EL ALA DEL PÁJARO

Se pondría contento. La máquina eléctrica, con su tilín, me lo asegura.

El capítulo primero, versión corregida y aprobada —momentáneamente por supuesto— está listo.

Simón ha dicho que, ya que aquí no se otorgan años sabáticos, él se tomará un mes sabático para terminar con el libro de ensayos.

—¿Y si me instalo en tu casa y trabajamos juntos?

Yo, para no ser menos que mi personaje y para darle una satisfacción a “Desorientada de Belgrano”, le dije que tendría que pensarlo.

Dejo a “Desorientada” junto a la máquina de escribir y voy a la cocina.

Después del segundo pocillo de café saco en limpio que estoy alimentando mi gastritis y mi masoquismo. Total, no es firmar el acta de matrimonio. Si se pone pesado, chau y a otra cosa.

“Yo misma” me aclara que él, en todo caso, es “coso” y que lo paso mejor con el descendiente del talmudista que con mis fantasmas y rencores.

Para escapar de los desencuentros o encontronazos entre Graciela, “Yo misma” y “Desorientada”, decido recurrir al diario de la amiga de la hermana de Simón que, sin saberlo, me había ayudado a introducir el Diario de Clara en la novela. El final, aunque no con moñito, ya lo tenía resuelto; ahora era cuestión de un racconto pormenorizado de los días y noches de mi heroína.

La bata huele a investigador de cultura sefardí. Me río pensando en el trueque y en su camisa de seda.

Abro el Diario y busco al azar, como quien acude a la Biblia para encontrar una respuesta a sus interrogantes.

Después de todo, pertenezco al pueblo del libro y no es raro que recurra a uno, aunque sólo sea una carpeta con hojas amarillentas.

“… La habitación la compartía con dos parturientas; una andaba por el hijo doce.

Me dolía todo el cuerpo. Ellas se sentaban en las camas con las piernas cruzadas, las largas y oscuras trenzas colgando a los costados de las caras. Me miraban con lástima; decían que no tenía fuerza porque era delgada. Cuando mi bebé lloraba se ofrecían a amamantarlo. De corazón, decían. Costaba convencerlas de que no lo hicieran.

A veces, por deferencia hacia mí, intercambiaban algunas palabras en hebreo, pero generalmente conversaban en árabe. Venían a visitarlas sus maridos, vestidos con túnicas. Los acompañaban hijos y parientes. Una mañana escuché que uno de los esposos discutía con el médico; le decía a viva voz que no esperaría hasta que le diera el alta, que su mujer ya estaba bien y que debía volver a su casa para atenderlo a él y a sus hijos.

”…Era un espléndido día de invierno. El pequeño auto rojo, tibio y dulce como una manzana al sol, nos aguardaba. Entré en él ceremoniosamente; mi marido me acomodó a nuestro primer hijo en el regazo. No sé si hay momentos más importantes que aquellos en que dos seres, en sus insignificantes existencias, se sienten poderosos e indestructibles…”

Paseo por el living. Pienso en la autora del diario y en los años que han transcurrido desde el momento en que ella comenzara a apuntar sus experiencias de “olé jadash”. Me pregunto si aún seguirá teniendo esa visión esperanzada de la vida.

En el centro de mesa, una manzana redonda y tibia como el auto descrito en el diario, parece responderme con otra pregunta: ¿Por qué no?

Recuerdo que en Jerusalén, antiguamente, a la transmisión de noticias se la designaba de un modo bello y significativo: El ala del pájaro.

“Desorientada”, Graciela y “Yo misma” coinciden en que —aunque de manera un poco candorosa— la amiga de la hermana de Simón escribe como si fuera anunciando buenas nuevas.

Con una mano tomo la manzana, con la otra levanto el auricular del teléfono.

El descendiente del talmudista dirá “hola”. Yo me apresuraré en comunicarle que me acaba de rozar el ala del pájaro y que su roce memorioso me ha concedido el derecho al descanso sabático.