CAPÍTULO 19. LOS HIJOS.

«El debate de la naturaleza frente a la educación ha concluido.» Así empieza un reciente artículo cuyo título —«Three Laws of Behavior Genetics and What They Mean» [«Tres leyes de la genética de la conducta y su significado»—] es tan audaz como la frase con que se inicia1. El debate de la naturaleza frente a la educación, por supuesto, está lejos de haber concluido cuando se trata de identificar la dotación que todos los seres humanos comparten, y de comprender cómo nos permite aprender, que es el tema principal de los capítulos anteriores. Cuando se trata de la pregunta respecto a qué es lo que hace distintas entre sí a las personas normales de una sociedad —el hecho de que sean más listas o más torpes, más agradables o más desagradables, más atrevidas o más tímidas—, el debate de la naturaleza frente a la educación, tal como se ha planteado durante milenios, realmente ha concluido, o debiera haberlo hecho.

Al anunciar que tal debate ha concluido, el psicólogo Eric Turkheimer no se limitaba a emplear la técnica tradicional del domador de mulas para conseguir llamar la atención de sus sujetos, es decir, darles en la cabeza con una vara. Estaba resumiendo un cuerpo empírico de resultados de una solidez desacostumbrada para los estándares de la psicología. Unos resultados que se han repetido en muchos estudios, países distintos y a lo largo de cuarenta años. A medida que las muestras aumentaban (muchas veces hasta varios miles), se mejoraban las herramientas y se abordaban las objeciones, los resultados seguían ahí, inmutables, como si se tratara del himno nacional.

Las tres leyes de la genética conductual quizá sean los descubrimientos más importantes de la historia de la psicología. Y, sin embargo, la mayoría de los psicólogos siguen sin asumirlas, y la mayoría de los intelectuales no las comprenden, pese a que han sido tema de portada de muchas revistas. La razón no es que las leyes sean abstrusas: todas se pueden formular en una sola frase, sin ninguna parafernalia matemática. Al contrario, se debe a que las leyes se llevan por delante a la Tabla Rasa, y a que la idea del Buen Salvaje está tan afianzada que muchos intelectuales no pueden comprender alternativa alguna a ella, y no digamos discutir si es correcta o está equivocada.

Éstas son las tres leyes:

  • Primera ley: todos los rasgos conductuales humanos son hereditarios.
  • Segunda ley: el efecto de criarse en una misma familia es menor que el efecto de los genes.
  • Tercera ley: una porción sustancial de la variación en los rasgos conductuales humanos complejos no se explica por los efectos de los genes ni de las familias.

Las leyes tratan de qué nos hace lo que somos (en comparación con nuestros compatriotas) y, por consiguiente, tratan de las fuerzas que inciden en nosotros en la infancia, la fase de la vida en que se cree que se forman nuestro intelecto y nuestra personalidad. «Como se doble la ramita, así se inclinará el árbol», escribió Alexander Pope. «El niño es el padre del hombre», escribió Wordsworth, haciéndose eco de lo que decía Milton: «La infancia anuncia al hombre, como la mañana anuncia el día». Los jesuitas solían decir: «Dejadme al niño en sus siete primeros años, y os devolveré a un hombre», y la frase se tomó como referencia en los documentales de Michael Apted que hacen el seguimiento de un grupo de niños británicos cada siete años (Seven Up, Fourteen Up, etc.). En este capítulo llevaré al lector a través de las leyes y analizaré qué significan para la naturaleza, para la educación y para todo lo anterior.

Primera ley: todos los rasgos conductuales humanos son hereditarios. Empecemos por el principio. ¿Qué es un «rasgo conductual»? En muchos estudios, es una propiedad estable de una persona que se puede medir mediante test psicológicos estandarizados. En los test de inteligencia, se pide a las personas que reciten al revés una serie de dígitos, que definan palabras como reticente o remordimiento, que digan qué tienen en común un huevo y una semilla, que junten cuatro triángulos para formar un cuadrado, y que extrapolen secuencias de formas geométricas. En los test de personalidad, se les pide que digan si están de acuerdo o no con afirmaciones del tipo: «A menudo cambio de acera para no encontrarme con alguien que conozco», «No culpo a la persona que se aprovecha de alguien que permite que lo haga», «Antes de hacer algo, procuro pensar en cómo van a reaccionar mis amigos» y «La gente dice cosas vulgares y ofensivas sobre mí». Parece que no sean unas pruebas fiables, pero se ha comprobado ampliamente su validez: se obtiene casi el mismo resultado siempre que se pasa el test a una persona, y estadísticamente predicen razonablemente bien lo que deberían predecir. Los test de coeficiente intelectual predicen el rendimiento escolar y laboral, y los perfiles de personalidad se correlacionan con la opinión que otros tienen de la persona en cuestión y con los resultados en la vida, como los diagnósticos psiquiátricos, la estabilidad conyugal y los conflictos con la justicia2.

En otros estudios, se registra la conducta de forma más directa. Estudiantes universitarios que se sitúan en el patio de una escuela con un cronómetro y una libreta y observan qué hacen los niños. Profesores que clasifican a sus alumnos según su grado de agresividad, y se saca la media. Personas que dicen cuántas horas ven la televisión o cuántos cigarrillos fuman. Investigadores que hacen el recuento de datos precisos, como el índice de graduados en secundaria, de condenas judiciales o de divorcios.

Una vez hechas las mediciones, se puede calcular la varianza de la muestra: el cuadrado de la desviación estándar de la puntuación de cada persona respecto a la media del grupo. La varianza es un número que define el grado en que los miembros de un grupo difieren entre sí. Por ejemplo, la varianza en el peso de una muestra de perros labrador será menor que la varianza en el peso de una muestra que contenga perros de diferentes razas. La varianza se puede descomponer en partes. Matemáticamente es significativo afirmar que un determinado porcentaje de la varianza de un grupo se solapa con un factor (por ejemplo, aunque no necesariamente, su causa) , otro porcentaje se solapa con un segundo factor, y así sucesivamente, hasta que los porcentajes llegan al cien por cien. El grado de solapamiento se puede medir como un coeficiente de correlación, un número entre —1 y +1 que refleja el grado en que las personas que tienen una puntuación elevada en una medida también la tienen en otra. Se usa en la investigación en genética conductual como cálculo de la proporción de la varianza que un determinado factor explica3.

La heredabilidad es la proporción de la varianza de un rasgo que se correlaciona con las diferencias genéticas. Se puede medir de varias formas4. La más sencilla es tomar la correlación entre dos hermanos univitelinos que se separaran en el momento del parto y se criaran aparte. Comparten todos los genes y nada del entorno (de la parte que varía entre los entornos de la muestra), de modo que cualquier correlación entre ellos tiene que ser un efecto de sus genes. Otra posibilidad es comparar hermanos univitelinos criados juntos, que comparten todos sus genes y la mayor parte de su medio, con hermanos bivitelinos criados juntos, que comparten la mitad de los genes y la mayor parte de su entorno (para ser exactos, comparten la mitad de los genes que varían entre las personas que componen la muestra; evidentemente, comparten todos los genes que son universales en toda la especie humana). Si la correlación es superior en las parejas de gemelos univitelinos, hay que presumir que refleja un efecto de los genes extra que tienen en común. Cuanto mayor sea la diferencia entre las dos correlaciones, mayor será el cálculo de la heredabilidad.

Y otra técnica es comparar hermanos biológicos, que comparten la mitad de sus genes y la mayor parte de su medio, con hermanos adoptivos, que no comparten ninguno de sus genes (de los que varían) y sí la mayor parte de su entorno.

Los resultados suelen ser más o menos los mismos, sea lo que sea lo que se mida y cualquiera que sea el sistema de medirlo. Los hermanos univitelinos criados por separado son muy similares; los hermanos univitelinos criados juntos son más parecidos que los bivitelinos criados juntos; los hermanos biológicos son muchísimo más parecidos que los adoptivos5. Todo esto se traduce en unos valores de heredabilidad sustanciales, normalmente entre 0,25 y 0,75. Un resumen convencional es que más o menos la mitad de la variación en la inteligencia, la personalidad y los resultados en la vida es hereditaria —un correlato o un producto indirecto de los genes—. Es difícil conseguir un mayor grado de precisión, porque, dentro de estos márgenes, los valores de heredabilidad varían por una serie de razones6. Una es si se incluye el error de medición (el ruido aleatorio) en la varianza total que hay que explicar o si se hace una estimación de él y se excluye de la ecuación. Otra es si se calculan todos los efectos de los genes o sólo los efectos aditivos: aquellos que ejercen el mismo influjo independientemente de los otros genes de la persona (en otras palabras, los genes de los rasgos que resultan verdaderos). Una tercera razón es cuánta variación haya inicialmente en la muestra: las muestras de unos entornos homogéneos producen unos cálculos de heredabilidad amplios; las de medios variados, unos cálculos menores. La heredabilidad de la inteligencia, por ejemplo, aumenta con las distintas fases de la vida, y en edades avanzadas puede llegar hasta el 0,87. Olvidémonos del «Como se doble la ramita…»; pensemos en el «¡Vaya! Cada vez me parezco más a mis padres».

Afirmar que «todos los rasgos son hereditarios» es un poco exagerado, pero no mucho8. Los rasgos conductuales concretos que dependen de forma manifiesta del contenido que ofrecen el hogar y la cultura no son, por supuesto, en modo alguno hereditarios: la lengua que uno habla, la religión que profesa, el partido político al que pertenece. Pero los rasgos conductuales que reflejan los talentos y los temperamentos subyacentes son hereditarios: la competencia que uno tiene en el lenguaje, su religiosidad, su talante liberal o conservador. La inteligencia general es hereditaria, como lo son las cinco principales variaciones posibles de la personalidad (que se resumen en el acrónimo inglés OCEAN): actitud abierta a la experiencia (openness to experience), escrupulosidad (conscientiousness), extroversion-introversión, antagonismo-agradabilidad y neuroticismo. Y resulta que rasgos que son sorprendentemente específicos también son hereditarios, por ejemplo la dependencia de la nicotina o el alcohol, el número de horas que se pasa ante el televisor y la probabilidad de divorciarse. Por último, están los hermanos Mallifert de la oficina de marcas y patentes de Chas Addams y sus homólogos del mundo real: los hermanos gemelos univitelinos separados al nacer que fueron, ambos, capitanes de sus departamentos de bomberos voluntarios, que, ambos, jugueteaban con sus respectivos collares mientras respondían las preguntas, o que, ambos, recomendaban al investigador que fue al aeropuerto a recogerles (por separado) que debía cambiar el rodamiento de una de las ruedas del coche.

Vi una vez una entrevista a Marlon Brando en la que se le preguntaba por las influencias de su infancia que le llevaron a ser actor. Contestó que los gemelos idénticos que se separan al nacer pueden emplear el mismo tónico capilar, fumar la misma marca de cigarrillos, veranear en la misma playa, etc. La entrevistadora, Connie Chung, simulaba estar roncando como si escuchara una charla aburrida, sin darse cuenta de que el actor respondía a lo que le había preguntado, o, más exactamente, le explicaba por qué no le podía responder. En la medida en que la heredabilidad de los talentos y de los gustos no es cero, nadie puede saber si un rasgo ha estado influido por nuestros genes, las experiencias de la infancia, ambas cosas o ninguna. Chung no es la única que no consigue comprenderlo. La primera ley implica que cualquier estudio que mida algo de los padres y algo de sus hijos biológicos y luego saque conclusiones sobre los efectos de la paternidad, no tiene valor alguno, porque es posible que las correlaciones simplemente reflejen los genes compartidos de padres e hijos (unos padres agresivos pueden tener hijos agresivos, unos padres dialogantes, hijos dialogantes). Pero se siguen realizando estos estudios tan caros, y se siguen traduciendo en consejos para los padres, como si la heredabilidad de todos los rasgos fuera cero. Tal vez habría que pedir a Brando que formara parte de las comisiones para la concesión de subvenciones a la investigación.

La genética conductual tiene sus críticos, que intentan encontrar interpretaciones alternativas a la primera ley. Tal vez los hijos separados al nacer se colocan deliberadamente en familias adoptivas similares. Tal vez hay un contacto entre ellos durante su separación. Quizá los padres esperan que los gemelos univitelinos sean más parecidos y por eso les tratan de forma más similar. Los gemelos comparten el útero, no sólo sus genes, y los univitelinos a veces comparten el corion (la membrana que envuelve al feto) y también la placenta. Tal vez sea su experiencia prenatal compartida, y no sus genes, la que les hace tan semejantes.

Se han comprobado estas posibilidades, y aunque en algunos casos pueden superar a un cálculo de heredabilidad por unos pocos puntos, no lo pueden disminuir en mucho9. Se han medido las propiedades de los padres y las familias adoptivas (su educación, su estatus socioeconómico, sus personalidades, etc.), y no son lo suficientemente homogéneas para hacer que los hermanos univitelinos tengan la misma personalidad y el mismo temperamento10. Estos hermanos no están marcados por unas familias que fomenten el jugar con el collar mientras se habla o el estornudar en los ascensores. Y lo que es más importante, las familias de los hermanos univitelinos separados al nacer no son más parecidas que las de hermanos bivitelinos que se separaron también al nacer, y pese a ello los univitelinos son mucho más parecidos11. Y lo más importante de todo es que las diferencias en el medio familiar no producen en modo alguno unas diferencias en la inteligencia y la personalidad de los hijos mayores (como veremos al analizar la segunda ley) , de modo que el argumento es discutible.

En cuanto al contacto entre gemelos separados, no es probable que un encuentro ocasional entre dos personas pueda cambiar su personalidad y su inteligencia, pero, en cualquier caso, la cantidad de contactos no tiene correlación alguna con el grado de similitud de los gemelos12. ¿Y las expectativas de los padres, los amigos y los iguales? Una buena prueba es la de hermanos univitelinos de los que erróneamente se cree que son bivitelinos hasta que un análisis genético demuestra lo contrario. Si son las expectativas las que hacen que se parezcan los hermanos univitelinos, esos gemelos no debieran ser parecidos; si son los genes, lo tendrían que ser. En realidad, los gemelos son tan parecidos como cuando los padres saben que son univitelinos13. Y las mediciones directas del grado de similitud del trato que los padres dan a los hijos no se correlacionan con las mediciones del grado de similitud de su inteligencia o su personalidad14. Por último, compartir la placenta puede hacer a los gemelos univitelinos más diferentes, y no sólo más semejantes (ya que uno de los gemelos puede desplazar al otro), y ésta es la razón de que en los estudios se observe un efecto poco o nada coherente del hecho de compartir la placenta15. Pero aunque les fuera a hacer más parecidos, la inflación de la heredabilidad sería poca. Como observaba el genetista Matt McGue respecto a un reciente modelo matemático que intentaba usar los efectos prenatales para disminuir la heredabilidad tanto como fuera posible: «El hecho de que el debate sobre el coeficiente intelectual se centre hoy en si es hereditario en un 50 o en un 75% es un destacado signo de cómo ha cambiado el debate de la naturaleza frente a la educación en los últimos veinte años16». En cualquier caso, los estudios en que se comparan hermanos adoptados con hermanos genéticos no se fijan en absoluto en los gemelos, y llegan a las mismas conclusiones que los estudios sobre gemelos, de modo que no es probable que alguna peculiaridad del hecho de ser gemelos vaya a invalidar la primera ley.

Los métodos genéticos conductuales llevan implícitas tres limitaciones. En primer lugar, los estudios de gemelos, hermanos y adoptados pueden ayudar a explicar qué hace diferentes a las personas, pero no pueden explicar lo que tienen en común, es decir, la naturaleza humana universal. La afirmación de que la heredabilidad de la inteligencia es del 0,5, por ejemplo, no implica que la mitad de la inteligencia de una persona sea heredada (signifique esto lo que pueda significar) ; sólo implica que la mitad de la variación entre las personas es hereditaria. Los estudios genéticos conductuales de situaciones patológicas, como las que exponíamos en los capítulos 3 y 4, pueden arrojar luz sobre la naturaleza humana universal, pero no son relevantes para los temas de los que nos ocupamos en este capítulo.

En segundo lugar, los métodos genéticos conductuales tratan la variación dentro del grupo de personas que se analizan, no la variación entre grupos de personas. Si los gemelos o los adoptados de una muestra son todos estadounidenses blancos de clase media, un cálculo de heredabilidad nos puede revelar por qué unos estadounidenses blancos de clase media difieren de otros estadounidenses blancos de clase media, pero no por qué la clase media difiere de la clase baja o la clase alta, por qué los estadounidenses difieren de los no estadounidenses, ni por qué los blancos difieren de los asiáticos o los negros.

En tercer lugar, los métodos genéticos conductuales sólo pueden demostrar que los rasgos se correlacionan con los genes, no que estén causados directamente por ellos. Los métodos no pueden distinguir los rasgos que sean productos relativamente directos de los genes —el resultado de los genes que afectan a las conexiones o el metabolismo del cerebro— de los rasgos que son productos muy indirectos; por ejemplo, el resultado de tener unos genes de un determinado aspecto físico. Sabemos que, en términos medios, los hombres altos progresan en su trabajo más deprisa que los bajos, y que, en términos generales, las personas atractivas son más resueltas que las no atractivas17. (En un experimento, los sujetos sometidos a una entrevista simulada tenían que esperar a que volviera el entrevistador, al que se le había pedido que saliera de la habitación, como parte del experimento. Los sujetos de aspecto normal empezaban a impacientarse y quejarse al cabo de nueve minutos; los atractivos, al cabo de tres minutos y veinte segundos)18. Cabe suponer que la gente respeta a las personas altas y de buen aspecto, lo cual hace que tengan más éxito y sean más creídas. La altura y el aspecto son evidentemente hereditarios, de modo que si no conociéramos los efectos del aspecto, podríamos pensar que el éxito de esas personas procede directamente de sus genes de la ambición y de la seguridad en sí mismo, cuando en realidad procede indirectamente de los genes que procuran las piernas largas y la nariz afilada. La moraleja es que la heredabilidad se ha de interpretar siempre a la luz de todas las pruebas; no oculta su significado en la manga. Dicho esto, sabemos que, de hecho, la heredabilidad de la personalidad no se puede reducir a los genes del aspecto. Los efectos de éste en la personalidad son pequeños y limitados; pese a los chistes de rubias tontas, no todas las mujeres atractivas son presumidas ni creídas. En cambio, la heredabilidad de los rasgos de personalidad es grande y omnipresente, demasiado como para que se pueda explicar como un subproducto del aspecto19. Como veíamos en el capítulo 3, en algunos casos, los rasgos de la personalidad se pueden vincular a los genes que tienen algún efecto en el sistema nervioso. Con la conclusión del Proyecto Genoma Humano, es probable que los genetistas descubran pronto más vínculos de este tipo.

La primera ley es un incordio para los científicos radicales, que han intentado refutarla sin éxito. En 1974, Leon Kamin decía que «no existen datos que lleven a alguien sensato a aceptar la hipótesis de que las puntuaciones en los test de coeficiente intelectual son hereditarias en algún grado», una conclusión que reiteraba una década después con Lewontin y Rose20. En los años setenta, la argumentación era tortuosa; en los ochenta, desesperada; y hoy, una curiosidad histórica21. Como de costumbre, los ataques no siempre lo han sido en forma de análisis científicos objetivos. Thomas Bouchard, que dirigió el primer estudio a gran escala de hermanos gemelos criados por separado, es uno de los pioneros del estudio de la genética de la personalidad. Activistas de la Universidad de Minnesota repartieron panfletos en los que se le llamaba «racista» y se le relacionaba con el «fascismo alemán», hicieron pintadas en que se le llamaba «nazi» y exigían que se le despidiera. El psicólogo Barry Mehler le acusó de «rehabilitar» la obra de Josef Mengele, el médico que, con el pretexto de realizar investigaciones, atormentó a hermanos gemelos en los campos de exterminio nazis. Como de costumbre, las acusaciones eran injustas no sólo desde el punto de vista intelectual, sino también desde el personal: Bouchard, lejos de ser un fascista, participó en el Movimiento por la Libertad de Expresión de Berkeley en los años sesenta, estuvo una breve temporada en la cárcel por su militancia y afirma que hoy lo volvería a hacer22.

Eran unos ataques manifiestamente políticos y fáciles de rebatir. Más perniciosa es la interpretación que habitualmente se hace de la primera ley: «O sea, que dice usted que todo está en los genes», o, con mayor enfado: «¡Determinismo genético!». Ya he hablado de esta extraña reacción de la vida intelectual moderna: cuando se trata de los genes, de repente las personas pierden su capacidad de distinguir entre un 50% y un cien por cien, entre «algunos» y «todos», entre «afecta» y «determina». Para esta parálisis intelectual el diagnóstico es evidente: si, por razones teológicas, los efectos de los genes han de ser cero, cualquier valor distinto a cero es igualmente herético.

Pero la peor secuela de la Tabla Rasa no es que las personas interpreten mal los efectos de los genes. Es que interpretan mal los efectos del entorno o medio.

Segunda ley: el efecto de criarse en una misma familia es menor que el efecto de los genes. Hasta aquí sabemos que nuestros genes desempeñan un papel en lo que nos distingue de nuestros vecinos, y que también el medio en que vivimos representa un papel importante. En este punto, todos sacan la misma conclusión. Estamos configurados tanto por los genes como por la educación familiar: cómo nos trataron nuestros padres y el tipo de hogar en que crecimos.

No vayamos tan deprisa. La genética conductual nos permite distinguir dos formas muy diferentes en que nuestro medio nos puede afectar23. El medio compartido es el que incide por igual en nosotros y en nuestros hermanos: nuestros padres, nuestra vida familiar y nuestro vecindario (comparados con otros padres y otros vecindarios de la muestra). El medio no compartido o exclusivo es todo lo demás: cualquier cosa que incida en un hermano y no en otro, incluido el favoritismo de los padres («Mamá siempre te quiso más a ti»), la presencia de los otros hermanos, experiencias exclusivas como la de caerse de la bicicleta o sufrir alguna infección vírica, y en este sentido todo lo que nos ocurra en el transcurso de la vida y que no les ocurra necesariamente a nuestros hermanos.

Los efectos del medio compartido se pueden medir en los estudios sobre hermanos gemelos restando el valor de heredabilidad de la correlación entre los hermanos univitelinos. El principio es que estos hermanos son semejantes (medido por la correlación) debido a sus genes compartidos (medido por la heredabilidad) y su medio compartido, por lo tanto se pueden calcular los efectos del medio compartido restando la heredabilidad de la correlación. Otra posibilidad es que en los estudios sobre la adopción se pueden calcular los efectos simplemente fijándose en la correlación entre dos hermanos adoptivos: no comparten los genes, de manera que cualquier semejanza (relativa a la muestra) tiene que proceder de las experiencias que compartieron al criarse en el mismo hogar. Una tercera técnica es comparar la correlación entre hermanos criados juntos (que comparten los genes y un medio familiar) con la correlación entre hermanos criados por separado (que sólo comparten los genes).

Los efectos del medio exclusivo se pueden medir restando la correlación entre hermanos univitelinos (que comparten los genes y un medio) de 1 (que es la suma de los efectos de los genes, el medio compartido y el medio exclusivo). Por el mismo razonamiento, se puede medir en estudios sobre adopción restando de 1 el cálculo de heredabilidad y el cálculo de medio compartido. En la práctica, todos estos cálculos son más complicados, porque pueden intentar explicar efectos no aditivos, donde el todo no es la suma de las partes, y el ruido de las mediciones. Pero ya tenemos la lógica básica en que se asientan.

Así pues, ¿qué resulta de todo ello? Los efectos del medio compartido son pequeños (menos del 10% de la varianza), a menudo no son estadísticamente relevantes, a menudo no se repiten en otros estudios y a menudo son un cero redondo24. Turkheimer se mostraba prudente al señalar que los efectos son menores que los de los genes. Muchos genetistas van más allá y dicen que son insignificantes, sobre todo cuando uno es ya mayor. (En el coeficiente intelectual influye el medio compartido durante la infancia, pero con los años el efecto se va apagando hasta desaparecer.)

¿De dónde salen todas estas conclusiones? Las correctas son fáciles de comprender. Primero, los hermanos adultos tienen la misma semejanza tanto si se criaron juntos como si se criaron separados. Segundo, los hermanos adoptivos no se parecen más que dos personas escogidas al azar en la calle. Y tercero, los gemelos univitelinos no se parecen más de lo que cabría esperar de los efectos de los genes que comparten. Igual que con la primera ley, la perfecta consistencia del resultado en tres métodos completamente distintos (comparaciones de hermanos univitelinos con bivitelinos, de hermanos criados juntos con hermanos criados por separado y de hermanos adoptivos con hermanos biológicos) le llevan a uno a concluir que el patrón es auténtico. Cualesquiera que sean las experiencias que tengan los hermanos por el hecho de crecer en la misma familia, poca o nula diferencia marcan en el tipo de personas que llegan a ser.

Una salvedad importante: las diferencias entre las familias no importan dentro de las muestras de familias contempladas en esos estudios, que suelen ser más de clase media que la población en su conjunto. Pero las diferencias entre esas muestras y otros tipos de hogares podrían importar. Los estudios excluyen los casos de negligencia culpable, de malos tratos físicos y abusos sexuales, y de abandono en orfanatos sombríos, por lo que no demuestran que los casos extremos no dejen sus cicatrices. Tampoco pueden explicar nada sobre las diferencias entre culturas —sobre qué convierte a un niño en un estadounidense de clase media, frente a un guerrero yanomami o un monje tibetano, o incluso en miembro de una pandilla callejera urbana—. En general, si la muestra recoge una variedad limitada de familias, es posible que subestime los efectos en una diversidad más amplia25.

Pese a estas salvedades, la segunda ley no es en modo alguno trivial. La «clase media» (a la que pertenece la mayoría de los padres adoptivos) puede abarcar una amplia variedad de estilos de vida, desde los cristianos fundamentalistas del Medio Oeste rural, hasta los doctores judíos de Manhattan, con unos entornos familiares muy distintos y muy distintas filosofías educativas. Los genetistas conductuales han descubierto que sus muestras de padres de hecho incluyen toda una diversidad de tipos de personalidad. Y aunque los padres adoptivos no sean representativos en algún otro sentido, la segunda ley seguiría siendo válida porque surge también de amplios estudios de hermanos gemelos26. Aunque las muestras de padres adoptivos abarcan una variedad más estrecha (y superior) de coeficientes intelectuales que el conjunto de la población, esto no puede explicar por qué el coeficiente intelectual de sus hijos adultos no se correlaciona, porque se correlacionaba cuando los hijos eran pequeños27. Antes de analizar las implicaciones revolucionarias de estos descubrimientos, pasemos a la tercera ley.

Tercera ley: una porción sustancial de la variación en los rasgos conductuales humanos complejos no se explica por los efectos de los genes ni de las familias. Esto se sigue directamente de la primera ley, al presumir que las heredabilidades son menos de uno, así como de la segunda ley. Si repartimos la variación de las personas entre los efectos de los genes, el medio compartido y el medio exclusivo, y si los efectos de los genes son mayores que cero y menores que uno, y si los efectos del medio compartido rondan el cero, entonces los efectos del medio exclusivo tienen que ser mayores que cero. De hecho, están en torno al 50%, en función, como siempre, de lo que se mida y cómo se calcule exactamente. En concreto, esto significa que los hermanos univitelinos criados juntos (que comparten tanto los genes como un medio familiar) distan mucho de ser idénticos en su intelecto y su personalidad. Debe haber causas que no son genéticas ni comunes a la familia, que hacen diferentes a los gemelos univitelinos y, más en general, hacen que las personas sean lo que son28. Como pasaba con el Mister Jones de Bob Dylan, aquí pasa algo, pero no sabemos qué es.

Un resumen práctico de las tres leyes es el siguiente: los genes, el 50%; el medio compartido, el 0%; el medio exclusivo, el 50% (o si uno desea ser generoso: los genes, el 40-50%; el medio compartido, el 0-10%; el medio exclusivo, el 50%). Una forma sencilla de recordar lo que intentamos explicar es ésta: los gemelos univitelinos son similares en un 50% tanto si crecen juntos como si lo hacen separados. Tengámoslo en cuenta y pensemos qué ocurre con nuestras ideas más queridas sobre los efectos de la educación en la infancia.

Aunque hace décadas que los genetistas conocen la heredabilidad de los rasgos mentales (primera ley), llevó su tiempo convencerse de la ausencia de efectos del medio compartido (segunda ley) y de la magnitud de los efectos del medio exclusivo (tercera ley). Robert Plomin y Denise Daniels fueron los primeros en hacer sonar la alarma en 1987, en un artículo titulado «Why Are Children in the Same Family So Different from One Another» [«¿Por qué los hijos de una misma familia son tan diferentes entre sí?»]. Del enigma se habían dado cuenta otros genetistas conductuales, como Thomas Bouchard, Sandra Scarr y David Lykken, y lo puso en primer plano de nuevo David Rowe en 1994, en su libro The Limits of Family Influence. Fue también el trampolín del debate sobre la obra del historiador Frank Sulloway Rebeldes de nacimiento, aparecida en 1996 y en la que se trataba el orden de nacimiento y el temperamento revolucionario. Sin embargo, poca gente fuera del ámbito de la genética conductual apreció realmente la importancia de la segunda y tercera leyes.

El debate tuvo sus consecuencias en 1998, cuando Judith Rich Harris, una estudiosa sin afiliación alguna (a la que la prensa enseguida apodó «abuela de New Jersey») , publicó El mito de la educación. En la portada de Newsweek se resumía así el tema: «¿Importan los padres? Acalorado debate sobre el desarrollo de los niños». Harris sacó de las revistas las tres leyes e intentó que la gente reconociera sus consecuencias: que las ideas tradicionales de los especialistas y la gente común sobre la educación de los hijos están equivocadas.

Fue Rousseau quien hizo de los padres y los hijos los actores principales del drama humano29. Los hijos son buenos salvajes, y su cuidado y educación pueden hacer o que florezca su naturaleza esencial o que adquieran el bagaje corrupto de la civilización. Las versiones del Buen Salvaje y de la Tabla Rasa del siglo XX ponían a padres e hijos en el centro del escenario. Los conductistas decían que los niños se configuran por las contingencias del refuerzo, y aconsejaban a los padres que no reaccionaran a la aflicción de sus hijos, porque lo único que harían sería premiarles por llorar y aumentar la frecuencia de los lloros. La teoría de los freudianos era que estamos configurados por nuestro grado de éxito en el destete, en la autonomía para hacer las propias necesidades y en la identificación con el progenitor de la misma especie, y aconsejaban a los padres que no se llevaran a los hijos a su cama porque les despertarían unos deseos sexuales dañinos. Todo el mundo teorizaba que la culpa de los trastornos psicológicos se podía atribuir a las madres: el autismo, a su frialdad; la esquizofrenia, a sus «dobles obligaciones»; la anorexia, a su presión para que las niñas fueran perfectas. La poca autoestima se atribuía a unos «padres perjudiciales»; y todos los demás problemas, a las «familias disfuncionales». Pacientes de muchas formas de psicoterapia reviven en esos cincuenta minutos los conflictos de la infancia, y muchas biografías hurgan en la infancia de sus protagonistas en busca de las raíces de las tragedias y las victorias de su edad madura.

Hoy, la mayoría de los padres instruidos piensan que tienen en sus manos el destino de sus hijos. Quieren que éstos sean valorados por los demás y tengan confianza en sí mismos, que saquen buenas notas y que no abandonen los estudios, que eviten las drogas, el alcohol y el tabaco, que no sean padres ni madres adolescentes, que estén en el lado correcto de la ley, que sean felices en su matrimonio y triunfen en su trabajo. Toda una formación de especialistas les ha colmado de consejos, de contenido siempre cambiante pero de inmutable certeza, sobre cómo conseguir todo eso. La receta actual dice más o menos así: los padres deben estimular a sus bebés con juguetes de colores y experiencias variadas. («Sáqueles al campo. Deje que sientan la corteza del árbol», aconsejaba un pediatra que compartía conmigo el sofá en un programa de televisión matinal.) Han de leer a sus bebés y hablarles lo máximo posible para fomentar el desarrollo del lenguaje. Deben interactuar y comunicarse con los hijos en todas las edades, y el tiempo que les dediquen nunca será suficiente. (El «tiempo de calidad», la idea de que los padres que trabajan pueden dedicar un intenso intervalo de tiempo a sus hijos, entre la cena y la hora de acostarse, que compense su ausencia durante el día, pronto se convirtió en un chiste nacional; se veía como la racionalización de las madres que no admitían que su profesión comprometía el bienestar de sus hijos.) Los padres han de fijar unos límites firmes, pero razonables, sin estar siempre encima de sus hijos ni darles una libertad absoluta. Se acabó todo tipo de castigo físico, porque perpetúa un ciclo de violencia. Los padres tampoco han de menospreciar a sus hijos ni decirles que son malos, porque perjudicarán su autoestima. Al contrario, han de llenarles de abrazos y de demostraciones incondicionales de cariño y aprobación. Y deben comunicarse intensamente con sus hijos adolescentes e interesarse por todos los aspectos de su vida.

Algunos padres han empezado a cuestionar el imperativo de convertirse en máquinas parentales las veinticuatro horas del día. Un reciente artículo de Newsweek titulado «The parent Trap» [«La trampa de los padres»] hablaba de los exhaustos padres y madres que dedican cada minuto de su tiempo libre a entretener y llevar en coche a sus hijos de una actividad a otra, por miedo a que, si no lo hacen, sus hijos se conviertan en maleantes o francotiradores de cafetería. Un artículo similar del Boston Globe Magazine con el título irónico de «How to Raise a Perfect Child…» [«Cómo educar al niño perfecto…»] decía:

«Me abruman los consejos sobre la paternidad», dice Alice Kelly de Newton. «Leo todo lo que se dice respecto a que debo ofrecer a mis hijos unas experiencias lúdicas enriquecedoras. Se supone que tengo que realizar con ellos muchas actividades físicas para inculcarles el hábito de la condición física y que de mayores sean personas sanas. Y se supone que he de practicar con ellos todo tipo de juegos intelectuales para que de mayores sean inteligentes. Además, hay todo tipo de juegos, y se supone que debo emplearlos todos: la arcilla, para la habilidad manual; los juegos de palabras, para la lectura; los juegos de mucha motricidad y de poca motricidad. Me siento como si tuviera que dedicar toda mi vida a pensar en qué jugar con mis hijos.» […]

Elizabeth Ward, dietista de Stoneham, se sorprende de que los padres estén tan «dispuestos a ser cocineros de platos rápidos, que preparan dos o tres comidas a la vez» para complacer a los chicos […]. [Una razón] es la idea de que obligar al niño a escoger entre lo que se le ofrece o saltarse una comida le producirá algún tipo de trastorno en la alimentación, una idea que probablemente nunca se les ocurrió a los padres de hace unas décadas30.

El humorista Dave Barry comenta los consejos que los expertos dan a los padres de adolescentes:

Además de observar los signos de alarma, debe usted «mantener abiertas las líneas de comunicación» con su hijo. Ha de interesarse por lo que le interesa para poder compenetrarse con él, como vemos en este diálogo:

PADRE: ¿Qué es esta música que estás escuchando, hijo?

Hijo: Es de un grupo que se llama «La galleta coja», papá.

PADRE: ¡Cómo mola!

E… ] Hay que buscar este tipo de relación estrecha con el hijo. Y recuerde: si las cosas se ponen feas, no hay mejor arma parental que un buen abrazo. Si tiene la sensación de que su hijo tiene problemas, déle un gran abrazo en público, delante de otros jóvenes, y a la vez dígale con voz fuerte y desgarradora: «¡Eres MI PEQUEÑO, y te quiero PASE LO QUE PASE!». Esto le avergonzará tanto que es posible que parta inmediatamente a ingresar en una orden religiosa estricta y de extrema austeridad. Si no funciona con un fuerte abrazo, amenácele con darle otro31.

Dejando aparte estas exageraciones, ¿es posible que los consejos de los especialistas sean sensatos? Tal vez la trampa de los padres está en los pros y los contras de que los científicos sepan cada vez más cosas sobre los efectos de la paternidad. Se puede perdonar a los padres que se reserven cierto tiempo para sí mismos, pero, si los expertos están en lo cierto, han de tener en cuenta que toda decisión de este tipo es un compromiso.

Así pues, ¿qué sabemos exactamente sobre los efectos a largo plazo de la paternidad? La variación natural entre los padres, la materia prima de la genética conductual, ofrece una forma de averiguarlo. En cualquier muestra amplia de familias, los padres varían en su grado de adhesión a los ideales de la paternidad (si algunos no se alejaran del ideal, no tendría sentido aconsejar). Unas madres se quedan en casa, otras son adictas al trabajo. Unos padres (o madres) pierden los nervios, otros tienen una paciencia infinita. Unos son parlanchines, otros, taciturnos; unos no ocultan su cariño, otros son más reservados. (Como me decía un profesor de universidad después de sacar una fotografía de su hija de dos años: «Prácticamente la adoramos».) Algunos hogares están repletos de libros, otros, de televisores a todo volumen; unas parejas son acarameladas, otras están siempre como el perro y el gato. Unas madres se parecen a June Cleaver31a, otras son depresivas, histriónicas o desorganizadas. Según la sabiduría popular, dos hijos que crecieran en una de estas familias —con la misma madre, el mismo padre, los mismos libros, los mismos televisores y todo lo demás— deberían parecerse más, en general, que dos niños que crecieran en hogares distintos. Ver si ocurre así es una prueba muy directa y sólida. No depende de ninguna hipótesis sobre qué deban hacer los padres para cambiar a sus hijos, ni sobre cómo reaccionarán éstos. No depende de lo bien que se midan los entornos familiares. Si algo de lo que los padres hacen afecta a sus hijos de alguna forma sistemática, entonces los niños que se críen con los mismos padres llegarán a parecerse más que los que lo hagan con padres diferentes.

Pero no ocurre así. Recordemos los descubrimientos en que se asienta la segunda ley. Los hermanos criados juntos no acaban pareciéndose más que los momento de nacer. Los hermanos parecidos que los extraños. Y pueden explicar perfectamente hermanos. Todas estas diferencias hogares no tienen unos efectos previsibles a largo plazo en la personalidad de sus hijos. Por decirlo sin rodeos, habrá que explicitar que muchos de los consejos que los especialistas dan a los padres son una tontería.

¿Pero no se basan estos consejos en estudios sobre el desarrollo de los niños? Sí, en los muchos estudios inútiles que demuestran que existe una correlación entre la conducta de los padres y la de sus hijos biológicos, pero de ahí concluyen que la paternidad configura al hijo, como si no existiera la herencia. Y de hecho, los estudios son todavía peores. Aun en el caso de que no existiera la herencia, una correlación entre padres e hijos no implicaría que las prácticas parentales configuran a los hijos. Podría implicar que los hijos configuran las prácticas parentales32. Como saben todo padre o toda madre que tengan más de un hijo, los hijos no son un montón de materia prima a la espera de que se les dé forma. Son personas pequeñas, nacidas con una personalidad. Y las personas reaccionan ante la personalidad de otras personas, también cuando una es el padre y la otra, el hijo. Los padres de un hijo cariñoso pueden corresponder a ese cariño y, con ello, actuar de distinta forma que los padres de un hijo que evita sus besos y se los limpia. Los padres de un hijo callado y distraído pueden pensar que hablan a la pared, tal vez por eso parloteen menos con él. A los que tengan un hijo dócil les puede ir bien fijar unos límites estrictos aunque razonables; los que tengan un demonio es posible que no sepan qué hacer, si imponer la ley o desistir. En otras palabras, la correlación no implica causalidad. Una correlación entre padres e hijos no significa que los padres afecten a los hijos; podría significar que los hijos afectan a los padres, que los genes afectan a padres e hijos, o ambas cosas.

Y los errores no acaban aquí. En muchos estudios, las propias partes (en unos casos los padres, en otros, los hijos) aportan los datos tanto sobre la conducta de los padres como sobre la del hijo. Los padres le dicen a quien realiza el experimento cómo tratan a sus hijos y cómo son éstos, o los adolescentes le dicen cómo son y cómo les tratan sus padres. Resulta sospechoso que estos estudios demuestren unas correlaciones mucho mayores que aquellos en que una tercera parte evalúa a los padres y al hijo33. El problema no es sólo que las personas tiendan a mirarse a sí mismas y a sus familias a través de un cristal de color rosa o con cierta dosis de cinismo, sino que la relación entre padres y adolescentes es una calle de doble sentido. Harris resume los problemas al hablar de un estudio muy divulgado de 1997. Los autores, exclusivamente a partir de las respuestas de unos adolescentes a un cuestionario sobre ellos mismos y su familia, sostenían que la «conexión padres-familia» —vínculos estrechos, expectativas elevadas, mucho cariño— es «protectora» ante las dolencias del adolescente, como las drogas, el tabaco y el sexo inseguro. Dice Harris:

Una persona feliz tiende a marcar las respuestas más positivas a todas las preguntas: Sí, mis padres son buenos conmigo; sí, me llevo bien con ellos. La persona que quiera dar una imagen socialmente aceptable señala las respuestas socialmente aceptables: Sí, mis padres son buenos conmigo; no, no me he metido en peleas ni he fumado nada que no sea legal. Una persona airada o deprimida señala las respuestas airadas o deprimidas: Mis padres son estúpidos, cateé el examen de álgebra y que se vaya a hacer gárgaras su cuestionario […].

[…] Tal vez lo que llevó a esos dieciocho organismos federales a pensar erróneamente que merecían la pena los 25 millones de dólares con que se les subvencionaba fue la forma positiva en que los investigadores formulaban sus conclusiones: unas buenas relaciones con los padres producen un efecto protector. Expresados de otra forma (aunque igualmente precisa), los resultados parecen menos interesantes: los adolescentes que no se llevan bien con sus padres son más proclives al consumo de drogas o a tener relaciones sexuales de riesgo. Las conclusiones parecen menos interesantes aún expuestas así: los adolescentes que consumen drogas o tienen relaciones sexuales de riesgo no se llevan bien con sus padres34.

Y cuando los investigadores dirigen todas sus preguntas a los padres, y no a los hijos, se plantea aún otro problema. Las personas se comportan de distinta forma en las diferentes situaciones. Y así lo hacen también los hijos, que suelen comportarse de forma distinta en casa y fuera de ella. De modo que, aun en el caso de que la conducta de los padres afecte al comportamiento que sus hijos tengan con ellos, es posible que no afecte al comportamiento que tengan con otras personas. Cuando los padres explican el comportamiento de sus hijos, describen el comportamiento que observan en casa. Así pues, para demostrar que los padres configuran a los hijos, un estudio debería controlar los genes (comprobando a hermanos gemelos o adoptados) , distinguir entre los padres que afectan a los hijos y los hijos que afectan a los padres, medir independientemente a padres e hijos, observar cómo se comportan los hijos fuera de casa, y no en casa, y comprobar a los hijos mayores y adultos jóvenes para ver si cualquier posible efecto es transitorio o permanente. Ningún estudio de los que dicen demostrar los efectos de la paternidad cumple estos criterios35.

Si los estudios de genética conductual demuestran que no existen unos efectos duraderos del hogar, y los estudios sobre las prácticas parentales no ofrecen información alguna, ¿qué ocurre con los estudios que comparan medios infantiles radicalmente distintos? Una vez mas, los resultados son tonificantes. Después de décadas de estudios se ha demostrado que, en igualdad de condiciones, los niños son más o menos iguales tanto si sus madres trabajan como si se quedan en casa, tanto si van a la guardería como si no, tanto si tienen hermanos como si son hijos únicos, tanto si la relación de sus padres es la tradicional o una más abierta, tanto si fueron hijos buscados como si llegaron por algún fallo o fueron fecundados en una probeta, y tanto si ambos padres son del mismo sexo como si son de distinto sexo36.

Incluso el hecho de criarse sin la figura del padre, que se correlaciona con problemas como el abandono de los estudios, el no buscar trabajo y tener un hijo durante la adolescencia, es posible que no sea la causa directa de tales problemas37. Los niños que de algún modo han suplido la ausencia del padre, por ejemplo con el padrastro, con la abuela en casa o con el contacto frecuente con el padre biológico, no son mejores. El número de años que el padre estuvo en casa antes de irse no marca diferencia alguna. Y los hijos cuyos padres murieron no tienen los resultados tan mediocres de aquellos cuyos padres se fueron o nunca estuvieron presentes. Es posible que la ausencia del padre no sea una causa de los problemas del adolescente, sino un correlato de las auténticas causas, entre las que pueden estar la pobreza, un vecindario con muchos hombres sin compromiso (que de hecho viven en la poligamia y, por consiguiente, compiten por el estatus) , los traslados frecuentes (que obligan a los niños a empezar de cero en su relación con los grupos de iguales), y los genes que hacen tanto a los padres como a los hijos más impulsivos y agresivos.

Los años noventa del siglo pasado fueron la «década del cerebro», la década en que se decía a los padres que eran los responsables del cerebro de sus bebés. Se afirmaba que los tres primeros años de vida eran el momento fundamental en que había que estimular constantemente el cerebro del hijo para conseguir que fuera creciendo de forma adecuada. A los padres de hijos que empezaran a hablar tarde se les culpaba de no haberles arropado con la suficiente verborrea; a los enfermos de zonas deprimidas se les culpaba de que sus hijos no tuvieran estímulo alguno. Bill y Hillary Clinton organizaron una conferencia en la Casa Blanca para difundir las investigaciones, y en ella la señora Clinton dijo que la experiencia de los tres primeros años «puede determinar si los niños serán unos ciudadanos pacíficos o violentos, unos trabajadores responsables o indisciplinados, unos padres solícitos o despreocupados38». Los gobernadores de Georgia y Missouri pidieron a sus asambleas millones de dólares para regalar a todas las madres un CD de Mozart. (Habían confundido los experimentos sobre el desarrollo del cerebro del niño con los experimentos, desde entonces desprestigiados, que decían que a los adultos les beneficia escuchar unos minutos a Mozart)39. T. Berry Brazelton, pediatra y gurú de la puericultura, fue quien hizo la observación más esperanzadora de todas: la educación durante los tres primeros años evitará que los niños deseen fumar cuando lleguen a la adolescencia40.

En su libro El mito de los tres primeros años, Jon Bruer, especialista en neurociencia cognitiva, demostró que todas estas sorprendentes afirmaciones carecían de base científica41. Ningún psicólogo ha documentado jamás un periodo crítico para el desarrollo cognitivo ni del lenguaje que termine a los tres años. Y, aunque el hecho de privar de estímulos a un animal (por ejemplo, cosiéndole los párpados o encerrándole en una jaula vacía) puede dañar el desarrollo de su cerebro, no existen pruebas de que el hecho de ofrecerle unos estímulos extra (más allá de los que el organismo encontraría en su hábitat normal) mejore el desarrollo de su cerebro.

Así pues, no hay nada en los estudios sobre el medio familiar que contradiga la segunda ley de los genetistas conductuales, según la cual el hecho de criarse en una determinada familia tiene poco o ningún efecto sistemático en el intelecto y la personalidad de uno. Lo cual nos deja ante un auténtico rompecabezas. No, no está todo en los genes; más o menos la mitad de la variación en la personalidad, la inteligencia y la conducta procede de algo que está en el entorno. Pero sea lo que fuere este algo, no lo pueden compartir dos niños que se críen en el mismo hogar con los mismos padres. Y esto descarta todos los algos evidentes. ¿Cuál es el factor Mister Jones tan escurridizo?

Algunos psicólogos del desarrollo, negándose a renunciar a los padres, se han obligado a fijarse en la única posibilidad que queda de dar un papel protagonista a éstos. La impotencia del medio compartido sólo indica que lo que los padres hacen a todos los hijos no tiene poder alguno para configurarles. Pero es evidente que los padres no tratan de la misma forma a todos los hijos. Tal vez la paternidad individualizada que padres y madres adaptan a cada hijo no tenga el poder de configurarles. Lo que les afecta es la interacción entre padres e hijos, no una filosofía de talla única de la paternidad42.

A primera vista parece razonable. Pero si se analiza bien, no devuelve a los padres ni a sus consejos la función de conformar a los hijos43.

¿Cómo sería una paternidad individualizada? Presumiblemente, padres y madres ajustarían su paternidad a las necesidades y los talentos de cada hijo. Un hijo testarudo generaría una disciplina más estricta que un hijo dócil; el miedoso, más protección que el atrevido. El problema, como veíamos en un apartado anterior, es que las diferencias de paternidad no se pueden separar de las diferencias preexistentes de los hijos. Si el hijo miedoso es luego un adulto miedoso, no sabemos si se debió al efecto de un padre o una madre ultraprotectores o si fue la continuación del carácter miedoso con el que el niño nació.

Y lo sorprendente es que si los niños realmente generan unas diferencias sistemáticas en la paternidad, tal hecho se revelaría como un efecto de los genes: pertenecería a la parte de la heredabilidad, no a la del medio exclusivo. La razón es que la heredabilidad es una medida de correlación y no puede distinguir los efectos directos de los genes (las proteínas que ayudan a conectar el cerebro o a desencadenar las hormonas) de los efectos indirectos que operan muchos eslabones más allá. Antes decía que las personas atractivas son más resueltas, presumiblemente porque se acostumbran a que las personas les besen. Es éste un efecto muy indirecto de los genes y haría hereditaria la confianza en uno mismo aunque no existieran unos genes de cerebros resueltos, sino sólo genes de esos ojos color violeta por los que la gente suspira. Asimismo, si los hijos con determinados rasgos innatos hacen que sus padres sean más pacientes, o estimuladores, o estrictos, entonces la paciencia, el estímulo y la rectitud de los padres también serían «hereditarios». Ahora bien, si esa paternidad individualizada realmente afecta al modo de ser los hijos, un crítico podría afirmar con toda razón que se habían sobreestimado los efectos directos de los genes, porque algunos de ellos realmente serían efectos indirectos de los genes de los hijos en los rasgos de éstos que afectan a la conducta de sus padres, la cual, a su vez, afecta a los hijos. (La hipótesis es extravagante, y pronto demostraré por qué no es probable que sea verdadera, pero supongamos que lo es, para seguir con la argumentación.) Pero en el mejor de los casos, los efectos de la paternidad pugnarían con otros efectos genéticos (directos e indirectos) por alguna parte del 40 o el 50% de la variación que se atribuye a los genes. El 50% atribuible al medio exclusivo seguiría estando vacante.

Esto es lo que tendría que ocurrir si los efectos del medio exclusivo se han de explicar por la interacción entre padres e hijos (usando el sentido que el técnico estadístico da a la palabra «interacción», que es el relevante para nuestro rompecabezas). Una determinada práctica tendría que afectar a unos hijos de una forma, y a otros hijos, de otra, y los dos efectos se deberían compensar. Por ejemplo, lo de la letra con sangre entra tendría que estropear a unos hijos (les haría más violentos) y a otros les enseñaría que la violencia no es una solución (y les haría menos violentos). Las muestras de cariño tendrían que hacer a unos hijos más cariñosos (porque se identifican con sus padres) y a otros, menos cariñosos (porque reaccionan contra sus padres). La razón de que los efectos deban ir en direcciones opuestas es que si una práctica parental tuviera un efecto consistente, como promedio, en todos los hijos, resultaría ser un efecto del medio compartido. Los hermanos adoptados serían similares, los que se criaran juntos se parecerían más que los que lo hicieran separados —y ninguna de las dos cosas ocurre—. Y si se aplicara con éxito a determinados tipos de hijos, y se evitara, o no fuera efectiva, con otros tipos, resultaría ser un efecto de los genes.

Los problemas de la idea de la interacción entre padre e hijo son así evidentes. No es verosímil que cualquier proceso parental fuera a tener en los diferentes hijos unos efectos tan radicalmente distintos que la suma de los efectos (el medio compartido) fuera cero. Si los abrazos no hacen que unos hijos sean más seguros de sí mismos y no tienen ningún efecto en otros, entonces, aun así, los padres pródigos en abrazos deberían tener hijos más seguros de sí mismos como promedio (unos adquirirían mayor confianza, y otros no mostrarían cambio alguno) que los padres fríos y secos. Pero, siendo los genes constantes, no ocurre así. (Para expresarlo en términos familiares para los psicólogos: es raro encontrar una interacción cruzada, es decir, una interacción sin unos efectos principales.) Ésta es también, por cierto, una de las razones de que la propia heredabilidad casi con toda seguridad no se puede reducir a la paternidad específica del hijo. A menos que la conducta de los padres esté completamente determinada por los rasgos innatos de su hijo, algunos padres se comportarán de algún modo de distinta forma que otros, y esto se traduciría en unos efectos del medio compartido, unos efectos que de hecho son insignificantes.

Pero digamos que realmente existen estas interacciones (en el sentido técnico) entre padres e hijos y realmente configuran al hijo. La moraleja sería que los consejos parentales uniformes son inútiles. Todo lo que los padres hagan para que unos hijos sean mejores hará que un número igual de hijos sean peores.

En cualquier caso, la teoría de la interacción entre padres e hijos se puede comprobar directamente. Los psicólogos pueden medir cómo tratan los padres a los hijos de una familia, y ver si los tratos se correlacionan con la forma de ser de los hijos, siendo los genes constantes. La respuesta es que en casi todos los casos no ocurre así. Prácticamente todas las diferencias de la paternidad en una familia se pueden explicar como reacciones a las diferencias genéticas con las que nacen los hijos. Y la conducta parental que sí difiere entre los hijos de una familia por razones no genéticas, por ejemplo el conflicto conyugal desencadenado por unos hermanos pero no por otros, o el poner mayor esfuerzo parental en un hermano que en otro, no tiene efecto alguno44. El director de un reciente y colosal estudio, que confiaba en demostrar que las diferencias en el trato parental sí afectan la personalidad futura de los hijos, confesaba que estaba «impresionado» por sus propios resultados45.

Hay otra manera en que el medio familiar puede diferir entre los hijos de la misma familia por razones que nada tienen que ver con sus genes: el orden de nacimiento. El hijo mayor normalmente goza de varios años de atención parental no compartida con ningún otro hermano. Los otros hijos tienen que competir con sus hermanos por la atención de los padres y otros recursos de la familia, y han de descubrir cómo conseguirlos frente a competidores más fuertes y más afianzados.

En Rebeldes de nacimiento, Sulloway decía que los hijos mayores deberían valerse de sus ventajas para desarrollar una personalidad más resuelta46. Y porque se identifican con sus padres y, por extensión, con el statu quo, deberían ser más conservadores y escrupulosos. Los otros hijos, por el contrario, deberían ser más conciliadores y abiertos a ideas y experiencias nuevas. Los terapeutas de familia y la gente corriente hace tiempo que tienen esta impresión, pero Sulloway intentaba explicarla desde el punto de vista de la teoría de Trivers del conflicto entre padres y descendientes y su corolario, la rivalidad entre hermanos. Descubrió cierta base para estas ideas en un metaanálisis (una reseña cuantitativa de la literatura) de estudios sobre el orden de nacimiento y la personalidad47.

Sin embargo, la teoría de Sulloway también exige que los hijos utilicen fuera de casa —con los iguales y los colegas— las mismas estrategias que las que les funcionan bien dentro de casa. Esto no se sigue de la teoría de Trivers; en efecto, contradice la teoría más amplia de la psicología evolutiva de que las relaciones con los parientes deben ser muy diferentes de las relaciones con los no parientes. Las tácticas que funcionan con un hermano o un padre o una madre es posible que no funcionen bien con un colega o un extraño. Y, de hecho, análisis posteriores han demostrado que cualquier efecto del orden de nacimiento en la personalidad se desvela en los estudios en que se pide a los hermanos o a los padres que se valoren entre sí, o que se valoren respecto a un hermano, lo cual, naturalmente, sólo puede evaluar sus relaciones familiares. Cuando son partes neutrales ajenas a la familia quienes miden la personalidad, los efectos del orden de nacimiento disminuyen o desaparecen48. Cualquier diferencia en las prácticas parentales con los hijos mayores y los otros hijos —unos padres novatos o expertos, una atención dividida o no dividida, presión para asumir el legado de la familia o una educación más indulgente— parece que tiene un efecto muy pequeño, o ningún efecto, en la personalidad fuera de casa.

Las semejanzas dentro de una familia no configuran a los hijos; las diferencias dentro de una familia no configuran a los hijos. Quizá, dice Harris, tengamos que buscar fuera de la familia.

Si el lector se educó en una parte del mundo que no sea aquella en la que crecieron sus padres, considere la siguiente pregunta: ¿tiene el acento de sus padres o el de las personas entre las que se crió? ¿Y su forma de vestir, o la música que escucha o cómo emplea el tiempo libre? Considere el lector la misma pregunta referente a sus propios hijos si se educaron en algún lugar del mundo distinto —o, para el caso, aunque se educaran donde el lector se crió—. Casi en todos los casos, las personas siguen el modelo de sus iguales, no el de sus padres.

La explicación que Harris da del papel configurador de la personalidad tan escurridizo del medio es la teoría que ella denomina «socialización de grupo». No todo está en los genes, pero lo que no está en los genes tampoco procede de los padres. La socialización —la adquisición de las normas y las destrezas necesarias para funcionar en la sociedad— tiene lugar en el grupo de iguales. Los niños también tienen unas culturas que absorben parte de la cultura de los adultos, y también desarrollan unas normas y unos valores propios. Los niños no se pasan las horas intentando convertirse en aproximaciones cada vez mejores de los adultos. Pugnan por ser unos niños cada vez mejores, que funcionen bien en su sociedad. Es en este crisol donde se forman nuestras personalidades.

La paternidad permanente y obsesionada con el hijo, dice Harris, es una práctica evolutiva reciente. En las sociedades de recolectores, por ejemplo, las madres llevan a sus hijos en la cadera o la espalda, y les alimentan cuando se lo piden, hasta que al cabo de entre dos y cuatro años llega otro hijo49. En ese momento, el niño se integra en un grupo de juegos con sus hermanos y sus primos mayores, pasando de ser prácticamente el único beneficiario de toda la atención de la madre a no recibir casi ninguna. Los niños se hunden o sobreviven en el medio de otros niños.

A los niños no sólo les atraen las normas de sus iguales; en cierta medida, son inmunes a las expectativas de sus padres. La teoría del conflicto entre padres e hijos prevé que los padres no siempre socializan al hijo buscando su mejor interés. De modo que, aunque los hijos acepten de momento las recompensas, los castigos, los ejemplos y el fastidio de los padres —porque son más jóvenes y no tienen opción—, según la teoría no deberían permitir que tales tácticas configuren su personalidad. Los hijos han de aprender cuánto cuesta conseguir un estatus entre sus iguales, porque el estatus de que se goza a una edad les permite dar un paso adelante en la lucha por el estatus en una fase siguiente, incluidas las fases de adulto joven en las que se compite por primera vez por la atención del sexo opuesto50.

Lo que primero me atrajo de la teoría de Harris es su capacidad para explicar una media docena de hechos desconcertantes de la parte de la psicología a la que más me dedico: el lenguaje51. Los psicolingüistas hablan mucho de la herencia y del medio, pero todos ellos identifican «el medio» con «los padres». Pero muchos fenómenos del desarrollo del lenguaje infantil sencillamente no encajan con esta identificación. En las culturas tradicionales, las madres no hablan mucho con sus hijos hasta que tienen la suficiente edad para intervenir en la conversación; los niños recogen el lenguaje de otros niños. El acento de las personas casi siempre se asemeja al acento de su compañeros de infancia, no al de sus padres. Los hijos de inmigrantes adquieren perfectamente la lengua del país que les acoge, sin mostrar acento extranjero alguno, siempre y cuando tengan acceso a iguales nativos. Luego, intentan obligar a sus padres a que cambien a la nueva lengua y, si lo consiguen, pueden llegar a olvidar por completo la lengua materna. Lo mismo ocurre cuando se oye hablar a hijos de padres sordos, que aprenden sin problema la lengua de su comunidad. Cuando se reúnen diversos niños sin una lengua común de sus mayores, enseguida inventan una propia; así nacieron las lenguas criollas y los lenguajes de signos de los sordos. Una lengua determinada, como el inglés o el japonés (en oposición al instinto del lenguaje en general), es un ejemplo por excelencia de conducta social aprendida. Si los niños cultivan una aguda sensibilidad por los matices del habla de sus iguales, y si apuestan por la lengua de éstos frente a la de sus padres, significa que sus antenas sociales están orientadas hacia los iguales.

Los hijos de inmigrantes no sólo absorben del país de acogida el lenguaje, sino también su cultura. Mis abuelos, que habían nacido en una shtetl51a, fueron unos extraños en una tierra extraña durante toda su vida. Los coches, los bancos, los médicos, las escuelas y el concepto urbano del tiempo les desconcertaban, y si en los años treinta y cuarenta hubiera existido la expresión «familia disfuncional», se les habría aplicado con toda seguridad. No obstante, mi padre, que se crió en una comunidad de inmigrantes que habían llegado en décadas distintas, se relacionó con otros niños y otras familias que sabían cómo funcionaban las cosas, y acabó siendo una persona feliz y de éxito. Estas historias son habituales en las crónicas de la experiencia de la emigración52. Entonces, ¿por qué insistimos en que los padres son la clave de lo que llegan a ser sus hijos?

Los estudios confirman también lo que todo padre sabe pero ninguno se preocupa de conciliar con las teorías del desarrollo infantil: que el hecho de que los adolescentes fumen, tengan roces con la justicia o cometan delitos graves depende mucho más de lo que hacen sus iguales que de lo que hagan sus padres53. Harris comenta una teoría popular según la cual los niños se hacen delincuentes para alcanzar un «estatus de madurez», es decir, el poder y el privilegio del adulto: «Si los adolescentes quisieran ser como los adultos, no irían robando laca de uñas de las tiendas ni colgándose de los puentes para pintar en sus arcos "Te quiero Liza". Si de verdad aspiraran al "estatus de madurez", harían las cosas aburridas que hacen los mayores, como separar la ropa para meterla en la lavadora o calcular los impuestos que habrá que pagar54».

Incluso el raro descubrimiento de un efecto del medio compartido, y el igualmente escurridizo descubrimiento de una interacción entre los genes y el medio, sólo surgen cuando se sustituye a los iguales por los padres en la parte de la ecuación que corresponde al «medio». Los niños que se crían en la misma familia tienden a parecerse en su vulnerabilidad a la delincuencia, con independencia de su grado de parentesco. Pero esta semejanza sólo se produce si tienen una edad parecida y pasan el tiempo juntos fuera de casa, lo cual indica que pertenecen al mismo grupo de iguales55. Y en un extenso estudio sobre la adopción realizado en Dinamarca, los hijos biológicos de reclusos de algún modo eran más propensos a meterse en líos que los hijos biológicos de ciudadanos cumplidores de la ley, lo cual indica un pequeño efecto uniforme de los genes. Pero la tendencia a la delincuencia se multiplicaba en el caso de hijos que fueran adoptados por unos padres delincuentes v que vivieran en una ciudad grande, lo cual indica que los hijos genéticamente en situación de riesgo se criaban en un ambiente con un elevado índice de delincuencia56.

No es que los padres «no importen». En muchos sentidos los padres importan mucho. Durante la mayor parte de la existencia humana, lo más importante que los padres hacen por sus hijos es conseguir que sigan vivos. No hay duda de que los padres pueden dañar a sus hijos con los malos tratos o la negligencia. Parece que los niños necesitan algún tipo de figura educadora en sus primeros años, aunque no tiene por qué ser el padre o la madre, y seguramente ni siquiera un adulto: los huérfanos y los refugiados pequeños suelen salir adelante si cuentan con el consuelo de otros niños, aunque no tengan a unos padres ni a otras personas mayores a su lado57. (Esto no significa que los niños sean felices, pero, contrariamente a lo que se suele pensar, los niños desdichados no se convierten necesariamente en adultos disfuncionales.) Los padres seleccionan un medio para sus hijos y, con ello, seleccionan a un grupo de iguales. Les dan a sus hijos unas destrezas y unos conocimientos, por ejemplo, les enseñan a leer o a tocar algún instrumento musical. Y sin duda pueden influir en la conducta de su hijo en casa, del mismo modo que cualquier persona con poder puede influir en la conducta de quienes se encuentren en su feudo. Pero no parece que la conducta de los padres configure a la larga la inteligencia ni la personalidad de sus hijos. Al oír esto, mucha gente se pregunta: «Entonces, ¿dice usted que no importa cómo trate yo a mi hijo?». Es una pregunta significativa, de la que me ocuparé al final del capítulo. Pero antes, la reacción pública a la teoría de Harris, y la valoración que yo hago de ella.

El mito de la educación fue, en todos los sentidos, una gran aportación a la vida intelectual moderna. Aunque su idea principal al principio contradice la intuición, el libro es verosímil, está poblado de niños reales y no se amolda a constructos teóricos que nadie encuentra en la vida real. Harris apoyaba su hipótesis en una ingente cantidad de datos procedentes de muchos campos, interpretados con un aplicado sentido analítico, y en algo que escasea en las ciencias sociales: unas propuestas de nuevas pruebas empíricas que pudieran invalidarla. El libro también contiene unas originales sugerencias políticas sobre problemas arduos para los que necesitamos urgentemente ideas nuevas, como las escuelas que fracasan, el tabaco entre los adolescentes y la delincuencia juvenil. Aun en el caso de que partes importantes de la obra resulten estar equivocadas, el libro le obliga a uno a pensar de una forma nueva y más perspicaz sobre la infancia y, por consiguiente, sobre lo que nos hace ser como somos.

¿Cómo reaccionó el público? La primera presentación popular de la teoría fue en unas pocas páginas de mi libro Cómo funciona la mente, donde exponía los estudios en que se basan las tres leyes de la genética conductista y el artículo de Harris de 1995 en que se explicaban. Muchas reseñas escogieron esas páginas como tema de debate, por ejemplo el siguiente análisis que hacía Margaret Wertheim:

Nunca, en mis quince años de escritora sobre temas científicos, he visto tan maltratado el tema que tanto quiero […]. Lo terrible de todo esto —aparte de la ridícula interpretación de la dinámica familiar— es la deformación de la ciencia. La ciencia nunca puede probar qué porcentaje de la personalidad está causado por la educación […]. Al indicar que sí puede hacerlo y que lo hace, el autor nos invita a pensar que los científicos son, en el mejor de los casos, unos ingenuos, y, en el peor, unos fascistoides. Son precisamente las afirmaciones de este tipo las que, en mi opinión, dan una mala fama a la ciencia y las que contribuyen a alimentar una reacción violenta en su contra58.

Es evidente que Wertheim confundía «el porcentaje de personalidad causado por la educación», que realmente no tiene sentido, con el porcentaje de varianza de la personalidad que está causado por la variación en la educación, que los genetistas conductuales estudian permanentemente. Y los científicos pueden demostrar, y lo han demostrado, que los hermanos se parecen tanto cuando se crían por separado como cuando lo hacen juntos, y que los hermanos adoptivos no se parecen en absoluto, lo cual significa que la idea tradicional de la «dinámica familiar» simplemente es falsa.

Wertheim apoya la ciencia radical y el constructivismo social. Su reacción indica que la genética conductual —y la teoría de Harris, que intenta explicar sus conclusiones— ponen el dedo en la llaga de la izquierda política, con su tradicional énfasis en la maleabilidad de los niños. El psicólogo Oliver James escribía: «El libro de Harris se puede ignorar perfectamente como una aplicación más de la economía de Friedman al reino de lo social» (una alusión al economista que, según James, representa la idea de que los individuos deben asumir la responsabilidad de su propia vida). Señalaba que Harris menospreciaba los estudios sobre la paternidad porque «indirectamente plantearían un auténtico reto a las teorías del capitalismo del consumidor avanzado: si lo que hacen los padres es fundamental, cuestiona la escasa prioridad que se le da, en comparación con la búsqueda del beneficio59». En realidad, este descabellado diagnóstico entiende las cosas completamente al revés. Los propagandistas más entusiastas de la importancia de los padres son las empresas tabaqueras y cerveceras, que patrocinan campañas como las de «Charlas familiares sobre el alcohol» y «Los padres deben hablar a los hijos sobre el vicio del tabaco». (Un ejemplo de anuncio: «La hija se dirige a la cámara, como si fuera su madre, asegurándole que hace caso a sus recomendaciones sobre el tabaco, incluso cuando su madre no está con ella»)60. Al poner en los padres la responsabilidad de que los hijos no beban ni fumen, estos capitalistas del consumidor avanzados distraen la atención de su propia influencia masiva sobre la cultura de iguales de los adolescentes.

En cualquier caso, a Harris le llegaron más invectivas aún de la derecha política. El columnista John Leo llamaba «estúpida» a su teoría, ridiculizaba el hecho de que la autora no contara con el título de doctora ni trabajara en ninguna universidad, y la comparaba con quienes negaban el Holocausto. Concluía su columna: «No es tiempo de celebrar un libro disparatado que justifica el ensimismamiento y hace de la no paternidad una actividad respetable y normal61».

¿Por qué los conservadores odian también la teoría? Un axioma de la derecha estadounidense actual es que la familia tradicional sufre el acoso de las feministas, de una cultura popular licenciosa y de los analistas sociales de izquierdas. La raíz de las dolencias sociales, piensan los conservadores, está en que los padres no saben enseñar a sus hijos una disciplina y unos valores, un fracaso que se puede atribuir a las madres que trabajan, a los padres que abandonan el hogar, al divorcio fácil y a un sistema de bienestar que premia a las jóvenes que tienen hijos fuera del matrimonio. Cuando Murphy Brown, el personaje de la conocida serie, tuvo un hijo, el vicepresidente Dan Quayle la denunció por dar un mal ejemplo a las mujeres norteamericanas. No gustó precisamente el comentario de Harris de que probablemente el bebé de Murphy no habría tenido problema alguno. (Para ser justos, la preocupación por la ausencia de la figura del padre puede tener sus razones, pero quizás el problema tenga que ver con la ausencia de padres en todas las familias del entorno, más que con la ausencia de un padre en una familia concreta. Esos niños sin padre no pueden acceder a otras familias donde haya un varón adulto y, lo que es todavía peor, pueden acceder a montones de hombres solteros, cuyos valores se corresponden con los de sus propios grupos de iguales.) Además, el Gran Satán, Hillary Clinton, había escrito un libro sobre la infancia titulado It Takes a Village [que se publicó en castellano con el título Es labor de todos], basado en el refrán africano: «Es labor de todos educar a un niño». Los conservadores lo despreciaron porque pensaban que toda la idea era un pretexto de los ingenieros sociales para arrebatar a los padres la educación de los hijos y ponerla en manos del gobierno. Pero Harris también citaba el refrán, y su teoría implica que hay en él cierta verdad.

Y luego estaban los expertos. Brazelton dijo que era una tesis «absurda62». Jerome Kagan, uno de los decanos de los estudios sobre los niños, dijo: «Siento vergüenza por la psicología63». Otro psicólogo del desarrollo, Frank Farley, decía en Newsweek:

Está completamente equivocada. Adopta una postura extrema basándose en una serie limitada de datos. Su tesis es a simple vista absurda, pero pensemos qué podría ocurrir si los padres creyeran tales tonterías. ¿Dejaría ello libre a algunos para desentenderse de sus hijos, ya que «no importa»? ¿Significaría que los padres agotados después de todo un día de trabajo no tendrían que preocuparse de dedicarle un poco de atención al hijo, ya que «no importa64»?

Kagan y otros psicólogos del desarrollo hablaban a los periodistas de los «muchos y muy buenos estudios que demuestran que los padres influyen en la forma de ser de los hijos».

¿Cuáles eran esos «muchos y muy buenos estudios»? Kagan expuso en el Boston Globe lo que él llamaba «muchas pruebas65». Se refería a los estudios que, sin tener en cuenta la genética, demuestran que los padres inteligentes tienen hijos inteligentes, los padres habladores tienen hijos habladores, etc. Observaba que «un niño de seis años criado en Nueva Inglaterra será diferente de un niño de seis años que se críe en Malaisia, Uganda o en el extremo meridional de Argentina. La razón es que sus padres tienen con ellos unas costumbres educadoras distintas». Pero es evidente que un niño que se críe en Malaisia tiene unos padres malayos y también unos iguales malayos. Si Kagan hubiera pensado en qué ocurriría con un niño de seis años de padres malayos que se criara en una ciudad de Nueva Inglaterra, quizá se lo hubiera pensado dos veces antes de emplear el ejemplo para ilustrar el poder de la paternidad. Las otras «pruebas» eran que cuando los escritores escriben sus memorias, atribuyen a sus padres, y nunca a los amigos de la infancia, lo que llegaron a ser. Una paradoja de estos pobres argumentos es que el propio Kagan, en el transcurso de una carrera profesional distinguida, solía censurar a sus colegas psicólogos que pasaran por alto la genética y aceptaran las teorías sobre la infancia tradicionales de su cultura, en vez de someterlas al escrutinio científico. Sólo se me ocurre que, en esta ocasión, se sintió obligado a defender su campo contra una revelación de una abuela de Nueva Jersey.

En cualquier caso, los otros «buenos estudios», obra de psicólogos que están a la defensiva, no aportaban mayor información66.

Así pues, ¿ha resuelto Harris el misterio de la tercera ley, el medio exclusivo que no procede ni de los genes ni de la familia? No exactamente. Estoy convencido de que los niños se socializan —de que adquieren de la cultura sus valores y destrezas— en sus grupos de iguales, no en su familia. Pero no estoy convencido, al menos de momento, de que los grupos de iguales expliquen cómo desarrollan los niños su personalidad: por qué resultan ser tímidos u osados, inseguros o seguros, abiertos o conservadores. La socialización y el desarrollo de la personalidad no son lo mismo, y los iguales pueden explicar la primera sin necesariamente explicar el segundo.

Una forma en que los iguales podrían explicar la personalidad es que los hijos de la misma familia pueden pertenecer a grupos de iguales diferentes —los deportistas, los empollones, los pijos, los punk— y asimilar sus respectivos valores. Pero entonces ¿cómo se llega a esta distribución de los hijos entre distintos grupos de iguales? Si se debe a sus rasgos —los niños inteligentes se van con los empollones, los agresivos con los punk, etc.— entonces los efectos del grupo de iguales se revelarían como unos efectos indirectos de los genes, no como efectos del medio exclusivo. Si es el vecindario que sus padres escogen, resultaría que serían efectos del medio compartido, porque los hermanos que se crían juntos comparten un vecindario además de unos padres. En algunos casos, como en la delincuencia y el consumo de tabaco, la varianza que falta se puede explicar como una interacción de los genes y los iguales: los adolescentes proclives a la violencia se hacen violentos sólo en vecindarios peligrosos; los proclives a la adicción se hacen fumadores en compañía de iguales que piensen que fumar es guay. Pero no es probable que esas interacciones expliquen la mayor parte de las diferencias entre los niños. Volvamos a nuestra piedra de toque: los hermanos gemelos univitelinos que se crían juntos. Comparten los genes, comparten el medio familiar y comparten los grupos de iguales, al menos en términos medios. Pero las correlaciones entre ellos sólo están en torno al 50%. Luego, ni los genes ni la familia ni los grupos de iguales pueden explicar qué les hace diferentes.

Harris habla de esta limitación, y señala que los niños se diferencian dentro de un grupo de iguales, no sólo por su elección de un grupo de iguales. Dentro de cada grupo, unos llegan a ser líderes, otros soldados de a pie, y otros bufones, pendencieros, chivos expiatorios o conciliadores, dependiendo de la posición que esté libre, lo bien que pueda ocuparla un niño y la suerte. Una vez que el niño adquiere un rol, es muy difícil librarse de él, tanto porque los otros niños le obligan a permanecer en ese lugar como porque el niño se especializa en las habilidades necesarias para prosperar en él. Esta parte de la teoría, señala Harris, no está comprobada, y es difícil de comprobar, debido al carácter caprichoso del que es el primer paso fundamental: qué niño ocupa qué nicho en qué grupo.

Así pues, la ocupación de los nichos en los grupos de iguales es, en gran medida, cuestión de suerte. Pero una vez que dejamos que Doña Suerte entre en escena, puede actuar en otras fases de la vida. Cuando recordamos cómo llegamos a donde nos encontramos, todos podemos pensar en bifurcaciones en el camino donde podríamos haber seguido rutas diferentes en la vida. Si no hubiera ido a esa fiesta, no habría conocido a mi cónyuge. Si no hubiera recogido aquel folleto, no me habría enterado del campo que se iba a convertir en la vocación de mi vida. Si no hubiera contestado el teléfono, si no hubiera perdido aquel vuelo, si al menos no se me hubiera escapado aquella pelota. La vida es una partida de flipper, en la que rebotamos y rozamos por una serie de parachoques y de pasadizos. Tal vez la historia de nuestras colisiones y de las que evitamos explique qué nos hizo lo que somos. A uno de los hermanos gemelos le pegó una vez un grandullón; el otro ese día se quedó en casa porque no se encontraba bien. Uno inhaló un virus; el otro, no. A uno le tocó la cama superior de la litera; al otro, la inferior.

No sabemos aún si estas experiencias exclusivas dejan su huella en nuestro intelecto y nuestra personalidad. Pero es cierto que una partida de flipper aún anterior pudo hacerlo, aquella en que se conecta nuestro cerebro en el útero de nuestra madre y en la primera infancia. Como ya he dicho, es posible que el genoma humano no pueda especificar hasta la última conexión entre las neuronas. Pero el «medio», en el sentido de la información codificada por los órganos sensoriales, no es la única alternativa. Otra alternativa es el azar. Uno de los gemelos está colocado de una determinada forma en el útero y controla su parte de la placenta; el otro tiene que apretujarse a su alrededor. Un rayo cósmico muta una cadena de ADN, un neurotransmisor va en un sentido u otro, el cono de crecimiento de un axón va hacia la izquierda en vez de hacia la derecha, y el cerebro de uno de los hermanos univitelinos puede gelificarse con una configuración un tanto distinta de la del otro hermano67.

Sabemos que esto ocurre en el desarrollo de otros organismos. Incluso razas genéticamente homogéneas de moscas, ratones y gusanos, criadas en laboratorios controlados minuciosamente, pueden diferir entre sí. Una mosca de la fruta puede tener más o menos pelos debajo del ala que sus compañeras de frasco. Un ratón puede tener hasta tres veces más oocitos (células destinadas a convertirse en huevos) que su hermano genéticamente idéntico criado en el mismo laboratorio. Una lombriz intestinal puede vivir tres veces más que su clon virtual del plato siguiente. El biólogo Steven Austad decía sobre la vida de las lombrices intestinales:

«Sorprendentemente, el grado de variabilidad que muestran en lo que se refiere a la longevidad no es mucho menor que el de la población genéticamente mezclada de los seres humanos, que siguen unas dietas muy diversas, cuidan o abusan de su salud y están sometidos a todos los caprichos de las circunstancias —accidentes de tráfico, carne contaminada, carteros airados— de la vida industrializada moderna68». Y una lombriz intestinal está compuesta de sólo 959 células. El cerebro humano, con sus cien mil millones de neuronas, tiene más oportunidades aún de verse zarandeado por el resultado del sorteo molecular a cara o cruz.

El hecho de que el azar en el desarrollo pueda explicar la semejanza nada perfecta de los gemelos univitelinos dice algo interesante sobre el desarrollo en general. Uno se puede imaginar un proceso de desarrollo en el que millones de pequeños sucesos aleatorios se eliminan mutuamente, sin dejar diferencia alguna en el producto final. Podemos imaginar un proceso diferente en el que un suceso aleatorio pueda desbaratar por completo el desarrollo, o llevarlo a un camino evolutivo caótico cuyo producto sea un fenómeno o un monstruo. Ninguna de las dos cosas ocurre con los hermanos univitelinos. Son lo bastante distintos como para que nuestros instrumentos rudimentarios puedan observar las diferencias, pero ambos son casos perfectos de ese sistema asombrosamente improbable y exquisitamente diseñado que llamamos «ser humano». El desarrollo de los organismos debe usar unos complejos bucles de retroalimentación, más que unos programas preestablecidos. Los sucesos aleatorios pueden desviar la trayectoria del crecimiento, pero las trayectorias están limitadas a una serie de diseños de funcionamiento para la especie.

Los biólogos se refieren a esa dinámica del desarrollo como robustez, tamponación o canalización69.

Si el componente no genético de la personalidad es el resultado de la ruleta neuroevolutiva, nos depara dos sorpresas. Una es que, del mismo modo que el término «genético» de la ecuación del genetista conductual no es necesariamente genético, el término «ambiental» no es necesariamente ambiental. Si la varianza no explicada es un producto de sucesos aleatorios en el ensamblaje del cerebro, habría aún otra parte de nuestra personalidad que estaría «biológicamente determinada» (aunque no fuera genética) y estaría más allá del alcance de los planes mejor diseñados de los padres y la sociedad.

La otra sorpresa es que tal vez tengamos que dar cabida en nuestra idea de la naturaleza humana a un concepto explicativo precientífico: no el libre albedrío, como muchos me han sugerido, sino el destino. No es el libre albedrío porque entre los rasgos que pueden diferir entre hermanos univitelinos criados juntos hay algunos que son tercamente involuntarios. Nadie elige ser esquizofrénico, ser homosexual, estar dotado para la música o, para el caso, ser una persona preocupada o segura o abierta a la experiencia. Pero la vieja idea de destino, en el sentido de un sino incontrolable, no una predestinación estricta, se puede conciliar con la biología moderna si recordamos las muchas probabilidades de que el azar intervenga en el desarrollo. Harris, al señalar lo reciente y localista que es la idea de que podemos configurar a nuestros hijos, cita el caso de una mujer que vivía en un remoto pueblo de la India en los años cincuenta. Al preguntarle qué tipo de hombre le gustaría que llegara a ser su hijo, se encogía de hombros y respondía: «Está en su destino, sea lo que sea lo que yo quiera70».

No todo el mundo acepta tan de buen grado el destino, ni las otras fuerzas que escapan al propio control, como los genes o los iguales. «Pido a Dios que no sea verdad —decía una madre al Chicago Tribune—. La idea de que todo el amor que pongo en él no sirva para nada es demasiado terrible71». Al igual que con los otros descubrimientos sobre la naturaleza humana, la gente pide a Dios que no sea verdad. Pero a la verdad no le importan nuestras súplicas, y a veces nos puede obligar a reconsiderarlas con un talante liberador.

Sí, resulta decepcionante que no exista una fórmula para criar a un hijo feliz y de éxito. Pero ¿de verdad querríamos determinar de antemano los rasgos de nuestros hijos, y no sentir nunca la alegría de esas dotes y esas peculiaridades imprevisibles que todo niño trae al mundo? A la gente le horroriza la clonación humana y su dudosa promesa de que los padres puedan diseñar a sus hijos mediante la ingeniería genética. Pero ¿qué diferencia hay entre esto y la fantasía de que los padres pueden diseñar a sus hijos con su forma de educarles? Los padres realistas serían unos padres menos angustiados. Podrían disfrutar del tiempo que pasan con sus hijos, en vez de estar siempre intentando estimularles, socializarles y mejorar su carácter. Podrían leerles cuentos por el simple placer de hacerlo, y no porque sea bueno para sus neuronas.

Muchos críticos acusan a Harris de intentar liberar a los padres de la responsabilidad de la vida de sus hijos: si andan por mal camino, los padres pueden alegar que no es culpa suya. Pero, de la misma manera, la autora atribuye a los adultos la responsabilidad de su propia vida: si a uno no le van bien las cosas, que deje de lamentarse y asegurar que toda la culpa es de sus padres. Harris libera a las madres de las necias teorías que les culpan de toda desgracia que caiga sobre sus hijos, y de la censura de los sabiondos que les hacen sentir como ogros si salen de casa para ir a trabajar o si una noche se olvidan de leer el cuento. Y la teoría nos asigna a todos la responsabilidad colectiva de la salud de los barrios y de la cultura en que se integran los grupos de iguales.

Finalmente: «Entonces, ¿dice usted que no importa cómo trate a mi hijo?». ¡Vaya pregunta! Sí, claro que importa. Harris recuerda a los lectores las razones.

Primera, los padres ejercen un enorme poder sobre sus hijos, y sus actos pueden marcar una gran diferencia en su felicidad. La educación es ante todo una responsabilidad ética. No está bien que los padres peguen, humillen, priven o abandonen a sus hijos, porque es espantoso que una persona grande y fuerte haga estas cosas a otra pequeña e indefensa. Como dice Harris: «Es posible que no tengamos su futuro en nuestras manos, pero no hay duda de que tenemos en ellas su presente, y el poder de hacer de éste algo horrible72».

Segunda, el padre o la madre y el hijo tienen una relación humana. Nadie pregunta nunca: «Entonces, ¿dice usted que no importa cómo trate a mi marido o a mi esposa?», aunque nadie que no sea un recién casado cree que puede cambiar la personalidad de su cónyuge. Maridos y esposas son amables entre sí (o deberían serlo) no para dar a la personalidad del otro una determinada forma, sino para establecer una relación sólida y satisfactoria. Imaginemos que nos dicen que no podemos cambiar la personalidad del marido o la esposa y contestamos: «La idea de que todo el amor que pongo en él (o ella) no sirva para nada es demasiado terrible». Lo mismo ocurre con los padres y los hijos: la forma de comportarse de una persona con la otra tiene unas consecuencias para la calidad de la relación que existe entre ellas. A lo largo de toda una vida, el equilibrio de poder cambia, y los hijos, provistos de los recuerdos de cómo se les trató, deciden cada vez más el trato que dan a sus padres. Como dice Harris: «Si creemos que el imperativo moral no es razón suficiente para ser buenos con nuestros hijos, probemos con esta otra: seamos buenos con nuestros hijos cuando son pequeños, para que ellos lo sean con nosotros cuando seamos mayores73». Hay adultos perfectamente sanos que todavía se enfurecen al recordar la crueldad con que sus padres les trataron cuando eran pequeños. Hay otros a quienes les asoman las lágrimas al recordar atenciones o sacrificios que sus padres hicieron por su felicidad, tal vez algo que el padre o la madre hace tiempo que olvidaron. Si no por otra razón, los padres deben tratar bien a sus hijos para hacer posible que crezcan con estos recuerdos.

He descubierto que cuando las personas oyen estas explicaciones bajan la vista y dicen, con cierta vergüenza: «Sí. Ya lo sabía». El hecho de que la gente pueda olvidar estas verdades sencillas al intelectualizar sobre los hijos demuestra lo lejos que nos han llevado las doctrinas modernas. Facilitan que uno piense en los hijos como un montón de plastilina a la que hay que dar forma, en vez de como partícipes en una relación humana. Incluso la teoría de que los hijos se adaptan a sus grupos de iguales sorprende menos cuando se piensa en los niños como seres humanos iguales que nosotros. El «grupo de iguales» es una expresión paternalista que utilizamos referida a los hijos para denominar lo que llamamos «amigos, colegas y socios» al referirnos a nosotros mismos. Refunfuñamos cuando los hijos se empeñan en llevar esa dichosa ropa, pero también a nosotros nos molestaría que algún superior nos obligara a ponernos una bata de color rosa para asistir a una reunión del consejo de dirección, o un traje de poliéster discotequero para una conferencia académica. «Estar socializado por un grupo de iguales» es otra forma de decir «vivir con éxito dentro de una sociedad», lo cual, para un organismo social, significa «vivir». Es de los niños, sobre todo, de quienes se dice que son tablas rasas, y esto nos puede hacer olvidar que son personas.