CAPÍTULO 2. SILLY PUTTY

El filólogo danés Otto Jespersen (1860-1943) es uno de los lingüistas más apreciados de la historia. Sus obras tan vivas se siguen leyendo hoy, en especial Growth and Structure of the English Language, que se publicó por primera vez en 1905. Aunque el pensamiento de Jespersen es completamente moderno, las primeras páginas nos recuerdan que no estamos ante un libro contemporáneo:

Hay una expresión que siempre me viene a la mente cuando pienso en la lengua inglesa y la comparo con otras: parece que es positiva y expresamente masculina, es la lengua de un hombre mayor, y poco tiene de infantil o femenino […].

Para exponer uno de estos puntos selecciono al azar, con el fin de contrastarlo, un pasaje en la lengua hawaiana: «I kona hiki ana aku ilaila ua hookipa ia mai la oia me ke aloha pumehana loa». Y así va siguiendo, sin una sola palabra que termine en consonante, ni un grupo de dos o más consonantes juntas. ¿Puede dudar alguien de que, aunque esta lengua tenga un sonido agradable y esté llena de música y armonía, la impresión general es que se trata de una lengua infantil y afeminada? No cabe esperar mucho vigor ni energía en quien hable una lengua como ésta; parece adaptada únicamente a los habitantes de las zonas cálidas, donde el suelo apenas exige trabajo alguno por parte del hombre para producir todo lo que éste desee, y donde la vida, por consiguiente, no lleva el sello de la dura lucha contra la naturaleza y las demás criaturas. En un grado menor, encontramos la misma estructura fonética en lenguas como el italiano y el español; en cambio, ¡cuán distintas son nuestras lenguas nórdicas1!

Y sigue con este estilo, proclamando la virilidad, la sobriedad y la lógica de la lengua inglesa, y termina así el capítulo: «Como es la lengua, así es la nación».

Ningún lector moderno podrá evitar sentirse impresionado por el sexismo, el racismo y el chauvinismo de la exposición: la implicación de que las mujeres son infantiles, el estereotipo de la indolencia de los pueblos colonizados, la exaltación gratuita de la propia cultura del autor. Igualmente sorprendentes son los lamentables criterios a los que se ha acogido este gran pensador. La insinuación de que el lenguaje puede ser «mayor» y «masculino» es tan subjetiva que carece de sentido. Atribuye un rasgo de la personalidad a todo un pueblo sin ningún tipo de prueba, y luego formula dos teorías —que la fonología refleja la personalidad y que los climas cálidos alimentan la holganza— sin aportar siquiera unos datos correlacionales, o al menos alguna prueba de causa y efecto. Incluso en su propio terreno el razonamiento carece de solidez. Las lenguas basadas en un sistema silábico de consonante más vocal, como la hawaiana, exigen unas palabras más largas para transmitir la misma cantidad de información, algo que no cabría esperar de personas sin «vigor ni energía». Y las sílabas basadas en la conjunción de consonantes de la lengua inglesa corren el peligro de que el hablante se las trague o que no se entiendan bien, algo que no cabría esperar de un pueblo lógico y negociante.

Pero tal vez lo que más preocupa es que Jespersen no pensara en la posibilidad de que pudiera estar diciendo algo sorprendente. Daba por supuesto que los lectores compartirían sus prejuicios, unos lectores que sabía que serían varones como él y hablantes de «nuestras» lenguas nórdicas. «¿Puede dudar alguien?», preguntaba retóricamente; «No cabe esperar mucho vigor» en este tipo de pueblos, afirmaba. La inferioridad de las mujeres y de las otras razas no requería ni justificación ni disculpas.

Saco a colación a Otto Jespersen, un hombre de su tiempo, para demostrar cuánto han cambiado los criterios. El pasaje citado es una muestra aleatoria de la vida intelectual de hace cien años; se podrían haber escogido pasajes igualmente perturbadores de prácticamente cualquier autor del siglo XIX o de principios del siglo XX2 Eran tiempos en que los hombres blancos cargaban con el peso de tener que dirigir a sus «nuevos pueblos desgraciados, mitad demonios y mitad chiquillos»; tiempos de costas repletas de multitudes amontonadas y de tristes desechos; de poderes imperiales europeos que se fulminaban mutuamente con la mirada, cuando no con las armas. El imperialismo, la inmigración, el nacionalismo y el legado de la esclavitud establecían unas diferencias perfectamente claras entre los grupos étnicos. Unos aparecían como educados y cultos; otros, como ignorantes y atrasados; unos empleaban puños y garrotes para preservar su seguridad; otros pagaban a la policía y al ejército para que lo hicieran. Resultaba tentador presumir que los europeos del Norte eran una raza avanzada y preparada para gobernar a las demás. Igualmente práctico era pensar que las mujeres tenían una constitución que las hacía aptas para la cocina, la iglesia y los hijos, una creencia que apoyaban «estudios» que demostraban que el trabajo cerebral era perjudicial para su salud física y mental.

También el prejuicio racial tenía una pátina científica. La teoría de la evolución de Darwin se solía interpretar erróneamente como una explicación del progreso intelectual y moral, más que como una explicación de cómo los seres vivos se adaptan a un nicho ecológico. Era fácil pensar que las razas distintas a la blanca eran travesaños de una escalera evolutiva situados entre los simios y los europeos. Y peor aún, Herbert Spencer, seguidor de Darwin, decía que los benefactores no harían sino interferir en el avance de la evolución si intentaban mejorar el destino de las clases y las razas pobres, que, en opinión de Spencer, eran biológicamente menos aptas. La doctrina del darvinismo social (o, como debiera llamarse, del spencerismo social, pues Darwin no quería que se le asociara con ella) atrajo a portavoces tan poco originales como John D. Rockefeller y Andrew Carnegie3 El primo de Darwin, Francis Galton, sugirió que había que echar una mano a la evolución y para ello desmotivar a los menos aptos en su empeño por reproducirse, una política que denominó «eugenesia»4. En unas pocas décadas, en Canadá, en los países escandinavos, en treinta Estados americanos y, como sombrío presagio, en Alemania, se aprobaron leyes que imponían la esterilización de los delincuentes y de los «débiles mentales». La ideología nazi de las razas inferiores se utilizó más tarde para justificar el asesinato de millones de judíos, gitanos y homosexuales.

Hemos avanzado mucho desde entonces. Actitudes mucho peores que las de Jespersen siguen pugnando por imponerse en muchas partes del mundo y en algunos sectores de nuestra sociedad, pero se las ha alejado de la vida intelectual general de las democracias occidentales. Hoy, ningún personaje público de Estados Unidos, Gran Bretaña o Europa occidental puede insultar con toda tranquilidad a las mujeres ni propagar estereotipos injustos sobre otras razas u otros grupos étnicos. Las personas formadas procuran ser conscientes de sus prejuicios ocultos y medirlos con los hechos y con la sensibilidad de los demás. En la vida pública intentamos juzgar a las personas como individuos, no como especímenes de un sexo o un grupo étnico. Tratamos de distinguir entre el poder y el derecho, y entre nuestros gustos personales y los méritos objetivos, y, en consecuencia, respetamos las culturas que son diferentes o más pobres que la nuestra. Nos damos cuenta de que no existe jerarca alguno con la suficiente sabiduría para confiarle el gobierno de la evolución de la especie, y de que, en cualquier caso, es un error que el gobierno interfiera en decisiones tan personales como la de tener un hijo. La sola idea de que hay que perseguir a un grupo étnico por razones biológicas nos repugna.

Estos cambios se fueron asentando con las amargas lecciones de linchamientos, guerras mundiales, esterilizaciones forzosas y el Holocausto, que desveló las graves consecuencias de la denigración de un grupo étnico. Pero surgieron antes en el siglo XX, producto de un experimento no preparado: la inmigración masiva, la movilidad social y la difusión de los conocimientos de la era moderna. Muchos caballeros victorianos no pudieron haber imaginado que el siglo siguiente sería testigo de una nación-Estado forjada por pioneros y soldados judíos, una oleada de intelectuales públicos afroamericanos o una industria informática en Bangalore, en India. Tampoco pudieron haber previsto que las mujeres iban a gobernar países en guerra, dirigir grandes empresas o ganar el premio Nobel de ciencias. Hoy sabemos que las personas de ambos sexos y de todas las razas son capaces de alcanzar cualquier posición en la vida.

Este inmenso cambio incluyó una revolución en el trato que científicos y eruditos dispensan a la naturaleza humana. Los académicos se vieron sacudidos por las actitudes cambiantes ante la raza y el sexo, pero también ayudaron a dirigir la marea pontificando sobre la naturaleza humana en libros y revistas, y ofreciendo su experiencia a las instituciones de gobierno. Se reformularon las teorías de la mente imperantes para impedir cuanto fuera posible el racismo y el sexismo. La doctrina de la Tabla Rasa se atrincheró en la vida intelectual en lo que se ha llamado el Modelo Estándar de Ciencia Social, o constructivismo social5. El modelo es hoy un acto reflejo de las personas, y pocas conocen la historia que lleva detrás6. Carl Degler, el más destacado historiador de esta revolución, la resume como sigue:

Lo que parecen indicar las pruebas de que se dispone es que la ideología o la creencia filosófica según la cual el mundo podría ser un lugar más libre y más justo desempeñó un importante papel en el cambio de la biología a la cultura. La ciencia, o al menos ciertos principios científicos o cierta erudición innovadora, también representaron un papel en la transformación, aunque fue un papel limitado. El mayor ímpetu estuvo en la voluntad de establecer un orden social en el que las fuerzas innatas e inmutables de la biología no desempeñaran papel alguno en la explicación de la conducta de los grupos sociales7.

La toma de la vida intelectual por parte de la Tabla Rasa siguió diferentes caminos en la psicología y en las demás ciencias sociales, pero en todos el empuje estaba en los mismos acontecimientos históricos y en la ideología progresista. Hacia los años veinte y treinta del siglo pasado, los estereotipos de las mujeres y de los grupos étnicos empezaron a parecer estúpidos. Oleadas de inmigrantes del sur y el este de Europa, entre ellos muchos judíos, llenaban las ciudades y ascendían por la escalera social. Los afroamericanos habían aprovechado los nuevos «Negro colleges»7a, habían emigrado hacia el Norte y habían empezado el Renacimiento de Harlem. Las graduadas de las florecientes universidades femeninas ayudaron a lanzar la primera ola de feminismo. Por primera vez, no todos los profesores y alumnos eran varones blancos protestantes de origen anglosajón. Manifestar que tal astilla de la humanidad era superior desde el punto de vista de su constitución no sólo se había convertido en ofensivo, sino que iba en contra de lo que la gente podía ver con sus propios ojos. Las ciencias sociales en particular atraían a las mujeres, los judíos, los asiáticos y los afroamericanos, algunos de los cuales llegaron a ser pensadores de gran influencia.

Muchos de los problemas sociales acuciantes de las primeras décadas del siglo XX afectaban a los miembros menos afortunados de estos grupos. ¿Se debía permitir la entrada de más inmigrantes? Y si así debía hacerse, ¿de qué países? Una vez aquí, ¿había que fomentar la asimilación? De ser así, ¿cómo? ¿Había que dar a las mujeres los mismos derechos políticos y las mismas oportunidades económicas? ¿Debían integrarse negros y blancos? Los niños planteaban otros desafíos8. La enseñanza se había hecho obligatoria y pasó a ser responsabilidad del Estado. A medida que las ciudades crecían y los vínculos familiares se aflojaban, los niños con problemas y problemáticos eran una complicación para todos, y se inventaron nuevas instituciones para ocuparse de ellos, como los jardines de infancia, los orfanatos, los reformatorios, las acampadas al aire libre, las sociedades humanitarias y los clubes de chicos y chicas. El desarrollo del niño de repente pasaba a primer plano. Estos retos sociales no desaparecían, y la suposición más humanitaria era que todos los seres humanos tenían un idéntico potencial para prosperar si se les daban la educación y las oportunidades correctas. Muchos científicos sociales consideraban que su trabajo consistía en reforzar tal supuesto.

La teoría psicológica moderna, como bien se aclara en cualquier manual introductorio, tiene sus raíces en John Locke y en otros pensadores de la Ilustración. Para Locke, la Tabla Rasa era un arma contra la Iglesia y los monarcas tiranos, pero estas amenazas habían disminuido en el mundo de habla inglesa del siglo XIX. El heredero intelectual de Locke, John Stuart Mill (1806-1873) fue quizás el primero en aplicar su psicología de la Tabla Rasa a preocupaciones políticas que hoy reconocemos. Fue un prematuro defensor del sufragio de las mujeres, de la enseñanza obligatoria y de la mejora de las condiciones de las clases más bajas. Todo esto interactuaba con sus posturas psicológica y filosófica, como explicaba en su autobiografía:

Creo desde hace mucho tiempo que la tendencia imperante de considerar todas las distinciones destacadas del carácter humano como innatas y, en su mayor parte, indelebles, e ignorar las pruebas irrefutables de que una parte muchísimo mayor de estas diferencias, entre los individuos, las razas o los sexos, son de tal condición que sólo podrían producirse por las diferencias de las circunstancias, supone uno de los principales obstáculos para abordar racionalmente las grandes cuestiones sociales, así como uno de los grandes escollos para la mejora humana […]. [Esta tendencia es] tan agradable para la indolencia humana, y también para los intereses conservadores en general, que, a menos que se la combata en su propia raíz, seguramente se extenderá aún más de lo que realmente justifican las formas más moderadas de la filosofía de la intuición9.

Al hablar de «filosofía de la intuición», Mill se refería a los intelectuales del continente que sostenían (entre otras cosas) que las categorías de la razón eran innatas. Mill quería atacar la raíz de su teoría de la psicología, para combatir lo que pensaba que eran sus implicaciones sociales conservadoras. Perfeccionó una teoría del aprendizaje llamada «asociacionismo» (que previamente había formulado Locke), que trataba de explicar la inteligencia humana sin reconocerle ninguna organización innata. Según esta teoría, en la tabla rasa se inscriben sensaciones, que Locke llamaba «ideas» y los psicólogos modernos, «características». Las ideas que repetidamente aparecen en sucesión (por ejemplo el rojo, la redondez y el dulzor de una manzana) llegan a asociarse, de forma que una de ellas puede recordar a las otras. Y los objetos similares del mundo activan en la mente conjuntos de ideas que se solapan. Por ejemplo, después de exponer a los sentidos muchos perros, las características que comparten (piel, ladrido, cuatro patas, etc.) se unen para determinar la categoría «perro».

Desde entonces se puede reconocer en la psicología el asociacionismo de Locke y Mill. Se convirtió en el núcleo de la mayoría de los modelos de aprendizaje, especialmente en el llamado «conductismo», que dominó la psicología desde los años veinte hasta los sesenta del siglo XIX. El fundador del conductismo, John B. Watson (1878-1958), escribió una de las declaraciones más famosas del siglo de la Tabla Rasa:

Dadme una docena de niños sanos, bien formados, y mi mundo especificado donde criarles, y garantizo que tomaré a cualquiera de ellos al azar y le educaré para que llegue a ser cualquier tipo de especialista que yo decida: médico, abogado, artista, comerciante y, sí, incluso pordiosero y ladrón, cualesquiera que sean sus dotes, inclinaciones, tendencias, habilidades, vocaciones y la raza de sus antepasados10.

En el conductismo, las dotes y las habilidades del niño no importaban porque no existía nada que fuera una dote o una habilidad. Watson las había prohibido en la psicología, además de otros contenidos de la mente, como las ideas, las creencias, los deseos y los sentimientos. Eran subjetivas, decía, no se podían medir y no eran aptas para la ciencia, que estudia únicamente cosas objetivas y medibles. Para el conductista, el único tema legítimo de la psicología es la conducta manifiesta y cómo la controla el entorno actual y el pasado. (En psicología existe un viejo chiste: «¿Qué dice el conductista después de hacer el amor? "Estuvo bien para ti; ¿cómo estuvo para mí?"».)

Las «ideas» de Locke fueron reemplazadas por los «estímulos» y las «respuestas», pero sus leyes de la asociación sobrevivieron como leyes del condicionamiento. Una respuesta se puede asociar con un nuevo estímulo, como cuando Watson mostraba a un niño una rata blanca y luego golpeaba con gran estruendo un martillo contra una barra de hierro, con lo que supuestamente hacía que el niño asociara el miedo con el pelaje. Y una respuesta se podía asociar con un premio, como cuando un gato encerrado en una caja al final descubría que tirando de un cordel se abría una puerta y podía escapar. En estos casos, el que realizaba el experimento establecía una contingencia entre un estímulo y otro estímulo, o entre una respuesta y un premio. En un medio natural, decían los conductistas, estas contingencias forman parte de la textura causal del mundo, y configuran inexorablemente la conducta de los organismos, incluidos los seres humanos.

Entre las víctimas del minimalismo conductista estaba la rica psicología de William James (1842-1910). James se había inspirado en la tesis de Darwin de que la percepción, la cognición y la emoción, al igual que los órganos físicos, habían evolucionado como adaptaciones biológicas. James apelaba a la idea de instinto para explicar las preferencias de los seres humanos, no sólo las de los animales, y postulaba en su teoría de la vida mental numerosos mecanismos, entre ellos la memoria a corto y largo plazo. Pero con la llegada del conductismo todos se unieron al índice de conceptos prohibidos. El psicólogo J. R. Kantor escribía en 1923: «Breve es la respuesta a la pregunta de cuál es la relación entre la psicología social y los instintos: sencillamente, no existe relación alguna»11. Incluso el deseo sexual se redefinió como respuesta condicionada. El psicólogo Zing Yang Kuo decía en 1929:

La conducta no es una manifestación de factores hereditarios, y tampoco se puede expresar en términos de herencia. [Es] un movimiento pasivo y obligado determinado mecánica y exclusivamente por el patrón estructural del organismo y la naturaleza de las fuerzas ambientales […]. Todos nuestros apetitos sexuales son el resultado de la estimulación social. El organismo no posee una reacción preparada frente al otro sexo, como no posee unas ideas innatas12.

Los conductistas creían que la conducta se podía entender con independencia del resto de la biología, sin tener que atender a la constitución genética del animal ni a la historia evolutiva de la especie. La psicología vino a consistir en el estudio del aprendizaje de animales de laboratorio. B. E Skinner (1904-1990), el psicólogo más famoso de las décadas intermedias del siglo XX, escribió un libro titulado La conducta de los organismos, en el que los únicos animales que se consideraban eran ratas y palomas, y la única conducta, la de empujar una palanca y picotear una llave. Hubo que pasar por el circo(12a) para recordar a los psicólogos que, después de todo, también importaban las especies y sus instintos. En un artículo titulado «The Misbehavior of Organisms», los discípulos de Skinner, Keller y Marian Breland, explicaban que cuando intentaban emplear las técnicas de su maestro para enseñar a los animales a introducir fichas de póker en máquinas expendedoras, las gallinas picoteaban las fichas, los mapaches las lavaban y los cerdos intentaban enterrarlas con el hocico13. Y los conductistas eran tan hostiles al cerebro como lo eran a la genética. En 1974, Skinner decía que estudiar el cerebro no era sino otra forma de buscar erróneamente las causas de la conducta dentro del organismo, en vez de hacerlo en el mundo exterior14.

El conductismo no sólo se adueñó de la psicología, sino que se introdujo en la conciencia pública. Watson escribió un influyente manual para la educación de los hijos, en el que se recomendaba que los padres fijaran unos horarios estrictos de las comidas de sus hijos, y les prestaran la mínima atención y el mínimo cariño. Si se consuela al niño que llora, decía, se le premia por llorar, con lo cual aumentará la frecuencia de tal conducta. (La obra de Benjamin Spock Baby and Child Care [Tu hijo], publicada por primera vez en 1946 y famosa porque recomendaba actitudes indulgentes con los niños, fue en parte una reacción contra la de Watson.) Skinner escribió varios libros de éxito en los que se afirmaba que la conducta dañina ni es instintiva ni se elige libremente, sino que está condicionada de forma inadvertida. Si se convirtiera la sociedad en una gran Caja de Skinner, y se controlara la conducta deliberadamente y no al azar, se podrían eliminar la agresividad, la superpoblación, el hostigamiento, la contaminación y, con ello, alcanzar la utopía15. El buen salvaje se convirtió en la buena paloma.

El conductismo estricto está prácticamente muerto en la psicología, pero muchas de sus actitudes perviven. El asociacionismo es la teoría del aprendizaje que asumen muchos modelos matemáticos y simulaciones de redes neuronales del aprendizaje16. Muchos neurocientíficos equiparan el aprendizaje con la formación de asociaciones, y buscan un vínculo asociativo en la psicología de las neuronas y las sinapsis, ignorando otros tipos de cálculo que pudieran desencadenar el aprendizaje en el cerebro17. (Por ejemplo, almacenar en el cerebro el valor de una variable, como en «x = 3», es un paso de cálculo fundamental en la navegación y la búsqueda, que constituye una capacidad muy desarrollada de los animales salvajes. Pero este tipo de aprendizaje no se puede reducir a la formación de asociaciones, y por lo tanto se ha ignorado en la neurociencia.) Psicólogos y neurocientíficos siguen tratando a los organismos de forma intercambiable, raramente preguntando si un adecuado animal de laboratorio (una rata, un gato, un mono) se parece o no se parece a los seres humanos en algún sentido esencial18. Hasta hace poco, la psicología ignoraba el contenido de las creencias y las emociones, y la posibilidad de que la mente haya evolucionado para tratar de forma diferente categorías biológicamente importantes19. Las teorías de la memoria y el razonamiento no distinguían los pensamientos sobre personas de los pensamientos sobre piedras o casas. Las teorías de la emoción no distinguían el miedo de la ira, los celos o el amor20. Las teorías de las relaciones sociales no distinguían entre familia, amigos, enemigos y extraños21. En efecto, los temas de la psicología que más interesan a la gente corriente —el amor, el odio, el trabajo, el juego, el alimento, el sexo, el estatus, el dominio, los celos, la amistad, la religión, el arte— están casi ausentes por completo de los manuales de psicología.

Entre los principales documentos de la psicología del siglo XX se encuentra la obra Introducción al procesamiento distribuido en paralelo, de David Rumelhart, James McClelland y sus colaboradores, donde se expone un estilo de modelaje de red neuronal llamado «conexionismo»22. Rumelhart y McClelland sostenían que las redes asociacionistas genéricas, sometidas a cantidades masivas de entrenamiento, podrían explicar todo lo referente a la cognición. Se dieron cuenta de que esta teoría les dejaba sin una buena respuesta a una pregunta: «¿Por qué las personas son más listas que las ratas?». Esta es su respuesta:

Dado todo lo anterior, la pregunta parece un poco desconcertante […]. Las personas tienen mucha más corteza que las ratas, e incluso más que otros primates; en particular cuentan con mucha más […] estructura cerebral no dedicada al input/output, y presumiblemente esta corteza extra está situada de forma estratégica en el cerebro para estar al servicio sólo de aquellas funciones que diferencian a las personas de las ratas o incluso de los simios […].

Pero la diferencia entre las ratas y las personas debe tener también otro aspecto: el de que el entorno humano incluye a otras personas, así como los dispositivos culturales que éstas han desarrollado para organizar sus procesos de pensamiento23.

Así pues, los seres humanos no son más que ratas con unas tablas rasas mayores, además de algo llamado «dispositivos culturales». Y esto nos lleva a la otra mitad de la revolución de la ciencia social del siglo XX.

He’s so unhip, when you say «Dylan», He thinks you’re talkin’about Dylan Thomas (whoever he was). The man ain’t got no culture.

SIMON Y GARFUNKEL.

La palabra culture [cultura] solía referirse a ciertos géneros de entretenimiento elevados, como la poesía, la ópera o el ballet. El otro sentido más familiar —«la totalidad de los patrones de conducta, las artes, las creencias, las instituciones y todos los demás productos del trabajo y el pensamiento humano transmitidos socialmente»— sólo tiene cien años. Este cambio de significado es uno de los legados del padre de la antropología moderna, Franz Boas (1858-1942).

Las ideas de Boas, como las de los principales pensadores de la psicología, tenían sus raíces en los filósofos empiristas de la Ilustración, en este caso en George Berkeley (1685-1753). Berkeley formuló la teoría del idealismo, según la cual las ideas, y no los cuerpos ni otros trozos de materia, son los constituyentes últimos de la realidad. Después de diversos avatares demasiado enrevesados para exponerlos aquí, el idealismo terminó por influir en los pensadores alemanes del siglo XIX. Lo abrazó el joven Boas, un judío alemán de familia secular y liberal.

El idealismo permitió a Boas sentar una nueva base intelectual para el igualitarismo. Las diferencias entre las razas humanas y los grupos étnicos, proponía, no proceden de su constitución física, sino de su cultura, un sistema de ideas y valores que se extienden mediante el lenguaje y otras formas de conducta social. Las personas difieren porque difieren sus culturas. En efecto, así es como debemos referirnos a ellas: la cultura esquimal o la cultura judía, y no la raza esquimal o la raza judía. La idea de que la cultura es la que configura la mente sirvió de baluarte contra el nazismo y era la teoría que se debía preferir por razones morales. Boas escribió: «Digo que, mientras no se demuestre lo contrario, debemos presumir que todas las actividades complejas están determinadas socialmente, no son hereditarias»24.

La teoría de Boas no era una simple admonición moral; se basaba en descubrimientos reales. Boas estudió a los pueblos nativos, los inmigrantes y los niños de orfelinatos para demostrar que todos los grupos de seres humanos tienen el mismo potencial. Pensando en Jespersen, demostró que las lenguas de los pueblos primitivos no eran más simples que las de los europeos, simplemente eran distintas. La dificultad del esquimal para distinguir los sonidos de nuestra lengua, por ejemplo, equivale a nuestra dificultad para distinguir los sonidos de la suya. Es verdad que muchas lenguas no occidentales carecen de recursos para expresar determinados conceptos abstractos. Es posible que no tengan palabras para referirse a números superiores al tres, por ejemplo, o que no dispongan de palabra alguna que signifique la bondad en general, en oposición a la bondad de una persona concreta. Pero estas limitaciones sólo reflejan las necesidades cotidianas de esos pueblos en su forma de vivir la vida, y no una debilidad de sus capacidades mentales. Como Sócrates, que hacia alcanzar conceptos filosóficos abstractos a un joven esclavo, Boas demostró que podía conseguir de un nativo kwakiutl, del Pacífico noroccidental, palabras nuevas para denominar conceptos como «bondad» y «lástima». Observó también que cuando los pueblos nativos entran en contacto con la civilización y adquieren cosas que se deban contar, inmediatamente adoptan todo un auténtico sistema de cálculo25.

Pese al énfasis que ponía en la cultura, Boas no era un relativista que pensara que todas las culturas son equivalentes, ni un empírico que creyera en la Tabla Rasa. Consideraba la civilización europea superior a las culturas tribales, e insistía únicamente en que todas las personas son capaces de alcanzarla. No negaba que pudiera existir una naturaleza universal, o que pudiera haber diferencias entre las personas de un mismo grupo étnico. Lo que le importaba era la idea de que todos los grupos étnicos están dotados de las mismas capacidades mentales básicas26. Tenía razón en esto, algo que hoy aceptan prácticamente todos los científicos y estudiosos.

Pero Boas había creado un monstruo. Sus discípulos llegaron a dominar la ciencia social estadounidense, y cada generación superaba a la anterior en sus histriónicas declaraciones. Sus alumnos insistían en que no sólo las diferencias entre los grupos étnicos se deben explicar desde la perspectiva de la cultura, sino que todos los aspectos de la existencia humana se deben explicar desde esta misma perspectiva. Por ejemplo, Boas había defendido las explicaciones sociales mientras no se demostraran falsas, pero su discípulo Albert Kroeber las propugnaba independientemente de las pruebas. «No se puede admitir —decía— que la herencia haya desempeñado papel alguno en la historia»27. En su lugar, la cadena de acontecimientos que configuran a un pueblo «implica el condicionamiento absoluto de los sucesos históricos por otros sucesos históricos»28.

Kroeber no se limitaba a negar que la conducta social se pueda explicar por las propiedades innatas de la mente. Negaba que se pueda explicar por cualquier propiedad de la mente. Una cultura, decía, es superorgánica —flota en su propio universo, libre de la carne y el hueso de los hombres y las mujeres reales—: «La civilización no es una acción mental, sino un cuerpo o una corriente de productos del ejercicio mental […]. La mentalidad está relacionada con el individuo. Lo social o cultural, por otro lado, es en su esencia no individual. La civilización como tal empieza sólo donde termina el individuo»29.

Estas dos ideas —la negación de la naturaleza humana y la autonomía de la cultura respecto a las mentes individuales— las articuló también el fundador de la sociología, Emile Durkheim (1858-1917), quien había prefigurado la doctrina de la mente superorgánica de Kroeber:

Cada vez que un fenómeno social se explica directamente con un fenómeno psicológico, podemos estar seguros de que la explicación es falsa […]. El grupo piensa, siente y actúa de forma distinta a como lo harían sus miembros si estuvieran aislados […]. Si al intentar explicar los fenómenos empezamos por el individuo, no podremos comprender nada de lo que ocurra en el grupo […]. Las naturalezas individuales son meramente el material indeterminado que el factor social moldea y transforma. Su contribución consiste exclusivamente en unas actitudes muy generales, en unas predisposiciones vagas y, por consiguiente, plásticas30.

Y formuló una ley para las ciencias sociales que iba a citarse a menudo en el siglo siguiente: «La causa determinante de un hecho social se debe buscar entre los hechos sociales precedentes, y no entre los estados de la conciencia individual»31.

Así pues, tanto la psicología como las otras ciencias sociales negaban que la mente de las personas individuales fuera importante, pero a partir de ahí siguieron direcciones distintas. La psicología desterró por completo entidades como las creencias y los deseos, y las sustituyó por entidades mentales como los estímulos y las respuestas. Las otras ciencias sociales situaron las creencias y los deseos en las culturas y las sociedades, no en la cabeza de las personas individuales. Las diferentes ciencias sociales convenían también en que los contenidos de la cognición —ideas, pensamientos, planes, etc.— en realidad eran fenómenos del lenguaje, una conducta manifiesta que cualquiera podía oír y escribir. (Watson proponía que «pensar» realmente consistía en unos pequeños movimientos de la boca y la garganta.) Pero sobre todo compartían una aversión hacia los instintos y la evolución. Destacados científicos sociales declaraban repetidamente que la tabla era rasa:

Los instintos no crean las costumbres; las costumbres crean los instintos, pues los supuestos instintos de los seres humanos siempre son aprendidos y no innatos.

ELLSWORTH FARIS (1927)32.

Los fenómenos culturales […] no son hereditarios en ningún sentido, sino que se adquieren de forma característica y sin excepción.

GEORGE MURDOCK (1932)33.

El hombre no tiene naturaleza; lo que tiene es historia.

JOSÉ ORTEGA Y GASSET (1935)34.

Con la excepción de las reacciones instintivas de los niños más pequeños a repentinos rechazos de ayuda y a repentinos ruidos fuertes, el ser humano carece por completo de instinto […]. El hombre es hombre porque no tiene instintos, porque todo lo que es y lo que ha llegado a ser lo ha aprendido, adquirido, de su cultura, de la parte del entorno hecha por el hombre, de otros seres humanos.

ASHLEY MONTAGU (1973)35.

Es verdad que la imagen elegida ya no era una tabla rasa o un papel en blanco. Durkheim había hablado de «materia indeterminada», alguna {comienzo de la página 52}especie de materia informe que la cultura modelaba o trabajaba para darle forma. Tal vez la mejor imagen moderna sea la de Silly Putty, ese tipo de plastilina con la que los niños juegan y con la que pueden copiar caracteres escritos (como una tabla rasa) o moldearla para darle la forma que desean (como una materia indeterminada). La maleabilidad de la metáfora reaparecía en afirmaciones de dos de los más conocidos alumnos de Boas:

La mayoría de las personas están configuradas para la forma de su cultura debido a la maleabilidad de su dotación original […]. La gran masa de individuos adopta con bastante facilidad la forma que se les ofrece.

RUTH BENEDICT (1934)36.

Estamos obligados a concluir que la naturaleza humana es casi increíblemente maleable, de modo que responde con precisión y de forma diferenciada a las diferentes condiciones culturales.

MAGARET MEAD (1935)37 Otros comparaban la mente con algún tipo de tamiz:

Gran parte de lo que comúnmente se llama «naturaleza humana» es simplemente cultura que se ha arrojado contra una pantalla de nervios, glándulas, órganos sensoriales, músculos, etc.

LESLIE WHITE (1949)38.

O con las materias primas de una fábrica:

La naturaleza humana es la materia más prima de todas las materias primas indiferenciadas.

MARGARET MEAD (1928)39.

Nuestras ideas, nuestros valores, nuestros actos, incluso nuestros sentimientos son, igual que nuestro propio sistema nervioso, productos culturales: productos manufacturados, a partir de las tendencias, las capacidades y las disposiciones con que nacemos, pero, al fin y al cabo, manufacturados.

CLIFFORD GEERTZ (1973)40.

O con un ordenador sin programar:

El hombre es el animal más netamente dependiente de esos mecanismos de control extragenéticos, más allá de la piel, como los programas culturales, para ordenar su conducta.

CLIFFORD GEERTZ (1973)41.

O con alguna otra entidad amorfa en la que se pueden hacer muchas cosas:

La psicología cultural es el estudio de cómo las tradiciones culturales y las prácticas sociales regulan, expresan, transforman y permutan la psique humana, cuyo resultado es menos una unidad psíquica para la humanidad que unas divergencias étnicas en la mente, el yo y las emociones.

RICHARD SHWEDER (1990)42.

La mente superorgánica o de grupo se convirtió también en artículo de fe de la ciencia social. Robert Lowie (otro alumno de Boas) decía: «Los principios de la psicología son tan incapaces de explicar los fenómenos de la cultura como la gravitación para explicar los estilos arquitectónicos»43. Y por si uno no se percataba de todas sus implicaciones, la antropóloga Leslie White lo explicaba en detalle:

En vez de considerar al individuo como la Causa Primera, como el primer motor, como el iniciador y determinante del proceso de la cultura, hoy le vemos como una parte componente, y una parte diminuta y relativamente insignificante de un vasto sistema sociocultural que abarca a innumerables individuos en cualquier momento, y se remonta también a su remoto pasado […]. Para los fines de la interpretación científica, el proceso de la cultura se puede entender como una cosa sui generis; la cultura es explicable en términos de cultura44.

En otras palabras, debemos olvidarnos de la mente de una persona individual como tú, esa parte diminuta e insignificante de un vasto sistema sociocultural. La mente que importa es la que pertenece al grupo, que es capaz de pensar, sentir y actuar solo.

La doctrina del superorganismo ha producido en la vida moderna un impacto que se extiende mucho más allá de las obras de los científicos sociales. Se esconde en la tendencia a reificar la «sociedad» como un agente moral al que se puede culpar de los pecados, como si de una persona se tratara. Impulsa políticas de identidad, en las que los derechos civiles y los incentivos políticos se asignan a los grupos, más que a los individuos. Y, como veremos en capítulos posteriores, definió algunas de las grandes divisiones entre los principales sistemas políticos del siglo XX.

La Tabla Rasa no fue la única parte de la teoría oficial que los científicos sociales se sintieron obligados a apoyar. También pugnaron por consagrar al Buen Salvaje. Mead hacía un retrato gauguiniano de los pueblos nativos como gente amante de la paz, igualitaria, materialmente satisfecha y sin ningún conflicto sexual. La visión animosa que esta autora tenía de cómo éramos y, por consiguiente, de quiénes podemos llegar a ser de nuevo, la aceptaban autores en otros sentidos escépticos como Bertrand Russell y H. L. Mencken. Ashley Montagu (también del círculo de Boas) , un prominente intelectual público desde los años cincuenta hasta su reciente muerte, invocaba de forma incansable la doctrina del Buen Salvaje para justificar la búsqueda de la fraternidad y la paz, y refutar a cualquiera que pudiera pensar que tales esfuerzos eran vanos. En 1950, por ejemplo, preparó el borrador de un manifiesto para la recién creada UNESCO, en el que declaraba: «Los estudios biológicos respaldan el principio de la fraternidad universal, ya que el hombre nace con el impulso hacia la cooperación, y, si no se satisface tal impulso, tanto los hombres como las naciones enferman»45. Con las cenizas de treinta y cinco millones de víctimas de la Segunda Guerra Mundial aún calientes o radioactivas, una persona razonable podía preguntarse cómo era posible que los «estudios biológicos» demostraran algo de esa índole. El borrador de ese manifiesto se rechazó. Pero Montagu tuvo mejor suerte en los años siguientes, cuando la UNESCO y muchas sociedades de estudio adoptaron resoluciones similares46.

Más en general, los científicos sociales veían en la maleabilidad de los humanos y la autonomía de la cultura unas doctrinas que podían hacer realidad el sueño inmemorial de perfeccionar la humanidad. No nos quedamos anclados en lo que no nos gusta de nuestros actuales apuros, decían. Nada nos impide cambiarlos, excepto una falta de voluntad y la creencia ignorante en que la biología nos destina a ellos de forma permanente. Muchos científicos sociales habían manifestado la esperanza de una naturaleza humana nueva y mejor:

Pensaba (y pronto lo dije) que la explicación medioambiental era preferible, siempre que los datos la justificaran, porque era más optimista, pues mantenía la esperanza de la mejora.

OTTO KLINEBERG (1928)47.

La sociología y la antropología modernas coinciden en señalar que la sustancia de la cultura, o la civilización, es la tradición social, y que esta tradición social se puede modificar de manera indefinida con los aprendizajes nuevos que los hombres realizan para vivir juntos de manera mejor y más feliz […]. Así que el estudio científico de las instituciones despierta la fe en la posibilidad de rehacer tanto la naturaleza humana como la vida social humana.

CHARLES ELLWOOD (1922)48.

Las barreras de muchos campos del conocimiento se desmoronan ante la nueva idea optimista de que cualquiera puede aprender cualquier cosa […]. Hemos abandonado el concepto de la capacidad humana como algo fijo de la estructura fisiológica, para adoptar el de un mecanismo flexible y versátil sometido a una gran mejora.

ROBERT FARIS (1961)49.

Aunque la psicología no está tan politizada como algunas de las otras ciencias sociales, a veces también se rige por una visión utópica según la cual los cambios en el cuidado y la educación de los hijos mejorarán las patologías sociales y perfeccionarán el bienestar humano. Y, en algunos casos, los teóricos de la psicología intentan añadir un peso moral a las tesis en favor del conexionismo u otras teorías empiristas, advirtiendo de las implicaciones pesimistas de las teorías innatistas. Sostienen, por ejemplo, que éstas abren la puerta a las diferencias innatas, que podrían fomentar el racismo, o que implican que los rasgos humanos son inmutables, lo cual podría socavar la base de los programas sociales50.

La ciencia social del siglo XX no sólo abrazó las teorías de la Tabla Rasa y del Buen Salvaje, sino también el tercer miembro de la trinidad: el Fantasma en la Máquina. La afirmación de que podemos cambiar lo que no nos gusta de nosotros mismos se convirtió en consigna de la ciencia social. Pero no hace sino suscitar la pregunta: «¿Quién o qué es ese "nosotros"?». Si el «nosotros» que realiza el cambio no son más que otros fragmentos de materia del mundo biológico, entonces cualquier maleabilidad de la conducta que descubramos serviría de bien poco, porque nosotros, los moldeadores, estaríamos limitados biológicamente y, por consiguiente, no podríamos moldear a las personas, ni dejarnos moldear, en el sentido socialmente más sano. Un fantasma en la máquina es el libertador definitivo de la voluntad humana —incluida la voluntad de cambiar la sociedad— de la causalidad mecánica. El antropólogo Loren Eiseley lo explicaba así:

La mente del hombre, por la indeterminación, por el poder de elección y de comunicación cultural, está a punto de escapar del control ciego del mundo determinista con que de forma inconsciente los darwinistas habían encadenado al hombre. Las características innatas que los extremistas biológicos le asignaron se han desmoronado y desaparecido […]. Wallace vio, y vio bien, que con la aparición del hombre la evolución de las partes quedaba en gran medida anticuada, que ahora la mente era el árbitro del destino humano51.

El «Wallace» del que habla Eiseley es Alfred Russel Wallace (1823-1913), el codescubridor, junto con Darwin, de la selección natural. Wallace se distanciaba de Darwin al afirmar que la mente humana no se puede explicar en términos evolutivos, y que debe haber sido diseñada por una inteligencia superior. Creía sin duda que la mente del hombre podía escapar del «ciego control de un mundo determinista». Wallace se convirtió en un espiritualista y dedicó los últimos años de su carrera profesional a buscar una forma de comunicarse con las almas de los muertos.

Es posible que los científicos sociales que creían que la cultura estaba separada de forma absoluta de la biología no creyeran literalmente en un espectro que rondara por el cerebro. Algunos empleaban la analogía de la diferencia entre la materia viva y la que no lo estaba. Kroeber decía: «La aparición de lo social […] no el eslabón de ninguna cadena, un paso en algún camino, sino un salto hacia otro plano […]. [Es como] la primera ocurrencia de la vida en un universo hasta ese momento sin vida […]. A partir de ese momento debería haber dos mundos en lugar de uno»52. Y Lowie insistía en que declarar que la cultura es sui generis y que sólo se puede explicar con la cultura «no es misticismo, sino el sólido método científico», ya que todos saben que en biología una célula viva sólo puede proceder de otra célula viva53.

Cuando Kroeber y Lowie escribían estas cosas, tenían a la biología de su parte. Muchos biólogos pensaban aún que los seres vivos estaban animados por una esencia especial, un elan vital, y no se podían reducir a materia inanimada. Una historia de la biología de 1931, al hablar de la genética tal como entonces se entendía, decía: «Así pues, la última de las teorías biológicas nos deja donde empezamos: en presencia de un poder llamado "vida" o "psique" que no sólo es de su propia clase, sino exclusivo en todas y cada una de sus manifestaciones»54. En el capítulo siguiente veremos que la analogía entre la autonomía de la cultura y la autonomía de la vida demostraría ser más reveladora de lo que estos científicos sociales pensaron.