En el desierto, él continuaba con sus refinadas prácticas cotidianas; mantel de lino, servilleta bordada, vajilla de porcelana, y la inseparable bañera portátil en la que se bañaba todos los días.
Fue a comienzos del siglo. El solitario explorador inglés aprendió doce idiomas y escuchó la música de los monjes tibetanos que le abrieron las puertas de sus monasterios. Aparecía y desaparecía. Muchas veces lo dieron por muerto. Quería ser enterrado cerca del Himalaya como un amigo aventurero que allí tenía su tumba. Solo en la vida y en la muerte. A veces abría una pequeña caja de madera y escuchaba y hacía escuchar canciones que hablaban del amor, del vivir, del morir. El cantor era Enrico Caruso.
El locutor, después de contarme algunos datos biográficos del famoso viajero, ofrece la compañía gangosa de Louis Armstrong.
No, en mi vida no habrían manteles de lino sacudiéndose en los vientos del desierto ni monjes de cabezas rapadas. Desde la radio surge “Un mundo maravilloso” y no puedo dejar de preguntarme cómo serán los amaneceres y atardeceres en las montañas del Tíbet. Los míos se asocian con diarios desparramados sobre la alfombra, libros amontonados, vasos de agua, pocillos de café, portalápices con bolígrafos gastados y lápices sin punta.
Louis se ha marchado; el locutor responde a los llamados de los oyentes que hablan de hambre, robos…
“¿Quién está triste ahora?”, por lo menos responderle al que pregunta cantando. No, motivos no.
¿Acaso el explorador no había elegido la soledad?
En un cuarto de baño convencional una ducha convencional. Mentalmente recito un poema en inglés. Doce idiomas dominaba el explorador. Doce, como las tribus de Israel. Doce fueron los años que estuve casada con Gustavo. Doce horas he dormido. ¡Oh, el poder de los sedantes! No hay bañera portátil ni caja de madera mágica. Enrico Caruso sigue cantando en el Himalaya. Doce los meses que me he propuesto para terminar la novela. Un año con Clara Stein y su viaje a Israel. Trescientos sesenta y cinco días con Eleazar, con Jerusalén, con Safed, con el lago Tiberíades, con Haifa…
Habrá que avanzar sola, como el explorador. Y también habrá que desplegar manteles y objetos familiares.
A pesar del viento que castiga con arena, y se traga las costas, los minaretes, las naves de las iglesias, el gemido de las sinagogas, las indumentarias de las mujeres musulmanas, los uniformes israelíes y las ruinas de esa fortaleza en la que los judíos prefirieron suicidarse antes que rendirse… A pesar de la lejanía continuaré duchándome; mientras, alguien seguirá condoliéndose de las mujeres que duermen solas y el británico desplegará su bañera portátil. Purificarse. El agua, como el badajo de una campana, suena y resuena. “Un mundo maravilloso”, Graciela. En el río Ganges alguien cumple con sus abluciones. En una “mikveh” hay quien hunde su cabeza en el agua para cumplir con el antiguo mandato hebreo. En la pila bautismal el niño llora ante la sorpresiva lluvia.
Apretarse los pechos. Agradecer su tibia compañía.
En el cuerpo de una mujer, incluso estando sola, puede cantar Enrico Caruso.
La mano crea un círculo en el espejo empañado. El calvo sacerdote hace una reverencia, y abre las puertas del templo.