9

Debiera haber visto con más claridad. Debiera haber sabido adonde conducían los acontecimientos. Debiera haber reconocido la forma en que se iba a desarrollar el futuro. Mi visión era lo bastante nítida. Debiera haberlo sabido para proteger a Aurelius. Por encima de todo, hubiera debido reconocer la invisible mano de Morgian afanosa por modelar el mundo a su voluntad. Todo esto hubiera debido saberlo y verlo.

Hubiera debido… Palabras vacías, inútiles. Cómo se adhieren amargas a mi lengua. Pronunciarlas es sentir en la boca sabor a bilis y a ceniza. Pues bien, es a mí a quien hay que culpar.

Aurelius se sentía tan feliz, tan seguro… Y yo estaba tan satisfecho de poder pasar una temporada en la residencia de Avallach; de ver a Charis de nuevo, quien no pensaba más allá del día presente. Puesto que no temía nada, dejé que el tiempo siguiera su curso. Ése fue mi error.

La verdad es que temía a Morgian y esto constituyó mi punto flaco.

Nada más abandonar Londinium, cabalgamos en dirección a Ynys Avallach, a la antaño misteriosa Isla de Cristal, al palacio de Avallach. Durante los altos en el trayecto, se nos recibió en todas partes con grandes aclamaciones; la noticia de la derrota de Hengist había impregnado incluso el paisaje, y se nos daba la bienvenida por doquier.

Gwythelyn y los monjes se separaron de nosotros en Aquae Sulis, pero persuadí a Dafyd para que continuase con nosotros y se ocupara de la tutela de Aurelius. La verdad es que no era necesario animarlo demasiado; la alegre perspectiva de ver otra vez a Charis y a Avallach lo llenaba de ilusión.

Fue una reunión emotiva. Se arrojaron uno en los brazos del otro, con brillantes lágrimas de alegría en sus mejillas. No creo que hubieran pensado jamás que volverían a verse después de tantos años. Pero como con toda buena amistad, el paso del tiempo no había alterado un ápice del amor que se profesaban, y en pocos minutos fue como si jamás se hubiesen separado.

Tras las penurias de tres meses de casi continuas batallas, constituía una gran satisfacción dejar que la Isla de Cristal ganara nuestros espíritus ya cansados de luchar. El falso verano se desvaneció y el otoño avanzó rápidamente, llevando viento y lluvias a las Tierras del Verano. Los ríos crecieron para inundar las tierras bajas que rodeaban el palacio, e Ynys Avallach se convirtió de nuevo en una auténtica isla. Aunque los días se acortaron y fueron más fríos, nuestros corazones permanecieron llenos de alegría y nos deleitamos en el calor de la mutua compañía.

Dafyd iba al gran salón durante el día, y la mayor parte de los servidores de Avallach se reunía allí para escuchar cómo el sabio obispo explicaba las enseñanzas de Jesús, el Hijo Bendito de Dios, Señor y Redentor de los hombres. La sala se llenaba de amor, de luz y de sabiduría. Aurelius, fiel a su palabra, repartía los días en el estudio y las oraciones a los pies de Dafyd. Le vi crecer con gracia y fe, y mi corazón se alegraba al pensar que Britania tendría tal Supremo Monarca.

Grande es el rey que ama al Altísimo. Antes de que cayeran las primeras nieves del invierno, Aurelius se consagró a Dios y tomó el signo del Hijo Redentor, la Cruz de Jesucristo, como su emblema.

Entretanto, Pelleas se mostraba cada vez más inquieto. Un día lo encontré en las murallas. Miraba con atención hacia el sur, en dirección a Llyonesse.

—¿Lo echas en falta? —pregunté.

—No lo había pensado hasta ahora —respondió, sin apartar los ojos de las colinas meridionales.

—¿Entonces por qué no regresar?

Se volvió para mirarme, el dolor y la esperanza se mezclaban en su semblante, pero no respondió.

—No para quedarte. Pero puedo prescindir de ti por un tiempo; regresa con tu gente. ¿Cuánto hace que no los ves? Ve con ellos.

—No sé si sería bien recibido —repuso, y se volvió otra vez para mirar las grises masas a lo lejos.

—Jamás lo averiguarás aquí de pie —le dije—. Ve; hay tiempo. Podrías reunirte con nosotros en Londinium para la Misa de la Natividad.

—Si creéis que podría…

—No lo habría dicho si no lo pensara. Además, resultaría beneficioso saber alguna noticia de lo que sucede en Llyonesse.

—Entonces iré —afirmó decidido. Se volvió y, con el aire de un hombre que se dirige a la muerte, bajó de la muralla y atravesó el patio. Al poco rato lo vi cabalgar por la explanada; lo observé hasta que desapareció de mi vista por el sendero de la colina.

En cuanto a mí, pasé mucho tiempo con mi madre; hablamos, jugamos al ajedrez, tocamos el arpa y canté para ella. Era reconfortante permanecer sentado junto a ella frente al fuego, el aire impregnado de aromas a roble y a olmo, arrollados en nuestros mantos de lana, mientras escuchábamos cómo la fría lluvia repiqueteaba sobre las losas del patio y el fuego chisporroteaba ante nosotros.

Charis me habló de su vida como danzarina del toro en la Atlántida, del cataclismo que había acabado con su tierra natal, de su llegada a Ynys Prydein, y de las dificultades de aquellos primeros años trágicos y sin esperanza: de toda esa antigua historia ya conocida. Pero esta vez la escuché de una forma diferente a como lo había hecho antes, y comprendí. Escuchar con comprensión es quizá la parte más importante de la auténtica sabiduría. Aprendí mucho escuchando a mi madre hablar de su vida y logré verla bajo una nueva dimensión.

Una mañana le pregunté por la espada de Avallach, la que me había entregado cuando me convertí en rey. Pelleas me había dicho que la encontró en el campo de batalla cuando yo ya había huido, y que la había llevado de regreso a Ynys Avallach junto con la noticia de mi desaparición, cuando el clima de aquel primer invierno lo obligó a abandonar mi búsqueda.

—¿Quieres recuperarla? —preguntó—. Te la he guardado. Pero como tú no la pediste a tu regreso, pensé… Pero, desde luego, te la traeré.

—No, por favor; sólo he preguntado por ella. Te dije una vez que esa espada no era para mí. La poseí durante un tiempo, pero creo que está destinada a otra mano.

—Es tuya. Puedes dársela a quien desees.

Hubiera dado mucho por quedarme en la casa de Avallach, pero no podía hacerlo. El momento de partir llegó demasiado pronto. Un buen día Aurelius envió mensajeros a sus señores, tal y como había dicho que haría, convocándolos a su coronación. Luego, al cabo de unos pocos días, nos pusimos en marcha.

Montamos en nuestros caballos un frío día invernal e iniciamos nuestro viaje a Londinium. Aurelius estaba de muy buen humor y ansioso por colocarse la corona. Había abrazado las enseñanzas de Dafyd; tenía ahora a Jesucristo como su Señor. Tras su coronación, deseaba ser bautizado, para demostrar a todo su pueblo a quién rendía vasallaje.

Uther desconfiaba de la iglesia. Desconozco por qué. No hablaba de sus recelos con nadie. Aceptaba la bondad en hombres como Dafyd y el bien que sus vidas y enseñanzas producían, incluso reconocía su procedencia, pero no se decidía a abrazar la verdad que proclamaban, ni a hacerla suya. No obstante, como ya he dicho, amaba a su hermano, y cualquier cosa que Aurelius escogiera, Uther, como mínimo, la toleraba.

Sin embargo, la estancia de Uther en la Isla de Cristal, aunque relajada, tuvo algo de cautiverio. De modo que el de nuestra despedida fue un día de liberación para Uther, y lo disfrutó como nadie. Fue el primero en montar a caballo, y se quedó allí tirando de las riendas para un lado y otro, impaciente, mientras el resto de nosotros se despedía.

—Madre, reza por mí —susurré, y la abracé con fuerza.

—Al igual que mi amor, mis oraciones no han cesado jamás. Ve en la paz de Dios, Halcón mío.

Tras envolvernos en nuestras capas y pieles para protegernos del frío, empezamos a bajar por el sinuoso sendero que llevaba a la calzada y cruzamos los pantanos helados en dirección a las lejanas colinas cubiertas de nieve. El frío hizo salir el color a nuestras mejillas y agudizó nuestro apetito. Viajamos a gran velocidad sobre el duro suelo invernal para aprovechar al máximo las poquísimas horas de luz, y nos deteníamos sólo cuando estaba tan oscuro que no se veía ya la carretera. Por la noche, nos acurrucábamos cerca del fuego de nuestro anfitrión nocturno —jefe guerrero, magistrado o anciano del poblado— y escuchábamos el aullido de los lobos hambrientos.

Sin embargo, cabalgamos por un territorio silencioso y tranquilo, y llegamos a Londinium un día antes de lo planeado. Esta vez Aurelius no fue al palacio del gobernador, sino que se encaminó directo a la iglesia. Urbanus nos recibió con cordialidad y nos condujo a sus aposentos, la planta baja de una casa adyacente a la iglesia, sencilla pero amplia.

Mientras nos calentábamos en torno al brasero y bebíamos vino caliente con especias, nos dijo cómo podía prepararse la iglesia para la coronación. Declaró su entusiasmo por que la coronación se celebrara en su iglesia, pero confesó:

—Todavía no comprendo por qué deseáis ser coronado rey aquí.

—Soy cristiano —explicó Aurelius—. ¿Adónde querríais que fuera? El gobernador Melatus no es mi superior para recibir de sus manos la corona; pero Jesús es mi Señor, y por lo tanto tomaré el trono en su gloriosa presencia. Y recibiré mi corona de su fiel servidor, el obispo Dafyd.

Era tal como yo había querido siempre que sucediese, pero el oír la confirmación de los propios labios de Aurelius me emocionó. Sólo un rey así sería adecuado para el Reino del Verano, y Aurelius poseía la gracia y la fuerza necesarias; poseía la fe. Sabría gobernar esta isla, y la haría florecer como un prado en pleno verano.

¡Luz Omnipotente, que mi visión resulte falsa! Deja que Aurelius viva para realizar su tarea.

Al día siguiente llegaron a Londinium los primeros reyes de Aurelius. Coledac y Morcant, ninguno de los cuales hubo de emprender un largo viaje, llegaron a la ciudad con sus señores y consejeros, un pequeño grupo de soldados con cada uno de ellos y, para mi sorpresa, sus esposas e hijos. Dunaut y Tewdrig llegaron un día después, y Custennin y Ceredigawn al otro. Resultó todo un problema encontrarles alojamiento a todos, pues cada uno había traído un gran séquito para asistir a la ceremonia.

También llegaron Morganwg de Dumnonia, con los príncipes Cato y Maglos; Eldof de Eboracum; Ogryvan de Dolgellau y sus jefes y druidas; Rhain, príncipe de Gwynedd, primo de Cerdigawn; Antorius y su hermano y rey, Regulus, de Canti en Logres; Owen Vinddu de Cerniu, Hoel de Armórica, que había tenido que desafiar el tempestuoso mar invernal, y sus hijos Garawyd y Budic.

Y no sólo llegaron señores y jefes guerreros, sino también hombres santos: Sansón, el muy piadoso sacerdote de Goddodin, en el norte; el renombrado obispo Teilo, y los abades Ffili y Asaph, nobles clérigos de Logres; y Kentigern, el muy querido sacerdote de Mon; los obispos Trimoriun y Dubricius, ambos sacerdotes eruditos y respetados que ejercían su labor pastoral en Caer Legionis; y, claro está, Gwythelyn con todos los monjes del monasterio de Dafyd, en Llandaff.

Reyes, señores y clérigos de todos los reinos de la Isla de los Poderosos vinieron a apoyar a Aurelius como Supremo Monarca. Cada uno trajo regalos; objetos de oro y plata, espadas, caballos y magníficos mastines de caza, buenas telas, arcos de madera de fresno y flechas con puntas de metal, cueros, pellejos y pieles de la mejor calidad, cuernos para beber bordeados de plata, barriles de aguamiel y de cerveza oscura, y aun más.

Todos portaron obsequios acordes a su rango y riquezas, y comprobé que se preparaban para aquel acontecimiento desde hacía mucho tiempo y lo habían esperado con ansiedad; tal y como yo había predicho. El tiempo había obrado maravillas en sus corazones; había glorificado a Aurelius a sus ojos. Venían a Londinium a coronar a un Supremo Monarca, y se encargarían de que se hiciese con todos los honores.

¿Dije todos? Había uno cuya ausencia era bien patente: Gorlas. Sólo él se expuso con su desafío a las iras del Supremo Monarca. El día antes de la celebración de la Misa de la Natividad, seguía sin llegar ni un mensaje ni una noticia de Gorlas. Esto pesaba más sobre Uther y sobre mí que sobre Aurelius, quien estaba tan ocupado en recibir los regalos y honores de sus señores que no parecía darse cuenta del desaire.

Pero Uther se dio cuenta. Al ver que pasaban los días, y los preparativos para la celebración de la Misa estaban casi terminados, penetró como una furia en los aposentos del piso superior de la casa de Urbanus, gritando y golpeando con los puños mesas y puertas.

—¡Dame veinte hombres y te traeré la cabeza de Gorlas para la coronación del Supremo Monarca! ¡Por Lleu y Jesús que lo haré!

—Tranquilízate, Uther —respondí—. Lleu puede que apruebe tu regalo, pero dudo sinceramente que a Jesús le gustase.

—¿Entonces me he de quedar aquí y no hacer nada mientras ese hijo de mala madre le hace un palmo de narices a Aurelius? Dime, Merlín, ¿qué tengo que hacer? Te advierto que no soportaré el agravio de Gorlas.

—Creo que es asunto de Aurelius, no tuyo. Si el Supremo Monarca desea pasar por alto el insulto de Gorlas, pues muy bien. No me cabe duda de que tu hermano se ocupará de ello en el momento más oportuno.

Uther se calmó, pero aquello no acabó con su cólera. Por el contrario, sus murmuraciones y estallidos de ira a todos los que se le acercaban acabaron por volverlo tan molesto, que al final lo envié en busca de Pelleas, quien aún no había arribado. Empezaba a sentirme preocupado por él, puesto que, a menos que algo se lo impidiera, ya debiera de haber llegado.

Podría haber estudiado el fuego en busca de alguna señal suya, pero desde mi curación y salida de Celyddon, me resultaba desagradable el leer en las brasas o mirar en el cuenco profético. Quién sabe si temía que, mientras deambulaba por los senderos del futuro, pudiera encontrarme a Morgian; se me ocurrió tal posibilidad y la perspectiva me heló el corazón. O a lo mejor me lo impedía algún otro motivo. En cualquier caso, no me apetecía satisfacer mi curiosidad ni con el fuego ni en el cuenco profético, y no pensaba hacerlo a menos que fuera indispensable.

De esta forma, Uther, contento por tener algo que hacer, ordenó que le ensillaran el caballo, reunió a un pequeño grupo de hombres armados y a mediodía salió de la ciudad. Por fin quedé libre para dedicarme a mis propios asuntos, que incluían visitar a Custennin y a Tewdrig.

Esto me mantuvo ocupado hasta bien entrada la noche, ya que los nobles no cesaban de visitar a Aurelius, y beber a su salud, ofrecerle regalos, y jurarle fidelidad tanto en su nombre como en el de sus herederos. La víspera de la Misa el Supremo Monarca estaba inundado de fidelidad y buenos deseos. Hablé con unos y otros para recabar información y aprender todo lo que podía de aquellos señores de reinos sobre los que lo desconocía todo.

El amanecer alboreaba ya cuando me dirigí por fin a mi dormitorio. Entonces me di cuenta de que Uther aún no había regresado. A pesar de mis pocas ganas de hacerlo, me sentí tentado de remover las brasas y ver qué le había ocurrido. No obstante, me puse la capa y salí en busca de mi caballo. El monje encargado de los establos yacía dormido en su rincón sobre un jergón de paja nueva, roncando. No quise despertarlo y yo mismo ensillé la montura para salir luego a las frías y silenciosas calles.

El encargado de las puertas de la ciudad no aparecía por ninguna parte, pero el portón no estaba cerrado con pasador, por lo tanto lo abrí y salí a toda prisa. Por entre las hojas congeladas de los árboles que bordeaban el camino, al otro lado de las murallas, siseaban ráfagas de viento. El cielo amenazaba nieve y brillaba como plomo fundido bajo el sol que empezaba a despuntar. Seguí la carretera en dirección al oeste, sabedor de que Uther habría ido por allí en busca de Pelleas.

Cabalgué dejando que el caballo corriera a su antojo, feliz por estar de nuevo al aire libre, lejos de la sofocante compañía de los hombres. Empecé a pensar en Pelleas. A lo mejor no había actuado con sensatez al animarlo a regresar a su hogar en Llyonesse. No sabía nada de lo que sucedía allí. Al rey Belyn pudiera no haberle gustado ver a su hijo bastardo; algo podría haberle ocurrido a Pelleas.

Incluso ahora no lo consideraba probable y la idea no se me habría ocurrido jamás si no fuera por la evidencia de la ausencia de Pelleas. Desde luego, podría haberse topado con problemas durante el camino; siempre era posible, aunque resultaba difícil imaginar qué clase de problemas podría encontrar un guerrero avezado que no pudieran eliminarse con facilidad mediante un rápido golpe de su espada.

¿O sería algo completamente distinto?

La vacía carretera discurría bajo los cascos de mi caballo, y mi sentido del peligro se agudizaba con cada paso. Esperaba la aparición de Pelleas en cualquier momento coronando la colina que tenía delante, pero llegué a ella y no lo vi.

Cabalgué hasta el mediodía y luego me detuve. Debía regresar si quería estar en Londinium a tiempo para la Misa y la coronación de Aurelius. Permanecí detenido por un momento en la cima arbolada de una colina, escudriñando el paisaje que me rodeaba. Luego, de mala gana, inicié el regreso.

No había cabalgado mucho, sin embargo, cuando oí un grito:

—¡Mer-r-lín-n!

La llamada procedía de cierta distancia, pero se oía muy clara en el fresco aire invernal. Me detuve al instante y me volví sobre la silla. A lo lejos, un jinete solitario galopaba hacia mí: Pelleas.

Esperé y no tardó en alcanzarme, agotado, sin aliento, el caballo cubierto en sudor por la dura galopada.

—Lo siento, mi señor… —empezó, pero hice a un lado su disculpa con un gesto.

—¿Estás bien?

—Estoy bien, mi señor.

—¿Has visto a Uther?

—Sí —Pelleas asintió con la cabeza, mientras intentaba recuperar el aliento—. Nos encontramos con él en el camino…

—¿Nos? ¿Quién iba contigo?

—Gorlas —resolló—. Hubiera venido antes, pero, dadas las circunstancias, pensé que era mejor…

—No hay duda de que hiciste lo justo. Ahora cuéntame lo sucedido.

—Hace un día, de camino hacia aquí, atacaron a Gorlas y su comitiva. Viajaba sólo con una pequeña escolta, y nos vimos obligados a luchar para salvar la vida; los mantuvimos a distancia durante un buen rato, no obstante. Uther nos encontró cuando parecía que íbamos a perecer. Entonces nuestros atacantes huyeron. El duque salió en su persecución, pero lo eludieron. —Pelleas se interrumpió para inhalar—. Cuando regresó, Uther me envió por delante. Ahora viene con Gorlas.

—¿Están muy lejos?

Pelleas sacudió la cabeza.

—No lo sé con certeza. He cabalgado toda la noche.

Oteé la carretera a nuestra espalda, con la esperanza de ver alguna señal de Uther y Gorlas; no había ninguna.

—Bien, no hay nada que podamos hacer ahora. Regresaremos a Londinium y los esperaremos allí.

Tardamos bastante en llegar a la ciudad a causa del agotamiento de Pelleas. Una vez allí corrimos hasta la casa de Urbanus y tuvimos tiempo de lavarnos antes de ir a la iglesia. Cuando llegamos a ella, el sagrado recinto ya estaba repleto; el patio se hallaba atestado con las comitivas de los señores y ciudadanos curiosos. Nos abrimos paso por entre la multitud que bloqueaba las puertas y los que se apiñaban en el interior hasta encontrar un hueco junto a una columna, cerca de la parte delantera.

El interior de la enorme nave estaba iluminado por gran cantidad de velas que brillaban como el oro blanco, igual que la luz del cielo tras una tormenta. Nubes azuladas de incienso ascendían en dirección a las vigas del techo en volutas perfumadas para flotar sobre nuestras cabezas como las oraciones de los santos. La iglesia era un solo murmullo de excitación. Era algo que no había sucedido nunca antes: ¡un rey coronado en una iglesia que recibía la corona de manos de un hombre santo!

Acabábamos de ocupar nuestros lugares cuando las puertas interiores fueron abiertas de par en par y un monje que balanceaba un incensario bajó vestido con sus hábitos por la nave central. Tras él apareció otro que transportaba una cruz tallada en madera. Los seguía Urbanus, con una túnica negra y una enorme cruz de oro sobre el pecho.

Dafyd iba detrás, igualmente vestido con sus hábitos, el rostro brillante a la luz de las velas. Lo miré con el mismo asombro con que lo miraron los otros, porque se había transformado. Espléndido en humildad, radiante en sencilla santidad, Dafyd parecía un mensajero celestial que había venido a bendecir la celebración con su presencia. Ninguno de quienes lo observaban hubiera podido confundir su bondadosa sonrisa con cualquier otra cosa que no fuera el éxtasis de alguien unido a la fuente viviente de todo el amor y toda la luz. Verlo era doblar la rodilla ante el Dios que servía; era acercarse a la auténtica majestad con humildad y sumisión.

Detrás de Dafyd venía Aurelius. Portaba su espada, la Espada de Britania, la hoja sobre las palmas de sus manos, vestido con una túnica y pantalones ambos blancos, con un cinturón ancho de discos de plata. Habían peinado hacia atrás sus oscuros cabellos con aceites y los habían sujetado en la nuca con un cordón. Iba calmo, la expresión a la vez seria y alegre.

Gwythelyn lo seguía llevando un delgado aro de oro sobre un paño de hilo blanco. Otros cuatro monjes sostenían, cada uno por una esquina, una capa de color púrpura imperial.

Todos avanzaron hasta el altar, colocado sobre una escalonada plataforma de mármol. Urbanus y Dafyd se acercaron al altar y se volvieron de cara a Aurelius, quien se arrodilló ante ellos sobre los escalones.

Apenas si había terminado de arrodillarse, cuando un coro de monjes, que rodeaba el perímetro de la iglesia, empezó a gritar:

GLORIA! GLORIA!

GLORIA IN EXCELSIS DEO!

GLORIA IN EXCELSIS DEO!

—¡Gloria al Dios en las alturas! —gritaron, y su grito se convirtió en un cántico.

Se les unieron otros, y pronto todo el mundo cantaba; las voces resonaron por toda la iglesia, el sonido elevaba el corazón y ascendía en forma de espiral más y más a través del oscuro cielo nocturno hasta las primeras estrellas parpadeantes, hasta el mismo trono celestial.

Cuando el cántico alcanzó su crescendo, Dafyd extendió los brazos y en un instante el recinto quedó en silencio.

—Es justo rendir homenaje al Señor Supremo —dijo. Entonces se volvió hacia el altar, se arrodilló, y empezó a orar en voz alta.

—¡Señor Todopoderoso, Rey Celestial, henos aquí para honrarte!

Luz del sol,

resplandor de la luna,

esplendor del fuego,

celeridad del rayo,

velocidad del viento,

profundidad del mar,

solidez de la roca,

dad fe:

En el día de hoy oramos por Aurelius, nuestro rey;

para que la fuerza del Señor lo sostenga,

el poder del Señor lo apoye,

los ojos del Señor velen por él,

los oídos del Señor lo escuchen,

la palabra del Señor hable por él,

la mano del Señor lo proteja,

el espíritu del Señor lo salve

de las trampas de los demonios,

de la tentación de los vicios,

de todo aquel que le desee mal.

Convocamos a todos estos poderes para que se interpongan

entre él y estos males:

contra todo poder cruel que pueda oponerse a él;

contra los conjuros de falsos druidas,

contra las negras artes de los bárbaros,

contra las artimañas de los adoradores de ídolos,

contra los grandes hechizos y los pequeños;

de toda cosa repugnante que corrompe el cuerpo y el espíritu.

Jesús con él, ante él, detrás de él.

Jesús en él, bajo él, por encima de él.

Jesús a su derecha, Jesús a su izquierda.

Jesús cuando duerma, Jesús cuando despierte.

Jesús en el corazón de todo el que piense en él.

Jesús en la lengua de todo el que hable de él.

Jesús en la vista de todo el que lo vea.

Nosotros lo confirmamos hoy, a través de una fuerza poderosa,

la invocación de los Tres en Uno solo,

a través de la fe en Dios,

a través de la confesión del Espíritu Santo,

a través de la confianza en Cristo,

Creador de toda la Creación.

Así sea.

Cuando terminó, Dafyd se volvió hacia el monje que llevaba la cruz y alzó el símbolo de madera ante Aurelius.

—Aurelius, hijo de Constantino, que serás Supremo Monarca sobre todos nosotros, ¿reconoces a Nuestro Señor Jesucristo como tu Supremo Monarca y le juras fidelidad?

—Lo reconozco —respondió Aurelius—. Y no juraré fidelidad a ningún otro Señor que no sea Él.

—¿Y prometes servirlo en todas las cosas, de la misma forma en que se te servirá a ti, hasta tu último aliento?

—Prometo servirlo en todas las cosas, de la misma forma en que se me sirve a mí, y hasta mi último aliento.

—¿Y lo adorarás libremente, lo honrarás de buena gana, lo venerarás con nobleza, y le demostrarás tu fe sincera y el mayor de los amores todos los días de tu vida en el reino de este mundo?

—Adoraré a Cristo libremente, lo honraré de buena gana, lo veneraré con nobleza, y le demostraré mi fe más sincera y el mayor de los amores todos los días de mi vida en el reino de este mundo.

—¿Y apoyarás a la justicia, serás clemente y buscarás la verdad en todas las cosas, tratando a tu pueblo con compasión y amor?

—Apoyaré la justicia, seré clemente y buscaré la verdad en todas las cosas, tratando a mi pueblo con compasión y amor, como lo hace conmigo el Señor.

Todo esto fue lo que Dafyd preguntó, y Aurelius contestó sin vacilar y en voz bien alta para que incluso la multitud de fuera pudiera oírlo. Pelleas se inclinó hacia mí y susurró:

—Todos los reunidos aquí esta noche, cristianos y paganos por igual, sabrán ahora lo que significa adorar al Dios Altísimo.

—Que así sea —respondí—. Ojalá se extienda tal conocimiento.

Urbanus se acercó con un frasco de óleos bendecidos y, una vez mojó sus dedos, ungió la frente de Aurelius con la señal de la Cruz. Luego hizo una seña a los monjes que sostenían la capa; los monjes la alzaron y la colocaron alrededor de los hombros de Aurelius. Urbanus la sujetó con un broche de plata.

Dafyd se había vuelto hacia Gwythelyn, que sostenía el aro. Tomó el delgado aro dorado y lo sostuvo sobre la cabeza de Aurelius.

—Levántate, Aurelianus —dijo—, ciñe tu corona.

Aurelius se levantó despacio y Dafyd colocó enseguida el aro sobre su frente.

El sacerdote besó a Aurelius en la mejilla y, tras instarlo a volverse para que lo viera su pueblo, exclamó:

—¡Señores de Britania, he aquí a vuestro Supremo Monarca! Os exhorto a que lo améis, honréis, sigáis y le juréis fidelidad de la misma forma en que él ha jurado fidelidad al Supremo Monarca celestial.

Al oír estas vibrantes palabras, todos los señores allí reunidos prorrumpieron en un potente grito de júbilo; una sola voz de aclamación, un solo deseo de buena voluntad, un solo corazón palpitante de amor por su nuevo rey.

Aurelius sonrió y extendió los brazos como si quisiera abarcar con ellos todo el mundo. Y sé que en ese momento lo hizo como muy pocos hombres lo consiguen jamás.

Cuando las aclamaciones cesaron, Aurelius se arrodilló de nuevo para recibir la bendición del obispo. Tanto Dafyd como Urbanus colocaron las manos sobre él y le dieron la bendición de la iglesia con estas palabras:

—Ve en paz, Aurelianus, para servir a Dios, al reino, y a tu pueblo; para conducirlos en la santidad y la rectitud hasta el fin de tus fuerzas y de tu vida.

La gente se arrodilló a su paso, pero ninguno pudo apartar la vista del rey. Llegó al centro de la iglesia y alguien gritó:

—¡Ave! ¡Ave, Imperator!

Otra persona respondió:

—¡Salve Emperador Aurelius!

Al instante todos se pusieron de nuevo en pie y lanzaron un grito:

—¡Emperador Aurelius! ¡Ave Imperator! ¡Salve Aurelius, Emperador de Occidente!

Los habitantes de Britania no habían coronado un emperador desde los tiempos de Maximus, a quien habían dado el nombre de Macsen Wledig, para convertirlo en britón, pero éste marchó sobre Roma con lo mejor de las tropas britonas y jamás regresó. Aurelius tenía un nombre romano, pero un corazón britón. Nada sabía de Roma; este emperador era britón.

Proclamaron emperador a Aurelius, y al hacerlo —aunque apenas si se dieron cuenta— proclamaron el principio de una nueva era para Ynys Prydein, la Isla de los Poderosos.