“EL SOLILOQUIO NO EXISTE”
Del otro lado de la línea, una voz de hombre dice que trabaja en la misma empresa que mi cuñado y que si no lo tomo a mal, le gustaría invitarme a comer o a tomar una copa o a ir al cine o a donde me parezca, porque la cuestión es conocerse y pasar un rato agradable.
Estoy tentada de tratarlo como a esos vendedores ambulantes que uno aleja con dos palabras, pero recuerdo que está la novela, la reescritura del capítulo primero, y que no se me ocurre nada que tenga que ver con Israel y con una cuarentona en busca de vaya Dios a saber qué cosas. Entonces digo que cuándo y dónde pero que a comer, no. Detesto aceptar galanteos en medio de un bife con papas fritas. Nada más lejos de la realidad que esos avisos publicitarios en los que atildados personajes se sientan a una mesa. La cita con un desconocido debe concretarse en un terreno que facilite y no que dificulte. Entonces le digo que esa confitería en Palermo sí, y que a las veintidós horas sí.
Por fin había encontrado una excusa para dejar de lado a Clara y Eleazar. Mi pelo, un desastre; mis uñas no estaban mejor: entre una cosa y otra tenía para toda la tarde.
Intento no pensar en cómo será el dueño de esa voz: él significa un recreo en la tarea impuesta y así fuera gordo y petiso, yo debería acicalarme con la dedicación de una mujer enamorada.
No hay nada que me cueste menos que ilusionarme. Tampoco hay nada más sencillo que desilusionarme. Hago un inventario mental de mi guardarropa y pienso en algo juvenil y sencillo. ¿Qué se pondría Clara Stein? No, ella me sugeriría algo sexy y desfachatado. Y yo, lo único que necesito, es distraerme.
Gordo, petiso y con anteojos. El detalle viril es un bigote al estilo Pancho Villa. No lleva traje sino una polera negra y un pantalón ancho que le da aspecto de acondroplásico. Pienso en mi cuñado y en las recomendaciones: “Ella es una intelectual, le gustan con barba y carterita al hombro”. Maldigo a Clara Stein por tomarse las atribuciones de mi hermana mayor; porque nadie como mi hermana mayor para llenarle la cabeza al marido con su cantinela predilecta: “Hay que encontrarle un tipo a Graciela.” Y ahí está el tipo. Puede tener treinta o cuarenta años. Después de todo, da lo mismo. Mi atuendo de vampiresa denuncia mis treinta y ocho; si le gusta bien, y si no, mejor.
Va hacia un rincón oscuro y apartado. Chiquito y degenerado, me digo. “Graciela necesita un hombre; hace un año que su marido la dejó y, que la familia sepa…” Creo escuchar a mi cuñado y traslado el odio al petiso.
Sentado parece superarme en altura. Su tronco debe ser desproporcionado con respecto a sus piernas, pienso. Como rápido, es rápido. Ordena dos destornilladores y algo para picar. ¿Te parece bien? Digo que sí, pero todo me parece mal.
Dice que mi cuñado le contó que yo estaba escribiendo una novela que transcurre en Israel. Podría ayudarme con documentación, con asesoramiento, con relaciones. Pertenece a una institución sefardí y dispone a su antojo de la biblioteca y el archivo. A nadie le interesan sus investigaciones, me confiesa con resentimiento. Investigar con la seriedad con que él lo hace no es valorado por la comunidad y menos por su familia. Solterón, pienso, basta escucharlo hablar de padres y tíos con el fastidio de un adolescente que no puede liberarse.
Unos tragos rápidos, y nada en el vaso. Lo imito. El calorcito provocado por el alcohol y sus confidencias me llevan a asentir cuando él pregunta qué te parece otra vuelta.
Evito mirar a mi alrededor. El resto de la gente es joven, alta, feliz.
Afirma que Woody Allen es un genio. Feo, de verdad, es el pelirrojo norteamericano, pienso. Estudio a mi interlocutor. Si a las facciones regulares les sumo pelo negro y abundante, el cuadro no es tan horrible. Mientras, él me explica que su rama materna desciende de Samuel Ibn Negrela, un experto talmudista nacido en Córdoba, España, hace casi mil años. Intento remontarme a la época en que judíos y musulmanes iluminaban al mundo desde España. Reprimo una sonrisa porque me parece que el señor gordito de bigotes luce un turbante y está sentado sobre un almohadón. Él me habla de la cábala, de la torá, del zohar y de la judería de Toledo… Si por lo menos no tuviera pelos en el dorso de esa mano que amasa restos de comida…
Especulo con la posibilidad de que sus conocimientos lleguen a resultarme útiles. El descendiente del talmudista podría impulsar más de un capítulo. Caigo en la cuenta de que aún estoy vacilando con el primero, y el abatimiento producido por ese recuerdo se suma a la decepción que me causa la figura pequeña y oscura que no abandona su exposición ni los saladitos. Me hundo en el asiento; desde esa posición él se ve más grande. Si llegara a reducirme al tamaño de mi autoestima, sería más diminuta que el maní que se lleva a la boca.
Tal vez él tuviera tanta sed a causa de lo que engullía. Pero, ¿y yo?, prácticamente sin probar bocado y diciendo que sí a su propuesta de otro gin.
Él habla, yo asiento con la cabeza o con unos sonidos que parecen gruñidos. En realidad, el cuarto destornillador me ha atornillado a la silla y, a pesar de mi desesperación por orinar, permanezco sentada y con las piernas muy juntas. Un imperceptible movimiento de caderas me traslada a mi época escolar y a la llegada a casa con la vejiga explotando.
Culpo a mi cuñado por las siete plagas de Egipto y por todas mis calamidades. Regresar a casa sola es una proeza de la que me considero incapaz. Frotar un muslo contra el otro me lleva a añorar aquello que —aunque gordo y petiso— debe portar el hombre que está frente a mí. Pobre, tan redondo y amigable que acabo asociándolo con uno de esos inodoros japoneses que cantan, lavan, perfuman… Si tan sólo me ayudara a ponerme de pie y llegar hasta el baño. Un amor que nace en la entrepierna, opaca todo aquello que no tenga que ver con el desahogo. Y agradezco el chiste judío que él cuenta, riéndose. No alcanzo a comprender el sentido del chiste, pero me basta para liberar la vejiga. Caliente como la mano que me acaricia la cara, ¿siempre te reís así? Me enternece esa mano pequeñita que pasa el dorso por mi mejilla. Llega hasta mis pies la tibieza de la orina. Comienzo a lloriquear. Si él sumara sus líquidos a los míos, sería como volver al útero. Oscuridad, no falta, medio acuoso, tampoco. Me pregunta por qué lloro y le digo que por Ibn Nagrela, ese antepasado suyo que debió pasarlo tan mal como la mayoría de los judíos. Parece más sorprendido por mi comentario que por mi llanto. Cómo explicarle que soy la prisionera de una silla y un charco en el que habito junto a una rana tan solitaria como yo. Croac-croac, digo. ¿Te sentís mal?, escucho preguntar a la ranita.
Una cabeza puede pesar toneladas. Imposible seguir sosteniendo la mía. La mesa es una almohada; si me dejaran dormir soñaría un sueño feliz. Pero él no cesa de hablar; lo hace desde lejos, tal vez desde las juderías de Toledo, Córdoba, Granada. Me acuerdo de mi abuelo y de sus “shifbriders”. ¿Acaso yo no soy un barco navegando en un mar de orina? Entonces llamo hermano al que comparte mi viaje hacia un país desconocido. Pero el experto en historia judía parece no entenderme; él es sefardí y no sabe lo que significa la palabra “shifbrider”, entonces se la explico y le hablo de mis abuelos y del vaso de vidrio con asa metálica y del “leicaj” de miel y de los “beigalej” de queso. Creo que sonríe cuando levanta mi cabeza y me ayuda a incorporarme. Su hombro es otra mesa, pequeña, confortable.
Me toco. Sí, ha sucedido. Y qué otra cosa podía suceder. Peter Lorre duerme a mi lado. Así es, querida, se sueña con Robert Redford y se despierta junto a Peter Lorre.
No, no apesto. Recuerdo vagamente el sonido del agua al caer de la ducha y alguien jabonándome.
De chica solían contarme hazañas de un tal “Shimshon ha givor”. Nunca supe si “Ha givor” significaba “el fuerte” o “el valeroso”. Simón respira y se le mueve el bigote. Mi recién estrenado amante no da el tipo valeroso, y fornido, menos. Pero valor y fortaleza no le ha faltado para arrastrarme desde la confitería a la ducha y de la ducha a la cama. Observo el lugar; es uno de esos ambientes enormes que suelen abundar en las revistas de decoración modernas. Ahí congenian living, dormitorio y cocina. Simón me había contado de su madre y hermana. Imposible imaginar a una venerable señora moviéndose por ese recinto donde cabe de todo menos una “idishe mame”.
Muevo la cabeza, la espalda y trato de incorporarme; llego a la conclusión que, de la mitad para arriba, mi estado es calamitoso. De la mitad para abajo existe una memoria de lo no registrado por la memoria. Estiro las piernas hasta encontrar la zona fresca de las sábanas. El contacto con lo frío despierta mi predisposición a la melancolía y me pregunto sobre el sentido de mi presencia en esa cama como si se tratara del destino del hombre en el universo. Seguro que Clara Stein, en situación similar, habría apresado hasta el mínimo detalle, la mínima caricia… Ni siquiera estoy enterada de si me ha gustado o no. Mi hermana se sienta en el borde de la cama, cruza una pierna sobre la otra y me clava la mirada como diciendo: ¿y de qué te quejás? Un caballero se había tomado la molestia de cargar con una borracha para después hacerle el amor y la borracha, en vez de sentirse culpable y avergonzada, lo despreciaba. ¿Qué espera la borracha de la vida, eh? Calmo a mi hermana y me refugio entre las sábanas. Ahí abajo huele a hombre y a mujer. El olor es benévolo porque borra a Graciela y a “Shimshon ha givor”. También unas cuantas tías andan, de excursión subcobijas y me recomiendan que no deje pasar la oportunidad. Tía Sara, la menos discreta de todas, me susurra que una mujer sola, y sin hijos, no vale nada. Como si estuviera resolviendo un problema matemático me digo que si yo no valgo nada, el que duerme a mi lado vale más que yo. Pero nunca me gustaron las matemáticas y huyo de la cama como si se tratara de las páginas del Manual de Ingreso.
Junto a la ventana entreabierta encuentro la ropa interior, el conjunto de hilo, los zapatos de taco alto y la cartera.
Simón se había ocupado de que todo se ventilase. Llevo las prendas a la nariz. Sospecho que la bombacha ha sido lavada, porque huele a jabón de tocador. Lo imagino en los menesteres domésticos de frotar a la gran muñeca ebria y su pañal hecho pis. Nace el remordimiento y una oleada de ternura que no alcanza a retenerme.
En la calle la gente actúa como si nada trascendental hubiese pasado. Después del cónclave familiar realizado en el lugar del hecho, la indiferente actitud de mis semejantes me hace pensar que, por lo menos en esa cama, había una muchedumbre preocupada. Estoy por aullar en el desierto paraíso urbano, pero la culpa y el decoro me frenan. Aplaco mis sentimientos contradictorios diciéndome que Simón sabría encontrarme y que quizás otro día, con una predisposición diferente, yo lograría interesarme por él, por su charla y hasta por la posibilidad de trabajar juntos en el proyecto de la novela.
No sé si es hambre, sobredosis de alcohol, especulaciones estériles, o cansancio la causa del dolor de estómago. Ese dolor crece cuando pienso que el amante abandonado trabaja con mi cuñado. Tendría que haber esperado que se despertara o por lo menos haberle escrito una nota… Si mi cuñado llegara a saber, también sabría mi hermana y con ella, el club de amigas.
Me detengo en un quiosco; la mujer me entrega los caramelos de coco sin disimular lo molesto que le resulta que por esa insignificancia le paguen con un billete de cinco pesos. Le explico que no tengo cambio. Pide que le devuelva el paquete y dice que vaya a comprar a otro lado o que consiga dinero más chico. Siento que el mundo se ha confabulado en mi contra. Recuerdo que en una novela un tipo se suicida porque el portero se olvida de saludarlo. La gota que colma la copa, el acto gratuito, el sin sentido, la náusea sartriana… y todo porque una vieja maleducada, para colmo bizca y fea como una bruja, se ha negado a entregarme el dulce que calmaría la opresión, el vacío, la presión baja y la falta de azúcar. Una miserable se negaba a salvarme la vida.
Busco refugio en la parada del colectivo. Estoy a media hora de viaje de mi casa. Pienso en Clara Stein y en lo lejos que se ha ido. Me digo que, de alguna manera, ella está más cerca de su casa que yo. También pienso que a ella le hubiese maravillado encontrarse con el descendiente de un sabio talmudista llamado Ibn…, el único Ibn que acude a mi memoria es Ibn Gabirol; recuerdo que una avenida de Israel lleva ese nombre e imagino a Clara y Eleazar paseando por ella.
Un hombre corpulento que sostiene un bolso de plástico me dice un piropo. Miro con afecto al obrero que se ha tomado el trabajo de mirarme; tiene las manos blanqueadas por la cal. El albañil va a levantar la casa que otros habitarán. Pienso que, en cierto modo, él y yo nos parecemos.