CAPÍTULO 16. LA POLÍTICA.
I often think it’s comical
How nature always does contrive
That every boy and every gal,
That’s born into the world alive,
Is either a little Liberal,
Or else a little Conservative1!
Gilbert y Sullivan prácticamente acertaron en todo en 1882: las actitudes políticas liberales y conservadoras son en gran medida hereditarias, aunque en modo alguno totalmente hereditarias. Cuando se separa a dos hermanos univitelinos en el momento del parto y luego se les realizan pruebas de mayores, resulta que sus actitudes políticas son similares, con un coeficiente de correlación de 0,62 (en una escala de —1 a +1)2. Las actitudes liberales y conservadoras son hereditarias no porque se sinteticen directamente del ADN, por supuesto, sino porque llegan de forma natural a personas con distintos temperamentos. Los conservadores, por ejemplo, tienden a ser más autoritarios, serios, tradicionales y amantes de las normas. Pero cualquiera que sea su fuente inmediata, la heredabilidad de las actitudes políticas puede explicar algunas de las chispas que saltan cuando se encuentran conservadores y liberales. Cuando se trata de actitudes que son hereditarias, las personas reaccionan de forma más rápida y emocional, tienen menos tendencia a cambiar de modo de pensar y se sienten más atraídas hacia otras personas que tengan mentalidad parecida3.
El liberalismo y el conservadurismo no sólo tienen raíces genéticas, claro está, sino también otras históricas e intelectuales. Las dos filosofías políticas se articularon en el siglo XVIII en términos que les resultarán familiares a los lectores de los editoriales de la prensa de hoy, y sus fundamentos se pueden rastrear a lo largo de milenios hasta las controversias de la antigua Grecia. Durante los tres últimos siglos se sucedieron muchas revoluciones y levantamientos en nombre de estas ideologías, y hoy son las dos principales opciones de las democracias modernas.
Este capítulo trata de las conexiones intelectuales entre las ciencias de la naturaleza humana y la división entre las ideologías políticas de derecha y de izquierda. Tal conexión no es un secreto. Como han observado los filósofos desde hace mucho, ambas partes no son simplemente unos sistemas de creencias políticos, sino empíricos también, y están arraigados en diferentes concepciones de la naturaleza humana. No es de extrañar que las ciencias de la naturaleza humana hayan sido tan explosivas. Se entiende que la psicología evolutiva, la genética conductual y algunas partes de la neurociencia cognitiva se decantan en gran medida hacia la derecha política, que en la universidad actual es casi lo peor que se pueda decir de algo. Nadie puede comprender las polémicas en torno a la mente, el cerebro, los genes y la evolución sin entender su alineamiento con unas antiguas controversias políticas. E. O. Wilson lo descubrió demasiado tarde:
El ataque [a Sociobiología] me había dejado perplejo. Esperaba un ataque frontal de los científicos sociales, sobre todo por razones de evidencias; en cambio, lo que recibí fue una acometida desde el flanco. A algunos observadores les extrañaba que yo estuviera también sorprendido. John Maynard Smith, biólogo evolutivo británico y antiguo marxista, dijo que no le gustaba el último capítulo de Sociobiología y que «yo tenía perfectamente claro —no puedo creer que Wilson no lo supiera— que iba a provocar una gran hostilidad en los marxistas estadounidenses, y en los marxistas de cualquier parte». Pero era verdad […]. En 1975 yo era un ingenuo político: casi no sabía nada del marxismo ni como creencia política ni como modo de análisis, había prestado poca atención al dinamismo de la izquierda activista, y nunca había oído hablar de la Ciencia para el Pueblo. Ni siquiera era un intelectual en el sentido europeo o de Nueva York y Cambridge4.
Como veremos, en las nuevas ciencias de la naturaleza humana resuenan supuestos que históricamente estuvieron más cerca de la derecha que de la izquierda. Pero hoy los alineamientos no son tan previsibles. La acusación de que estas ciencias son irremediablemente conservadoras proviene del polo izquierdo, el lugar mítico desde el cual todas las direcciones son correctas. Las asociaciones políticas de una creencia en la naturaleza humana hoy traspasan la dimensión liberal-conservador, y muchos teóricos políticos invocan la evolución y la genética para defender políticas de la izquierda.
Las ciencias de la naturaleza ejercen una presión sobre dos temas políticos candentes, no sólo uno. El primero es cómo conceptualizamos la entidad conocida como «sociedad». El filósofo político Roger Masters demuestra que la sociobiología (y las teorías afines que invocan la evolución, la genética y la ciencia del cerebro) tomó partido sin darse cuenta en un antiguo debate entre dos formas tradicionales de entender el orden social5.
En la tradición sociológica, una sociedad es un ente orgánico cohesivo y sus ciudadanos individuales no son más que simples partes. Se considera que las personas son sociales por su propia naturaleza y funcionan como constituyentes de un superorganismo mayor. Es la tradición de Platón, Hegel, Marx, Durkheim, Weber, Kroeber, el sociólogo Talcott Parsons, el antropólogo Claude Lévi-Strauss y el posmodernismo de las humanidades y las ciencias sociales.
En la tradición económica o del contrato social, la sociedad es una disposición que negocian unos individuos racionales y con intereses propios. La sociedad aparece cuando las personas convienen en sacrificar parte de su autonomía a cambio de seguridad ante la depredación de otros que ejercen su autonomía. Es la tradición de Trasímaco en la República de Platón, y de Maquiavelo, Hobbes, Locke, Rousseau, Smith y Bentham. En el siglo XX, se convirtió en la base de los modelos del actor racional o el «hombre económico» de la economía y la ciencia política, y de los análisis de costes y beneficios de las decisiones públicas.
La teoría moderna de la evolución se sitúa justamente en la tradición del contrato social. Sostiene que se desarrollaron unas adaptaciones complejas, incluidas las estrategias conductuales, para beneficiar al individuo (es más, a los genes de esos rasgos dentro del individuo) , y no a la comunidad, la especie o el ecosistema6. La organización social evoluciona cuando los beneficios a largo plazo para el individuo superan los costes inmediatos. Darwin estaba influido por Adam Smith, y muchos de sus sucesores analizan la evolución de la socialidad utilizando herramientas que proceden de la economía, por ejemplo la teoría de juegos y otras técnicas de optimización.
El altruismo recíproco, en particular, no es más que el concepto tradicional del contrato social reformulado en términos biológicos. Es evidente que los seres humanos nunca fueron solitarios (como Rousseau y Hobbes suponían erróneamente) y no iniciaron la vida en grupo mediante la negociación de un contrato en un momento y un lugar determinados. Las bandas, los clanes, las tribus y otros grupos sociales son esenciales en la existencia humana y lo han sido desde que constituimos una especie. Pero la lógica de los contratos sociales pudo haber impulsado la evolución de las facultades mentales que nos mantienen en esos grupos. Las disposiciones sociales son evolutivamente contingentes, y surgen cuando los beneficios de vivir en grupo superan los costes7. Con un ecosistema y una historia evolutiva un tanto diferentes, podríamos haber acabado como nuestros primos los orangutanes, que son casi por completo solitarios. Y según la biología evolutiva, todas las sociedades —animales y humanas— están plagadas de conflictos de intereses y se mantienen unidas gracias a las combinaciones cambiantes de dominio y cooperación.
A lo largo del libro hemos visto que las ciencias de la naturaleza humana han chocado con la tradición sociológica. Las ciencias sociales fueron absorbidas por la doctrina de que los hechos sociales viven en su propio universo, separados del universo de las mentes individuales. En el capítulo 4 veíamos una concepción alternativa, según la cual las culturas y las sociedades surgen de las personas individuales que hacen un fondo común con sus descubrimientos y negocian los acuerdos tácitos en que se asienta la realidad social. Veíamos que el alejamiento del paradigma sociológico era una importante herejía de la Sociobiología de Wilson, y que la primacía de la sociedad era una de las bases del marxismo y desempeñaba un papel en el desdén de éste por los intereses de las personas individuales.
La división entre las tradiciones sociológica y económica se alinea con la división entre la izquierda y la derecha políticas, pero sólo de forma aproximada. El marxismo está evidentemente en la tradición sociológica, y el conservadurismo del mercado libre está evidentemente en la tradición económica. En la década liberal de los años sesenta, Lyndon Johnson quería forjar una Gran Sociedad; Pierre Trudeau, una Sociedad Justa. En los conservadores años ochenta, Margaret Thatcher dijo: «No existe eso de la sociedad. Hay hombres y mujeres individuales, y hay familias».
Pero, como señala Masters, Durkheim y Parsons estaban en la tradición sociológica y, sin embargo, eran conservadores. Se puede entender fácilmente que las ideas conservadoras pueden favorecer el mantenimiento de la sociedad como una entidad y, por consiguiente, dar menos importancia a los deseos de los individuos. Y al revés, Locke estaba en la tradición del contrato social, pero es el santo patrón del liberalismo; y en Rousseau, que acuñó la expresión «contrato social», se inspiraron los pensadores liberales y revolucionarios. Los contratos sociales, como cualquier contrato, pueden convertirse en injustos para algunos de los firmantes, y puede ocurrir que haya que renegociarlos progresivamente o redactarlos de nuevo desde el principio en una revolución.
De modo que el choque entre las tradiciones sociológica y económica puede explicar parte del fuego que las ciencias humanas han prendido, pero no es lo mismo que el tiroteo entre la izquierda y la derecha políticas. En lo que resta del capítulo analizaremos el segundo tema, mucho más candente.
El eje derecha-izquierda alinea una sorprendente colección de creencias que, a primera vista, parece que nada tienen en común. Si descubrimos que alguien está a favor de un ejército poderoso, por ejemplo, podemos apostar a que también estará a favor de la restricción judicial más que del activismo judicial. Si alguien cree en la importancia de la religión, es muy probable que tenga una actitud dura ante la delincuencia y estará a favor de unos impuestos más bajos. Los defensores de la política económica liberal tienden a valorar el patriotismo y la familia, y es más probable que sean mayores que jóvenes, más pragmáticos que idealistas, más intransigentes que permisivos, más partidarios de la meritocracia que de la igualdad, más gradualistas que revolucionarios y que trabajen más en el mundo de la empresa que en la universidad o en algún organismo gubernamental. Las posturas opuestas se agrupan de modo parecido: si alguien es partidario de la reinserción de los delincuentes, o de la discriminación positiva, o de programas de asistencia social generosos, o de la tolerancia de la homosexualidad, hay muchas probabilidades de que sea también pacifista, ecologista, activista y defensor de la igualdad, laico y profesor o estudiante universitario.
¿Por qué será que las ideas de las personas sobre el sexo son indicio de lo que piensan sobre el tamaño del ejército? ¿Qué tiene que ver la religión con los impuestos? ¿De dónde sale la relación entre la interpretación estricta de la Constitución y el desdén por el arte provocador? Antes de que podamos comprender por qué la creencia en una naturaleza humana innata puede asociarse con creencias liberales o con creencias conservadoras, debemos entender por qué las creencias liberales se agrupan con otras creencias liberales, y las creencias conservadoras se agrupan con otras creencias conservadoras.
Los significados de las palabras no sirven de ayuda. A los marxistas de la Unión Soviética se les llamó después «conservadores»; a Reagan y Thatcher se les llamó «revolucionarios». Los liberales son liberales con el comportamiento sexual pero no con las prácticas empresariales; los conservadores quieren conservar las comunidades y las tradiciones, pero también están a favor de la economía de mercado libre, que socava las bases de ambas. Es probable que a quienes se llaman «liberales clásicos» les llamen «conservadores» quienes defienden una versión de la izquierda conocida como «corrección política».
La mayoría de los liberales y conservadores actuales tampoco saben formular las bases de su sistema de creencias. Los liberales creen que los conservadores no son más que plutócratas amorales, y los conservadores piensan que si uno no es liberal antes de los veinte años es que no tiene corazón, y si lo es después de los veinte años, es que no tiene cerebro (atribuido a Georges Clemenceau, Dean Inge, Benjamin Disraeli y Maurice Maeterlinck). Las alianzas estratégicas —por ejemplo, los fundamentalistas religiosos y los tecnócratas del mercado libre en la derecha, o los políticos de la identidad y los libertarios civiles en la izquierda— pueden frustrar la búsqueda de algún denominador común intelectual. Los debates políticos cotidianos, como el de si los impuestos deben ser exactamente los que son o aumentar o disminuir unos puntos, tampoco aportan información.
El intento más drástico de estudiar la dimensión subyacente es A Conflict of Visions, de Thomas Sowell8. No toda lucha ideológica encaja en el esquema de Sowell pero, como decimos en la ciencia social, éste ha identificado un factor que puede explicar un gran porcentaje de la varianza. Sowell explica dos «visiones» de la naturaleza de los seres humanos que en sus formas más puras expresaron Edmund Burke (1729-1797), el patrón del conservadurismo secular, y William Godwin (1756-1836), el homólogo británico de Rousseau. En tiempos anteriores se les pudo llamar «visiones diferentes de la perfectibilidad del hombre». Sowell las llama la Visión Limitada y la Visión No Limitada; me referiré a ellas como la Visión Trágica (expresión que Sowell emplea en un libro posterior) y la Visión Utópica9.
En la Visión Trágica, los seres humanos están inherentemente limitados en el conocimiento, la sabiduría y la virtud, y todas las disposiciones sociales deben reconocer estos límites. «A los mortales conviene lo mortal», dijo Píndaro; «de la madera torcida de la humanidad no se puede obtener nada que sea realmente recto», dijo Kant. La Visión Trágica se asocia con Hobbes, Burke, Smith, Alexander Hamilton, James Madison, el jurista Oliver Wendell Holmes Jr., los economistas Friederich Hayek y Milton Friedman, los filósofos Isaiah Berlin y Karl Popper y el estudioso del derecho Richard Posner.
En la Visión Utópica, las limitaciones psicológicas son artefactos que proceden de nuestras disposiciones sociales, y no debemos permitir que limiten nuestra consideración de lo que es posible en un mundo mejor. Su credo podría ser: «Algunas personas ven las cosas como son y preguntan "¿Por qué?"; yo sueño cosas que nunca fue ron y pre gunt o "¿Por qué no?"». La ci t a s e s ue l e atribuir al icono del liberalismo de los años sesenta, Robert F. Kennedy, pero quien primero la escribió fue el socialista fabiano George Bernard Shaw (quien también escribió: «Nada hay que se pueda cambiar de forma más radical que la naturaleza humana si la tarea se inicia lo bastante pronto»)10. La Visión Utópica se asocia también con Rousseau, Godwin, Condorcet, Thomas Paine, el jurista Earl Warren, el economista John Kenneth Galbraith y, en menor medida, con el filósofo político Ronald Dworkin.
En la Visión Trágica, nuestros sentimientos morales, por caritativos que sean, recubren un lecho más profundo de egoísmo. Este egoísmo no es la crueldad ni la agresividad del psicópata, sino una preocupación por nuestro bienestar que se aleja tanto de la que es nuestra constitución que pocas veces reflexionamos sobre ella, y lamentarla o intentar eliminarla sería una pérdida de tiempo. En La teoría moral de los sentimientos, Adam Smith subrayaba:
Supongamos que el gran imperio de China, con sus miríadas de habitantes, de repente fuera tragado por un terremoto, y consideremos cómo reaccionaría un hombre de Europa, que no hubiera tenido ninguna conexión con esa parte del mundo, al enterarse de tan terrible calamidad. Imagino que, al principio, demostraría una gran pena por la desgracia de ese pueblo infeliz, reflexionaría con melancolía sobre la precariedad de la vida humana y la vanidad de todos los esfuerzos del hombre, pues se podían aniquilar de ese modo en un momento. Si fuera hombre dado a la especulación, quizás empezaría a pensar también en los efectos que ese desastre pudiera tener en el comercio de Europa y en los negocios y las empresas del mundo en general. Y una vez concluida toda esta filosofía, nuestro hombre se entregaría a sus negocios o al placer, al descanso o la diversión, con la misma placidez y tranquilidad, como si no se hubiera producido tal catástrofe. El más nimio desastre que le pudiera ocurrir a él mismo produciría una perturbación más auténtica. Si fuera a perder su dedo meñique mañana, no dormiría esta noche; pero como nunca vio a esas gentes, roncaría con la más profunda seguridad ante la ruina de cien millones de sus hermanos11.
En la Visión Trágica, además, la naturaleza humana no ha cambiado. Tradiciones como la religión, la familia, las costumbres sociales, los usos sexuales y las instituciones políticas son una síntesis de técnicas comprobadas con el tiempo que nos permiten funcionar ante las deficiencias de la naturaleza humana. Son tan aplicables a los seres humanos de hoy como lo fueron cuando se desarrollaron, aunque nadie pueda explicar hoy sus principios rectores. Por imperfecta que pueda ser la sociedad, debemos evaluarla teniendo en cuenta la crueldad y la privación del pasado real, no la armonía y la riqueza de un futuro imaginado. Tenemos la suerte de vivir en una sociedad que más o menos funciona, y lo prioritario para nosotros debería ser no estropearla, porque la naturaleza humana siempre nos deja tambaleándonos al borde de la barbarie. Y como nadie es lo suficientemente listo para prever la conducta de un solo ser humano, y no digamos la de millones de ellos que interactúan en una sociedad, debemos desconfiar de cualquier fórmula para cambiar la sociedad de arriba abajo, porque es probable que conlleve unas consecuencias imprevistas que sean peores que los problemas para cuya solución se diseñó. Lo mejor que nos cabe esperar son unos cambios progresivos que se reajusten continuamente de acuerdo con la retroalimentación sobre la suma de sus consecuencias buenas y malas. Se sigue también que no debemos aspirar a resolver problemas sociales como la delincuencia o la pobreza, porque en un mundo de individuos que compiten, lo que una persona gane puede ser lo que otra pierda. Lo mejor que podemos hacer es equilibrar los costes. En las famosas palabras de Burke, escritas después de la Revolución francesa:
Hay que considerar los fallos del Estado como si se tratara de las heridas de un padre, con piadoso sobrecogimiento y trémula solicitud. Este sabio prejuicio nos enseña a contemplar con horror a esos hijos que de forma rápida e irreflexiva desmenuzan al padre anciano para ponerlo en la caldera de los magos, con la esperanza de que con sus venenosos hierbajos y sus estrafalarios conjuros puedan regenerar la constitución parental y renovar la vida de su padre12.
En la Visión Utópica, la naturaleza humana cambia con las circunstancias sociales, de modo que las instituciones tradicionales no tienen un valor inherente. Así fue antes, y así es ahora. Las tradiciones son la mano muerta del pasado, el intento de gobernar desde la tumba. Hay que estipularlas explícitamente para que se puedan analizar sus principios y evaluar su estatus moral. Una prueba de que muchas tradiciones suspenden: el confinamiento de las mujeres al hogar, el estigma contra la homosexualidad y las relaciones prematrimoniales, las supersticiones de la religión, la injusticia del apartheid y la segregación, los peligros del patriotismo que ejemplifica el eslogan: «Mi país, tenga o no tenga razón». Prácticas como la monarquía absoluta, la esclavitud, la guerra y el patriarcado, que otrora parecían inevitables, han desaparecido o se han desvanecido en muchas partes del mundo debido a unos cambios en instituciones de las que antes se pensaba que estaban enraizadas en la naturaleza humana. Además, la existencia del sufrimiento y la injusticia nos plantea un imperativo moral innegable. No sabemos qué podemos conseguir hasta que lo intentamos, y la alternativa, resignarnos a esos males como algo propio del mundo, es desorbitada. En el funeral de Robert Kennedy, su hermano Edward citaba de uno de sus últimos discursos:
En última instancia, a todos se nos juzgará, y pasados los años nosotros mismos nos juzgaremos por los esfuerzos que hayamos aportado a la construcción de una nueva sociedad mundial y por la medida en que nuestros ideales y nuestras metas hayan configurado ese esfuerzo.
El futuro no pertenece a quienes se conforman con el presente y se muestran apáticos ante los problemas comunes y sus semejantes, tímidos y temerosos ante las ideas nuevas y los proyectos valientes. Al contrario, pertenecerá a quienes sepan aunar la visión, la razón y el coraje de un compromiso personal con los ideales y las más bellas ambiciones de la sociedad norteamericana.
Es posible que el futuro escape a nuestra visión, pero no escapa completamente a nuestro control. El impulso que define a Estados Unidos es que ni la suerte ni la naturaleza ni las mareas irresistibles de la historia, sino el trabajo de nuestras manos, junto con la razón y los principios, determinará nuestro destino. Hay en ello orgullo, y hasta arrogancia, pero también experiencia y verdad. En cualquier caso, es la única forma en que podemos vivir13.
A quienes tienen la Visión Trágica no les conmueven declaraciones grandilocuentes atribuidas a la primera persona del plural nosotros, nos y nuestro. Son más proclives a utilizar los pronombres como lo hacía Pogo en las conocidas tiras humorísticas: hemos dado con el enemigo, y él es nosotros. Todos somos miembros de la misma especie imperfecta. Poner en práctica nuestra visión moral significa imponer nuestra voluntad a los demás. El deseo humano de poder y estima, junto con la vulnerabilidad al autoengaño y el fariseísmo, constituye una invitación a la calamidad, mucho más cuando ese poder se dirige a una meta tan quijotesca como la de erradicar el interés humano. Como dijo el filósofo conservador Michael Oakeshott: «Intentar hacer algo que sea inherentemente imposible siempre es un empeño que corrompe».
Así pues, los dos tipos de visionarios se sitúan en bandos contrarios en muchos temas que parecería que tienen poco en común. La Visión Utópica pretende articular los objetivos sociales y concebir políticas que apunten directamente a ellos: la desigualdad económica se ataca mediante una guerra contra la pobreza; la contaminación, con unas disposiciones medioambientales; los desequilibrios raciales, con políticas preferenciales; los cancerígenos, con la prohibición de aditivos a los alimentos. La Visión Trágica apunta a los motivos interesados de las personas que vayan a llevar a la práctica estas políticas, es decir, a la expansión de sus feudos burocráticos, y a su ineptitud para prever las miríadas de consecuencias, especialmente cuando las metas sociales se enfrentan a millones de personas que buscan sus propios intereses. Por esto, dicen los Visionarios Trágicos, los Utópicos no se dan cuenta de que el bienestar puede estimular la dependencia, ni de que la restricción de un contaminante puede obligar a la gente a utilizar otro.
En su lugar, la Visión Trágica contempla sistemas que produzcan unos resultados deseables incluso cuando ningún miembro del sistema sea particularmente inteligente o virtuoso. Según esta visión, las economías de mercado cumplen este objetivo: recordemos el carnicero, el cervecero y el panadero de Smith que nos daban de cenar por interés propio y no por benevolencia. No se necesita ninguna inteligencia especial que comprenda el intrincado flujo de bienes y servicios que constituyen una economía para prever quién necesita qué, cuándo y dónde. Los derechos de propiedad dan a las personas un incentivo para trabajar y producir; los contratos les permiten disfrutar de los beneficios del comercio. Los precios informan a productores y consumidores sobre la escasez y la demanda, para que puedan reaccionar siguiendo unas pocas reglas sencillas —fabricar más de lo que reporte beneficios, comprar menos de lo que sea caro—, y la «mano invisible» hará el resto. La inteligencia del sistema se distribuye entre millones de productores y consumidores no necesariamente inteligentes, y nadie en particular la puede articular.
Las personas de la Visión Utópica apuntan a los fallos del mercado que se pueden derivar de tener una fe ciega en los mercados libres. También llaman la atención sobre la distribución injusta de la riqueza que los mercados libres tienden a producir. Las de la Visión Trágica dicen que la idea de justicia sólo tiene sentido cuando se aplica a las decisiones humanas dentro de una estructura legal, y no cuando se aplica a una abstracción llamada «sociedad». Friedrich Hayek decía: «En muchos casos, el modo en que el mecanismo del mercado distribuye los beneficios y las cargas se ha de considerar injusto si fuera el resultado de una asignación deliberada a unas determinadas personas». Pero esta preocupación por la justicia social se asienta en una confusión, decía, porque «los detalles [de un orden espontáneo] no pueden ser justos o injustos»14.
Algunas de las batallas actuales entre la izquierda y la derecha resultan directamente de estas diferentes filosofías: mucha o poca intervención del gobierno, muchos o pocos impuestos, proteccionismo frente a comercio libre, medidas que intentan reducir resultados indeseables (la pobreza, la desigualdad, el desequilibrio racial) frente a medidas que sólo allanan el campo de juego y aplican las normas. Otras batallas se derivan de forma menos evidente de las visiones opuestas del potencial humano. La Visión Trágica subraya las obligaciones fiduciarias, incluso si la persona que las cumple no sabe ver su valor inmediato, porque permiten que los seres imperfectos que no pueden estar seguros de su virtud o su previsión participen en un sistema comprobado. La Visión Utópica subraya la responsabilidad social, donde las personas contemplan sus actos según un criterio ético superior. En la famosa teoría del desarrollo moral de Lawrence Kohlberg, la disposición a ignorar las normas en favor de unos principios abstractos se identificaba literalmente como una «fase superior» (que la mayoría de la gente nunca alcanza, lo cual puede ser revelador).
El ejemplo más claro es el debate sobre el constructivismo estricto y la restricción judicial, por un lado, y el activismo judicial en busca de la justicia social, por otro. Earl Warren, Presidente del Tribunal Supremo de Estados Unidos desde 1954 a 1969, fue el activista judicial prototípico que hizo que el mencionado tribunal acabara con la segregación y ampliara los derechos de los acusados. Era famoso por interrumpir a los abogados en medio de sus argumentaciones para preguntarles: «¿Es justo? ¿Es bueno?». La visión opuesta la formuló Oliver Wendell Holmes, que decía que su trabajo era «ver que el juego se desarrolla de acuerdo con las normas, me gusten o no». Aceptaba que «mejorar las condiciones de vida y de la raza es lo más importante —y añadía—: ¿Pero cómo demonios puedo decir si no lo empeoro en algún otro lugar15?». Para los de la Visión Trágica, el activismo judicial es una invitación al egotismo y el capricho, y es injusto con quienes jugaron ajustándose a las reglas tal como se establecieron públicamente. Para los de la Visión Utópica, la restricción judicial significa preservar mecánicamente las injusticias arbitrarias —como decía el señor Bumble de Dickens: «La ley es un burro»—16. Un ejemplo infame es la decisión Dred Scott de 1856, en la que el Tribunal Supremo, basándose en pobres razones legalistas, dictaba que un esclavo liberado no podía entablar una demanda para hacer oficial su condición de libre, y que el Congreso no podía prohibir la esclavitud en los territorios federales.
La reforma política radical, como la reforma judicial radical, será más o menos atractiva en función de la confianza que uno tenga en la inteligencia y la sabiduría humanas. En la Visión Utópica, las soluciones de los problemas sociales están directamente disponibles. Lyndon Johnson decía en 1967, al hablar de las situaciones que generan violencia: «Todos sabemos cuáles son estas situaciones: la ignorancia, la discriminación, los barrios bajos, la pobreza, la enfermedad, la escasez de empleo17». Si ya conocemos las soluciones, todo lo que tenemos que hacer es decidirnos a ponerlas en práctica, y esto sólo requiere sinceridad y entrega. Por la misma lógica, si alguien se opone a las soluciones ha de ser por ceguera, por falta de honradez y por insensibilidad. En su lugar, los de la Visión Trágica proclaman que las soluciones a los problemas sociales son esquivas. Los conflictos de intereses inherentes entre las personas dejan pocas opciones, y todas ellas imperfectas. Quienes se oponen a la reforma radical muestran una sensata desconfianza ante el orgullo humano desmedido.
La orientación política de las universidades es otra manifestación de las visiones opuestas sobre el potencial humano. Quienes profesan la Visión Trágica desconfían del conocimiento expresado en proposiciones formuladas explícitamente y justificadas verbalmente, que es la especialidad de académicos, expertos y analistas políticos. En su lugar, confían en el conocimiento que se distribuye de forma difusa por todo un sistema (como una economía de mercado o un conjunto de costumbres sociales) y que se ajusta mediante agentes simples que emplean la retroalimentación que les llega del mundo. (De los científicos cognitivos se recordará la distinción entre representaciones simbólicas y redes neuronales distribuidas, lo cual no es una coincidencia: Hayek, el principal defensor de la inteligencia distribuida de las sociedades, fue un precoz modelador de redes neuronales)18. Durante gran parte del siglo XX, el conservadurismo político tuvo una vena antiintelectual, hasta que los conservadores decidieron intervenir en la batalla por hacerse con los corazones y las mentes y financiaron gabinetes estratégicos y comités asesores que contrarrestaran a las universidades.
Por último, los desacuerdos sobre la delincuencia y la guerra se derivan directamente de las teorías opuestas sobre la naturaleza humana. Dados el despilfarro y la crueldad evidentes de la guerra, los de la Visión Utópica la consideran un tipo de patología cuyo origen está en falsas interpretaciones, una cortedad de miras y unas pasiones irracionales. Hay que impedir la guerra mediante la expresión pública de sentimientos pacifistas, una mejor comunicación entre los enemigos potenciales, menos retórica belicosa y bravucona, menos armas y alianzas militares, restando importancia al patriotismo y negociando para evitar la guerra a cualquier precio. Los de la Visión Trágica, con su idea egoísta de la naturaleza humana, consideran que la guerra es una estrategia racional y tentadora para quienes piensan que pueden ganar algo para sí mismos o para la nación. En cualquier caso, se puede errar en los cálculos, algo que puede resultar moralmente deplorable porque no tiene en cuenta el sufrimiento de los perdedores, pero no son unos cálculos literalmente patológicos ni irracionales. Según esta visión, la única forma de asegurar la paz es aumentar el precio de la guerra para los posibles agresores, y para ello desarrollar el armamento, estimular el patriotismo, premiar la valentía, exhibir el poder y la resolución y negociar desde una posición de fuerza para impedir el chantaje.
Los mismos argumentos dividen las visiones sobre la delincuencia. Los de la Visión Utópica piensan que la delincuencia es inherentemente irracional y, para evitarla, pretenden identificar sus últimas causas. Los de la Visión Trágica consideran que la delincuencia es inherentemente racional y creen que la causa es obvia: la gente roba bancos porque en ellos hay dinero. Los programas de prevención de la delincuencia más eficaces, dicen, se basan directamente en incentivos racionales. Una elevada probabilidad de castigo desagradable aumenta el precio previsto del delito. La insistencia pública en la responsabilidad personal ayuda a respetar los incentivos al cerrar cualquier resquicio que la ley pueda dejar abierto. Unas prácticas parentales estrictas hacen que los hijos interioricen esas contingencias muy pronto en la vida19.
Y a este campo de batalla llegó un inocente E. O. Wilson. Las ideas de la biología evolutiva y la genética conductual que se hicieron públicas en los años setenta no podían haber supuesto una mayor ofensa para los defensores de la Visión Utópica. Después de todo, esta visión se basaba en la Tabla Rasa (la no existencia de una naturaleza humana permanente), el Buen Salvaje (la no existencia de unos instintos egoístas o perversos) y el Fantasma en la Máquina (un «nosotros» sin límites que puede decidir unas disposiciones sociales mejores). Y ahí estaban los científicos, hablando de genes egoístas. Y diciendo que las adaptaciones no se producen por el bien de la especie, sino por el de los individuos y sus parientes (como si se reivindicara la afirmación de Thatcher de que «no existe eso de la sociedad»). Que las personas escatiman el altruismo porque es vulnerable a los estafadores. Que en las sociedades anteriores al Estado los hombres iban a la guerra incluso cuando se sentían bien alimentados, porque el estatus y las mujeres son unos incentivos darwinistas permanentes. Que el sentido moral está lleno de parcialidades, incluida una tendencia al autoengaño. Y que los conflictos de interés genético están integrados en los animales sociales y nos dejan en un estado de tragedia permanente. Parecía como si los científicos estuvieran diciendo a los defensores de la Visión Trágica: «Tenéis razón vosotros, ellos están en un error».
Los utópicos, en particular los del movimiento de la ciencia radical, replicaron que los descubrimientos actuales sobre la inteligencia y la motivación humanas son irrelevantes. Sólo nos pueden informar de lo que hemos alcanzado en la sociedad actual, no de lo que podríamos alcanzar en la de mañana. Como sabemos que las disposiciones sociales pueden cambiar si decidimos cambiarlas, cualquier científico que hable de limitaciones a la naturaleza humana debe querer que continúen la injusticia y la opresión.
Mi opinión es que las nuevas ciencias de la naturaleza humana realmente justifican cierta versión de la Visión Trágica y socavan la idea utópica que hasta hace poco dominaba en amplios sectores de la vida intelectual. Las ciencias nada dicen, por supuesto, de diferencias en los valores que se asocian con determinadas posturas de derechas e izquierdas (como en el equilibrio entre empleo y protección medioambiental, diversidad y eficacia económica, o libertad individual y cohesión de la comunidad). Tampoco hablan directamente de las políticas que se basan en una mezcla compleja de supuestos sobre el mundo. Pero sí se refieren a los aspectos de las visiones que son afirmaciones generales sobre cómo funciona la mente. Estas afirmaciones se pueden evaluar con los hechos, igual que cualquier hipótesis empírica. La Visión Utópica de que la naturaleza humana podría cambiar radicalmente en alguna sociedad imaginada del futuro remoto no se puede refutar literalmente, claro está, pero creo que muchos de los descubrimientos expuestos en los capítulos anteriores la hacen improbable. Entre ellos incluiría los siguientes:
- La primacía de los lazos familiares en todas las sociedades humanas y el consiguiente atractivo del nepotismo y la herencia20.
- El limitado alcance del reparto comunal en los grupos humanos, el espíritu más común de la reciprocidad y los consiguientes fenómenos de la vagancia social y el colapso de las contribuciones a los bienes públicos cuando la reciprocidad no se puede llevar a la práctica21.
- La universalidad del dominio y la violencia en todas las sociedades humanas (incluidas las sociedades supuestamente pacíficas de cazadores-recolectores) y la existencia de mecanismos genéticos y neurológicos subyacentes en ello22.
- La universalidad del etnocentrismo y otras formas de hostilidad entre grupos en todas las sociedades, y la facilidad con que tal hostilidad se puede instigar en las personas dentro de nuestra propia sociedad23.
- La heredabilidad parcial de la inteligencia, la escrupulosidad y las tendencias antisociales, que implica que se originará cierto grado de desigualdad incluso en sistemas económicos perfectamente justos, y que, por consiguiente, nos enfrentamos a un equilibrio inherente entre la igualdad y la libertad24.
- El predominio de los mecanismos de defensa, las parcialidades interesadas y la reducción de la disonancia cognitiva, por la que las personas se engañan a sí mismas sobre su autonomía, su sabiduría y su integridad25.
- Las parcialidades del sentido moral humano, incluida una preferencia por los parientes y amigos, una susceptibilidad hacia la mentalidad tabú y una tendencia a confundir moral con conformidad, rango, limpieza y belleza26.
No ocurre sólo que los datos científicos convencionales nos dicen que la mente no es infinitamente maleable. Creo que no es una coincidencia que las creencias que fueron comunes entre los intelectuales de los años sesenta —que las democracias están obsoletas, que la revolución es deseable, que se puede prescindir de la policía y de las fuerzas armadas y que se puede diseñar la sociedad de arriba abajo— hoy sean más raras. La Visión Trágica y la Visión Utópica inspiraron unos sucesos históricos cuyas interpretaciones son hoy mucho más claras que hace unas pocas décadas. Esos acontecimientos pueden servir de datos adicionales para comprobar las afirmaciones de las visiones acerca de la psicología humana.
Las visiones contrastan de forma más aguda en las revoluciones políticas que generaron. La primera revolución con una Visión Utópica fue la Revolución francesa —recordemos la descripción que Wordsworth hacía de aquellos tiempos: «Y parecía que la naturaleza humana había renacido»—. La revolución acabó con el antiguo régimen y pretendía empezar de cero con los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, así como con una creencia en que la salvación vendría de otorgar la autoridad a una raza de líderes moralmente superiores. La revolución, por supuesto, mandó a la guillotina a un líder tras otro, a medida que cada uno de ellos no conseguía estar a la altura de los usurpadores que se creían mejor investidos de la sabiduría y la virtud. Ninguna estructura política sobrevivió a esos cambios de personas, dejando así un vacío que iba a llenar Napoleón. También la Revolución rusa estuvo animada por la Visión Utópica, y también ardió en una sucesión de líderes hasta asentarse en el culto a la personalidad de Stalin. Asimismo, la Revolución china depositó su fe en la benevolencia y la sabiduría de un hombre que si algo demostraba era una dosis especialmente fuerte de flaquezas humanas, como el dominio, la codicia y el autoengaño. Las perennes limitaciones de la naturaleza humana demuestran la futilidad de las revoluciones políticas que se basan únicamente en las aspiraciones morales de los revolucionarios. En palabras de la canción de The Who sobre la revolución: «Meet the new boss; same as the old boss26a».
Sowell señala que el marxismo es un híbrido de las dos visiones27. Invoca la Visión Trágica para interpretar el pasado, cuando anteriores modos de producción no dejaban más opción que las formas de organización social conocidas como «feudalismo» y «capitalismo». Pero invoca una Visión Utópica para el futuro, según la cual podemos configurar nuestra naturaleza en la interacción dialéctica con el medio material y social. En ese nuevo mundo, las personas estarán motivadas por la autorrealización y no por el interés propio, por lo que podremos realizar el ideal de «De cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades». Marx dijo que una sociedad comunista sería la auténtica solución al antagonismo entre el hombre y la naturaleza, y entre el hombre y el hombre; es la auténtica solución al conflicto entre existencia y esencia, objetivización y autoafirmación, libertad y necesidad, individuo y especie. Es el acertijo de la historia resuelto28.
Nada hay menos trágico o más utópico que esto. A Marx no le preocupaba que el egoísmo y el dominio corrompieran a quienes fueran a llevar a la práctica la voluntad general. Por ejemplo, no aceptaba el miedo del anarquista Mijail Bakunin de que el proletariado al mando se hiciera despótico: «Si el señor Bakunin supiera cómo es el responsable de una cooperativa de obreros, podría mandar al infierno todas sus pesadillas sobre la autoridad»29.
En el apogeo de la ciencia radical, cualquier propuesta sobre la naturaleza humana que se opusiera a la visión marxista se descartaba como manifiestamente errónea. Pero la historia es una especie de experimento, bien que controlado imperfectamente, y sus datos indican que el error estuvo en la evaluación radical. Hoy se reconoce casi universalmente que el marxismo fue un experimento que fracasó, al menos en sus aplicaciones mundanas30. Los países que lo adoptaron se derrumbaron, lo abandonaron o languidecieron en unas dictaduras retrógradas. Como veíamos en capítulos anteriores, la ambición de rehacer la naturaleza humana convirtió a sus líderes en déspotas totalitarios y en asesinos de masas.
Y el supuesto de que los planificadores centrales eran unas personas con el suficiente desinterés moral y la suficiente competencia cognitiva para dirigir toda una economía condujo a unas ineficacias cómicas de graves consecuencias. Incluso las formas más humanas del socialismo europeo se han atenuado hasta el punto de que los llamados Partidos Comunistas tienen unos planteamientos que no hace mucho se habrían tachado de reaccionarios. Wilson, el especialista mundial en hormigas, tal vez hizo realidad lo de que quien ríe el último ríe mejor, cuando dijo del marxismo: «Una teoría magnífica, pero aplicada a una especie equivocada31».
«Dos hurras por la democracia», proclamó E. M. Forster. «La democracia es la peor forma de gobierno, excepto todas las demás formas que se han ensayado», dijo Winston Churchill. Son elogios de la Visión Trágica. Pese a todos sus fallos, parece que las democracias liberales son la mejor forma de organización social a gran escala que nuestra lastimosa especie haya concebido. Proporcionan más comodidad y libertad, más vitalidad artística y científica, una vida más larga y segura, y menos enfermedades y contaminación que cualquiera de las alternativas. En las democracias modernas no existen las hambrunas, casi no se declaran la guerra entre ellas y son la principal aspiración de las personas de todo el mundo que votan marchándose por tierra o por mar. El moderado éxito de las democracias, al igual que los fracasos de las revoluciones radicales y de los gobiernos marxistas, se reconoce hoy ampliamente y puede servir como otro test empírico para las teorías rivales de la naturaleza humana.
El concepto moderno de democracia surgió en la Inglaterra de los siglos XVII y XVIII, y se pulió en el frenesí teorizante que rodeó el movimiento de la independencia de Estados Unidos. No es casualidad que los principales teóricos del contrato social, como Hobbes, Locke y Hume, fueran también unos grandes psicólogos de salón. Como dijo Madison: «¿Qué es el propio gobierno si no la mayor de todas las reflexiones sobre la naturaleza humana32?»
Los cerebros que hubo detrás de la Revolución americana (a la que a veces se la nombra con el oxímoron de «revolución conservadora») heredaron la visión trágica de pensadores como Hobbes y Hume33. (Es significativo que, al parecer, a los fundadores no les influyó Rousseau en lo más mínimo, y la idea de que sacaron el concepto de democracia de la Federación Iroquesa no es más que una propuesta de los años sesenta)34. El especialista en derecho John McGinnis sostiene que la teoría de la naturaleza humana de los fundadores se podría haber derivado directamente de la moderna psicología evolutiva35. Es una teoría que reconoce el deseo de los individuos de ampliar sus intereses en forma de un derecho inalienable a «la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». El Estado surge de un acuerdo instituido para proteger esos derechos, en vez de ser la encarnación de un superorganismo autónomo. Es necesario proteger los derechos porque, cuando las personas viven juntas, sus distintas dotes y circunstancias llevarán a unas de ellas a poseer unas cosas que las demás quieren. («Los hombres tienen unas facultades diferentes y desiguales para adquirir la propiedad», observaba Madison)36. Hay dos formas de conseguir de otras personas algo que uno quiere: robar o negociar. La primera implica la psicología del dominio; la segunda, la psicología del altruismo recíproco. La meta de una sociedad pacífica y próspera es minimizar el uso del dominio, que conduce a la violencia y el despilfarro, y maximizar el uso de la reciprocidad, que conduce a conseguir de los tratos unas ganancias que beneficien a todos.
McGinnis demuestra que la Constitución de Estados Unidos se pensó conscientemente para llevar a la práctica esas metas. Estimulaba los intercambios recíprocos mediante la Cláusula del Comercio, que autorizaba al Congreso a eliminar las barreras comerciales impuestas por los Estados. Protegía esos intercambios del peligro de los estafadores mediante la Cláusula de los Contratos, que evitaba que los Estados dificultaran el cumplimiento de los contratos. E impedía que los gobernantes pudieran confiscar los frutos de los ciudadanos más productivos con la Cláusula de Recaudaciones, que prohíbe que el gobierno expropie la propiedad privada sin una compensación.
La característica de la naturaleza humana que más impresionaba a los artífices de la Constitución era el instinto de dominio y estima, que, temían, suponía un peligro para todas las formas de gobierno. Alguien ha de estar capacitado para tomar decisiones y hacer cumplir la ley, y ese alguien es inherentemente vulnerable a la corrupción. Cómo prever y limitar esa corrupción se convirtió en una obsesión para aquellos artífices. John Adams escribió: «El deseo de la estima de los demás es una auténtica necesidad de la naturaleza, como el hambre. La principal finalidad del gobierno es regular esta pasión37». Alexander Hamilton escribió: «El amor por la fama [es] la pasión rectora de las mentes más nobles38». James Madison escribió: «Si los hombres fueran ángeles, no sería necesario gobierno alguno. Si los ángeles tuvieran que gobernar a los hombres, no sería necesario ningún control interno ni externo del gobierno39».
De modo que debía haber controles externos e internos. Las «barreras de los pergaminos», decía Madison, no bastaban; al contrario, «hay que hacer que la ambición contrarreste la ambición40». Se instituyeron controles y equilibrios para inmovilizar a cualquier facción que se hiciera demasiado poderosa. Entre esas medidas estaban la división de la autoridad entre los gobiernos federal y estatal, la separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, y la división del legislativo en dos cámaras.
Madison era especialmente firme en la idea de que la Constitución debía frenar la parte de la naturaleza humana que alienta la guerra, que no es un deseo primitivo de sangre, decía, sino uno deseo avanzado de estima:
En realidad, la guerra es el verdadero alimento de engrandecimiento del ejecutivo. En la guerra se crea una fuerza física, y es la voluntad del ejecutivo quien ha de dirigirla. En la guerra hay que abrir los tesoros públicos, y es la mano del ejecutivo la que ha de distribuirlos. En la guerra, hay que multiplicar los honores y los emolumentos; que habrán de ser disfrutados como disponga el ejecutivo. Y por último, en la guerra es donde hay que recoger los laureles, que habrán de ceñir la frente del ejecutivo. Las pasiones más fuertes y las más peligrosas flaquezas del ser humano —la ambición, la avaricia, la vanidad, el amor respetable o venial de la fama— conspiran al unísono contra el deseo y la obligación de la paz41.
Ello inspiró la Cláusula de Poderes en tiempo de Guerra, que otorgaba al Congreso, no al presidente, el poder de declarar la guerra. (En los años del conflicto de Vietnam se obvió vergonzosamente esta cláusula, cuando ni Johnson ni Nixon nunca declararon formalmente el estado de guerra.)
McGinnis señala que incluso las libertades de expresión, de reunión y de prensa estuvieron motivadas por características de la naturaleza humana. Los padres de la Constitución las justificaron como medios para prevenir la tiranía: una red de ciudadanos que se comunican libremente pueden contrarrestar el poder de los individuos del gobierno. Como decimos hoy, pueden «cantarle las cuarenta al poder». La dinámica de reparto del poder protegido por tales derechos se puede remontar a la historia evolutiva. Los primatólogos Frans de Waal, Robin Dunbar y Christopher Boehm han demostrado que una coalición de primates de rango inferior puede deponer a un macho superior42. Como McGinnis, sugieren que puede ser un símil rudimentario de la democracia liberal.
Nada de todo esto significa que la Constitución de Estados Unidos fuera una garantía de una sociedad feliz y moral, por supuesto. Al moverse en el círculo moral manifiestamente reducido de aquellos tiempos, la Constitución no consiguió interponerse en el camino del genocidio de los pueblos nativos, la esclavitud y la segregación de los norteamericanos africanos y la negación del voto a las mujeres. Poco decía sobre la gestión de los asuntos extranjeros, que (a excepción de lo referente a aliados estratégicos) normalmente se ha guiado por una egoísta realpolitik. El primer fracaso se ha abordado con medidas explícitas para ensanchar el círculo legal, por ejemplo con la cláusula de Igual Protección de la Decimocuarta Enmienda; el segundo no está resuelto y quizá sea irresoluble, porque los otros países se encuentran necesariamente fuera de cualquier círculo trazado por un documento nacional. La Constitución carecía también de cualquier reconocimiento de principio de quienes se encuentran en la parte inferior de la meritocracia, y presumía que la igualdad de oportunidades era el único mecanismo que se necesitaba para gestionar la distribución de la riqueza. Y es incapaz de estipular el juego de valores y de costumbres que parecen ser necesarios para que una democracia funcione en la práctica.
Reconocer el éxito relativo de la democracia constitucional no le exige a uno ser el abanderado del patriotismo. Pero indica que algo pudo haber de acertado en la teoría de la naturaleza humana que guió a sus arquitectos.
La izquierda necesita un paradigma nuevo.
PETER SINGER, Una izquierda darwiniana43
Los conservadores necesitan a Charles Darwin.
LARRY ARNHART, «Conservatives, Design, and Darwin44».
¿Qué está pasando? El hecho de que la izquierda y la derecha actuales abracen la psicología evolutiva, después de décadas de vilipendiarla, demuestra dos cosas. Una es que los hechos biológicos están empezando a cerrar el paso a filosofías políticas convincentes. La creencia de la izquierda de que la naturaleza humana se puede cambiar a voluntad y la creencia de la derecha de que la moral se basa en que Dios nos dota de un alma inmaterial se están convirtiendo en empeños insostenibles ante el gigante de la ciencia. Una pegatina popular de los parachoques de los coches de los años noventa decía: «Cuestiona la autoridad». Otra contestaba: «Cuestiona la gravedad». Todas las filosofías políticas tienen que decidir en qué momento sus argumentos empiezan a cuestionar la gravedad.
El segundo avance es que el reconocimiento de la naturaleza humana ya no se puede asociar con la derecha política. Una vez que se ha acallado la Visión Utópica, el campo de las posturas políticas queda abierto de par en par. Al fin y al cabo, lo que más se ha reivindicado de la Visión Trágica es su forma más lúgubre. La mente humana, pese a todo su egoísmo, está equipada de un sentido moral, cuyo círculo de aplicación se ha ampliado sistemáticamente y se puede seguir ensanchando a medida que una mayor parte del mundo se hace interdependiente. Y la cognición humana, pese a todas sus limitaciones, es un sistema combinatorio abierto, que en principio puede aumentar su dominio de los asuntos humanos, del mismo modo que ha aumentado su dominio del mundo físico y de los seres vivos.
Las tradiciones, por su parte, están adaptadas no sólo a la naturaleza humana, sino a la naturaleza humana en el contexto de una infraestructura de tecnología y de intercambio económico (no hay que ser marxista para aceptar esta idea de Marx). Algunas instituciones tradicionales, como las familias y el imperio de la ley, se pueden adaptar a las características eternas de la psicología humana. Otras, como la primogenitura, evidentemente se adaptaban a las exigencias de un sistema feudal que obligaba a mantener intactas las tierras familiares, y se quedaron obsoletas cuando el sistema económico cambió tras la industrialización. Más recientemente, el feminismo fue en parte una respuesta a unas tecnologías reproductoras mejoradas y al cambio hacia una economía de servicios. Dado que las convenciones sociales no están adaptadas sólo a la naturaleza humana, el respeto por ésta no obliga a conservarlas todas.
Por estas razones, creo que las creencias políticas progresivamente trascenderán la división ancestral entre las Visiones Trágica y Utópica. Se diferenciarán porque invocarán diferentes aspectos de la naturaleza humana, darán distinto peso a objetivos opuestos, o harán una evaluación diferente de los resultados previsibles de determinados planes de acción.
Termino el capítulo con un repaso de algunos pensadores de la izquierda que están combatiendo el alineamiento tradicional entre la naturaleza humana y la política de derechas. Como sugiere el título, Una izquierda darwiniana es el intento más sistemático de planificar el nuevo alineamiento45. Dice Singer: «Es hora de que la izquierda se tome en serio el hecho de que provenimos de los animales, y de que llevamos las pruebas de nuestra herencia, no sólo en nuestra anatomía y nuestro ADN, sino también en nuestra conducta»46. Para Singer esto significa reconocer los límites de la naturaleza humana, que hace de la perfectibilidad de la humanidad una meta imposible. Y significa reconocer los componentes específicos de la naturaleza humana. Entre ellos, el interés propio, que implica que los sistemas económicos competitivos funcionarán mejor que los monopolios estatales; el instinto de la dominación, por el que los gobiernos poderosos son vulnerables a los autócratas desmesurados; el etnocentrismo, que pone a los movimientos nacionalistas en peligro de cometer discriminación y genocidio; y las diferencias entre los sexos, que deberían moderar las medidas de una rígida paridad de género en todos los ámbitos de la vida.
Entonces, ¿qué le queda a la izquierda? podría preguntar algún observador. Singer responde: «Si nos encogemos de hombros ante el sufrimiento evitable de los débiles y los pobres, de los explotados y los estafados, o de quienes simplemente no disponen de lo suficiente para vivir con decencia, no pertenecemos a la izquierda. Si decimos que así es como funciona el mundo, y que siempre va a ser así, y que nada podemos hacer al respecto, no formamos parte de la izquierda. La izquierda quiere hacer algo ante esta situación»47. El izquierdismo de Singer, como el tradicional, se define por un contraste con una Visión Trágica derrotista. Pero su objetivo —«hacer algo»— se ha rebajado considerablemente desde la meta que Robert Kennedy se fijaba en los años sesenta de «construir una nueva sociedad mundial».
La izquierda darwinista se ha movido entre unas vagas expresiones de valores y unas endebles iniciativas políticas. Ya hemos visto a dos teóricos del extremo más vago. Chomsky ha sido el defensor más escuchado de una dotación cognitiva innata desde que clavó su tesis de una facultad innata del lenguaje en la puerta de los conductistas a finales de los años cincuenta. Ha sido también un crítico acérrimo de izquierdas de la sociedad norteamericana, y recientemente ha inspirado a toda una nueva generación de radicales universitarios (como veíamos en su entrevista con Rage Against the Machine). Chomsky insiste en que las conexiones entre su ciencia y su política son mínimas pero reales:
Una visión de un orden social futuro […] se basa en un concepto de la naturaleza humana. Si, de hecho, el hombre es un ser indefinidamente maleable y completamente plástico, sin estructuras de la mente innatas ni necesidades intrínsecas de carácter cultural o social, entonces es el sujeto adecuado para la «configuración de la conducta» por parte de la autoridad del Estado, el director corporativo, el tecnócrata o el comité central. Quienes albergan alguna esperanza en la especie humana confiarán en que las cosas no sean así, e intentarán determinar las características intrínsecas que proporcionan la estructura para el desarrollo intelectual, el crecimiento de la conciencia moral, los logros culturales y la participación en una comunidad libre48.
Define su visión política como «socialista libertaria» y «anarcosindicalista», el tipo de anarquismo que valora la cooperación espontánea (en oposición al anarcocapitalismo, que valora al individualismo)49. Esta visión, dice, reside en la tradición cartesiana que incluye «la oposición de Rousseau a la tiranía, la opresión y la autoridad establecida […] la defensa de Kant de la libertad, el liberalismo precapitalista de Humboldt, con su énfasis en la necesidad humana básica de creación libre en unas condiciones de asociación voluntaria, y la crítica de Marx al trabajo fragmentado alienado que convierte a los hombres en máquinas, privándoles de su "carácter de especie", de la "actividad consciente libre" y de la "vida productiva" en asociación con sus semejantes50». Así pues, las ideas políticas de Chomsky se hacen eco de su creencia en que los humanos están dotados innatamente de un deseo de comunidad y de una inclinación hacia la expresión libre y creativa, de la que el lenguaje es un ejemplo paradigmático. Ello mantiene la esperanza en una sociedad organizada mediante la cooperación y la productividad natural, y no mediante el control jerárquico y las ansias de beneficios.
La teoría de la naturaleza humana de Chomsky, aunque fuertemente innatista, es ajena a la moderna biología evolutiva, con su demostración de unos conflictos omnipresentes de intereses genéticos. Estos conflictos conducen a una visión más oscura de la naturaleza humana, una visión que siempre ha supuesto un quebradero de cabeza para quienes albergan sueños anarquistas. Pero el pensador que dilucidó por primera vez estos conflictos, Robert Trivers, era también un radical de izquierdas y uno de los pocos Panteras Negras blanco. Como veíamos en el capítulo 6, Trivers concebía la sociobiología como una disciplina subversiva. Una sensibilidad hacia los conflictos de interés puede iluminar los intereses de los agentes reprimidos; por ejemplo, las mujeres y las generaciones más jóvenes, y puede desvelar el engaño y el autoengaño que las elites emplean para justificar su dominio51. De esta forma, la sociobiología sigue la tradición liberal de Locke, al usar la ciencia y la razón para demoler las racionalizaciones de los gobernantes. En la época de Locke, la razón se utilizaba para cuestionar el derecho divino de los reyes, y hoy se puede emplear para cuestionar la pretensión de que las actuales disposiciones sociales atienden los intereses de todos.
Aunque pueda sorprender a muchos, el uso de los test de coeficiente intelectual y el reconocimiento de unas diferencias innatas en la inteligencia pueden respaldar —y así lo hicieron en el pasado— las metas políticas de la izquierda. En su artículo «Bell Curve Liberals», el periodista Adrian Wooldridge señala que la izquierda británica aceptó de buen grado las pruebas de coeficiente intelectual como último elemento subversivo de la sociedad de castas gobernada por unos imbéciles endogámicos de las clases altas52. Junto con otros liberales y socialistas, Sidney y Beatrice Webb confiaban en convertir el sistema educativo en una «máquina de captación de capacidades» que pudiera «rescatar del taller o del arado a los pobres con talento» y orientarlos hacia la elite gobernante. Se encontraron con la oposición de conservadores como T. S. Eliot, a quien le preocupaba que un sistema que clasificara a las personas por su capacidad desorganizaría la sociedad civil, porque rompería los vínculos de clase y tradición en ambos extremos de la escalera social. En un extremo, fragmentaría las comunidades de las clases trabajadoras, dividiéndolas en función del talento. En el otro, eliminaría el principio de «nobleza obliga» de las clases altas, pues ahora se habrían «ganado» su éxito y no serían responsables ante nadie, en vez de heredarlo y estar obligados a ayudar a los menos afortunados. Wooldridge sostiene que «la izquierda no puede permitirse ignorar los test de coeficiente intelectual, que, con sus deficiencias, son aún el mejor medio para determinar el talento dondequiera que se produzca, en las zonas urbanas deprimidas o en las urbanizaciones de lujo, y para asegurar que el talento se oriente hacia las vías educativas y las oportunidades de trabajo adecuadas».
Por su parte, Richard Herrnstein y Charles Murray (los autores de The Bell Curve) decían que la heredabilidad de la inteligencia debería impulsar a la izquierda hacia un mayor compromiso con la justicia social rawlsiana53. Si la inteligencia fuera completamente adquirida, entonces las políticas de igualdad de oportunidades bastarían para garantizar una distribución equitativa de la riqueza y el poder. Pero si algunas almas tienen la desgracia de nacer con una inteligencia de menor capacidad, podrían caer en la pobreza sin culpa alguna por su parte, incluso en un sistema perfectamente justo de competencia económica. Si la justicia social consiste en ocuparse del bienestar de los más desfavorecidos, entonces reconocer las diferencias genéticas exige una redistribución activa de la riqueza. En efecto, aunque Herrnstein era conservador y Murray un libertario y comunitario de tendencias derechistas, no se oponían a las medidas redistributivas sencillas, como un impuesto negativo sobre la renta para quienes tuvieran los salarios más bajos, que supondrían un descanso para quienes siguen las reglas del juego pero no pueden apañárselas. Las ideas libertarias de Murray le llevan a oponerse a los programas de gobierno que sean más activistas, pero él y Herrnstein señalaban que una izquierda hereditaria es un nicho a la espera de que alguien lo ocupe.
Un reto importante para la teoría política conservadora lo han planteado economistas conductuales como Richard Thaler y George Akerlof, que estuvieron influidos por la psicología cognitiva evolutiva de Herbert Simon, Amos Tversky, Daniel Kahneman, Gerd Gigerenzer y Paul Slovic54. Estos psicólogos sostienen que el pensamiento y la toma de decisiones humanos son adaptaciones biológicas más que instrumentos de la racionalidad pura. Estos sistemas mentales trabajan con cantidades limitadas de información, tienen que tomar unas decisiones en una cantidad finita de tiempo y en última instancia sirven a objetivos evolutivos como el estatus y la seguridad. Los conservadores siempre han invocado las limitaciones con que se encuentra la razón humana para frenar la ficción de que podemos comprender la conducta social lo bastante bien como para rediseñar la sociedad. Pero esas limitaciones también socavan el supuesto del autointerés racional que subyace en la economía clásica y en el conservadurismo secular. Desde Adam Smith, los economistas clásicos han defendido que, en ausencia de una interferencia externa, los individuos que toman decisiones en función de sus propios intereses harán lo que sea mejor para ellos y para la sociedad. Pero si las personas no calculan siempre qué sea lo mejor para ellas, podrían salir ganando con los impuestos y las normas que los economistas clásicos consideran tan retorcidas.
Por ejemplo, los agentes racionales conocedores de los tipos de interés y de su esperanza de vida deberían ahorrar la proporción óptima de sus salarios para vivir cómodamente en la vejez. La seguridad social y los planes de ahorro obligatorios tendrían que ser innecesarios —en realidad, perjudiciales— porque eliminan la decisión y, por lo tanto, la oportunidad de encontrar el mejor equilibrio entre consumir hoy y ahorrar para mañana. Pero los economistas observan repetidamente que las personas gastan el dinero como marineros borrachos. Actúan como si pensaran que se van a morir en pocos años, o como si el futuro fuera totalmente imprevisible, algo que se asemejaría más a la realidad de nuestros ancestros que a nuestra vida actual55. De ser así, entonces permitir que las personas gestionen sus propios ahorros (por ejemplo, dejando que reciban todo el salario y que lo inviertan como mejor les parezca) puede ir en contra de sus intereses. Igual que Ulises al aproximarse a la isla de las Sirenas, las personas podrían acordar racionalmente que su jefe o el Estado les atara al mástil de un ahorro obligado.
El economista Robert Frank apela a la psicología evolutiva del estatus para señalar otras deficiencias de la teoría del actor racional y, por extensión, de la economía liberal56. Los actores racionales evitan no sólo el ahorro obligado para la jubilación, sino otras políticas que les protegen de forma manifiesta, por ejemplo el seguro médico obligatorio, la regulación de la seguridad laboral, el seguro de desempleo y las cuotas sindicales. Todo esto cuesta un dinero que, de otro modo, podría ir a su salario, y los trabajadores podrían decidir por sí mismos si aceptan trabajar para una empresa que siguiera la política más paternalista y les recortara el salario o exigir el salario más elevado y asumir mayores riesgos laborales. Las empresas, en su competencia por hacerse con los mejores trabajadores, deberían encontrar el equilibrio que exigen los trabajadores que ellas quieren.
El problema, dice Frank, es que las personas poseen unas ansias de estatus. Su primer impulso es gastar el dinero de forma que los demás lo puedan observar (casas, coches, vestidos, una educación selecta), y no de forma que sólo ellos lo conozcan (atención médica, seguridad en el empleo, planes de ahorro). Lamentablemente, el ahorro es un juego de suma cero, de modo que cuando todo el mundo dispone de más dinero para gastar en coches y casas, aumentan unos y otras pero la gente no es más feliz que antes. Como los jugadores de hockey, que aceptan llevar casco sólo si existe una norma que obligue a sus oponentes a llevarlo también, las personas podrían aceptar unas normas que obligaran a todo el mundo a pagar por unos beneficios ocultos, como la atención médica, que les hacen más felices a la larga, aunque tales normas sean a expensas del salario disponible. Por la misma razón, dice Frank, estaríamos mejor si impusiéramos un impuesto muy graduado al consumo, que sustituyera al actual impuesto graduado a la renta. Un impuesto al consumo amortiguaría la inútil carrera por unos coches, unas casas y unos relojes cada vez más espléndidos, y compensaría a las personas con unos recursos que está demostrado que aumentan la felicidad; por ejemplo, el tiempo de ocio, unas calles más seguras y unas condiciones de desplazamiento y de trabajo más agradables.
Por último, los darwinistas de izquierda han analizado la psicología evolutiva de la desigualdad económica. Los economistas Samuel Bowles y Herbert Gintis, antes marxistas y hoy darwinistas, han revisado la literatura de la etnografía y de la economía conductual que indica que las personas no son ni altruistas al estilo de las hormigas, ni unas avaras centradas en ellas mismas57. Como veíamos en el capítulo 14, las personas comparten con otras que en su opinión están dispuestas a compartir, y castigan a aquellas que no lo están. (Gintis lo llama «reciprocidad fuerte», que es como el altruismo recíproco o la «reciprocidad débil», pero va dirigida a la disposición de los demás a contribuir a los bienes públicos, más que a unos intercambios de ojo por ojo y diente por diente)58. Esta psicología hace que las personas se opongan al bienestar indiscriminado y a los programas sociales expansivos no porque sean insensibles ni avariciosas, sino porque piensan que tales programas premian al indolente y castigan al trabajador. Bowles y Gintis observan que incluso en el ambiente supuestamente contrario al Estado asistencial de hoy, las encuestas demuestran que la mayoría de la gente está dispuesta a pagar más impuestos por determinados tipos de seguridad social universal. Está dispuesta a pagar para garantizar necesidades básicas como el alimento, la vivienda y la asistencia médica, para socorrer a las víctimas de la mala suerte y ayudar a las personas menos favorecidas a llegar a ser autosuficientes. En otras palabras, la gente se opone a un Estado de asistencia global no por avaricia, sino por justicia. Según estos autores, un sistema asistencial que no intentara enfocar la conciencia pública de otra forma, y que distinguiera entre los pobres merecedores de ayuda y los que no, estaría en perfecta consonancia con la naturaleza humana.
La política de la desigualdad económica en última instancia gira en torno a un equilibrio entre la libertad y la igualdad económicas. Aunque los científicos no pueden dictar qué peso hay que dar a estos deseos, pueden ayudar a evaluar los costes moralmente relevantes y, con ello, permitirnos tomar una decisión mejor informada. Una vez más, la psicología del estatus y el dominio tiene un papel que desempeñar en esta evaluación. En términos absolutos, los pobres de hoy están materialmente mejor que la aristocracia de hace sólo un siglo. Viven más años, comen mejor y disfrutan de lujos antes inimaginables, como la calefacción central, los frigoríficos, el teléfono y un entretenimiento durante las veinticuatro horas del día gracias a la televisión y la radio. Los conservadores dicen que esto hace difícil sostener que la situación de las personas con rentas más bajas sea un escándalo ético que se deba enderezar a cualquier precio.
Pero si el sentido de bienestar de las personas procede de una evaluación de su estatus social, y éste es relativo, entonces la extrema desigualdad puede hacer que las personas que se encuentran en los niveles más bajos se sientan derrotadas aunque estén mejor que la mayor parte de la humanidad. No es una simple cuestión de sentimientos heridos: la gente de menor estatus es menos sana y muere antes, y las comunidades con mayor desigualdad tienen peor salud y una esperanza de vida más corta59. El investigador médico Richard Wilkinson, que documentó estos patrones, afirma que el estatus bajo desencadena una antigua reacción de estrés que sacrifica la reparación de los tejidos y la función inmunológica de una respuesta inmediata de luchar o huir. Wilkinson, junto con Martin Daly y Margo Wilson, señala otro coste perceptible de la desigualdad económica. Los índices de delincuencia son muy superiores en las zonas donde existen mayores diferencias de riqueza (incluso después de controlar los niveles absolutos de ésta) , en parte porque el bajo estatus crónico lleva a los hombres a obsesionarse con el rango y a matarse por ofensas triviales60. Wilkinson sostiene que la reducción de la desigualdad económica se traduciría en millones de vidas más felices, más seguras y más largas.
No hay que sorprenderse ante esta galería tan poblada de innatistas de izquierdas, ni aun después de siglos en que la naturaleza humana fue dominio exclusivo de la derecha. Consciente tanto de la ciencia como de la historia, la izquierda darwinista ha abandonado la Visión Utópica que tantos desastres imprevistos trajo. No me corresponde discutir aquí si esta izquierda no utópica realmente es distinta de la actual derecha secular, ni si sus políticas concretas merecen el precio que suponen. La cuestión es que los alineamientos políticos tradicionales deberían cambiar a medida que descubrimos más cosas sobre los seres humanos. Las ideologías de la izquierda y la derecha se configuraron antes de Darwin, antes de Mendel, antes de que alguien supiera qué es un gen, una neurona o una hormona. A todos los estudiantes de ciencias políticas se les enseña que las ideologías políticas se basan en teorías de la naturaleza humana. ¿Por qué han de basarse en teorías que llevan trescientos años de desfase?