6
Cuánto tiempo, Loba? ¿Cuánto tiempo, vieja amiga, he permanecido sentado sobre mi roca mientras contemplaba el paso de las estaciones? Se elevan en un remolino por los aires para volver a la Gran Mano que las entregó. Vuelan como los gansos salvajes, pero jamás regresan.
¿Qué ocurre con Merlín? ¿Regresará algún día el Hombre Salvaje del Bosque?
Hubo una época en que… No importa, Loba; tan sólo el Anillo de Orión, el Cisne, la Osa Mayor tienen importancia. Todo lo demás puede desvanecerse y extinguirse, mas las estrellas, eternas, permanecerán cuando todo lo demás se haya convertido en simple polvo.
Observo los astros invernales relucir con fuerza en el helado firmamento; si no me sintiera tan abatido, conjuraría una hoguera para calentarme. Sin embargo, en lugar de ello, contemplo cómo las heladas alturas realizan su inescrutable tarea. Mis ojos se posan sobre la escarcha que cubre las rocas y descubro allí un tipo de vida. Miro con atención el agua negra de mi cuenco, y distingo las formas de lo posible y de lo inevitable.
Te hablaré de lo inevitable, ¿quieres? Sí, Loba, te lo contaré, y entonces sabrás lo mismo que yo.
Vivíamos en Dyfed. Yo gobernaba a mi gente, y al mismo tiempo les ayudaba a entender poco a poco la visión del Reino del Verano. Creía que si conseguía mostrar a mi gente su forma y sustancia, me seguirían con convicción y agrado.
Por entonces no imaginaba las fuerzas que se habían creado en mi contra. Ciertamente luchamos contra un Adversario muy astuto. No lo dudes jamás. Nos movemos por la corteza terrestre con la seguridad de que vemos el mundo tal y como es, cuando lo que vemos es simplemente un reflejo de nuestra mente.
Ningún hombre conoce la realidad en sí. Excepto, quizá, si el Enemigo le facilita esa percepción. Pero no hablaré de él. Pregunta a Dafyd, a él le resulta más fácil explayarse sobre él, ya que jamás ha tenido que enfrentársele cara a cara. Las palabras son inútiles para describir la repugnancia, la repulsión y el completo aborrecimiento que inspira… Ah, pero apartémonos de este tema. Déjalo, Merlín, no persistas en él.
Recuerdo cuando vino a mi encuentro: su joven rostro lleno de esperanza y temor. Pobre criatura, apenas si tenía conciencia de lo que hacía, pero sí conocía la intensidad de su deseo, lo mucho que le importaba. Desde luego, debía sentirme algo halagado, y prever algún beneficio para ambos o no lo hubiera permitido. La cosa es que…
¿Qué? ¿No lo he dicho? Pelleas, Loba; hablo de Pelleas, mi joven criado. ¿Quién si no podía ser?
En compañía de Gwendolau y de algunos de los hombres de Avallach, había cabalgado hasta Llyonesse para celebrar un consejo con Belyn. Esperábamos firmar un tratado de mutua ayuda en caso de ataques bárbaros, los cuales cada vez resultaban más frecuentes y molestos. Precisábamos la cooperación de los que habitaban al sur de Mor Hafren y a lo largo de las costas meridionales, donde los irlandeses habían empezado a desembarcar en las pequeñas bahías y calas ocultas, para, una vez en tierra firme, dirigirse hacia el norte o el este según prefirieran.
Maelwys y Avallach creían que si se acordonaba toda la costa con un sistema de torres de vigilancia y fuegos vigía, podríamos evitar que llegaran a nuestro suelo, y quizás incluso terminar con sus incursiones. Si los irlandeses sabían que un ejército les acechaba y que sus pérdidas superarían siempre sus botines, era posible que abandonaran el sendero de la guerra por pasatiempos más pacíficos.
La propuesta que llevamos a Belyn consistía en llevar a cabo ese plan. Convencerle no resultó fácil, pues, aunque compartía los mismos sentimientos hacia los irlandeses, unir nuestros esfuerzos le obligaría a abandonar su preciado aislamiento y prefería mucho más su forma de vida solitaria. Finalmente, Maildun salió en nuestra defensa y consiguió el apoyo de Belyn para nuestros propósitos.
La noche anterior a nuestra partida de Llyonesse, Pelleas vino a verme.
—Lord Merlín —me saludó—, perdonadme por molestar vuestro descanso. —Yo me había retirado temprano a mis aposentos, ya que los regateos me agotaban, y tras tres días de intensas negociaciones estaba exhausto.
—Entra, Pelleas, entra. Disfrutaba de una copa de vino antes de irme a dormir. ¿Puedo invitarte a una?
Aceptó mi ofrecimiento pero no bebió. Por la expresión de su rostro comprendí que le había supuesto un gran esfuerzo el presentarse ante mí, y que algo de importancia le preocupaba. A pesar de lo cansado que me hallaba, no le forcé, sino que esperé a que me lo contara cuando le pareciera apropiado.
Me acomodé al borde de mi cama y le ofrecí la silla. Se sentó con la copa entre las manos y los ojos clavados en ella.
—¿Cómo es el norte? —preguntó.
—Es una zona muy agreste. Gran parte de su extensión está cubierta por bosques, y existen montañas y páramos donde no crece otra cosa que turba y moho. Puede resultar un lugar solitario, pero no es tan desolado ni terrible como los hombres piensan. ¿Por qué lo preguntas?
Se encogió de hombros.
—Nunca he estado en él.
Algo en su voz me incitó a inquirir:
—¿Crees que yo vivo allí?
—¿No es así?
Me eché a reír.
—No, muchacho. Dyfed se encuentra al otro lado de Mor Hafren, no muy lejos de Ynys Avallach. No representa una distancia excesiva. —Esto le desconcertó, así que me dispuse a explicárselo—. El norte del que hablaba realmente está muy alejado, más allá de la Muralla.
Asintió con la cabeza.
—Entiendo.
—Merodeé por esa región durante algún tiempo. —Levantó la cabeza al oír estas palabras—. Sí, viví con el Clan del Halcón, una tribu del Pueblo de las Colinas que siguen a sus rebaños de un lugar de pastoreo a otro por toda aquella región septentrional. Pero el país aún se extiende más hacia el norte.
—¿Sí?
—Oh, desde luego. Más allá es territorio picto, un lugar inhóspito donde ellos construyen sus hogares.
—¿Se pintan de color azul realmente?
—La verdad es que sí. De formas diferentes. Algunos, como los guerreros más feroces, incluso se tiñen la piel de forma permanente con dibujos sumamente complicados.
—Debe ser digno de contemplarse —exclamó con cautela.
—Debieras verlo alguna vez —respondí al tiempo que presentía que esto era lo que quería de mí.
Pelleas meneó la cabeza despacio y suspiró; su gesto me indujo a creer que lo tenía bien ensayado.
—No, eso no es para mí.
De nuevo ofrecí la réplica requerida.
—¿Por qué no?
—Nunca puedo viajar. —Había levantado la voz, y sus palabras parecían un lamento—. ¡Ni siquiera he visitado nunca Ynys Avallach!
Habíamos llegado ya a la cuestión que le había conducido hasta allí.
—¿Qué sucede, Pelleas? —inquirí con suavidad. Se levantó de la silla a tal velocidad que derramó un poco de vino de la copa que sujetaba.
—Llevadme con vos. Sé que os vais mañana; quiero acompañaros. Seré vuestro criado. Sois un rey; necesitaréis a alguien que os sirva. —Se detuvo y añadió desesperadamente—: Por favor, Merlín, debo salir de aquí o moriré.
Por la forma en que se expresó, dudé de que no fuera a caerse muerto en el mismo instante de nuestra partida. Medité sobre ello por un instante: no tenía necesidad de ningún sirviente, pero podría haber un puesto para él entre los ayudantes de Maelwys.
—Bien, se lo preguntaré a Belyn —propuse.
Se desplomó de nuevo sobre su asiento.
—Nunca me dejará partir. Me odia.
—Resulta difícil creerlo. Sin duda el rey ocupará su mente en otras cosas que…
—¿Existe algo más importante que el bienestar de su propio hijo?
—Su hijo… —Lo observé con atención—. ¿Qué dices?
Dio un rápido sorbo a su copa. Había descubierto su secreto, y ahora tomaba ánimos para la lucha que percibía cercana.
—Soy el hijo de Belyn.
—Debo disculparme —aseguré al recordar nuestro primer encuentro y que le había tratado como a un sirviente—, pues al parecer confundí a un príncipe por un criado.
—Oh, lo soy. Quiero decir que, al menos, no soy un príncipe —respondió con sarcasmo.
—Acláramelo, ¿quieres? Me hallo fatigado.
Asintió con los ojos bajos de nuevo.
—Mi madre es una criada de esta mansión.
Lo comprendí perfectamente. Pelleas era el hijo bastardo de Belyn, y el rey no quería reconocerlo. Por lo tanto, el muchacho consideraba que su única oportunidad de labrarse un futuro consistía en alejarse de Llyonesse; no obstante, por la misma razón por la que Belyn no declaraba su parentesco, era muy probable que el rey le impidiera marchar. Le comuniqué mis pensamientos.
—¿A quién perjudicaría intentarlo? —Estaba muy desesperado—. ¡Por favor!
—No, no creo que causara ningún daño.
—Entonces, ¿se lo preguntaréis?
—Lo haré. —Me levanté y le quité la copa de las manos—. Ahora vete y yo trataré de conciliar el sueño.
Se levantó pero no hizo el menor movimiento en dirección a la puerta.
—¿Y si se niega?
—Deja que lo consulte con la almohada. Algo se me ocurrirá.
—¿Puedo venir a buscaros por la mañana? Podemos pedírselo juntos.
Suspiré.
—Pelleas, confía en mí. He prometido ayudarte. Eso es todo lo que puedo hacer de momento. Dejémoslo así por esta noche.
Lo aceptó con cierta aprensión, pero no pareció sentirse molesto. No obstante, nada más cantar el gallo a la mañana siguiente ya se hallaba ante mi puerta, dispuesto y ansioso por ver de qué lado se inclinaría el destino. Como no había forma de librarme de él hasta cumplir mi ofrecimiento, acepté entrevistarme con Belyn tan pronto como fuera posible.
En realidad, no pude hablar a solas con el rey hasta el momento en que nos preparábamos para partir; consideraba que me favorecería que no hubiera nadie cerca mirándonos; y, por consiguiente, tuve que esperar, mientras soportaba las suplicantes miradas de Pelleas, hasta encontrar la ocasión propicia.
—Por favor, Lord Belyn —dije, aprovechando la oportunidad que se me presentó al abandonar la sala. Gwendolau, Baram y los demás habían salido hacía apenas unos instantes y nosotros los seguíamos.
—¿Sí? —inquirió muy tieso.
—Estoy interesado en uno de vuestros sirvientes. Se detuvo y se volvió hacia mí. Si adivinó lo que me proponía, no lo demostró.
—¿En qué consiste ese interés, mi señor Merlín?
—Puesto que se me acaba de nombrar rey, de momento no tengo sirvientes propios.
—¿Y queréis uno de los míos, no es así? —Me dedicó una gélida sonrisa y se frotó la barbilla—. Bien, nombrad a quien es de vuestro agrado, y si puedo prescindir de esa persona no mostraré ningún inconveniente.
—Sois muy generoso, señor —le halagué.
—¿Cuál? —preguntó distraído mientras se volvía de nuevo hacia la puerta.
—Pelleas.
Belyn se giró en redondo para mirarme. Sus ojos se clavaron en mí en un intento por determinar cuánto sabía.
—Por lo que parece, no tiene unos deberes concretos —observé, con la esperanza de facilitar su decisión.
—No, no tiene una tarea definida. —Su mente trabajaba furiosamente al tiempo que sopesaba implicaciones y posibilidades—. Pelleas… Ah, ¿habéis hablado con él sobre ello?
—Muy brevemente. No quería aventurarme demasiado hasta haberos consultado.
—Demostráis inteligencia. —Se dirigió de nuevo hacia la puerta, y pensé que abandonaba aquel asunto, pero, en lugar de ello, siguió—: ¿Qué opina Pelleas? ¿Creéis que iría?
—Presiento que podría convencerle.
—Tomadle. —Belyn avanzó otro paso y vaciló, como si fuera a modificar su determinación.
—Gracias —dije—. Se le tratará bien, tenéis mi palabra.
Se limitó a asentir y salió. Creo haber percibido una sensación de alivio en su talante cuando se alejaba. Quizás aquel arreglo le ofrecía la respuesta a un embarazoso dilema.
Pelleas, claro está, se mostró lleno de júbilo.
—Lo mejor es que recojas tus cosas y ensilles tu caballo —le apremié—. No queda mucho tiempo.
—Ya estoy listo. Preparé mi montura antes de venir a veros esta mañana.
—Lo que indica mucha seguridad en ti mismo, ¿no?
—Tenía fe en vos, mi señor —respondió alegremente y corrió para traer sus cosas.
Si imaginé que aquel incidente había finalizado, estaba equivocado. Apenas había desaparecido Pelleas, advertí una presencia que me observaba. Me volví para mirar la sala anteriormente vacía y me encontré con una figura envuelta de pies a cabeza en ropajes negros, que estaba de pie en el centro de la enorme habitación. Mi primer impulso fue huir, pero, como en respuesta a mis pensamientos, el extraño personaje exclamó:
—¡No, quédate!
Permanecí inmóvil mientras se acercaba. La amplia capa negra estaba vistosamente adornada con fantásticos y diminutos dibujos bordados en hilo negro y dorado, al igual que las altas botas; unos guantes negros cubrían sus manos hasta casi llegar al codo, y en la cabeza llevaba una especie de capucha con una gasa sujeta a ella de modo que el rostro quedaba velado a la vista.
Aquella extraña aparición se detuvo ante mí y sentí una sensación de vértigo, como si las losas bajo mis pies hubieran perdido su solidez, y la piedra se hubiera convertido en barro fluido. Extendí una mano para sujetarme a la jamba de la puerta que tenía al lado.
La enlutada figura me estudió con atención durante un momento; observé que sus ojos relucían detrás del velo.
—¿Nos hemos visto antes? —preguntó una voz femenina engañosamente cordial, pues contradecía su amenazador aspecto.
—No, señora; de lo contrario, estoy seguro de que lo recordaría.
—Oh, pero creo que nos conocemos.
Su presunción era cierta, ya que yo sabía perfectamente quién era la que se dirigía a mí. Mi propio temor me lo había descubierto.
—Morgian —dije. Mi lengua se movió espontáneamente, y su nombre surgió de mi boca con rapidez.
—Bien hallado, Merlín —respondió cortésmente.
Cuando ella pronunció mi nombre, sentí un delicioso escalofrío, sensual y seductor, como el que podría experimentar quien sucumbiera a un placer prohibido. Desde luego, aquella mujer poseía amplios poderes y conocía muy bien cómo utilizarlos, pues en aquel momento realmente la deseé.
—¿Cómo está mi querida hermana? —preguntó al tiempo que daba un paso corto hacia adelante y alzaba la gasa que le cubría el rostro. Por fin nos encontrábamos frente a frente.
Era una mujer hermosa, y guardaba un gran parecido con Charis. Sin embargo, en aquellos momentos mi madre era la persona más alejada de mi mente. Tenía ante mí un rostro de una belleza aparentemente exquisita e irresistible.
Cautamente hablo de «apariencia» porque ahora no estoy seguro de que no fuera un hechizo. Desde luego, pertenecía al Pueblo Fantástico, y poseía la elegancia natural de aquella raza; pero Morgian la superaba con mucho. Su semblante parecía provenir de un sueño o de una visión: conmovedor, perfecto, impecable.
Su cabellera pálida y brillante relucía como oro hilado; sus ojos eran grandes y luminosos, salpicados por el fuego verde de dos esmeraldas gemelas situadas bajo unas pestañas doradas y unas cejas suavemente arqueadas; su piel, blanca como la leche, contrastaba con el rojo intenso de sus labios, que escondían unos dientes perfectos y delicados como perlas.
No obstante, alrededor de ella, o tras ella, como negras alas extendidas o una sombra invisible, pero viva, percibí un halo, siniestro e inquietante, como constituido todos los horrores innombrables de una pesadilla. Esta presencia etérea parecía poseída de un continuo y angustioso tormento, y se aferraba a ella; sin embargo, no puedo afirmar si emanaba de ella o ella formaba parte de aquella esencia temible. De todas formas era real, tanto como el miedo, el odio o la crueldad.
—Tardas mucho en contestar, Merlín —me apremió y levantó una mano hasta mi rostro. Incluso a pesar de la fina piel del guante, pude sentir el frío fuego de su contacto—. ¿Ocurre algo?
—Charis está bien —respondí y sentí que había traicionado a mi madre por el mero hecho de pronunciar su nombre.
—Vaya, me alegro de oírlo. —Sonrió, y me sorprendió el percibir una amabilidad genuina en su sonrisa. De inmediato pensé que debía de haberla juzgado erróneamente. Quizá, después de todo, sí le importaba, y la maldad que percibía en ella era producto de mi imaginación. A continuación, añadió en tono despreocupado, como alguien a quien se le acaba de ocurrir:
—¿Y cómo está Taliesin?
Aquellas palabras indudablemente representaban una daga envenenada en la mano de un hábil y odioso enemigo.
—Taliesin murió hace muchos años —entoné categórico—. Como bien sabéis.
Pareció quedar estupefacta ante la noticia.
—No —jadeó, al tiempo que sacudía la cabeza con fingida incredulidad—, rebosaba vitalidad la última vez que lo vi.
No consideré que mereciera réplica su perversa respuesta.
—Bien —siguió Morgian—, quizás era inevitable. Charis debió de quedar anonadada por su muerte. —Su frase tenía el preciso perfil de la incisión de un puñal.
Yo también eché mano de un arma.
—Desde luego, pero su dolor, al menos, no quedó sin consuelo.
Mi afirmación atrajo su interés.
—¿Qué consuelo pudo encontrar?
—La esperanza —repuse—. Mi padre creía en el Dios Verdadero, había obtenido la vida eterna por la gracia de Nuestro Señor Jesús, el Cristo, y, por lo tanto, un día se reunirán en el paraíso. Ésa es la ilusión y la promesa que la sostienen. —Supuso una limpia estocada; y sentí cómo la hoja penetraba en ella.
Sonrió de nuevo, y percibí el poder que brotaba de ella hacia mí como una mano lista para abofetear.
—No necesitamos hacer hincapié en tal infortunio —declaró Morgian—. Tenemos otras cosas que discutir.
—¿Tenemos, señora?
—No aquí; ni ahora. Pero ven a visitarme de nuevo —invitó—. Creo que ya conoces el camino, si no, Pelleas te lo mostrará. Puede que tú y yo nos hagamos amigos. Es una perspectiva que me agrada. —Aquellos impresionantes ojos verdes se entrecerraron seductores—. A ti también te gustaría. Lo sé. Podría enseñarte muchas cosas.
Su influencia sobre mí era tan irresistible que incluso, aunque palabras como «amiga» resultaban tan antinaturales y tan ajenas a ella, le di crédito. Su encanto podía engañar, confundir y convencer; podía conseguir que las sugerencias más imposibles y repulsivas parecieran lógicas y atractivas.
No dije nada, de modo que ella continuó:
—Oh, pero pronto te irás, ¿verdad? Bien, nos encontraremos en otra ocasión, Merlín. Tenlo por seguro.
La perspectiva me dejó helado. ¡Luz Omnipotente!, ¡extiende tus alas protectoras sobre mí!
De nuevo se echó el velo sobre el rostro y se apartó con brusquedad.
—No debo entretenerte —afirmó, y, dándose la vuelta, hizo un pequeño gesto con las manos.
Volví a sentir que podía moverme y no permanecí allí por más tiempo; abandoné la sala y atravesé el corredor, ansioso por interponer tanta distancia entre Morgian y yo como me fuese posible. En el exterior, los caballos estaban dispuestos y salté a la silla sin dirigir una sola mirada atrás.
Gwendolau aguardaba junto a los otros; me observó con atención cuando monté, pues quizá percibía que me había sucedido algo extraño.
—Vendrá alguien más con nosotros —anuncié—. Pelleas nos acompaña.
—¿Va todo bien, Merlín? Parece como si acabaras de ver un fantasma.
Forcé una carcajada.
—Nada que no pueda remediar un día a caballo.
Subió a su montura, que aguardaba junto al mío.
—¿Estás seguro?
—Sí, hermano, no te preocupes. —Aferré su brazo con fuerza, ya que, en aquel momento, necesitaba sentir el contacto de otro cuerpo—. Pero te agradezco tu interés.
El gigantón sonrió con afabilidad.
—Se trata de puro egoísmo. Mi hermana me despellejaría vivo si permitiera que algo malo le ocurriera a su futuro esposo.
—Por el bien de tu enorme pellejo, me esforzaré por evitarlo —exclamé con una nueva carcajada, al tiempo que la influencia de Morgian se alejaba de mí.
Pelleas llegó junto a nosotros al cabo de un instante. Llevaba una pequeña bolsa colgada de la silla de su caballo y una enorme sonrisa iluminaba su rostro.
—Estoy listo —anunció alegremente.
—Entonces pongámonos en marcha, amigos —dijo Gwendolau—. ¡El día se nos acaba!
Salimos del antepatio y atravesamos las puertas coronadas por torres del palacio de Belyn. Nadie salió a despedirnos.