CAPITULO V
“Sea cual fuere el lugar donde lo encontramos, sentimos que llega desde algún lugar —poco importa qué lugar— desde algún país que le ha servido de alimento, más que de residencia, desde alguna tierra secreta que lo ha nutrido pero que no puede heredar, porque en todas partes el judío parece no pertenecer a ninguna parte.”
Djuna Barnes, “El bosque de la noche”
Sus líneas austeras vuelven a perturbarla. Cinco años atrás había estado allí con su marido, un grupo de turistas y Eleazar, el guía.
Después del tercer aniversario de la muerte de Horacio, repite el viaje y el itinerario. Necesita comprender qué la había alterado aquella vez en el Museo de la Diáspora. El marido había sonreído, burlón, ante el silencio de la computadora; a ver si él era judío… El guía había intervenido para explicar que no todos los datos estaban registrados en la máquina y que existían apellidos cuya procedencia resultaba confusa. “Si tus padres y abuelos, tan españoles ellos, hubiesen sospechado que Calderón es de origen judío”, había dicho Clara. “Si tus padres y abuelos, tan judíos ellos, supieran que la computadora les diría no”, había respondido Horacio. Y Clara, hasta donde supiese, provenía de judíos. Y Horacio, de católicos.
Después de haber ido a visitar el Museo de la Diáspora y reencontrarse con la información que nuevamente le decía no, Clara entra en “Iad Vashem” diciéndose que la muerte es el verdadero lazo: Treblinka, Auschwitz, Dachau… Alguno de esos hornos se había comido a los suyos.
En la penumbra del “Monumento a la Recordación” cree escuchar el silbato del tren que los transportaba. Cada antorcha crea la sombra de una figura.
La mano del guía israelí toma la suya; ella se avergüenza del deseo que crece a pesar de las fotos terribles. Un tren corre dentro de la mujer que ya no quiere mirar a sus costados. Lo oye pitar con furia, imponiéndose.
Quiere no pensar en el cuarto de hotel mientras recorre las calles, las barracas y la rampa de acceso. Los uniformes contrastan con los pijamas que parecen estar vacíos. Hay una especie de selección en esa mirada que se pasea casi sin ver. Es suficiente con lo que imagina, con lo que recuerda haber escuchado, leído, soñado…
Ella ha ido de excursión al territorio de la masacre y su cuerpo, impertinente y obsesivo, sigue reclamando. El roce es una locomotora que avanza a toda velocidad. La muerte viaja detrás, hacinada, hambrienta, asomando sus ojos por las rendijas. Se oyen gemidos. Pero Clara y Eleazar son la locomotora y avanzan arrastrando miseria, injusticia, desolación, miedo…
El paisaje permanece inmutable; las caras que las ventanillas de ciertos trenes dejan ver ya son abono. Las ruedas siguen el carril que conduce a un destino que algunos conocen, que otros presienten y que la mayoría se resiste a creer. La muerte no altera su marcha. Clara intenta concentrarse en la sensación producida por el brazo que enlaza su cintura. Así fuese el verdugo, ella no escaparía.
Montañas de zapatos, de trajes, de valijas… Los perros tiran de las correas. Junto a la fosa abierta, rodeándola como un cerco, los cuerpos desnudos. Clara tiembla. El brazo sube por la espalda, rodea los hombros, conforta.
Los cadáveres apilados componen una macabra escultura. Ya basta, está por exigir. Pero sus pasos la llevan a las camillas. El médico le ordena desnudarse. Ni siquiera el brazo de Eleazar la podrá salvar del frío, del terror. Pero igual se aprieta a él. La luz blanca, intensa, no le permite distinguir quién es el que, con guardapolvo, manos enguantadas y bisturí, la abre en dos.
La boca del guía se acerca a su oreja; apenas unas pocas palabras y la camilla se transforma en la cama donde ella y él escalaron zonas que nada tenían que ver con el martirio. En los algodones del sexo curaron las llagas y descansaron.
La mano asciende por el cuello y se apoya —como bendiciendo— en la cabeza de la mujer que solloza.
Hundidos en la cara huesuda, los ojos de Horacio la vigilan. Él está en la fila de al lado y, dentro de pocos minutos será algo que acarrearán. Un SS aparta a Clara y la conduce a las barracas. Hay máquinas de coser; en el pedaleo de las costureras la vida aún no se ha detenido. Cómo puede seguir trabajando después de que lo vio mirarla con esos ojos redondos. Cinco generaciones, contaba el “zeide” mientras le ofrecía un caramelo. La computadora lo había delatado al dibujar el nombre Calderón en la pantalla. Clara piensa en la asfixia de Horacio y en ella que permitió que lo encerraran en un cajón. Los bolsillos del abuelo siempre escondían golosinas. Si hubiese estado vivo, la habría liberado de la carga de ser viuda y ella seguiría siendo Clarita. ¿Por qué su marido la acosa desde los hombres que, con el pijama a rayas, simulan la uniformidad de la muerte?
El tren deja oír su silbato. Los alemanes gritan. Los prisioneros siguen teniendo los ojos de Horacio. “Oi, mame”, había implorado tía Sara antes de morir de cáncer en la soledad del geriátrico. Por “Iad Vashem” esa invocación se multiplica hasta ensordecer. Clara se apoya en el hombre que le dice que si le hace mal por qué, para qué. Porque necesita que le haga mal, piensa con un suspiro que parece decir también “Oi, mame”.
Una sinagoga arde y con ella los fieles. Es “Rosh ha Shaná” y Clarita estrena, como todos los años para esa fecha, un vestido. El que lleva puesto es de plumetí con pasacintas. Las cintas del vestido son del mismo color que la que le sujeta el pelo. Blanco y rosa también el saludo, los besos, la cara y el rodete de la abuela que, sentada en el palco junto a otras mujeres, reza y se entera de las buenas y malas nuevas. Desde la galería superior, los mantos rituales que cubren a los hombres son como el velamen de una embarcación. Ellos se balancean sobre las olas de sus plegarias. Y Clarita se marea mirando hacia abajo, pero no puede dejar de mirar porque uno de los remeros es el abuelo. Cuando él siente los ojos de la nieta alza la cabeza, sonríe y, tocándose los labios, le envía un beso. Clarita imagina que Dios también debe besar así de leve. Y, aunque le arden las puntas de los pies, sigue asomándose.
Las llamas acaban reduciendo a cenizas todo lo blanco y todo lo rosa. Y los mástiles caen arrastrando rodetes, barbas, vestidos de plumetí, mantos rituales, sombreros y pañuelos de colores que se tornan color ceniza como los días sin sol, como las noches sin hombre… “Oi, mame”, gritan a coro.
La palma fresca de Eleazar la rescata del incendio. Es como si volviese a estrenar un vestido para el Año Nuevo y las hogueras existiesen nada más que para calentar y cocer los alimentos. ¿O acaso no es una hoguera bienhechora la mano que acaricia? Clara la besa; los labios buscan la línea de la vida, arriba, en donde antes el reloj marcara un tiempo para el trabajo, para la comida, para el descanso, para el amor…
Mejor salgamos, dice Eleazar. Todavía no, responde Clara. El tren vuelve a hacer sonar su silbato; ella sube junto a los que aprietan contra sus pechos a niños dormidos y a paquetes con objetos que son parte de esa vida de antes de la muerte. Candelabros, carpetas, manteles bordados a mano, fotos… Clara es arrastrada. En el andén han quedado Horacio y los hijos; ella les dice que suban; él mueve la cabeza a los lados y grita que tienen un apellido no judío y que se salvarán. Hasta la quinta generación, quiere advertirles Clara. Pero las puertas de los vagones se cierran; oye las trancas y se deja caer en un rincón, apretujada por el recuerdo de cuando amamantaba.
Eleazar dice que ya han recorrido bastante. Nunca es bastante, responde Clara. Pero no ofrece resistencia y lo sigue hacia la salida.
Una mujer con muletas le sonríe a un niño. Sonríe como si no anduviese en muletas y el mundo fuese claro y limpio como la explanada en la que un grupo de turistas se fotografía. Clara tiene la mandíbula endurecida, supone que nunca podrá lograr ese gesto inocente y esperanzado.
Eleazar la llama. Clara no quiere hacerlo esperar, pero entre los turistas cree haber visto a un pariente muerto desde hace tiempo.
Eleazar va a buscarla y se queda mirando a quien ella mira.
Los viejos judíos suelen parecerse, dice él. Pero éste es idéntico al que le daba un billete y, palmeándole la cabeza, le decía que comprara lo necesario para organizar una fiestita.
Seguramente Eleazar tiene razón y es un viejo judío que se parece a otro viejo judío. Pero si a pesar de lo que acaba de ver en Iad Vashem, un pueblo ha sobrevivido, por qué no pensar en algo misterioso y simple como la galera de un ilusionista. Entonces la mandíbula pierde rigidez, los labios ceden al impulso y nace la sonrisa. Clara le sonríe al tío que auspiciaba alegres reuniones infantiles. Y a la mujer con muletas y al hombre de bermudas floreadas que filma el frente del edificio.
Eleazar no pregunta por la sonrisa ni por los ojos húmedos. Una tarde de sol no debe ser desperdiciada, dice. Y la invita a pasear por la costa.
Clara observa a los que se desplazan por la playa. Ella también tuvo pareja y niños que jugaban en la arena. Nuevamente está ante la pantalla de la computadora, pero ahora la máquina dice que no posee información sobre una joven esposa con niños y marido. El mar sabe más, basta con mirarlo. Clarita barrena las olas junto a su hermano y Clara salta sosteniendo a sus dos hijos…
No se imagina entrando al Mediterráneo con Eleazar. No se imagina en traje de baño y salpicando espuma; sólo puede imaginarse echada al sol, con los párpados bajos y los recuerdos dormidos por el calor. Puede imaginarse, también, que hacen el amor en la fresca penumbra del cuarto. Pero no puede imaginar la palabra siempre. Desde su visita al Museo de la Diáspora la inquieta la certeza de que no siempre su familia ha pertenecido a esa casa de las fotos de los abuelos que ella agigantaba para saberse dueña de un pasado enigmático y bello como esa galería y esas personas.
Clara aprieta los párpados que el sol lastima. Se siente sin casa, sin sombra… Teme abrirlos y comprobar que tampoco tiene hombre.
Eleazar, el torso desnudo, los pies descalzos, parece dormir. El sudor anilla el vello. La mujer besa el pecho. No sabe si él sonríe porque lo han besado o porque sueña que alguien lo besa.
Un chico come choclo; tiene las manos sucias de arena. Cuando termina de comer tira el marlo en el mar. Clara está por reprenderlo pero recuerda que casi no sabe hebreo y que ese niño no es su hijo.
Hace calor; se desprende unos botones del vestido, acomoda la espalda, y vuelve a cerrar los ojos. El sol es una casa y se mete en él. Dentro de la casa huele a bizcochuelo. Clarita corta una porción de la torta aún tibia; hay migas en el piso y su madre la reta.
Eleazar deja caer, en fina lluvia, un puñado de arena dentro del escote. Clara se sobresalta. Él limpia la piel que está a la vista, después los dedos se introducen en el corpiño.
Casi no hay gente en la playa. Clara pregunta cuánto tiempo ha dormido. Más de una hora, responde él, mientras desprende otros dos botones del vestido. Le propone nadar. Ella se niega a hacerlo en ropa interior.
Lo mira dar largas brazadas con envidia. Se siente sucia y acalorada. Recoge la falda más arriba de las rodillas, la anuda alrededor de los muslos y entra un poco más. El agua está tibia, calma. Si se atreviese a flotar desnuda y de cara al cielo… Pero permanece en el mismo sitio, como aquellas viejas de su infancia: batones húmedos en el ruedo, piernas hundiéndose en la arena… Tiene ganas de llorar por su cobardía y, para no llorar, entra otro poco. Hay una depresión, tropieza y cae. En cierto modo, se alegra de la caída.
No se resiste cuando él le quita el vestido. La tela se hincha como si albergara un cadáver; la dejan ir.
Nadan plácidamente. Los chicos siguen jugando a la paleta. Clara piensa en cómo llegará al hotel. Pero ese pensamiento no la inquieta. El regreso al hotel es algo tan lejano como su regreso a la Argentina. También queda lejos el pudor y la certeza de ser una boba representando el papel de otra boba.
El acto de flotar le trae a la memoria aquel barco de refugiados judíos que ninguna nación quiso albergar. Si Eleazar la rechazara, ella sería como esos seres sin patria que no tuvieron otra salida que la muerte.
Da unas brazadas y se trepa a los hombros del guía.
¿Cómo voy a llegar sin ropa al hotel? Eleazar responde que le prestará su camisa. Clara ríe; el pelo le cae chorreando sobre la cara. Con un rápido ademán le arranca el corpiño. Clara se aprieta contra él.
Dócil, como el vestido, se deja llevar.