alcance».
Me puse en pie y me sacudí la nieve de la ropa.
—Nunca me lo contó —observó Dafyd—, pero tengo la impresión de que, en vuestro viaje a Gwynedd, ocurrió algo desagradable o que le llenó de aflicción.
Sí, debía de haberle causado un gran disgusto.
—Esperaba conducir a la Sabia Hermandad a la Verdad, pero rehusaron. Como Archidruida, consideraría su negativa como un desafío a su autoridad, como una rebelión; se produjo un enfrentamiento y disolvió la Hermandad.
—Mis suposiciones apuntaban hacia un suceso parecido. Cuando regresó, tuvimos largas charlas sobre… —Dafyd lanzó un ahogado cloqueo— los puntos más oscuros de la teología. Quería conocerlo todo sobre la gracia divina.
—Puesto que eligió este lugar en tierra sagrada para el descanso final, parece que encontró su respuesta.
—Declaró que deseaba ser enterrado aquí no porque creyese que sus huesos se encontrarían mejor en terreno sagrado, sino como señal de su vasallaje a Nuestro Señor Jesús. Yo había pensado que debía enterrársele en Caer Cam, con los suyos, pero se mostró inflexible: «Mira, hermano sacerdote», me dijo, «no es a causa del terreno, o el suelo, pues es tan sólo tierra y roca, sino que, si alguien viene a buscarme, quiero que me encuentre aquí». Así que se ha cumplido su voluntad.
Aquella frase era muy propia de Hafgan; casi podía oírle pronunciar las palabras. En definitiva, no había muerto en Gwynedd como había planeado. Quizá, después del enfrentamiento con los druidas, sencillamente había cambiado de idea, lo cual también resultaba muy característico de él.
—¿Cómo murió?
Dafyd extendió las manos en un gesto de perplejidad.
—Su muerte constituye un misterio para mí y para todos los demás. Se hallaba perfectamente: lo vi en casa de Maelwys y charlamos y bebimos juntos. Sin embargo, al cabo de dos días había muerto, al parecer mientras dormía. La noche anterior había cantado para Maelwys después de la cena, luego comentó que se sentía muy cansado y se fue a su habitación; yacía inerte en su cama a la mañana siguiente.
—Se despidió con una canción —murmuré.
—¡Me has hecho recordar! —exclamó Dafyd de repente—. Dejó algo para ti. Debido a mi alegría por volverte a ver, casi lo había olvidado por completo. Ven conmigo.
Regresamos a la parte trasera de la capilla, donde Dafyd poseía una pequeña habitación que ocupaba cuando se quedaba allí y cuyo mobiliario se resumía en un jergón de juncos secos cubiertos de vellones de oveja y otras pieles, una pequeña mesa y un sencillo taburete junto a una chimenea, y algunos utensilios para comer y cocinar, es decir, todas las pertenencias del sacerdote. En el rincón, junto al jergón, había un objeto envuelto en una funda de tela. De inmediato supe de qué se trataba.
—El arpa de Hafgan —me reveló Dafyd, al tiempo que me la tendía—. Me pidió que la guardase hasta tu regreso.
Tomé el amado instrumento y lo desenvolví con respeto. La madera relució bajo la débil luz, y las cuerdas dejaron escapar un ligero acorde. El arpa de Hafgan…, un tesoro. ¿Cuántas veces le había visto tañerla? ¿En cuántas ocasiones incluso yo mismo la había tocado durante mi aprendizaje? Suponía uno de mis primeros recuerdos de él: la alta figura, envuelta en una túnica sentada junto al fuego, se inclinaba sobre el arpa, para lanzar unos sones a una noche que, de repente, vibraba repleta de magia. Otro recuerdo se centraba en la erguida silueta que, de pie en la sala de un rey, rasgueaba el arpa para cantar las hazañas y deseos, defectos y glorias, esperanzas y angustias de los héroes de nuestro pueblo.
—¿Sabía que yo regresaría?
—Oh, jamás lo dudó. «Dale esto a Myrddin cuando regrese», me pidió. «Necesitará un arpa y siempre deseé que tuviera ésta».
Gracias, Hafgan. Si conocieras dónde y cuándo he tañido tu instrumento, te sentirías muy asombrado.
Luego cabalgamos de nuevo hacia la villa, y llegamos justo a tiempo de saborear la comida de mediodía. Mi madre y Gwendolau se hallaban absortos en la conversación que ambos mantenían, ignorantes de toda la actividad que se desarrollaba a su alrededor. Dafyd y yo nos acomodamos cerca de Maelwys y Baram, que estaban sentados junto a dos de los jefes de Maelwys procedentes de la zona norte de sus tierras, tras una indicación de éste:
—Sentaos con nosotros —nos invitó—. Hay noticias de Gwynedd.
Uno de los jefes, un hombre muy moreno llamado Tegwr, con los negros cabellos muy cortos y un grueso torc de bronce alrededor del cuello, levantó la voz:
—Unos parientes que tengo en el norte me han comunicado que a un rey llamado Cunedda lo han instalado en Diganhwy.
Baram se inclinó hacia adelante, pero no comentó nada.
—¿Lo han instalado? —inquirí—. ¿Qué significa eso?
—El emperador Maximus lo ha destinado allí —respondió Tegwr sin andarse con rodeos—. Aseguran que para proteger el territorio. Sin embargo, sencillamente se lo dio a él y a su tribu a cambio de vivir allí y defender la zona.
—Nuestro emperador es muy generoso —repuso Maelwys.
—Generoso, sí, y chiflado. —Tegwr sacudió la cabeza con violencia, demostrando con su actitud sus ideas respecto a aquella resolución.
—La región está despoblada y no es aconsejable. Alguien tiene que ocuparla, aunque sólo sea para mantener alejados a los irlandeses —observé.
—¡Cunedda es irlandés! —explotó Tegwr. El otro jefe escupió y masculló un juramento—. ¡Y ya se ha encargado de este terreno!
—No puede ser —se obstinó Baram—. De serlo, sería nuestra perdición.
Se percibía una cierta familiaridad en las parcas palabras de Baram.
—¿Le conoces? —preguntó Maelwys.
—Hemos oído hablar de él.
—¿Y los rumores no son buenos?
Baram asintió sombrío, pero no contestó.
—Cuéntanoslo —insistió Tegwr—. Éste no es momento para cerrar el pico y morderse la lengua.
—Se comenta que tiene tres esposas y una prole de hijos.
—¡Varias camadas, desde luego! —rió Baram sin alegría—. Más bien crías de víbora. Cunedda llegó al norte hace muchos años y se apoderó de una zona. Desde entonces, no han surgido más que problemas. Por supuesto, no sentimos el menor amor por él, ni por sus codiciosos hijos.
—¿Qué propósito guía a Maximus para instalarlo entre nosotros? ¿Por qué no uno de los nuestros? —se preguntó Maelwys—. Elphin ap Gwyddno, quizás. —Hizo un gesto en mi dirección—. Él poseía esa tierra antes.
—Mi abuelo te daría las gracias por haber pensado en él —repuse—, pero no regresaría. Aquel lugar está lleno de dolor para mi gente; nunca podrían ser felices allí. En una ocasión, cuando yo era bastante pequeño, Maximus le pidió a Elphin que volviera y ya entonces recibió su negativa.
—Ésa no es razón suficiente para traer a un canalla como Cunedda —repuso Tegwr sarcástico.
—Tal vez su objetivo consista en que un irlandés puede mantener a los demás irlandeses alejados —reflexionó Maelwys.
—Tendréis que vigilarlo —advirtió Baram—. Ahora es un hombre anciano, incluso ya es abuelo, pero es tan astuto como un viejo jabalí, e igual de ruin. Sus hijos no son mucho mejores; son ocho, y nunca sueltan ni la espada ni la bolsa. No obstante, os aseguro que saben cuidar sus posesiones. Si deben defender la zona, lo harán.
—No supone un gran consuelo —masculló Tegwr.
Baram se encogió de hombros. De acuerdo con su personalidad, había hablado por todo un mes.
A mi juicio, y aparte de las prevenciones de Tegwr y de los que eran como él, la venida de Cunedda no constituía algo perjudicial; la tierra debía ser habitada, trabajada y protegida. Desde que Elphin había sido expulsado de ella por los bárbaros, nadie la había reclamado. Incluso los invasores no habían mantenido un interés permanente en ella; únicamente les importaban las riquezas que prometía.
Elphin había comprendido que no se podía volver al pasado. Por lo tanto, era preferible un bribón conocido como Cunedda, en quien, por lo menos, se podía confiar para que defendiese sus intereses, que otro jefe desconocido. El otorgarle tierras a un irlandés podía representar un golpe maestro de diplomacia y defensa. A Maximus le era posible así vaciar con más facilidad la guarnición en vistas de su marcha a la Galia, pues había hallado un clan poderoso para proteger la región. En cuanto a Cunedda, el viejo jabalí, se sentiría halagado y satisfecho al verse reconocido de tal forma por el emperador, incluso podía enmendarse en un esfuerzo por ganarse el respeto de sus vecinos.
El tiempo lo descubriría.
La conversación derivó hacia nuevos derroteros, así que me disculpé y me llevé el arpa a mi habitación donde me puse a afinarla y le arranqué algunos sonidos. Hacía mucho tiempo que no practicaba; de hecho, la última vez que había tocado fue la noche en que canté en la sala de Maelwys.
El arpa, un hermoso instrumento, sale de las manos de artesanos bárdicos, que utilizan herramientas y técnicas pulidas y mejoradas de generación en generación durante mil años. Utilizan las maderas más refinadas, como el corazón del roble o del nogal, las tallan con cuidado y elegancia, las modelan y las abrillantan a mano. Por último, se enceran con una laca protectora y se ensartan en ellas las cuerdas de cobre o de tripa. Un arpa bien fabricada se canta a sí misma; el viento errante la hace canturrear. Pero dejad que un bardo pose sus dedos sobre esas brillantes cuerdas y los sones de este bello instrumento os elevarán.
Existe la creencia entre los bardos de que todas las canciones que hayan de ser compuestas jamás duermen en el corazón del arpa y sólo esperan a que unos dedos diestros las despierten. Por experiencia he comprobado que es cierto, ya que, en muchas ocasiones, las mismas canciones parecen guiar las manos.
Al cabo de un rato, empecé a recuperar la habilidad para tañer las cuerdas. Ensayé una de las melodías que más amaba y conseguí entonarla con tan sólo unas pocas vacilaciones.
Por alguna razón desconocida, mientras abrazaba el arpa, Ganieda acudió a mi mente.
A menudo había pensado en ella desde que abandoné la fortaleza arbolada de Custennin, y, aunque el propósito de su padre fuera enviar a Gwendolau conmigo, no infravaloraba su preocupación por mi bienestar. ¿Adivinó ella, al igual que Custennin, que yo pertenecía al linaje del Pueblo de los Seres Fantásticos? ¿Ese motivo nos atrajo mutuamente?
¡Oh, sí! Me sentía sugestionado por ella; para algunos, loco por aquella belleza morena, desde el mismo instante en que la vi lanzarse temeraria al interior del bosque en persecución de aquel monstruoso jabalí. Primero, el sonido de la agitación y la bestia que atravesaba el arroyo enfurecido, y, luego, Ganieda que súbitamente apareció bajo el haz de luz, con la lanza empuñada, los ojos luminosos y una intensa y febril decisión modelando todas sus deliciosas facciones.
Ganieda descendía del Pueblo de los Seres Fantásticos, ¿era una coincidencia? ¿Tan sólo la casualidad nos había reunido? ¿O existía algo detrás de aquel aparente azar?
Cualquiera que fuera la respuesta, nuestras vidas habían cambiado. Más tarde o más temprano, deberíamos tomar una decisión, y en el fondo de mi corazón conocía cuál sería y no deseaba equivocarme.
El arpa me provocó todos aquellos pensamientos. Supongo que la música formaba parte de la belleza que ya entonces asociaba a la muchacha, aunque apenas si nos conocíamos el uno al otro; sentía que ella se hallaba dentro de mí y que se había adueñado de una parte de mi mente y de mi espíritu.
¿Lo sabías, Ganieda? ¿Lo percibías también?