CAPITULO VI
“En la vida suceden cosas tan fantásticas que ningún poder imaginativo podría haberlas inventado.”
Isaac Bashevis Singer
Abre la ventana y aspira el aire que, a esa hora de la madrugada, huele a algas, a ropa húmeda, a lavadero en el que se apilan toallas usadas. Hay algo íntimo y pequeño en el paisaje que confunde el agrisado tono del cielo con el mar cercano.
Trata de ordenar su itinerario desde el instante de la llegada al aeropuerto de Lood. Revive la angustia ante la duda porque en cinco años podían suceder muchas cosas y quién sabe si ese teléfono y esa dirección coincidían con la persona que ella ansiaba encontrar. Sí, ansiar es la expresión correcta. Porque el viaje no tenía la finalidad que le adjudicaban amigos y parientes. Claro que se sentía sola después de la muerte de Horacio y la partida de los hijos. “Distracción”, eso es lo que necesitas, le habían dicho. Pero Eleazar es algo que Clara no puede asociar con la palabra distracción, sino con una parecida: contracción. ¿Acaso no es como si el corazón y el útero trabajaran de un modo más intenso? Se palpa el vientre: también se puede parir un amor.
Debe entender que es sólo un día, que el contingente de japoneses deja una cantidad de dólares que no se pueden despreciar. Repite para sí las explicaciones de Eleazar y, como una alumna que trata de memorizar la lección, se las dice una y otra vez mientras jadea con el torso asomado al vacío.
El jadeo hace ceder las contracciones. Vamos, Clara, a no ser perezosa, ordena la partera. Igual duele, grita. Qué importa que algunos de esos turistas estúpidos la escuchen. Bastante tuvo ella con escucharlos durante ese día interminable.
Falta poco, Clara, las ocho de la mañana será una hora razonable para telefonear: Hola, sí, lo pasé muy bien, seguí tus recomendaciones y disfruté de Tel Aviv y sus playas. Por supuesto que volví a Akko para comprobar que con la luz del día se ve totalmente diferente. ¿Almorzar juntos? Me parece perfecto.
El tono de voz no debe expresar ansiedad. Ella es una turista que obtuvo excelentes servicios cuando visitó Israel con su marido y, cinco años después, busca el mismo guía. Que haya surgido una relación sexual armónica no es motivo para hacerse la adolescente enamorada. Le diría que caminó incansablemente; eso le gustará. La sensación de derrota persiste como persisten las contracciones y el deseo de expulsar algo. Escupe. Todo esa una cosa de nada que se volatiliza como su saliva, como sus ganas, que nacen grandes y después se achican hasta caber en el útero y obligarla a pujar un Eleazar pequeño, que crece y palpita a pesar suyo.
Si no se sintiera sinceramente desdichada se reiría a gusto de la aventura que había emprendido para no pensar. Y si revisara los días transcurridos desde su llegada al aeropuerto de Lood, todo resultaría tal como lo había imaginado, menos la pared blanca de las veinticuatro horas sin Eleazar.
Lo gris comienza a mancharse de rosa. El antepecho de la ventana oprime el vientre y causa un dolor que hace olvidar el otro dolor.
Una figura pequeña camina en dirección a la playa, se desplaza con dificultad; el abrigo se hincha en la espalda a causa del viento. Esa mujer de pelo blanco le trae la presencia de la anciana que la había ayudado a sobrellevar la tarde con sus historias terribles. La solitaria figura rumbo al mar la hace experimentar la misma sensación de vergüenza. Qué derecho tiene Clara Stein en erigirse en víctima después de haber escuchado a la vieja mujer que, todos los años, desde hacía más de veinte, llegaba a Israel para disfrutar con sus hermanos judíos. Antes paseaba, recorría sin cansarse, y en cada lugar recitaba los nombres del marido y los hijos muertos en los campos de exterminio. Ella era la única sobreviviente, y los nombraba junto al lago en forma de arpa, al pie del monte Carmel, a orillas del Mar Muerto, en medio de las arenas del Néguev, a las puertas de la ciudad vieja de Jerusalén, a la sombra de los cipreses… Y cada vez que pronunciaba las letras que formaban los nombres, creía que la resurrección era posible. Ella vivía contemplando la realidad como si fuese un cristal transparente que le permitía asomarse al pasado.
Y Clara se asoma a la ventana para no mirar el día de ayer, que quedó congelado en la cama prolijamente abierta en su costado izquierdo.
Nadie, sólo Eleazar Ben Moshé puede arrancarla de la ventana que la convierte en otra vieja mirando a través del vidrio. Había simulado interesarse en todo y en todos; hasta charló con señoras que le hablaban de viajes y adquisiciones. Clara también ha adquirido algo; y quiere gritar el nombre de esa adquisición como la anciana judía el nombre de sus muertos.
¿Quién podría acusarla por gritar en un país que guarda el grito en su propia historia?
Cree divisar un barco, pero es el sol abriéndose camino. Clara piensa en las embarcaciones clandestinas que llegaban a las costas y en los inmigrantes empujados por la desesperación.
Apoya la frente en el marco de la ventana. Se siente afiebrada. Tal vez la enfermedad fuese la excusa adecuada. “Como no conoce a nadie, recurre a él para que le recomiende a dónde ir. No, no cree que sea nada serio; probablemente una gripe causada por la fatiga. Sí, había sido un día magnífico y, para no desairar al grupo de huéspedes del hotel que la había invitado, estuvo yendo de aquí para allá sin descanso. ¿Que ya mismo salía para el hotel? Bueno, no era tan grave, pero si él insistía…” Parece no quedarle saliva. Cómo va a poder amar a una mujer con los ojos enrojecidos y la cara petrificada por las lágrimas, la saliva y el moco…
El pecho es la quilla que busca atravesar la zona de neblina. Pero no hay niebla; el día ya se abre en colores optimistas.
Basta, se dice con furia, llenando los pulmones con la brisa perfumada. Si lo que necesitas es un tipo, te das una ducha, te vestís, te maquillás y perfumás y salís a buscarlo. Después de todo, tu frente hierve menos que tu entrepierna, y por más que busques paliativo en otras dramáticas historias personales, a cada uno le duele donde se corta.
Los brazos, por la tensión de la postura, comienzan a acalambrarse. Se los frota, después mueve las piernas. De pronto se ha convertido en una atleta antes del entrenamiento.
Intenta recuperar su autopropuesta de seducción, pero bañarse y vestirse le parece una proeza. Al trote se acerca a la cama.
Relajarse. Buscar refugio en imágenes neutras… No hay nada que hacer, se dice, sólo la píldora la ayudará a dormir.
Boca abajo espera el efecto del sedante. Había sido una necia. Se está tan bien… El cosquilleo anuncia la próxima caída en el sueño. Le gustaría soñar con el regreso a la habitación después de haber asistido al espectáculo de aquel club nocturno. Lo anterior a la llegada al cuarto no había resultado tan agradable o quizá lo había sido al promover el desborde. Con qué urgencia se habían quitado las ropas. Mientras él se desvestía, tal vez estaba pensando en la odalisca que, como una Salomé versión pornográfica, había dejado caer hasta el último velo. Eleazar no quitaba sus ojos de la figura que se contorsionaba sobre el escenario. Clara recuerda que la muchacha tenía enormes pezones de color azul. Eleazar había abandonado el vaso de arak; algunos espectadores reían. Era una vergüenza estar ahí, en medio de todas esas personas excitadas. Acomoda la almohada; boca abajo es más confortable y, si no fuera por el fastidio que le provoca el recuerdo de la bailarina que exhibía su sexo… Después de esa muestra de impudicia se dio piedra libre… Tonta, más que tonta, humedecerse como en plena adolescencia. Desde qué pretenciosa autoflagelación Clara Stein pretendía la castidad y la abstinencia… Debería aprender de los que se acercan a las exquisiteces del desayuno israelí. Consumidores habituales de café y tostadas que al comienzo se resisten al arenque, a las cuajadas, a los pepinos, a los huevos, a los panes con cebolla, sésamo, amapola… y es la sábana la que se amontona entre las piernas y es el puño del camisolín el que entra hecho un bollo en la boca para impedir que gima y llore por la ausencia del que había dicho que él tampoco pudo olvidar aquel viaje en ómnibus a Eilat.
¿Y si terminara pareciéndose a la actriz de teatro judío que deambula por los pasillos del hotel con la esperanza de que alguien la reconozca y le brinde cariño?
El cuerpo laxo no puede imaginarse con el temblor senil, pero la cara se proyecta en la pantalla de la duermevela y las pestañas postizas se abanican debajo de los párpados color turquesa. Clara recuerda haber ido con sus abuelos a una función del teatro Soleil. Quizás aquella joven debutante con la pequeña valija de cartón no era otra que la anciana huésped del hotel. Clara se extravía por calles en las que personas muy viejas la asedian con preguntas. Cómo puede ser que ella no reconozca a Rosita Londner, a Molly Picon, a Buloff, a Chaico, a la Gutentag, a Straitman, a Ben Ami, a Licht… ¿Por qué se niega a darles entrada al mundo en el que alguna vez reinaron? ¿Quién se cree que es para andar disfrazada de gringa? y le quitan la valijita y el sombrero y le gritan que es una impostora. Todos somos impostores, dice Clara recordando a la sobreviviente y a su teoría. Nosotros no, protestan, somos mucho más reales que toda esa patraña del teatro judío en castellano. Y le hablan en iddish, igual que los abuelos, igual que los dueños de aquellas antiguas despensas que se resistían a competir con el despersonalizado universo de los supermercados. Casi no sé iddish, se defiende Clara, sólo entiendo unas pocas palabras… La miran como a alguien que nunca podrá acceder al paraíso. Y qué fue a buscar a esa calle, entonces, le preguntan. No sé, responde Clara. No sé, no sé, repite burlándose de ella el cómico con saco a cuadros y cuello palomita. El viejo tiene el peluquín caído sobre la frente y se lo levanta haciendo un saludo y vuelve a decir: “No sé”. Claro, la señorita no sabe, interviene una matrona que carga sobre sus hombros una piel de zorro; los ojos de vidrio del animal también parecen burlarse de Clara y de su miedo. La horrorizan esos bichos que adornan sacones y tapados. Huye. Pero es inútil, bajo los dinteles de las puertas aguardan otros seres similares que salen a su paso para preguntarle si los reconoce. Todos tienen la cara de la vieja actriz del hotel, entonces Clara exclama: ¡Ya sé!, y dice el nombre de la huésped temblorosa. “Es una tonta, una ignorante, una insensible…”, escucha que dicen mientras ella camina como alguien que no sabe si irse o quedarse. Quizá deba aprender, se dice Clara, y se sienta en el escalón de una vieja casa. El portón huele a madera podrida, pero igual ella apoya la espalda y descansa. No tendrías que haberlos ofendido, dice la sobreviviente; se ha ubicado junto a ella, en el mismo escalón. No fue mi intención, se defiende Clara, pero yo no hablo iddish y si no fuera por mis abuelos jamás habría ido al teatro judío. Los pequeños ojos siguen contemplando con indulgencia, Clara los mira y cree estar mirando a los abuelos. ¿Qué fuiste a buscar a Israel?, le preguntan. No sé, responde, aunque ella sabe. Sí que sabe, opina la mujer que solía mirar a unos y ver a otros. Clara se pregunta si la vieja no estará opinando sobre ella misma, porque alguien que se salvó de la muerte debe saber muchas cosas que calla. Clara es otro cristal que la mujer atraviesa sin dificultad. Cuando está por preguntarle qué se siente aguardando entrar en la cámara de gas, ella ha desaparecido. Pero es el abuelo el que responde diciéndole que debe aprender a no hacer preguntas que lastiman. “Jaiale, Jaiale”, le dice en un tono de voz en el que se mezclan la ternura y el reproche, por hacer tantas preguntas andás perdida por el mundo a una edad en la que se pregunta menos y se vive más. El abuelo sospecha qué asuntos la tienen perdida por el barrio de su infancia, entonces le da unos golpecitos en la mejilla y dice que ella desciende de una familia de soñadores y que los que sueñan mucho suelen andar extraviados…
¿Quién la castiga arrancándola de los brazos del “zeide”, que le está cantando una canción que habla de un árbol del que todos los pájaros han volado?
Abre los ojos. La mucama del hotel le está hablando en hebreo a Eleazar; él asiente con movimientos de cabeza y le da un billete.
Clara desea preguntar qué hacen ahí, mirándola con expresión preocupada.
La mucama se retira. Eleazar se sienta en el borde de la cama, le acaricia el pelo, y le susurra palabras que ella no logra entender.
No se atreve a ofrecerle su cara y vuelve a hundirla en la almohada. Debe estar horrible, mucho peor que todas esas viejas de la pesadilla.
Desde el mediodía que intenta comunicarse. Y le reprocha que a las cinco de la tarde y con un día tan hermoso…
Por favor, pide Clara; le duele terriblemente la cabeza y si él no lo toma a mal y aguarda abajo, en el bar, ella se dará una ducha y entonces podrá explicarle con tranquilidad…
Eleazar la destapa, aprieta las nalgas y pregunta por qué no con una voz que casi convence a Clara. Pero ella reitera la negativa y la necesidad de quedarse a solas hasta despabilarse del todo.
A la madrugada, en medio de la desesperación, lo habría besado entre los mocos y las lágrimas. Diez horas más tarde, la sola idea de que él pudiera acercarse a su boca, le produce pánico. La lengua está empastada y el paladar parece haber sido frotado con arena. Además, tiene la sensación de que su piel es un pegote igual que los párpados.
Las cinco de la tarde, había dicho Eleazar. Y en el informe de la hora estaba implícita la derrota de Clara. Los torpes argumentos elucubrados durante el insomnio no eran más que torpes argumentos. Eso de hacerse la turista que lo ha pasado de maravillas era tan artificioso como el maquillaje de la actriz de teatro judío.
Lamenta dejar esa nube sin presente ni futuro. Pero su presente está en el bar y ella, si no fuese por el sopor del somnífero, ya lo tendría ahí, metido en la cama.
Como para cópulas mañaneras estás, se dice rumbo al baño.
Bajo la ducha recuerda que su madre solía decir que soñar con muertos alarga la vida. Su comportamiento histérico del día anterior la avergüenza; se promete tomar las cosas en el aquí y el ahora. Ha echado tanto champú en el pelo, que no termina de enjuagarlo. Esa torpeza se suma a la convicción de que sus buenos propósitos tienen el tono de ciertos artículos ingenuos que hablan de las “buenas ondas” y de que todos los días se aprende algo.
La cosmética, el agua y un buen vestido pueden hacer milagros, piensa echando una ojeada al espejo antes de salir.
Casi tropieza, sabe que los zapatos que calza no son los adecuados para una caminata, pero necesita verse alta, elegante y atractiva.
Entra en el ascensor con los atributos ya mencionados; acepta la mirada del hombre que, como una concesión a su belleza, le cede el paso.
Llega al bar con los buenos propósitos ordenados como las piezas de un juego que tendrá que llevarse a cabo con inteligencia y sangre fría.
La sangre que se agolpa en sus mejillas no es precisamente fría. Eleazar, acodado en la barra con actitud displicente, conversa. Hay algo en la muchacha que está junto a él que a Clara le resulta familiar, pero se dice que esa sensación se debe a que es igual a tantas que andan merodeando por los bares de los hoteles.
¡Vaya desfachatez! Eleazar abre los brazos para darle la bienvenida.
Pero si la conoces, dice Eleazar después de presentarlas. Y claro que la conocía. Como para olvidarse de la odalisca. Cuando la ponen al tanto de que Dalila está ahí porque esa noche actuará en el club nocturno del hotel, siente que los propósitos amasados en la ducha se le escurren de los dedos. Por eso, tal vez, frota sus manos contra las caderas, recuperando un hábito que creía haber perdido en la adolescencia.
Por supuesto que el espectáculo sería más refinado —dice Eleazar. Ella hacía variaciones sobre un mismo tema y, a la danza oriental, según el ámbito y los espectadores, le quitaba o le agregaba ingredientes.
—Así que políglota —dice Clara.
Eleazar destaca que en Israel, cualquier ciudadano habla cuatro o cinco idiomas por lo menos.
A pesar de haberle rodeado la cintura con el brazo, él se está ganando su odio; odio que va en aumento a medida que aumentan los comentarios que sólo dos compatriotas pueden compartir.
Treinta como mucho, se dice Clara, calculándole la edad.
También actúa en bodas, dice Eleazar como defendiendo la reputación de Dalila.
El arak era una bebida desconocida pero, gracias a Eleazar, ha comenzado a disfrutarla.
Clara reitera su opinión sobre el arak después de aceptar el segundo vaso y perder la actitud hostil.
A la pobre Dalila no la complacía hacer ese show masturbatorio, pero negocios son negocios; le ofrecían diez veces más por ese espectáculo que por los comunes.
Sólo falta que nos cuente que mantiene a una madre paralítica y a dos huerfanitos, piensa Clara con los párpados entrecerrados.
La presencia de varios soldados logra que las luces de la bailarina dejen de encandilar a Eleazar. La han reconocido; Dalila va hacia ellos como una carroza de carnaval.
—Salgamos —pide Clara.
En el pasillo se cruzan con la actriz de teatro judío que la saluda llamándola “querida mía”. Dice “querida” arrastrando la erre.
La vieja mujer se lleva la mano al pecho y exclama ¡Uoi!, como si algo le doliera, cuando Clara la presenta como “la gran actriz de teatro judío de la Argentina”.
Las pestañas postizas se sacuden y el cuerpo diminuto acompaña las sacudidas.
En el sueño, su propia cara se asemejaba a la que tiene delante, adornada como un globo de cumpleaños al que sostienen de un hilo.
Eleazar la separa de la figura, que sigue repitiendo “Adiós querrrida, aadiós querrrida mía, adiós”…
Los tacos altos la obligan a caminar como si estuviese transitando por los pasillos de un hospital. Odia el ruido de los tacones contra el pavimento y le pide a Eleazar que no dé esos pasos de ganso.
Caminan tomados de la cintura. Ella comprende que más que una presencia determinada, agradece el afecto y la compañía.
Se pregunta qué habría sucedido si en vez de Eleazar hubiese sido otro el que, durante aquel trayecto a Eilat, cometiera la audacia de acariciarla contando con que el resto del pasaje dormía. ¿Qué amó de él, el halago, la osadía o el simple hecho de que en el fárrago de las excursiones alguien se hubiese detenido a mirarla? El bullicio y la prisa fueron la constante de aquel paseo y, a pesar del torbellino que los convertía en el contingente de turistas número tal, el atractivo guía de origen marroquí supo extraerla de esa papilla homogénea.
Estimulada por el sonido apagado de una melodía que llega desde las ventanas, se dice que aunque fuera otro el hombre que camina a su lado, ella lo estaría amando.
En la bella muchacha del afiche publicitario, Clara cree identificar a Dalila. Pero cuando se acercan ve que es otra. Las siluetas de la bailarina y los soldados se dibujan por un breve instante y, como imágenes salidas de una lámpara mágica, se esfuman.
Clara se dice que ese conjunto de personas no tiene cabida en la calle quieta a la que llega, en sordina, el rumor de lo cotidiano.
A los pocos minutos, y como respuesta, por la vereda de enfrente avanzan varios militares.
Clara recuerda haber leído que la Biblia cita veinticinco oficios. Y que cada uno de ellos era practicado con orgullo. “Se los conocía en la calle por un distintivo: los carpinteros, una viruta en la oreja; los tintoreros, un trapo de color; los sastres, una gruesa aguja de hueso pinchada en la ropa —y del mismo modo los escribas llevaban una pluma— pero a todos les estaba prohibido salir el día sábado con su insignia profesional”. Es la noche siguiente al shabat, pero ellos siguen prisioneros de su oficio.
Clara está por preguntarle a Eleazar cómo se hace para vivir en un medio militarizado, pero recuerda que una vez él le dijo que desde la posición de ella era muy fácil hablar y hacer preguntas.
La mano de Eleazar ha descendido hasta la cadera. Él alaba las formas juveniles. Sus comentarios casi la hacen desistir del propósito de ir al café.
Las luces de Dizengoff, su aspecto europeo y los que pasean aparentemente ausentes del peligro, son un pequeño puerto pacífico alejado del Oriente Medio y sus guerras. La pareja llega con la alegría del conquistador que pisa tierra firme.
Eligen el rincón cercano a los grandes maceteros con flores.
Clara toma el menú, lo abre y, sin mirarlo, lo vuelve a cerrar. Sabe lo que va a pedir. Sabe lo que hará después. Esa próxima seguridad basada en pequeñas situaciones de dicha, la hacen sonreír.
Eleazar oprime entre sus piernas las piernas de Clara y dice que es feliz.
Ella se cubre la cara con las manos. Es una acción espontánea, como si quisiera esconderse de sí misma. Y así, como una niña tímida, dice:
—Yo también soy feliz.