DEL TALMUDISTA

Estoy en medio del papelerío, vestida con un equipo de gimnasia desteñido y lo que menos espero es su visita. Para ser sincera, ninguna visita.

Se anuncia por el portero eléctrico. Dice que viene a traerme un manuscrito que puede llegar a resultarme útil. Y yo, en vez de decirle ahora no te puedo recibir, dejálo en portería, contesto que cómo no me voy a acordar de él y que, por favor, suba.

Aunque no es mi tipo, me cepillo el pelo y aprieto el pulverizador del perfumero con el secreto deseo de que el aroma me transforme en alguien diferente.

Parece que el genio se tomó vacaciones; le echo una ojeada al espejo y sigo teniendo el mismo aspecto.

No puedo evitar las buenas maneras y termino disculpándome por el desorden de la casa y el de mi persona.

—Así estás perfecta —dice mirándome como si aún estuviéramos duchándonos juntos.

Trato de no irritarme y, en lugar de responderle ¿y vos te creés que vas a convencerme?, le ofrezco café. Ahí me entero de que ha renunciado a la cafeína, a la teína, a la sacarina, a las carnes rojas y no sé a cuántas cosas más, pero a mí, por la forma desenfadada con que sigue el menor de mis movimientos, no ha renunciado.

Le pregunto si los cocteles con ingredientes son la dieta natural que le recetó el médico. Riéndose dice que no, pero que los fines de semana los dedica a lo placentero, y que abstinencias de cualquier clase, quedan postergadas para el día lunes.

Me acuerdo de que hoy es jueves y por poco digo en voz alta lo que estoy pensando.

Pero mis ilusiones son vanas, según parece yo no entro en los planes de continencia. Termino diciéndome que soy menos peligrosa que la cafeína.

—Lindo cuadro, ¿qué significa? —dice alzando la vista hacia una enorme lámina color arena que en su vértice superior izquierdo ostenta tres arbolitos.

—Nada, para mí no significa más que lo que estás viendo. Me lo regalaron y lo colgué porque combinaba con la cortina.

—Es muy moderno, muy joven, muy como vos…

Estoy por gritarle que se mande a mudar, pero como estoy aburrida le pregunto si puede aclararme qué quiere decir con eso de “muy como vos”.

Su perorata sobre mis formas sobrias y a la vez sensuales, hace que yo no pueda dejar de estudiar mis viejas y amadas zapatillas que, a causa de mi devoción por ciertos objetos, ostentan agujeros, raspones y manchas de pintura que han resistido al aguarrás. Pienso que él o yo estamos jugando con el compañero imaginario.

Sobre la mesa de acrílico se destaca una carpeta de cartulina marrón. Supongo que ése es el famoso manuscrito o la famosa excusa que lo trajo a mi departamento. No hago ninguna pregunta al respecto porque él sigue lustrando mi ego como si fuera un mayordomo eficiente con el servicio de plata.

Cuando mi propio brillo me encandila, lo interrumpo para ofrecerle agua mineral, jugo de frutas o gaseosa.

Acepta el agua mineral después de darme una clase magistral sobre el poder curativo del agua.

Bebe. No deja de espiarme por encima de los gruesos anteojos de armazón oscuro.

Dice que en la calle el día está espléndido y pregunta si mantengo las persianas bajas por alguna causa especial.

Respondo que la causa especial es que el día está espléndido; pretendo mantenerlo afuera para no tentarme y seguir trabajando.

—Odio pensar en que soy una tonta que permanece encerrada mientras el resto del mundo camina bajo un cielo luminoso.

—Hay elecciones —sentencia con un tono de voz grave, que se dulcifica para decirme que, para él, lo luminoso está dentro de la habitación.

Así que galante y mentiroso como buen seductor… Dejarse seducir no es mal programa cuando una se siente objeto digno de deseo. Pero, metida en mi gastado equipo de gimnasia, experimento la sensación de estar asistiendo a un espectáculo unipersonal que me tiene como única espectadora.

Vuelve a retomar el tema del talmudista y dice que tiene la convicción de ser, después de generaciones, el nexo entre la clase ilustrada que vivió en España durante el esplendor del Islam, y los que —forzados a la dispersión— tuvieron que dedicarse al comercio. Esa convicción lo impulsaba a dedicarle gran parte de su tiempo libre a la investigación; en cuanto tuviera suficiente material, se pondría a escribir un libro de ensayos.

Simón admira a los que, como yo, pueden partir de situaciones y personajes imaginarios. Él necesita investigar, tomar apuntes, dejar que la idea sedimente… Por eso tiene el presentimiento de que esa especie de novela autobiográfica de la amiga de la hermana puede resultarme útil. El texto tiene una antigüedad de treinta años, pero hay experiencias que no envejecen.

Agradezco su voluntad de ayudarme, pero tomar la obra de otro sería una forma de plagio.

—De ninguna manera —dice—. Esa mujer jamás pensó en publicar y sólo ha ficcionalizado algunas situaciones domésticas…

Sin hacerme ilusiones, prometo leerlo.

—Ilusiones es lo que necesitas —responde como si fuese mi analista, el padre consejero, mi hermano mayor, mi marido o un amigo cargoso.

Ahora sé que es mayor que yo; diez meses, pero mayor. Durante nuestro encuentro en aquella confitería de Palermo, yo había especulado sobre su edad, y oscilaba entre los treinta y los cuarenta como si una década resultara una nimiedad.

Simón se ha apropiado del living. Revisa los libros de la biblioteca sin dejar de hacer comentarios irónicos sobre cierta clase de literatura. Toma entre sus manos algunos adornos y trata de descodificar la relación entre mi exmarido y yo a través de los pocos objetos que encuentra.

—Pocos pero muy significativos —dice.

Estoy por recomendarle a Norma y a sus chirimbolos. Freno mi impulso agresivo para decirme que estaba peor antes de que Simón llegara.

Ahí está tu problema, Graciela, me reprocha mi otro yo. Sos incapaz de diferenciar si lo estás pasando bien o no. En el momento en que te zambullís en tus escritos tenés la sensación de estar esquivándole a la vida y, cuando estás con los demás, sentís que esos “demás” entorpecen lo que realmente te interesa.

Simón continúa desplazándose por el cuarto como un reyezuelo de película muda. Y yo me resisto a recuperar el papel de la heroína quejumbrosa que, estrechándose las manos con patetismo, se bambolea preguntándose qué hacer. La cabellera rizada y desprolija ayudaría a dar el personaje; lástima que mi atuendo ni siquiera armoniza con el héroe que se ha engalanado, a plena luz diurna, con camisa de seda y cinturón de reptil con hebilla dorada.

No seas maligna, dice la otra Graciela. Lástima que el destello de su ropa me ponga de mal humor. Imposible dejarlo afuera como el día soleado. Salvo que decida decirle adiós, él seguirá encandilándome con su chaqueta de luces y su célebre antepasado.

Muy cerca, casi al oído, Simón me reprocha que lo dejara solo y sin una explicación, después de lo que habíamos vivido juntos.

Estoy por pedirle que por favor me ponga al tanto de lo vivido; el alcohol y el amoníaco me habían hecho naufragar en algo oscuro y pegajoso que, como buena tormenta, sólo había dejado la claridad de los relámpagos.

Los actos superan a las palabras. Simón, sin forzarme, como quien ayuda a desvestir a la enferma, me quita el buzo. Siento el contacto de su piel y creo recordar lo ya vivido.

Acariciar es un arte, había asegurado Norma en una de sus múltiples confesiones sentimentales. Ese mérito es adjudicable al estudioso de la cultura sefardí; él sigue explorando los pechos que (Salomón y Simón dixit) son como cabritos dormidos. Debo reconocer, en esta ocasión, que el intercambio cultural es fundamental para el desarrollo de los personajes Clara y Eleazar y para la verosimilitud de las escenas eróticas.

Interrumpo mi reflexión porque él me está llevando hacia el sillón.

Oigo el golpe de mis gastadas zapatillas contra el piso y me digo que ha caído la última fortaleza y que, a pesar de la derrota, me alegro sinceramente.

Despojada del atuendo antierótico y sin una gota de alcohol en mis venas, razono que el agua mineral no puede producir mareos ni flujos. Recuerdo la máxima de los teleteatros de la tarde: “La carne es débil”, y olvido tomar apuntes mentales que puedan serme de utilidad para la relación Clara y Eleazar.

No escatimo ser sincera y le sugiero ir a la cama.

Vuelvo a recordar las proezas de “Shimshon”, porque Simón, a pesar de su corta estatura, me toma en sus brazos y, adivinando el camino, llega al dormitorio.

Luce mucho mejor sin la seda de la camisa y sin los pantalones pinzados.

Palpa y habla de armonía y formas compactas. Estoy por decirle que sus comentarios a lo crítico de arte moderno me parecen menos sensuales que el cantar del rey, pero temo que comience a recitarme el libro completo y me conformo con su modo de actuar, que posee un lenguaje más cercano a la verdad que el que me susurra al oído.

La cama y yo estamos de estreno. La cama anterior había sufrido uno de mis raptos depuratorios y se había transformado en leña. Nunca olvidaría la expresión atónita de la pareja de amigos comunes cuando les entregué, como si se tratara de una caja de bombones, parte de lo que llevaba en el baúl del auto. El coqueto “country” se sacudió con lo que Gracielita, qué amable, trajo para alimentar el fuego de la parrilla.

Hay lugares comunes que han adquirido categoría de comunes por ser fíeles reproductores de una realidad que, dicha de otro modo, perdería fuerza. Y no puedo evitar caer en el lugar común de decirme que aquello que la cama y yo estrenamos, se asocia con el destino de la anterior: el fuego.

Esa especie de rastrillaje por mi anatomía tiene el sabor de ciertos juegos sadomasoquistas. Pero qué puedo hacer, si he logrado fusionar a la instigadora con la víctima. En cuanto me pongo a pensar que después le exigiré al verdugo que cure con pomadas, lociones y saliva las zonas lastimadas, hace acto de presencia la masoquista y se somete con mayor pasión a la labor depredadora del rastrillo. Si no resultara inoportuno, lo interrogaría sobre todos sus antepasados.

Bajo la azada del laborioso Simón, me vuelvo a ver con el hacha en lo alto y enseguida la furia: primero a los tirantes de madera, después a las patas y al respaldo.

La cama nueva parece estar vengando a su antecesora porque atenaza por abajo cuando el estudioso atenaza por arriba y oprime por arriba mientras Simón oprime por abajo.

El punto en cuestión es que la tortura impide la mínima concesión a cualquier otro trabajo: mis bienintencionados proyectos de tomar a Simón como figura inspiradora para después recrearlo en el guía israelí, quedan reducidos a las astillas que alimentan el fuego de la cama vengadora.

Me digo que “La cama vengadora” sería el título perfecto para una novela en la que se mezclaran erotismo y misterio.

Los objetos tienen vida propia y reclaman sus derechos: los pies están en la cabecera, las cabezas a los pies, y la geometría es un equívoco en el que la forma rectangular se convierte en círculo, en paralelas, en triángulo, en punto… Finalmente queda sólo lo esencial y Husserl intenta recordarme algo; gentilmente le pido al filósofo que se retire, ya bastantes afanes me causa el investigador de cultura sefardí. Debo decir que Husserl desapareció sin decir ni mu. Pero Gustavo, mi exmarido, seguía preguntándome qué hacía metida en su cama con tanta gente. En la cima del paroxismo afloró mi innata rebeldía y exclamé: ¡Es mi cama! Claro que sí, responde el descendiente del talmudista, alarmado por mi grito. Explicarle que mis alaridos se deben a que la otra cama sirvió para asar el corderito de los Ilarregui quitaría su cuota de placer a la masoquista que, ajena a discusiones de pertenencia, arremete feliz contra la áspera masa peluda que no cesa de lijar.

Tarea prolija la del investigador, tan prolija, que casi nos hace arrancar lágrimas a las dos Gracielas, que, nuevamente, hemos logrado fusionarnos en una.

A veces el tamaño tiene sus ventajas, pienso mientras nos sumergimos en el agua.

Sin anteojos y con los rizos achatados, se lo ve más atractivo. Dudo si decírselo o no. Después de recibir sus alabanzas y sus manoseos eficaces, me prometo ser menos soberbia y se lo digo.

Simón ríe. Tiene bonitos dientes; también se lo digo. Me llama su Sulamita y peina mi pelo mojado con las manos.

—Hermosa mía. Desnuda y bañadita como si fueras la pequeña hija que no tengo.

Me gusta lo que me acaba de decir, y me parece justo decírselo y decirle también que lamentaba haberme ido del departamento de un modo tan descortés.

Enmarca mi cara con sus manos y pregunta:

—¿Por qué te gusta disfrazarte?

Me reprimo para no gritarle que cómo se atreve, justo él, que de la “onda dark” había pasado a la “onda comerciante adinerado del Once”. Pero me acaricia tan lento y suave que apenas si logro decir que cómo podía sacar conclusiones de ese tipo si sólo me había visto arreglada la primera vez.

—Puede ser que me equivoque, pero hoy estabas para hacer juego con tu estado depresivo y la otra noche como para excitar a un eunuco.

—Uno se viste según la ocasión y según el estado de ánimo, eso le pasa a todo el mundo, hombres incluidos. En nuestra cita te presentaste como vos pensabas que podías agradarle a una divorciada que escribe. Después te dijiste: “La mina sale adornada para matar”, y elegiste el ajuar de los sábados bailables, sin fijarte en que hoy es jueves por la tarde.

Simón parece amar la caza submarina y, metido entre mis piernas, alza a la foquita del acuario, que chilla pero no se niega a seguir con las acrobacias.

Hay más agua en el piso que en la bañera. Le sugiero colaborar con la limpieza y dice que ahora entiende por qué le dijeron que se cuidara de las mandonas.

El plural lo hace merecedor de un castigo; le paso la palma enjabonada por los ojos.

—Maldita —grita riendo y, a ciegas, toma su venganza.

Envueltos en toallas nos vemos como los califas de las ilustraciones infantiles. Charlamos acerca de nuestros cuentos predilectos. A mí me gustaba “Hansel y Gretel” porque allí triunfaba el ingenio; a Simón lo entusiasmaba “El flautista de Hammelin” y “Periquito y las alubias mágicas”. Hablamos de ogros, brujas y gigantes como quien habla de amigos comunes. También hablamos de las historias bíblicas adaptadas para niños y coincidimos en que José, con su interpretación de los sueños, era uno de nuestros héroes predilectos.

Le pregunto si esa pasión suya por la España del esplendor no estaba inspirada en la fantasía de los relatos orientales: quién no soñó con patios y jardines, quién no sucumbió ante las imágenes de mujeres recostadas en almohadones, quién no hubiese querido espiar el mercado desde las ventanas ojivales, quién no transitó “Las mil y una noches” en las que reinaba la belleza, la crueldad y el ingenio…

Dice que a él le gusta investigar en los libros pero no en él mismo. Que tal vez por su antepasado famoso, que tal vez porque quería entender qué es ser judío… Y de tanto husmear en cosas de ese tiempo, le había tomado un amor muy especial, tanto, que si pudiera elegir una época, elegiría ésa.

—A las mujeres no nos iba nada bien —digo.

—Tampoco mal. Fueron cantadas y alabadas.

—De eso se trata. Si no nos ajustábamos a esa imagen, ¡el repudio! No, a pesar de todos los defectos, yo me quedo con el hoy.

—¿Así que feminista?

—¿Así que machista?

Ríe a carcajadas.

—Nunca me aburriré de amarte. Sos mi prisionera —dice abriendo la toalla y atrayéndome hacia sí.

—Es lo que te gustaría, ¿no? y en cuanto a que nunca dejarás de amarme, ¿no te parece que la palabra “nunca” y la palabra “amor” son demasiado importantes?

—Cómo te gusta analizar hasta lo espontáneo. Decíme, ¿está prohibido usar un lenguaje determinado fuera de un tiempo determinado? —me aprieta— señora dogmática —dice— puedo confesarle que me gusta mucho, demasiado.

—Se agradece la confesión. Pero se objeta el demasiado, ¿o es que acaso me tenés adjudicada una medida especial?

—¿Sos así de cruel con todos? —dice recorriendo mi columna vertebral con la yema de los dedos.

—¿Y vos sos así de mentiroso con todas? —respondo, aunque el cosquilleo me invite a callar.

—No, con vos especialmente, porque descubrí que te encanta.

Froto mi cuerpo contra el suyo. Dice que está en el paraíso y que allí hay un ángel que le anuncia que ahora vendrán años de abundancia y felicidad.

—Ahora entiendo por qué José y su modo particular de interpretar los sueños te interesa. ¿No formaré parte de las siete vacas gordas?

Dice que tengo un particular sentido del humor, sobre todo tratándose de asuntos amorosos. Oprime mis costillas y asegura que de gorda, nada, y de vaca, menos.

—A lo mejor te equivocaste en la interpretación y las siete gordas le dejaron paso a las siete flacas.

Incrustada en él como si se tratara de Eva saliendo de la costilla, me digo que no es ni lo que yo entiendo como el ideal masculino ni como lo entendería la mayoría de las mujeres…

Me observa. De cerca sus ojos se ven enormes y levemente estrábicos.

—¿Te creés en serio que soy uno de esos ignorantes que piensan que la mujer es un ser inferior?

Estoy por responderle que sólo el tiempo podrá responder a esa pregunta, cuando recuerdo a Norma y su advertencia: “A los hombres y a los niños no hay que pedirles demasiado”, y no digo nada.

—Hace un par de años estuve en Turquía de visita —cuenta Simón—. Y me indignaba que mi tía y mis primas se quedaran aguardando, despiertas, hasta que los hombres regresáramos de nuestros paseos nocturnos. Una vez sugerí que nos acompañaran. Ellas parecieron sorprenderse con la propuesta, pero reaccionaron como si las hubiese ofendido. Ahí aprendí que aquello de “Donde fueres…”

—¡Qué cómodo!

—Revolucionaria de entrecasa, como todas las ingenuas.

—¡¿Ingenua yo?! —Estoy por cometer uno de mis clásicos arrebatos inútiles, cuando me acuerdo de haber sido yo la que le enseñó el camino al dormitorio.

—Ingenua no significa tonta. A mí me encantan tus ingenuidades porque son de aquí —se señala el pecho— y no de aquí —se toca la cabeza.

—Menos mal —digo desprendiéndome de sus brazos.

Me pongo su camisa y anuncio que haré café, té o mate y que se decida, porque tengo necesidad de algo rico y calentito, así produzca gastritis, insomnio, cáncer o peste bubónica.

Dice que lo rico y calentito ya lo tuvo, pero que igual acepta el mate.

—Estoy acostumbrada a tomarlo sola. Y lo disfruto.

—¿De veras te gusta la soledad?

—No sé si me gusta. Pero por lo menos no siento la desesperación que parecen sentir mis parientes por buscarme compañía.

La inclusión de mi mundo familiar es lo que él necesita para confiarme que no vive solo porque carece de la fortaleza suficiente para irse de la casa y dejar a la madre y a la hermana. La viudez de una, y la soltería de la otra, lo hacen sentirse responsable.

Simón continúa hablando y yo me retrotraigo al bar de Palermo y a la pregunta: ¿Qué estoy haciendo aquí?

Vuelve a repetir “responsabilidad” y “a cargo de”, y no logro contenerme y digo que no le hace falta la máquina del tiempo para viajar al pasado, y que su actitud de “hombre de la casa” que teme abandonar a las “indefensas” mujeres se ajusta de maravillas a la época en la que a él le hubiese gustado vivir.

Nos trenzamos en una discusión y, después de unos pocos minutos, reconocemos que nuestros argumentos son esquemáticos.

La tibieza de la calabaza asciende desde la palma y nos hace regresar a las tibiezas recién compartidas.

Lo escucho enumerar escollos y recuerdo a mi hermana: “Un tipo fácil no llega soltero a los treinta y nueve años”. Después de todo, Graciela, qué importa que sea fácil o difícil, si vos todavía no sabés qué buscas en él, aparte de lo que acaba de suceder.

Pienso: Es el típico solterón que se aferra a los impedimentos para así justificar su soltería. La circunstancia de tener a mi cuñado como “celestino” le ofrece cierta legalidad a nuestro encuentro y, por lo tanto, Simón se toma el trabajo de explicarle a la circunstancial amante algunos datos de su vida íntima que la circunstancial amante no le pidió conocer.

Se me aparece Norma con sus consejos al estilo correo sentimental; me digo que mis marchas y contramarchas siguen siendo dignas representantes de “Desorientada de Belgrano”.

Decido no preocuparme por la conducta de alguien a quien todavía no puedo otorgarle título habilitante. Así es que le cuento un chiste judío y él me cuenta otro de gallegos. Acudo a lo poco que hay dentro de la heladera y armo una comida.

Ya de buen humor, le pido disculpas por haberme comportado como una “sisebuta”. Simón dice que la cruel mujercita de las tiras cómicas tiene un antecesor real: el rey Sisebuto, déspota que en el año 613 exigió que todos los judíos de España fueran bautizados. Ese decreto sería un siniestro presagio de lo que les sucedería a los judíos de España ocho siglos después.

“Desorientada de Belgrano” vuelve a hacer acto de presencia. Le digo que deje de comportarse como una reina que emite decretos, porque si un hombre debe ser así o asá, también él puede llegar a decretar que la mujer abandonada responda a ciertas características.

“Desorientada” esgrime sus habituales argumentos. Decido no escucharla.

Anochece. La camisa de seda y el pantalón negro ya no me parecen inadecuados. La camisa huele a mí. Lo acompaño, desnuda y descalza, hasta la puerta porque él dice que así, soy yo misma.

“Yo misma” se pone la bata y se acuesta en el sofá para disfrutar de la grata distensión.

“Yo misma” se acuerda de la novela que pensaba retomar y se dice que el cierre que le ha dado a la nueva versión del capítulo primero es el típico “happy end”.

Graciela acude a “Desorientada de Belgrano”, que lloriquea diciéndole que será una cursilería pero que ella adora los finales felices.

“Yo misma” reflexiona: Para ponerse a escribir hay que tomar distancia y ella, después de la tardecita fogosa, está demasiado cerca de todo, principalmente de su genitalidad.

Graciela le aconseja aprovechar esa situación para algún encuentro erótico de los protagonistas.

“Yo misma”, Graciela y “Desorientada de Belgrano” coinciden en un aspecto fundamental: la horizontalidad. Como seguir trabajando en la novela se torna dificultoso en esa posición, las tres, aunque sin entusiasmo, deciden echarle un vistazo al “Diario” de la amiga, pariente o ¡vaya una a saber qué! del descendiente del talmudista.

…Estábamos dispuestos a formar una gran familia con nuestros compañeros de viaje y nuestro entusiasmo iba en aumento.

Todas las miradas estaban fijas en un punto borroso: la costa.

En el monte Carmel la cúpula dorada de una mezquita nos atraía con su brillo.

Israel, posición geográfica: Oriente Medio. No era novedad, pero recién ahora nos dábamos cuenta.

“Pasamos fácilmente la aduana. Algunos recibían abrazos de acogida, los envidiamos. Las despedidas fueron pocas, la mayoría seguiría viaje hasta el ‘Ulpan’.

Nos esperaban camiones con enormes acoplados, subimos y nos ubicamos en los largos tablones que nos servirían de asiento. Viajamos más de cinco horas. Por la abertura posterior admirábamos el paisaje.

Apenas salíamos de Haifa cuando vimos un extraño monumento. Alguien explicó que el pequeño barco era un homenaje a los inmigrantes clandestinos.

”—Ante vuestros ojos, la capital del Néguev —alertó el guía.

Aquél debe ser el ‘Ulpan’, deduje al ver el monobloc a la derecha del camino.

A la entrada, un cartel escrito en hebreo. Dice ‘Bienvenidos los que llegan’, explicaron para los que no entendíamos el idioma.

”… El comedor era un salón de grandes proporciones ubicado en la parte central del terreno que separaba a los dos edificios.

Nos avisaron que la cena era a partir de las siete y media de la tarde.

Bajamos con recelo. Sabíamos que los profesores eran en su mayoría ‘sabras’ y no hablaban castellano.

Cuando entramos en el comedor descubrimos caras nuevas. Buscamos una mesa con amigos e inmediatamente comenzaron las bromas acerca de los departamentos compartidos.

Tuve la sensación de estar haciendo el servicio militar, quizás a causa de las enormes ollas de sopa. Pero lo que despertó en mí ese sentimiento fue la convicción de lo organizado.

Desde ese día debería sincronizar mis actos, aprender el hebreo, y vivir de una manera distinta a la que estaba acostumbrada.

Qué grupo heterogéneo, pensé contemplando a mi alrededor. Algunas mujeres se habían vestido como para ir a cenar a un restaurante del barrio norte; otras, que provenían de movimientos sionistas, en forma rústica y a cara lavada. El resto, como yo, dedujimos que debía ser la ropa habitualmente utilizada para ir de picnic.

Los hombres, en su apariencia externa se asemejaban. Eso ya era una ventaja sobre nosotras.

”… Resulta tan difícil contar la vida en el kibutz; yo era un extraño pasajero en un micro equivocado; sabía que debería bajarme en una esquina próxima y, por lo tanto, esperaba impaciente el momento de descender.

”Una mañana la calma fue rota:

—¿Sabés lo que significa que te cierren la puerta de tu propia casa? —me preguntaban.

Cerraron el estrecho de Tirán. ¿Tirán? Ese estrecho y ese nombre oriental me resultaban ajenos… La puerta de casa cerrada es la condena a morir de hambre, no hay otra salida que la guerra. No puede ser verdad, pensaba. Pero era verdad.

No sentía odios ni deseaba ver muertos ni morir. Me acostaba y comenzaban las pesadillas: cabezas cortadas chorreando sangre y clavadas en lanzas. Corría por interminables callejas árabes, oía gemidos, tronar de cañones…

”Pintamos de azul los faros de los autos y cubrimos las ventanas con papel engomado del mismo color.

Nos reunimos todos en el comedor.

En la mesa, no pude hablar ni comer. Otras mujeres, madres que tenían hijos en el frente, me tranquilizaban:

—Tenemos que ganar —decían con énfasis. Los árabes pelean porque los envían a pelear. Son más, pero para ellos la victoria es un premio; en cambio, para nosotros, es la vida. Y con la vida no se juega a perder.

”Nunca olvidaría aquella semana de locura. En realidad sólo fueron seis días: Yo muero, tú mueres, él muere, nosotros morimos, vosotros morís, ellos mueren. Conjugué el verbo morir hasta cansarme; es muerte en todos los tiempos: presente, pasado, futuro, pretérito perfecto, pluscuamperfecto…

Vendría luego otra guerra peor, la de ‘Iom Kipur’. Y yo, sentada en mi casa, volvería a sentir esa enorme y cansada tristeza.

”… Con nuestros mejores amigos nos habíamos distanciado. Quizá porque deseaban irse y no lo hacían, o porque al irnos nosotros se quebraba algo que nos hacía más fuertes a todos.

Muchos se convirtieron en verdaderos ‘sabras’, otros se quedaron por inercia o por falta de posibilidades en sus países de nacimiento…

”… No queríamos que nadie fuera a despedirnos. Sentíamos angustia y vergüenza.

Viajamos a Haifa en silencio. Felizmente, nuestro hijo comenzó a preguntar si nos esperaría la abuela y toda la familia que ya conocía por fotos.

”Esta vez partir fue volver, pero el dolor era similar. Lo conocido, después de cinco años, pasaría a resultarme desconocido.

El barco se alejaba de la costa y yo pensaba en el paseo que habíamos hecho a Jerusalén después de la Guerra de los Seis Días.

Siempre me había asombrado la unción con que los judíos hablaban de un muro de piedra. El día que me pude acercar a él, entendí.

Es el monumento a la voluntad de seguir existiendo a pesar de todo. De lo que fuera un templo sólo ha quedado una pared, que sigue erguida, orgullosa en su sufrimiento.

Comprendí entonces que cada hombre lleva dentro de sí su propio muro de los lamentos, su resto de algo importante o que hubiera deseado que lo fuera.”

Semidormida, atiendo el teléfono. Simón quiere desearme buenas noches y decirme que lo que me dijo antes de irse es la pura verdad y que no se cansará de repetírmelo.

Le respondo que los halagos, cuando exceden un límite, pierden verosimilitud y se convierten en una tomada de pelo. No, yo no digo que me hayas estado tomando el pelo. Sé que sos sincero y que por más que el hecho de tener la llave del “loft” de un amigo pueda hacerme suponer que todas las veces y con cualquiera…, No, si ya me había dado cuenta solita de que el famoso diario no era el motivo real, pero igual se lo agradecía… ¿Algunos datos?, tal vez, pero no guardaban relación con lo que a mí me interesa dar en la novela. Por supuesto que emigrar a los veinte años y en el sesenta y dos no es lo mismo que ser turista en el noventa y uno.

Si se ponía pesado —lo amenacé— iba a transformarme otra vez en la versión femenina del rey Sisebuto. ¿Así que era capaz de cumplir con mis decretos, aún con los más crueles? Qué diría su devoto antepasado si lo escuchara blasfemar… ¿Tu identidad no está en juego aunque te sometas? Y ¿qué está en juego, entonces? Por Dios, Simón, no seas ingenuo. ¿Que me encanta teorizar? ¡Por favor! ¿No será que vos te imaginás ser aquel talmudista que dominaba siete idiomas y entonces creía dominar…?

Cómo voy a estar enojada porque me despertaste; a quién no le gusta que lo despierten diciéndole cosas lindas. ¿Que linda es un calificativo débil? El rey Salomón quemaría “El cantar de los cantares” si llegara a escuchar tus metáforas. Me parece que te voy a dar a leer las diferentes versiones de mi frustrada novela: necesito un consejero sexual. ¡Y claro que hay sexo! ¿O te pensaste que mi heroína se iba a tomar todas esas molestias para sacar unas fotografías? Sos un trastornado, cómo vas a salir de tu casa a las dos de la mañana, ¿Y tu mamita, y tu hermanita? Está bien, no voy a tratarte más como un tontito. Lo que sucede es que estoy enojada conmigo misma. No, igual no voy a poder seguir durmiendo, una vez que me despierto… ¿Así que método especial para insomnes? …Vamos, califa sin trono, no te adjudiques poderes absolutos… No me digas que todavía estás vestido de “fiebre de sábado a la noche”. Claro que ahora es de noche, nadie lo puede discutir, pero si te empeñás en leer lo mío te vas a ir de día y otra vez tu vestuario no será el adecuado… Ya sé que ni café ni té. Voy a preparar una jarra de café para mí solita; va a ser una noche larga.

Simón me aconseja que opte por la última versión. Él prefiere los planteos claros y allí se da a entender que la pareja se consolida.

Le digo que está equivocado, que nadie sabe, ni yo misma, qué será del futuro de Clara y Eleazar, que recién es el comienzo de la novela y que es común que vayan surgiendo situaciones que ni el propio autor había sospechado.

—Entonces comenzá por lo último. Si lo que te preocupa es el final, hacés una obra circular y resolvés el problema.

Discutimos. Él afirma que los finales abiertos defraudan al lector y que cerrar algo significa llegar a una conclusión.

—Será muy moderno —dice— pero a mí me fastidian los libros sin historia y sin epílogo.

Le pregunto si no buscará en la ficción lo que no puede lograr en la vida real. La soltería muchas veces se asocia con el miedo a definir, sostener, rematar o ponerle un punto final a situaciones relevantes.

Simula ahogarme con uno de los almohadones desparramados sobre el sillón y dice que, hablando y sacando conclusiones, soy más cruel que escribiendo y que si lograra fusionar ambas posturas encontraría el exacto término medio.

—¡Odio los términos medios! —grito debajo del almohadón que, amenazador, se alza sobre mi cara.

Promete perdonarme a cambio de un beso y un licuado de frutas.

Ninguna mujer —afirmo— ni la más abnegada, se pondría a pelar, trozar, azucarar y licuar a las cinco de la madrugada.

Repito “ninguna mujer” levantándome del sillón.

Simón va detrás de mí. Asegura que él hará lo complicado y que yo sólo tendré que señalar el lugar de los objetos e ingredientes necesarios.

Detesto la dieta macrobiótica, la naturista, la vegetariana, la de la luna, la disociada, la del doctor tal o cual, la de la acupuntura, la de la hipnosis y todas las teorías acerca de qué y cómo debemos comer. Se lo grito cortando cuartos de manzana con la energía de Jack el Destripador.

¡El muy hábil! Me toma los pechos y se aprieta contra mi espalda mientras habla en voz baja y seductora de lo mucho que le interesa el personaje que he creado y que, aunque sabe que las comparaciones son odiosas, en algunas reacciones de Clara Stein creyó encontrar a su “dulce Gracielita”.

Hacía siglos que nadie me otorgaba el edulcorado galardón. Ascendida a la categoría de postre, giro el botón de la licuadora.

Siento su aliento en la nuca y recuerdo lo de la charla telefónica y lo que él prometiera con respecto al insomnio. Entonces apago el odioso aparato, y me doy vuelta con la bata abierta, y “Yo misma” regresa pronta y veloz para ir al encuentro del fauno que, olvidado de licuados y dietas saludables, se ocupa de lo que tiene entre manos apelando a los decires y cantares de sus viejos libracos.

No me cabe la menor duda de que Simón es sagaz. Después de los mimos y caricias, hasta resulta agradable servir esa especie de desayuno de campo. Lo de campo es por el horario, no por el menú, porque a cualquier gaucho, el menjunje de frutas con leche y cereales le revolvería las tripas.

Sigo envenenándome con café. Simón me tiene atrapada con sus múltiples interpretaciones de los consecutivos primeros capítulos. Cuando dice que mi Clara es viuda porque yo preferiría tener un marido muerto y no uno que me ha abandonado, sujeto la mano que está por bañarlo con lo que él paladea complacido. “Yo misma” me advierte que una actitud de ese tipo quizás impediría acceder al somnífero prometido por mi interlocutor que, además de apasionarse por su “dulce Graciela” y sus afanes literarios, se apasiona por el vigorizante licuado.

Algunas observaciones suyas sobre Eleazar y Clara son inteligentes y tal vez lleguen a resultarme útiles. No se lo digo por malvada y porque “Desorientada de Belgrano”, de a ratos, se sienta a la mesa con nosotros y me importuna con sus eternos interrogantes. Si no fuese porque Graciela y “Yo misma” se han complotado, “Desorientada” habría logrado su macabro propósito.

No entiendo para qué me impulsa a continuar con la lectura del “Diario”. Lo leído es suficiente para saber que ni el tono ni el tema ni el tratamiento.

Resolver el final de mi novela desde el comienzo me parecería un excelente medicamento para la ansiedad, pero el asunto no es tan sencillo como para pretender tener ambas puntas del ovillo y encima seguir tejiendo.

Simón lanza ideas con la misma facilidad y desparpajo con que lanza piropos y caricias.

Sisebuta no puede con su genio y lo compara con Norma, la buena señora de las buenas intenciones.

“Yo misma” interviene para calmar los ánimos y explicar quién es Norma. Después de anécdotas graciosas y de las otras, las participantes llegan a la conclusión de que Norma es honesta y sincera aunque defienda los finales felices y con moñito.

Simón contraataca diciendo que debería frecuentarla más; su particular teoría sobre la debilidad de los hombres queda bien con Dios y con el diablo y a él no lo afecta en absoluto que lo consideren el sexo débil, si eso implica mimos y atenciones.

Comparamos mi banquete con los que Norma acostumbra preparar. A pesar de las críticas, él come las galletas untadas con queso como si se tratara de tostadas con caviar.

Parece que a Simón los temas románticos y los cuentos de hadas todavía le circulan a alta velocidad. Pienso en el choque entre los asuntos sentimentales y los históricos dentro de esa cabeza que el cansancio ya no mantiene erguida.

“Yo misma” ha tenido la precaución de acercar su asiento y ofrecerle apoyo al descendiente del talmudista que, reposando en su hombro, le hace cosquillas con la pelambre y asegura que, de tomar sus sugerencias, Clara y Eleazar harían nuevamente lo que una pareja madura debe hacer y que él promete llevar a cabo paso a paso y con la dedicación y el respeto que merecen las grandes empresas.

De postre he pasado a ser la Represa de Asuán, la Torre Eiffel, el Coliseo romano, el Palacio del Louvre, la Capilla Sixtina…

Hay que recuperar el año perdido. Pero según el ímpetu de “Simón Ha Givor”, se podría pensar en una abstinencia de décadas.

La cama ha dejado de recordarme a la que sirviera para alimentar el fuego del asado de los Ilarregui y mi venganza.

Simón no es tan apuesto como Eleazar Ben Moshé, pero a una persona real no es justo que se le exijan atributos que la irrealidad construye con trazos muchas veces irresponsables. ¿Cuántos hombres y mujeres, enamorados de los seres de ficción, resisten a los mortales que la simple cotidianidad les ofrece sin ningún tipo de concesiones ni adornos?

Todas estas idas y vueltas se las podemos adjudicar a “Desorientada de Belgrano”; “Yo misma” y “Graciela” siguen las andanzas del que, por diferentes pero eficaces caminos, va en busca de la posada en la que se accede, por el sistema del trueque, a cuarto limpio y a sueño profundo.

Acabaré por creer en el poder energizante de algunas dietas y en el peligro de otras. Mi hermana, adicta a ciertos alimentos, suele atribuirles poderes mágicos. Algunas de mis desventuras y fracasos, según ella, se deben a la falta de vitaminas en mi organismo.

Tomo en cuenta la infatigable tarea de Simón y me prometo atiborrarme con frutas, cereales y leche cultivada.

“Desorientada” se entromete para mascullar que el somnífero resulta un método menos indoloro y más veloz. Casi corre el destino de la cama vieja, porque si me pusiera a reflexionar —cosa que no tengo ganas de hacer— llegaría a la conclusión de que “Desorientada” me impide ser feliz. Norma y Simón me han contagiado esa estúpida vocación por la felicidad. Y si lo que está sucediendo no se aproxima a la que se escribe con mayúsculas, por lo menos tiene adjudicado un espacio en los estantes de mi cuarto interior. Porque, así como Norma adorna los externos con cachivaches y chirimbolos de toda índole y procedencia, yo estoy dispuesta a adornar los míos con felicidades miniatura.

Y Simón parece estar pensando lo mismo respecto de mi interior y mis estantes y mis rincones. Me pregunto por qué a Clara no podrá sucederle otro tanto; a ella y a mí, tal vez para respetar aquello de Rilke, la dificultad nos visita asiduamente.

Quizás haya llegado el momento de aceptar que lo difícil suele emparentarse con la creación, el amor, la vida.

Arriba, casi en la cima, los monjes tibetanos se han reunido para llevar a cabo el ritual, los extranjeros tienen prohibido el acceso.

Como aquel explorador inglés, he llamado a las puertas del monasterio. Ellos, sin preguntas, me han permitido compartir la unción y el goce. En la caja de madera, Enrico Caruso canta canciones de amor, de dicha y de muerte. Recuerdo el despertar y el ritmo pegadizo de “¿Quién está triste ahora?” y vuelve la convicción de que en el cuerpo de una mujer apasionada, Enrico Caruso canta.

Dejo que Clara y Eleazar reposen mientras yo renazco. Sé que después habrá un trueque y ellos no me darán respiro; es en el punto más alto donde realidad e irrealidad danzan con los derviches giradores. Caigo en el remolino como quien danza hasta morir. El sueño, esa sexta parte de la muerte según los rabíes, llega lento y en puntas de pie, igual que una joven madre que se acerca a la cuna del hijo.