CAPITULO VII
“Preguntaron a Rabi Levi Itzjak: ¿Por qué no hay primera página en ninguno de los tratados del Talmud babilónico? ¿Por qué cada uno empieza por la segunda?
Repuso: Por mucho que un hombre pueda aprender, siempre debe recordar que no ha llegado siquiera a la primera página.”
Martin Buber (Cuentos jasídicos)
Un lugar de tránsito es un buen lugar para que un judío espere a otro judío, piensa Clara.
Eleazar Ben Moshé, el guía israelí que fuera lazarillo, amigo y amante, la ha llamado por teléfono al hotel para avisarle que su camioneta está rota y que llegará en autobús a las siete de la tarde.
Y ahí está, sentada en un banco de la “Tajaná Mercazit” de Tel Aviv.
Mira a los hombres, mujeres y niños como despidiéndose. En sólo dos días dejará ese apretado mundo de diversidades. Hay algo que se quiebra cuando intenta armar con lo que ve parte del paisaje imaginado.
Nada resulta como uno cree que es. La mujer del Yemen, vestida con ropas típicas, reafirma ese sentimiento en el que lo afín y lo ajeno comienzan rozándose y terminan siendo una sola cosa confusa.
Es su segunda visita a Israel, en la anterior, la compañía del marido y el grupo de turistas con los que se movían en bloque, la habían apartado de la contemplación solitaria y del tiempo necesario para entender que un judío jamás será totalmente turista en la tierra de sus antepasados.
Una mujer marroquí con un niño en los brazos, corre. El anciano, con elocuentes ademanes, le pide que se apure. El hombre tiene grandes ojos amarillos y un aspecto de abatimiento que se pega a Clara como la tela de la blusa que el calor ha ido adhiriendo al cuerpo.
Eleazar le traerá el pasaje aéreo y la confirmación del vuelo. Algo amarillo y triste queda flotando en el aire de la populosa estación central de autobuses.
Cuando llegue a Buenos Aires tendrá mucho que recordar. Y es como si volviese a enterrar a Horacio, el hombre con el que estuvo casada durante veinte años.
La resignación, ahí está el secreto —habían dicho amigos y familiares.
Estar sentada en un banco de estación le ofrece un pasaporte de libre tránsito que le permite pensar en los hijos como en un país que ha visitado con frecuencia y al que algún día regresará.
Clara recuerda que la palabra “Talmud” significa “aprendido de memoria” y que “el que olvida algunas palabras de lo aprendido, causa su pérdida”.
Eleazar suele citar párrafos de los libros sagrados y ella ha memorizado algunos para ser fiel a la oralidad que había sido imprescindible conservar antes de que la palabra fuera recreada y escrita.
El hombre que ella espera pronto comenzará a formar parte de lo que la memoria atrapa. Pero Clara todavía necesita seguir recitando en voz alta los nombres y las proezas. El tiempo de aprendizaje no se ha cumplido. El amor, mientras la pasión dura (aunque no sea mayor que la más pequeña letra del alfabeto) se graba profundo.
Los libros israelitas más antiguos fueron escritos sobre pieles de animales raídas. Ella está cumpliendo esa tarea en su propia piel. No borrará nada de lo que ha sucedido.
Y no se avergüenza de lo que le dirá a Eleazar, porque ya basta de recorrer pueblos y ciudades. Las horas que restan deberán ajustarse a las demandas de la mujer que sabe que conocer, en el sentido bíblico, es penetrar en el otro.
La mano, que desde el asiento posterior había ido hacia la pasajera que simulaba dormitar, fue el estilete que marcó la letra primera.
Y Clara regresó a Israel y lo llamó y le dijo que si todavía seguía trabajando como guía, ella lo contrataba.
Los cuartos de hotel, los sitios apartados, la camioneta… Todos los ámbitos eran propicios para ascender a una tierra y a un amor. Porque, si bien en el amor y en el sueño se cae, toda caída lleva implícita una ascensión.
La mujer de grandes manos azules se sienta al lado de Clara; las manos sostienen una bolsa con semillas de zapallo.
Clara observa, fascinada, la prolija labor de la boca. Las cáscaras no presentan signos de haber sido mordidas, caen de la enorme flor carnívora y quedan, como escamas, sobre la ropa, el asiento, el piso. Sólo la mano y la dentadura tienen vida, el resto parece no ver a la que se corre a un costado para no recibir la lluvia de semillas.
Clara se dice que su vida en Buenos Aires estaba representada por esa función mecánica, eficaz.
Ahora, que ha recuperado todos los sentidos, teme que la falta de ejercicio vuelva a convertirla en otra figura quieta.
Hay una memoria del goce que es como la del sueño.
Escucha aullar una sirena. No tiene miedo; así cayesen bombas, seguiría esperando.
El sonido de la sirena se aleja, y con él, la presencia de la guerra.
La paz vuelve a instalarse entre las dos mujeres: una continúa comiendo semillas de zapallo, la otra, dando vueltas sobre sí como un cachorro que ha aprendido a jugar.
Necesitará días, meses, años, para revivir minuto a minuto sus dos semanas con el guía de origen marroquí.
¿Cómo conciliar las armas con los rostros?, se pregunta cuando dos jóvenes soldados pasan junto a ella. Las caras son lisas e inocentes, están lejos del campo de batalla y de las propias botas que, con paso marcial, los llevan rumbo a los andenes.
Ojalá vayan a visitar a sus novias, a sus familiares, piensa Clara Stein en el mundo de las utopías.
No quiere pensar que en sólo dos días tendrá que irse. Dentro de pocos minutos llegará Eleazar y con él, el pasaje aéreo.
En la habitación del hotel, sobre la cómoda, junto al perfumero y el cepillo de pelo, está el diario de viaje que ha comenzado a escribir en el avión de “El Al”. Era preciso registrarlo todo; en Israel reencontraría al hombre que había alimentado las ensoñaciones eróticas de los últimos cinco años. Mientras él fue inaccesible, su silueta creció en las imágenes que ella necesitó proyectar para huir de la tranquila rutina amorosa. Pero cuando el acto sexual se concretó, esa especie de duermevela se replegó en sí misma y le dejó paso a una realidad que, como la alfombra que se despliega para las grandes ocasiones, es larga, roja y de una suntuosidad digna del acontecimiento.
—Voy a darte una sorpresa —había dicho Eleazar. Ya va a ser la hora. Se pone de pie y mira hacia un costado. La consumidora de semillas de zapallo se había ido sin que ella se diera cuenta.
Sigue haciendo calor; el jamsin se mete por los corredores de la estación como una pandilla de niños con las manos sucias. Clara trata de no pensar en los dedos del viento que avanza desde el desierto.
Quisiera recibirlo fresca e intacta, pero treinta minutos metida en el humo de los grandes motores y en el atardecer de verano bastan para borrar la acción de la ducha.
El ómnibus que viene de Beer-Sheva hace su entrada por la rampa de acceso.
Clara se burla de esa picazón que le invade todo el cuerpo y se instala en la garganta.
Vuelve a aullar una sirena y apaga el ruido del ómnibus, que acaba de estacionar.
El aullido de la sirena la hace pensar en turbinas de aviones. Está por ponerse a aullar, ella también. Si Eleazar no bajase enseguida, eso que tiene en la garganta saldría al aire y horrorizaría a los que, apresurados, caminan por la “tajaná mercazit”.
Ahí, detrás del corpulento hombre vestido con caftán y sombrero, está Eleazar. La imponente figura del judío ortodoxo deja semioculta a la figura que, con remera y pantalones vaqueros, hace un saludo con la mano.
Clara devuelve el saludo y va a su encuentro.
Al abrazarlo recupera el tamaño y la forma. Es alto, robusto, y a ella le gusta estrecharlo.
Caminan hacia la salida. Él le rodea los hombros y le dice palabras tiernas.
Fuera de la estación, al llegar a la esquina, él se detiene y le clava la mirada.
Clara pregunta:
—¿Y la sorpresa?
El semáforo da luz verde.
Cruzan la calle tomados de la mano; antes de llegar a la vereda, como quien comenta un hecho intrascendente, Eleazar dice que ha pedido cancelar el pasaje aéreo hasta nuevo aviso. Lo ha dicho con ese acento alegre y gracioso del español de Marruecos.
Su mano aprieta la de Eleazar y después, como negando lo que la mano afirma, dice que es una locura, que no tiene dinero para seguir en el hotel y que su familia la espera en Buenos Aires.
Eleazar asegura que el pasaje tiene validez por un año y que la fecha la pueden poner en cualquier momento, mañana mismo si ella quiere. También le cuenta que se divorció hace dos años, que el niño vive con la madre y que él alquila una casita cerca de la costa, que pone a su disposición.
—No te faltará nada —dice.
Para acompasar sus pasos a los de Eleazar, que ante la falta de respuesta marcha con el gesto de quien huye de sí mismo, Clara camina rápido.
—No quiero causar trastornos —dice Clara como pensando en voz alta.
—¿A quién? —pregunta él sin mirarla pero aminorando el ritmo de esa especie de carrera.
Siguen caminando en silencio. Cruzan la bocacalle y Clara susurra la pregunta que recién acaban de hacerle: “¿A quién?”
—Hiciste bien, Eleazar. —dice.
Ahora es él el que aprieta la mano diciendo “Yo sabía”.
Entran en el hotel.
Eleazar se acerca a la conserjería para pedir que preparen la cuenta.
Clara piensa que, cuando suban a la habitación, ella le regalará el Diario de viaje.