VEROSIMILITUD DEL PAISAJE
Con discreción poco habitual, mi hermana dice que nos dejará para que podamos charlar a solas.
Hemos bebido café y comido torta. Nos hemos presentado desde la condición de casada, viuda, y abandonada. Norma, la amiga, es viuda; igual que tu personaje, había dicho mi hermana con un gesto cómplice y una sonrisita. La amiga también había sonreído. Faltaba levantar las tazas y brindar por las coincidencias.
El departamento de Norma, amplio y luminoso, parece no serlo a causa de la invasión de ficus, filodendros, gomeros, palmeras, potus, helechos y otras variedades que se suman a la exótica mezcla de adornos que cubren paredes, llenan estantes, mesitas, rinconeros, pisos, antepechos de ventanas y vitrinas.
De a ratos estiro el cuello hacia el ventanal para contemplar un trozo de cielo sobre el plátano de la calle. En el momento en que me apropio de ese espacio celeste, siento deseos de abrirme camino a machete y llegar al balcón. Pero me digo que esa maraña será propicia para atraer el pasado de la mujer que ha desplegado individuales, carpetitas, servilletas y una cafetera cubierta de hilo tejido al crochet y pompones desflecados.
Norma viste como vestían mis tías; es apenas unos años mayor que yo, pero el atuendo y su cabellera prolijamente peinada le otorgan un aire de señora formal que contrasta con la informal decoración de la casa.
Por ahora, salvo la viudez, no encuentro puntos en común entre la que me ofrece el sacarinero de porcelana y la sensual mujer de ficción que he enviado a Israel.
De tan lisas y elegantes, las manos de Norma parecen enguantadas. Cuando mi hermana se va, toma las mías entre las suyas y dice que presiente que ambas nos haremos mucho bien. Es el instante en que añoro el machete, el balcón, la calle… Pero digo que por qué no; estoy allí para escucharla y enterarme cómo se siente una mujer después de haber formado una familia en Israel.
Los hijos varones pasaban gran parte de sus vidas en el ejército; la hija casada, entre el bebé, las tareas domésticas y el trabajo en una oficina de turismo, no tenía tiempo para la madre…
Así es la vida, digo con un suspiro que acumula dentro de mí, a la mayoría de mis parientes.
Mientras tuvo marido tuvo vida social. Después fue la pobre Norma, a la que invitaban por compromiso.
—Aquí es más o menos igual —digo.
—Sí —responde—. Cuando me fui era una muchacha soltera y volví en la misma condición.
No puedo evitar un comentario ácido sobre la supuesta soltería de viudas y abandonadas.
Norma hace un mohín coqueto. Su situación económica le permitía planificar un viaje anual. Los veía y la veían. Después cada uno a lo suyo. En Israel no podía dejar de ser viuda y abuela.
—Justo a la inversa de Clara —digo.
Me pregunta quién es Clara. Le cuento y levanta las manos al cielo. Le encanta saberse un personaje de novela. No la quiero defraudar diciendo que ni su modo de ser ni su tipo físico las asemeja. Y entonces le hablo de la reescritura del capítulo primero que, o me parece una réplica de la Goldwyn Mayer o del radioteatro para la hora del té o un documental sobre el Holocausto o el diario de una calentona reprimida.
Digo “calentona reprimida” y ella me ofrece otro café.
Juega con el collar, revolea los ojos y me cuenta de la humillación que significa para una mujer que busca algo más que sexo, el asedio de hombres sin delicadeza que en el primer encuentro y pasando por alto formalidades mínimas…
Le pregunto si en vez de licor de cacao puede ser un whisky. El whisky se le terminó —culpa de más de uno que si no se entona— pero sí tiene vodka y coñac.
Mi hermana me había recomendado esa amistad para que pudiera ponerme al tanto de la vida israelí, pero Norma, con sus confidencias, era una selección de cuentos eróticos en los que amantes de cincuenta a sesenta naufragaban en grasa perfumada.
A ella, lo que más la había fastidiado al principio era que sus parientes y amigos la acusaran de alta traición por haber dejado Israel. Es como si lavaran sus conciencias teniendo allí a alguien muy cercano.
Me convida un dulce.
—Yo sí —dice cuando rechazo la fuente.
Elige la masa más cargada y la come de un bocado. Entrecierra los ojos. Después de tragar afirma que la moda la tiene sin cuidado y que la flacura, aunque popular, le parece una forma moderna del martirio.
Vuelvo a pensar que mi falda amplia, larga, y mi lánguido aspecto, le deben resultar tan patéticos como a mí su vestido estampado y sus sandalias de taco chino.
El marido había sido un buen comerciante, un buen conocedor de la cocina judía, un buen padre y un buen viajero. Qué más se puede pedir, dice con una expresión que no oculta que ella, de haber podido, hubiera pedido mucho más.
Norma hace un ademán abarcador. Detestaba ir de un lado para el otro, estar sentada en el living era para ella el jardín del Edén. Yendo y viniendo se acarrean dolor de pies, cosas inútiles y la certeza de que en la casa de uno se está mucho mejor.
Pienso que Norma tiene razón; tal vez el paraíso se encuentre en un rincón tranquilo, con buenos recuerdos, y algo rico para alegrar el paladar.
Le pregunto si durante los años vividos en Israel no había extrañado. Norma traga el cañoncito de dulce de leche como buscando en ese sabor la respuesta, y dice que un judío siempre está extrañando. Lo contundente de la respuesta me acobarda.
Finalmente pregunto si le resultó sencillo amoldarse a un modo diferente de vida. ¿Por qué tendría que ser sencillo? Además, a ella lo que más le gusta es quedarse en casa, y una casa aquí o allá se parece más a su dueña que al país.
¿Cómo hace para relacionarse con otras personas, especialmente con hombres, si tanto disfruta del encierro?
—No hace falta salir mucho. Hay que saber elegir la ocasión.
Me acomodo en el sillón para escucharla confesar que, una vez tirado el anzuelo, los invita a cenar. Hay pocas mujeres dispuestas a preparar ricos platos de comida, encender velas y hacerles creer que son perfectos.
La imagino respondiendo a la carta de “Angustiada de Lanús”. Sería insuperable como directora de un consultorio sentimental o para animar programas femeninos en los que señoras de aspecto confiable enseñan el modo de retener al marido.
Primero me acuso de no haber sabido retener al mío. Después me felicito por haberme liberado de ser interpretada como una paciente más. De escribirle a Norma, debería hacerlo como “Desorientada de Belgrano”.
Trato de recordar que estoy ahí para conducir a Clara Stein por paisajes verosímiles y por situaciones relacionadas con el país que visita.
Estudio a Norma como si se tratara del prototipo del ama de casa israelí. No, nada que ver. Entonces la pienso como abnegada madre de dos soldados. Y bueno, madre es, y debe sufrir como toda madre…
Intento una nueva aproximación. Cuando la escucho arremeter con su tema obsesivo: conocer a un hombre decente que comparta su pasión por las plantas y la gastronomía, estoy por declararme vencida.
—Mucho mayor, no —dice alcanzándome el pocillo de café—. Cuanto más viejo más depravado, ¿entendés?
Y claro que entendía; ella era capaz de conseguirlo, mientras que yo ni la memoria suficiente como para recordar si me había gustado o no.
El potus trepa por los tirantes del mueble; las hojas se abrazan a la madera de un modo tan elegante y sensual que experimento tristeza.
Más allá del balcón, sobre el plátano, un pedazo de cielo continúa secándose al sol. Si no fuera tan obstinada, ya habría dicho gracias y adiós.
Termino fascinándome con el anecdotario sentimental que Norma va acariciando como si se tratara de las cuentas del collar. Me digo que es probable que mi hermana la haya aleccionado previamente acerca de mis dificultades amatorias y ella, para estimularme, no cesa de inventariar idilios, pasiones, coqueteos, etcétera.
¿Cómo una chica tan joven y linda va a resignarse a estar sola?
Norma toma mis manos entre sus manos de seda. Su aspecto me transporta a aquella época en la que el regazo de la abuela era un mundo de vellones de lana y flan casero. Y yo, que había ido para inducirla a contar un pasado que me facilitara la entrada a la vida cotidiana de los israelíes, termino deslizándome por el trampolín y me zambullo en las aguas de mis propios recuerdos.