CAPÍTULO 6. LOS CIENTÍFICOS POLÍTICOS.
La primera conferencia a la que asistí como alumno de posgrado en Harvard en 197 6 estaba a cargo del famoso científico informático Joseph Weizenbaum. Fue de los primeros que hicieron sus aportaciones a la inteligencia artificial (IA), y se le recuerda sobre todo por el programa Eliza, que hizo pensar erróneamente a la gente que el ordenador conversaba, cuando no hacía más que expulsar frases enlatadas. Weizenbaum acababa de publicar La frontera entre el ordenador y la mente, una crítica de la inteligencia artificial y de los modelos computacionales de cognición, elogiado como «el libro sobre ordenadores más importante de los últimos diez años». Yo tenía mis reservas sobre esa obra, pues sus argumentos eran tan escasos como frecuente la actitud del que sienta cátedra. (Por ejemplo, decía el autor que determinadas ideas de la inteligencia artificial, como la propuesta de ciencia ficción de un híbrido de sistemas nerviosos y ordenadores, eran «sencillamente obscenas. Estas son [aplicaciones] cuya contemplación debería originar sentimientos de repugnancia en toda persona civilizada […]. Uno se pregunta qué debe de haber pasado con la percepción que los proponentes tienen de la vida y, por consiguiente, con la percepción que tienen de sí mismos como parte de un continuo de vida, para que puedan llegar a pensar una cosa así»)1. Sin embargo, nada podría haberme preparado para lo que me esperaba aquella tarde en el Centro de Ciencias.
Weizenbaum habló de un programa de IA, obra de los científicos informáticos Alan Newell y Herbert Simon, basado en la analogía: si conocía la solución de un problema, la aplicaba a otros problemas cuya estructura lógica fuera similar. Esto, nos decía Weizenbaum, en realidad estaba pensado para ayudar al Pentágono a poner en práctica estrategias de contrainsurgencia en Vietnam. Se había dicho que el Vietcong «se mueve por la jungla como el pez en el agua». Si se facilitaba esta información al programa, decía el conferenciante, éste podría deducir que del mismo modo que se puede drenar un estanque para poner al pez al descubierto, se puede denudar la jungla para poner al descubierto al Vietcong. Volviendo a la investigación sobre el reconocimiento del habla por el ordenador, decía que la única razón concebible para estudiar la percepción del habla era que la CIA pudiera controlar simultáneamente millones de conversaciones telefónicas, y animaba a los estudiantes del público a boicotear tales pretensiones. Pero, añadió, en realidad no importaba que no siguiéramos su consejo porque estaba completamente seguro —no albergaba la más mínima duda— de que para el año 2000 estaríamos todos muertos. Y con tan animoso vaticinio para la nueva generación concluyó su conferencia.
Los rumores sobre nuestra muerte resultaron ser muy exagerados, y las otras profecías de aquella tarde no tuvieron mejor suerte. El uso de la analogía en el razonamiento, lejos de ser obra del diablo, es hoy un importante tema de estudio de la ciencia cognitiva y se considera ampliamente una de las claves de lo que nos hace inteligentes. El software de reconocimiento del habla se emplea de forma habitual en los servicios de información telefónica y se distribuye con los ordenadores personales, y ha supuesto una bendición para las personas discapacitadas y con lesiones por esfuerzos repetidos. Y las acusaciones de Weizenbaum han quedado como recordatorio de la paranoia política y del exhibicionismo moral que caracterizaron la vida universitaria de los años setenta, la época en que se configuró la actual oposición a las ciencias de la naturaleza humana.
El discurso académico en el foro estadounidense no siguió el curso que yo había imaginado, pero tal vez no deba sorprenderme por ello. A lo largo de la historia, las batallas de opinión han sido libradas por hipérboles moralizantes y demonizantes, y aún peor. Se suponía que la ciencia era una cabeza de playa en la que se atacan las ideas, no las personas, y donde los hechos verificables se separan de las opiniones políticas. Pero cuando la ciencia empezó a acercarse al tema de la naturaleza humana, los espectadores reaccionaron de forma distinta a como lo hubieran hecho, por ejemplo, ante descubrimientos sobre el origen de los cometas o la clasificación de los lagartos, y los científicos recuperaron la mentalidad moralista que con tanta naturalidad adopta nuestra especie.
La investigación sobre la naturaleza humana siempre fue polémica, pero las ciencias escogieron una década especialmente adversa para ser el centro de todas las miradas. En los años setenta, muchos intelectuales se habían convertido en radicales políticos. El marxismo era lo correcto, el liberalismo, cosa de peleles, y Marx había proclamado que «en todas las épocas, las ideas dominantes han sido las ideas de la clase dominante». Los recelos tradicionales sobre la naturaleza humana se envolvían en una ideología de izquierdas dura, y los científicos que estudiaban la mente humana en un contexto biológico eran considerados herramientas de la clase dirigente reaccionaria. Los críticos anunciaban que formaban parte de un «movimiento radical de la ciencia», con lo que el grupo quedaba debidamente etiquetado2.
A Weizenbaum le repugnaba el intento de la inteligencia artificial y la ciencia cognitiva de unificar la mente y el mecanismo, pero las otras ciencias de la naturaleza humana también provocaban su acritud. En 1971, el psicólogo Richard Herrnstein publicó un artículo titulado «IQ» («Coeficiente intelectual») en Athlantic Monthly3. La argumentación de Herrnstein debería haber sido banal, algo que él mismo era el primero en señalar. Decía que a medida que el estatus social esté menos determinado por legados arbitrarios como la raza, el parentesco y la riqueza heredada, estará más determinado por el talento, especialmente (en una economía moderna) por la inteligencia. Dado que las diferencias de la inteligencia son en parte heredadas, y dado que las personas inteligentes tienden a casarse con otras personas inteligentes, cuando una sociedad se hace más justa también se hace más estratificada según las líneas genéticas. La gente más inteligente flotará en los estratos superiores, y sus hijos tenderán a estar también ahí. La argumentación básica debería ser banal porque se basa en una necesidad matemática: cuando la proporción de varianza debida a factores no genéticos disminuye, la proporción debida a factores genéticos ha de aumentar. Podría ser completamente falso sólo si en el estatus social no hubiera variación basada en el talento intelectual (lo cual exigiría que las personas no se relacionaran ni comerciaran preferentemente con las de más talento) o si no hubiera variación genética en la inteligencia (lo cual exigiría que las personas fueran o una tabla rasa o unos clones).
La tesis de Herrnstein no implica que cualquier diferencia en la inteligencia media de las distintas razas sea innata (una hipótesis distinta que había apuntado el psicólogo Arthur Jensen dos años antes)4, y el autor negó explícitamente que dijera tal cosa. La abolición de la segregación racial en las escuelas se había producido hacía sólo una generación, las leyes sobre los derechos civiles sólo tenían diez años, de modo que las diferencias que se hubieran documentado en los test de Coeficiente Intelectual entre negros y blancos se podían explicar fácilmente por la diferencia de oportunidades. En efecto, concluir que el silogismo de Herrnstein implicaba que las personas negras acabarían en la parte inferior de una sociedad estratificada genéticamente significaba añadir el supuesto gratuito de que los negros tenían una inteligencia media genéticamente inferior, algo que Herrnstein evitó a toda costa.
No obstante, el influyente psiquiatra Alvin Poussaint dijo que Herrnstein «se ha convertido en el enemigo de los negros, y sus declaraciones son una amenaza para la supervivencia de toda persona negra en Estados Unidos». Preguntaba retóricamente: «¿Habrá que llevar pancartas para proclamar el derecho a la libertad de expresión de Herrnstein?». Se repartieron panfletos por las universidades de la zona de Boston, en los que se urgía a los estudiantes a «luchar contra las mentiras del profesor fascista de Harvard», y Harvard Square se llenó de carteles con su fotografía sobre la leyenda «Se busca por racismo» y cinco citas engañosas supuestamente de su artículo. Herrnstein recibió amenazas de muerte y se dio cuenta de que no podía seguir hablando de la que era la especialidad de sus estudios, el aprendizaje de las palomas, porque, dondequiera que fuera, las salas de conferencia se llenaban de muchedumbres que no dejaban de increparle. Por ejemplo, en Princeton los estudiantes declararon que atrancarían las puertas del auditorio para obligarle a responder preguntas sobre la polémica del Coeficiente Intelectual. Cuando varias universidades dijeron que no podían garantizar su seguridad, se cancelaron algunas conferencias5.
El tema de las diferencias innatas entre las personas tiene unas implicaciones políticas evidentes, que analizaré en capítulos posteriores. Pero a algunos eruditos les indignaba la idea artificialmente tranquilizadora de que algunas personas tienen unas comunalidades innatas. A finales de los años sesenta, el psicólogo Paul Ekman descubrió que la sonrisa, el ceño fruncido, la expresión desdeñosa, las muecas y otras expresiones faciales se mostraban y se entendían en todo el mundo, incluso entre los pueblos cazadores-recolectores que no habían tenido contacto con la cultura occidental. Estos descubrimientos, decía, corroboraban dos ideas que Darwin había expuesto en 1872 en su libro La expresión de las emociones en los animales y en el hombre. Una era que el proceso de la evolución había dotado a los seres humanos de las expresiones emocionales; la otra, radical en los tiempos de Darwin, era que todas las razas se habían separado recientemente de un ancestro común6. Pese a estos reconfortantes mensajes, Margaret Mead dijo que los estudios de Ekman eran «escandalosos», «espantosos» y «una vergüenza», y éstas eran algunas de las reacciones más comedidas7. En la reunión anual de la Asociación Antropológica Americana, Alan Lomax Jr. se levantó de entre el público gritando que no se debía permitir hablar a Ekman porque sus ideas eran fascistas. En otra ocasión, un activista afroamericano le acusó de racismo por manifestar que las expresiones faciales de los negros no se diferencian de las de los blancos. (A veces no hay forma de entenderse.)
Y no sólo eran las declaraciones sobre las facultades innatas de la especie humana las que suscitaban la ira de los radicales, sino también las ideas sobre las facultades innatas de cualquier especie. Cuando el neurocientífico Torsten Wiesel publicó su obra histórica con David Hubel, en la que se demostraba que el sistema visual de los gatos está en gran medida completo en el momento de nacer, otro neurocientífico airado le llamó «fascista» y juró que demostraría que estaba equivocado.
Algunas de estas protestas eran signos de los tiempos y se desvanecieron con el declive de la moda radical. Pero la reacción a dos libros sobre la evolución siguió durante décadas y llegó a formar parte de la principal corriente intelectual.
El primero fue Sociobiología, de E. O. Wilson, publicado en 19758. La obra sintetizaba una copiosa literatura sobre la conducta animal empleando ideas nuevas sobre la selección natural de George Williams, William Hamilton, John Maynard Smith y Robert Trivers. Revisaba los principios sobre la evolución de la comunicación, el altruismo, la agresividad, el sexo y la paternidad, y los aplicaba a los principales taxones de los animales sociales, como los insectos, los peces y las aves. El capítulo 27 hacía lo mismo con el Homo sapiens, y trataba a nuestra especie como una rama más del reino animal. Incluía un repaso de la literatura sobre los universales y la variación entre las especies, una exposición del lenguaje y sus efectos sobre la cultura, y la hipótesis de que algunos universales (incluido el sentido moral) pueden tener su origen en una naturaleza humana configurada por la selección natural. Wilson manifestaba la esperanza de que esta idea pudiera conectar la biología con las ciencias sociales y la filosofía, una idea precursora de las tesis de su obra posterior Consilience.
El primer ataque a Sociobiología apuntaba directamente a su principal herejía. En una crítica que ocupaba todo un libro, el antropólogo Marshall Sahlins definía la «sociobiología vulgar» como el desafío a la doctrina del superorganismo de Durkheim y Kroeber: la idea de que la cultura y la sociedad viven en un reino separado de las personas individuales y de sus pensamientos y sentimientos. La «sociobiología vulgar —decía Sahlins— consiste en la explicación de la conducta social humana como la expresión de las necesidades y los impulsos del organismo humano, unas tendencias que se han construido en la naturaleza humana por la evolución biológica»9. Reconociendo el miedo a una incursión en su territorio académico, añadía: «El problema intelectual fundamental afecta a la autonomía de la cultura y del estudio de la cultura. Sociobiología cuestiona la integridad de la cultura como algo en sí mismo, como una creación humana simbólica y distintiva»10.
El libro de Sahlins se llamaba Uso y abuso de la biología. Un ejemplo del supuesto abuso era la idea de que la teoría de la eficacia inclusiva de Hamilton podía ayudar a explicar la importancia de los vínculos familiares en la vida humana. Hamilton había demostrado cómo pudo haber evolucionado la tendencia a hacer sacrificios por los parientes. Los familiares comparten genes, de manera que cualquier gen que empuje al organismo a ayudar a un pariente indirectamente estaría ayudando a una copia de sí mismo. El gen proliferaría si el coste que el favor supusiera fuera menor que el beneficio otorgado al familiar, multiplicado por el grado de parentesco (una mitad para un hermano, una octava parte para un primo, etc.; cuanto más estrecha es la relación, mayor es el favor que uno está dispuesto a hacer). Esto no puede ser verdad, decía Sahlins, porque en la mayoría de las culturas las personas no tienen palabras para expresar fracciones. Esto les hace incapaces de imaginar los coeficientes de parentesco que les dirían a qué familiares favorecer y en qué grado. Su objeción responde a una clásica confusión entre causa próxima y causa última. Es como afirmar que las personas no pueden enfocar en profundidad porque la mayoría de las culturas no han desarrollado la trigonometría que subyace en la visión estereoscópica.
En cualquier caso, con lo de «vulgar» no se acababa el tema. Después de una reseña favorable en New York Review of Books, obra del distinguido biólogo C. H. Waddington, el «Grupo de Estudio de la Sociobiología» (del que formaban parte, entre otros, dos colegas de Wilson, el paleontólogo Stephen Jay Gould y el genetista Richard Lewontin) publicó una filípica que circuló ampliamente titulada «Against "Sociobiology"» [«Contra la "Sociobiología"»]. Después de equiparar a Wilson con los defensores de la eugenesia, el darvinismo social y las hipótesis de Jensen de las diferencias raciales innatas en la inteligencia, los firmantes decían:
La razón de la supervivencia de estas teorías deterministas recurrentes es que tienden a ofrecer sistemáticamente una justificación genética del statu quo y de los privilegios existentes de determinados grupos en función de la clase, la raza o el sexo […]. Estas teorías supusieron una importante base para la promulgación de las leyes de la esterilización y la legislación restrictiva sobre emigración en Estados Unidos entre 1910 y 1930, y también para las políticas eugenésicas que condujeron a las cámaras de gas de la Alemania nazi.
[ … ] Lo que ilustra la obra de Wilson es la enorme dificultad que supone distinguir no sólo los efectos del medio (por ejemplo, la transmisión cultural) , sino también los prejuicios personales y de clase social del investigador. Wilson se suma al gran desfile de los deterministas biológicos cuya obra ha servido para respaldar las instituciones de su sociedad, exonerándolas de la responsabilidad de los problemas sociales11.
También acusaban a Wilson de hablar de «las saludables ventajas del genocidio» y de hacer que «instituciones como la esclavitud […] parezcan naturales en las sociedades humanas dada su existencia "universal" en el reino biológico». Por si la conexión no estuviera lo bastante clara, uno de los firmantes escribió en otra parte que «en última instancia fueron las teorías sociobiológicas […] las que proporcionaron el marco conceptual por el que la teoría de la eugenesia se transformó en la práctica genocida» de la Alemania nazi12.
Es cierto que en el último capítulo de Sociobiología hay cosas que se pueden criticar. Hoy sabemos que algunos de los universales de Wilson son imprecisos o están formulados de forma ordinaria, y su tesis de que llegará el día en que el razonamiento moral será sustituido por la biología evolutiva es falsa sin lugar a dudas. Pero las críticas de «Against "Sociobiology"» eran falsas, y se podía demostrar. A Wilson le llamaron «determinista», alguien que cree que las sociedades humanas siguen una rígida fórmula genética. Pero esto es lo que había escrito:
El primer rasgo diagnóstico [sobre las sociedades humanas] y que se puede verificar con mayor facilidad es de naturaleza estadística. Los parámetros de la organización social […] varían mucho más entre las poblaciones humanas que entre las de cualquier especie de primates […] ¿Por qué son tan flexibles las sociedades humanas13?
Asimismo, se acusaba a Wilson de pensar que las personas están encerradas en unas castas determinadas por la raza, la clase, el sexo y el genoma individual. Pero, en realidad, había dicho que «hay pocas pruebas de cualquier solidificación hereditaria del estatus»14 y que «las poblaciones humanas no son muy diferentes genéticamente entre sí»15. Además:
Las sociedades humanas han florecido hasta niveles de extrema complejidad porque sus miembros tienen la inteligencia y la flexibilidad para desempeñar papeles de prácticamente cualquier peculiaridad, y de cambiarlos cuando así lo exijan las circunstancias. El hombre moderno es un actor de muchos papeles que puede extenderse hasta el límite por las exigencias permanentemente cambiantes del entorno16.
Por lo que se refiere al carácter inevitable de la agresividad —otra idea peligrosa de la que se le acusaba—, lo que Wilson había escrito era que, en el curso de la evolución humana, «se contuvo la agresividad, y las antiguas formas de dominio de los primates se sustituyeron por unas destrezas sociales complejas»17. La acusación de que Wilson (un demócrata liberal durante toda su vida) se guiaba por el prejuicio personal de defender el racismo, el sexismo, la desigualdad, la esclavitud y el genocidio era especialmente injusta, y mostraba cierta falta de responsabilidad porque Wilson se convirtió en blanco del vilipendio y la hostilidad por parte de personas que leyeron el manifiesto pero no el libro18.
En Harvard hubo panfletos y seminarios, un manifestante con un megáfono que exigía el despido de Wilson y alumnos que irrumpían en sus clases profiriendo consignas. Cuando hablaba en otras universidades, en los carteles se le llamaba «profeta o patriarca de la derecha» y se convocaba a la gente para que llevara cualquier instrumento sonoro a sus conferencias19. Estaba a punto de iniciar una conferencia en el encuentro de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia de 1978, cuando un grupo de personas con pancartas (una de ellas con una esvástica) irrumpió en el escenario gritando: «Wilson, racista, no podrás esconderte. Te acusamos de genocidio». Uno de los manifestantes agarró el micrófono y arengó al público, mientras otro empapaba a Wilson con una jarra de agua.
Mientras aumentaba la notoriedad de Sociobiología en los años siguientes, Hamilton y Trivers, autores de muchas de las ideas, se convirtieron también en blanco de todas las iras, como les ocurrió a los antropólogos Irven DeVore y Lionel Tiger cuando intentaron enseñar esas ideas. La insinuación de que Trivers era una herramienta del racismo y de la opresión de la derecha era especialmente mortificante, porque Trivers era un radical político, que apoyaba a los Panteras Negras y colaboraba con los seguidores de Huey Newton20. Había dicho que la biología, si algo es, es una fuerza para el progreso político. Tiene sus raíces en la idea de que los organismos no evolucionaron para beneficiar a su familia, su grupo o su especie, porque los individuos que componen esos grupos tienen mutuos conflictos de interés genéticos y fueron seleccionados para defender esos intereses. Esto contradice de inmediato la cómoda creencia en que quienes están en el poder gobiernan por el bien de todos, y dirige los focos hacia actores ocultos del mundo social, como las mujeres y la generación más joven. Además, al encontrar una base evolutiva para el altruismo, la sociobiología demuestra que en la mente de las personas existe una sólida base para un sentido de la justicia, que no es necesario que actúe en contra de nuestra naturaleza orgánica. Y al demostrar que es previsible que el autoengaño evolucione (porque el mejor mentiroso es el que cree en sus propias mentiras) , la sociobiología estimula el autoescrutinio y ayuda a socavar la hipocresía y la corrupción21. (En el capítulo sobre política, hablaré de nuevo de las ideas políticas de Trivers y de otros «darwinistas de izquierdas».)
Más tarde, Trivers se refirió a los ataques a la sociobiología: «Aunque algunos de los atacantes eran eminentes biólogos, el ataque parecía intelectualmente pobre y sin fuerza. Se permitieron errores de lógica de bulto si parecía que reportaban alguna ventaja táctica para la lucha política […]. Dado que éramos mercenarios de los intereses dominantes, decían esos colegas mercenarios de esos mismos intereses, éramos sus portavoces, empleados en intensificar los [engaños] con los que la elite dominante mantenía su injusta ventaja. Aunque del razonamiento evolutivo se sigue que los individuos tenderán a argumentar en términos que en última instancia (y a veces inconscientemente) sean interesados, a priori no parecía previsible que el mal estuviera de forma tan exclusiva en un conjunto de mercenarios, y la virtud en el otro»22.
Los «eminentes biólogos» en que pensaba Trivers eran Gould y Lewontin, y junto con el neurocientífico británico Steven Rose se convirtieron en la vanguardia intelectual del movimiento de la ciencia radical. Durante veinte años han librado infatigablemente una batalla de retaguardia contra la genética conductual, la sociobiología (y más tarde la psicología evolutiva) y la neurociencia de temas políticamente delicados como las diferencias de sexo y las enfermedades mentales23. Aparte de Wilson, el principal objetivo de sus ataques ha sido Richard Dawkins. En su libro de 1976, El gen egoísta, Dawkins trataba muchas de las ideas de Wilson, pero se concentraba en la lógica de las nuevas teorías evolutivas más que en los detalles zoológicos. Casi no decía nada de los seres humanos.
La tesis de los científicos radicales contra Wilson y Dawkins se puede resumir en dos palabras: «determinismo» y «reduccionismo»24. Sus escritos están salpicados de estas palabras, utilizadas no en un sentido técnico, sino como vagos términos ofensivos. Por ejemplo, los siguientes son dos pasajes representativos de un libro de Lewontin, Rose y el psicólogo Leon Kamin, que lleva el desafiante título de No está en los genes, evocador de la Tabla Rasa:
La sociobiología es una explicación reduccionista y biológicamente determinista de la existencia humana. Sus defensores aseguran […] que los detalles de las disposiciones sociales presentes y pasadas son las manifestaciones inevitables de la acción específica de los genes25.
[Los reduccionistas] sostienen que las propiedades de una sociedad humana no son […] más que la suma de las conductas y las tendencias particulares de los seres humanos individuales de que se compone esa sociedad. Las sociedades son «agresivas» porque los individuos que las componen son «agresivos», por ejemplo26.
Las palabras de Wilson que antes citábamos en este mismo capítulo muestran que nunca expresó nada que se pareciera a estas ridículas creencias, como tampoco lo hizo Dawkins, por supuesto. Por ejemplo, después de hablar de que entre los mamíferos los machos buscan un mayor número de compañeras sexuales que las hembras, Dawkins dedicaba un párrafo a las sociedades humanas en el que decía:
Lo que indica esta sorprendente variedad es que el modo de vida del hombre está determinado en gran medida por la cultura, más que por los genes. Sin embargo, sigue siendo posible que los machos humanos en general tengan una tendencia hacia la promiscuidad, y las hembras, una tendencia hacia la monogamia, como cabría prever por razones evolutivas. Cuál de estas tendencias se imponga en las sociedades concretas depende de los detalles de la circunstancia cultural, del mismo modo que en las diferentes especies animales depende de los detalles ecológicos27.
¿Qué significan exactamente «determinismo» y «reduccionismo»? En el sentido preciso en que los matemáticos emplean la palabra, un sistema «determinista» es aquel cuyos estados son causados por estados anteriores con absoluta certeza, no probabilísticamente. Ni Dawkins ni ningún otro biólogo en su sano juicio pensarían jamás en proponer que la conducta humana sea determinista, como si las personas debieran cometer los actos de promiscuidad, agresión o egoísmo siempre que surgiera la oportunidad. Entre los científicos radicales y los muchos intelectuales en los que ha influido, el determinismo ha adquirido un sentido diametralmente opuesto a su auténtico significado. La palabra se emplea hoy para referirse a cualquier pretensión de que las personas tienen una tendencia a actuar de determinadas maneras en determinadas circunstancias. Es un signo de la tenacidad de la Tabla Rasa que una probabilidad mayor de cero se iguale con la propiedad del cien por cien. El innatismo cero es la única creencia aceptable, y todo lo que se aleje de ella se considera equivalente.
Esto por lo que se refiere al determinismo. ¿Y qué ocurre con el «reduccionismo» (un concepto que analizábamos en el capítulo 4) y la idea de que Dawkins es «el más reduccionista de los sociobiólogos», que cree que cada rasgo tiene su propio gen? Lewontin, Rose y Kamin intentan enseñar a sus lectores que los seres vivos realmente funcionan de acuerdo con su alternativa al reduccionismo, que ellos llaman la «biología dialéctica»:
Pensemos, por ejemplo, en cómo se hace un pastel: el gusto del producto es el resultado de una compleja interacción de los componentes —por ejemplo, la mantequilla, el azúcar y la harina— expuestos durante varios periodos a temperaturas elevadas; no se puede disociar en tal o cual proporción de harina, de mantequilla, etc., aunque todos y cada uno de los componentes […] hace su aportación al producto final28.
Dejaré que sea Dawkins quien comente:
Dicho así, parece que esta biología dialéctica tenga mucho sentido. Es posible que hasta yo sea biólogo dialéctico. Si bien se piensa, ¿no nos resulta algo familiar todo esto del pastel? Sí, ahí está, en una publicación de 1981 del más reduccionista de los sociobiólogos: «[…] Si seguimos una determinada receta, palabra por palabra, de un libro de cocina, lo que al final sale del horno es un pastel. Ahora no podemos descomponer el pastel en las migas que lo forman y decir: esta miga corresponde a la primera palabra de la receta; esta miga corresponde a la segunda palabra de la receta, etc. Con pequeñas excepciones, como la guinda de la parte superior, no hay una correspondencia exacta entre las palabras de la receta y los "trozos" de pastel. Toda la receta constituye todo el pastel».
Evidentemente, no tengo interés en reivindicar prioridad alguna en lo del pastel […] Pero sí espero que esta pequeña coincidencia dé que pensar a Rose y Lewontin. ¿Pudiera ser que aquellos a quienes combaten no sean los reduccionistas ingenuamente atomistas que tanto quisieran29?
En efecto, la acusación de reduccionismo es desordenada porque Lewontin y Rose, en sus propios estudios, son biólogos reduccionistas activos que explican los fenómenos a partir de genes y moléculas. Dawkins, por el contrario, se formó como etólogo y escribe sobre la conducta de los animales en su hábitat natural. Wilson, por su parte, es pionero en la investigación sobre ecología y un apasionado defensor del campo en peligro de extinción que los biólogos moleculares llaman despectivamente la biología «de pajaritos y arbolitos».
Después de fracasar en todo lo demás, Lewontin, Rose y Kamin pudieron hilvanar una sentencia condenatoria de Dawkins: «[Los genes] nos controlan, el cuerpo y la mente»30. Algo que suena más bien determinista. Pero lo que Dawkins escribió fue: «[Los genes] nos crearon, el cuerpo y la mente», que es distinto31. Lewontin ha utilizado la cita amañada en cinco lugares distintos32.
¿Existe alguna explicación benévola de estos «errores de bulto», como los llamó Trivers? Una posibilidad puede ser el uso que Dawkins y Wilson hacen de la expresión «un gen para X» al hablar de la evolución de la conducta social como el altruismo, la monogamia y la agresión. Lewontin, Rose y Gould saltan repetidamente contra esta expresión, que, en su opinión, se refiere a un gen que siempre causa la conducta y que es la única causa de la conducta. Pero Dawkins dejó claro que la expresión se refiere a un gen que aumenta la probabilidad de una conducta en comparación con los genes alternativos de ese locus. Y esa probabilidad es una media calculada sobre los otros genes que le han acompañado a lo largo del tiempo evolutivo, y en los entornos en que han vivido los organismos que poseen el gen.
Este uso no reduccionista y no determinista de la frase «un gen para X» es habitual entre los genetistas y los biólogos evolutivos porque es indispensable para lo que hacen. Alguna conducta ha de estar afectada por algunos genes, de lo contrario nunca se podría explicar por qué los leones actúan de distinta forma que los corderos, por qué las gallinas empollan los huevos en vez de comérselos, por qué los ciervos embisten con la cabeza y los jerbos no, etc. La misión de la biología evolutiva es explicar cómo llegaron a tener estos genes tales animales, y no unos genes con efectos distintos. Es posible que un determinado gen no tenga el mismo efecto en todos los medios, ni el mismo efecto en todos los genomas, pero ha de tener un efecto medio. Esa media es lo que selecciona la selección natural (en igualdad de condiciones), y esto es lo que significa el «para» en «un gen para X». Es difícil creer que Gould y Lewontin, que son biólogos evolutivos, pudieran confundirse literalmente con ese uso, pero si así fue, esto podría explicar veinte años de ataques sin sentido.
¿Cuán bajo puede caer uno? Ridiculizar la vida sexual de un oponente parecería algo propio de una novela satírica sobre la vida académica. Pero Lewontin, Rose y Kamin recogen un apunte del sociólogo Steven Goldberg de que las mujeres son diestras en manipular los sentimientos de los demás, y comentan: «¡Qué imagen más emotiva se revela de la vulnerabilidad de Goldberg ante la seducción33!» Más adelante mencionan un capítulo de la obra pionera de Donald Symons The Evolution of Human Sexuality que demuestra que, en todas las sociedades, el sexo se entiende habitualmente como un servicio o un favor de la hembra. «Al leer sobre sociobiología —comentan—, uno tiene la permanente sensación de ser un voyeur, que espía los recuerdos autobiográficos de sus defensores34.» Rose estaba tan satisfecho de esta gracia que la repitió catorce años más tarde en su libro Trayectorias de vida35.
Cualquier esperanza de que estas tácticas fueran cosa del pasado se desvaneció ante lo sucedido en el año 2000. Hace mucho que los antropólogos son hostiles ante cualquiera que hable de la agresividad humana en un contexto biológico. En 1976, la Asociación Antropológica Americana casi aprobó una moción de censura contra Sociobiología según la cual se prohibían dos simposios sobre el tema, yen 1983 aprobó una crítica de Margaret Mead and Samoa de Derek Freeman, un libro del que se decía que era «de un pobre estilo, acientífico, irresponsable y engañoso»36. Unos calificativos suaves comparados con lo que se avecinaba.
En septiembre de 2000, los antropólogos Terence Turner y Leslie Sponsel remitieron una carta a los responsables de la asociación (que enseguida se propagó por el ciberespacio) en la que se advertía de un escándalo en el mundo de la antropología que pronto se iba a divulgar en un libro del periodista Patrick Tierney37. Los supuestos cansantes del mismo eran el genetista James Neel, uno de los fundadores de la ciencia moderna de la genética humana, y el antropólogo Napoleon Chagnon, famoso por su estudio de treinta años sobre el pueblo yanomami de la selva amazónica. Turner y Sponsel escribieron:
El público y la mayoría de los antropólogos pensarán que esa historia de pesadilla —un auténtico corazón de las tinieblas antropológico que nadie podría imaginar, ni siquiera Joseph Conrad (aunque sí, quizá, Josef Mengele)— pone en tela de juicio toda la disciplina. Como decía otro lector de las galeradas, este libro ha de sacudir los propios cimientos de la antropología. Provocará que en la disciplina se entienda hasta qué punto han esparcido su veneno los corruptos y depravados durante tanto tiempo, mientras se les mostraba un gran respeto en todo el mundo occidental y generaciones de universitarios recibían sus mentiras como la materia que les iniciara en la antropología. No hay que permitir que jamás pueda ocurrir algo así de nuevo.
Las acusaciones eran en verdad espantosas. Turner y Sponsel acusaban a Neel y Chagnon de haber infectado deliberadamente a los yanomami con el sarampión (una enfermedad que suele ser fatal entre los pueblos indígenas) y después impedir la atención médica para comprobar las «teorías genéticas de tendencias eugenésicas» de Neel. Según la interpretación que de estas teorías hacían Turner y Sponsel, los jefes polígamos de las sociedades de cazadores-recolectores eran biológicamente más sanos que los mimados occidentales, porque poseían unos «genes dominantes» para la «capacidad innata» que se seleccionaban cuando los jefes participaban en competiciones violentas por las esposas. Neel pensaba, en opinión de Turner y Sponsel, que «la democracia, con su reproducción libre para las masas y sus apoyos sentimentales a los débiles», es un error. Sostenían que: «Es evidente que la implicación política de esta eugenesia fascista es que habría que reorganizar la sociedad en pequeñas islas de reproducción donde los machos genéticamente superiores pudieran imponer su dominio, eliminando o subordinando a los machos perdedores en la competición por el liderazgo y las mujeres, y acumulando harenes de hembras de cría».
Las acusaciones contra Chagnon eran igualmente escabrosas. En sus libros y artículos sobre los yanomami, Chagnon había documentado las guerras y los asaltos frecuentes de ese pueblo, y había presentado datos que indicaban que los hombres que habían participado en un asesinato tenían más esposas y vástagos que quienes no lo habían hecho38. (El descubrimiento hace reflexionar, porque si ese beneficio era típico de las sociedades preestatales en las que evolucionaron los seres humanos, a lo largo del tiempo evolutivo se habría seleccionado el uso estratégico de la violencia.) Turner y Sponsel le acusaban de fabricar los datos, de causar la violencia entre los yanomami (haciendo que se exaltaran por las ollas y los cuchillos con los que pagaba a sus informantes), y de organizar luchas letales para filmarlas. El retrato que Chagnon hacía de los yanomami, según criticaban, se había empleado para justificar una invasión de los buscadores de oro en su territorio, instigados por la connivencia de Chagnon con los «siniestros» políticos venezolanos. Es innegable que los yanomami han quedado diezmados por la enfermedad y por la depredación de los mineros, de modo que responsabilizar a Chagnon de estas tragedias y estos crímenes significa acusarle de genocidio. Por si no bastaba, Turner y Sponsel añadían que el libro de Tierney contenía «algunas referencias a que Chagnon […] exigía a los aldeanos que le llevaran muchachas con las que acostarse».
Titulares como «Unos científicos matan a indios del Amazonas para comprobar una teoría racial» aparecieron enseguida por todo el mundo, seguidos de un extracto del libro de Tierney en The New Yorker y luego del propio libro, titulado El saqueo de El Dorado: cómo científicos y periodistas han devastado el Amazonas39. Por la presión de los abogados del editor, que querían evitar posibles demandas por calumnias, algunas de las acusaciones más sensacionalistas del libro se suprimieron, se suavizaron o se pusieron en boca de periodistas venezolanos o de informantes cuyo rastro fuera imposible seguir. Pero la esencia de las acusaciones seguía intacta40.
Turner y Sponsel admitieron que su acusación contra Neel «queda sólo en una deducción en el estado actual de nuestros conocimientos: no existen pruebas concluyentes en forma de texto escrito o de palabras grabadas de Neel». Resultó ser una apreciación que se quedaba corta. Con el paso del tiempo, estudiosos con conocimiento directo de los hechos —historiadores, epidemiólogos, antropólogos y realizadores de documentales— refutaron todos los cargos punto por punto41.
Lejos de ser un eugenista depravado, James Neel (que murió poco antes de que se hicieran públicas las acusaciones) fue un científico respetado y querido que había atacado sistemáticamente la eugenesia. En efecto, se le suele reconocer el honor de haber limpiado la genética humana de las viejas teorías eugenésicas y así hacer de ella una ciencia respetable. La disparatada teoría que Turner y Sponsel le atribuían era incoherente en su formulación y científicamente ignorante (por ejemplo, confundían un «gen dominante» con un gen para el dominio). En cualquier caso, no existe la más mínima prueba de que Neel creyera en algo que se le asemejara. Los expedientes y registros demuestran que Neel y Chagnon fueron sorprendidos por la epidemia de sarampión ya extendida e hicieron ímprobos esfuerzos para atajarla. La vacuna que administraron, de la que Tierney dijo que había sido la causa de la epidemia, nunca ha causado una transmisión por contagio del sarampión en cientos de millones de personas de todo el mundo que la han recibido, y es completamente seguro que los esfuerzos de Neel y Chagnon salvaron la vida de cientos de yanomami42. Ante las declaraciones públicas de epidemiólogos que contradecían sus acusaciones, Tierney dijo con escaso convencimiento: «Pues los especialistas con los que yo hablé tenían una opinión muy distinta de las que ahora manifiestan en público»43.
Aunque nadie puede probar que Neel y Chagnon no introdujeran la enfermedad sin darse cuenta en otros lugares sólo con su propia presencia, todo indica que no lo hicieron. Los yanomami, que se extienden por decenas de miles de kilómetros cuadrados, tuvieron muchos más contactos con otros europeos que con Chagnon y Neel, porque miles de misioneros, comerciantes, mineros y aventureros se movían por la zona. El propio Chagnon había documentado que un misionero católico salesiano fue la causa probable de un primer brote de la enfermedad. Esto, junto con las críticas de Chagnon de que la misión proporcionaba armas a los yanomami, le granjeó la enemistad eterna de los misioneros. No era casualidad que la mayoría de los yanomami que informaban a Tierney estuvieran relacionados con la misión.
Las acusaciones concretas contra Chagnon se desmoronaron con la misma rapidez que las vertidas contra Neel. Chagnon, contrariamente a las acusaciones de Tierney, no había exagerado la violencia de los yanomami ni había ignorado el resto de su estilo de vida; de hecho, había descrito meticulosamente las técnicas que empleaban para resolver los conflictos44. La sugerencia de que Chagnon les introdujo en la violencia es sencillamente increíble. Los asaltos y la guerra entre los yanomami se han descrito desde mediados del siglo XIX y se documentaron a lo largo de la primera mitad del siglo XX, mucho antes de que Chagnon pusiera sus pies en la Amazonia. (Una descripción reveladora fue un relato en primera persona llamado Yanoáma: The Story of Helena Valero, a Girl Kidnapped by Amozonian Indians)45. Y las principales afirmaciones empíricas de Chagnon han cumplido el criterio de oro de la ciencia: una reproducción independiente. En estudios sobre los índices de mortalidad por la guerra en sociedades preestatales, los cálculos de Chagnon para los yanomami entran dentro de la media, como veíamos en el gráfico del capítulo 346 Incluso su afirmación más polémica —la de que quienes mataban tenían más esposas e hijos— se ha reproducido en otros grupos, aunque la interpretación sigue siendo controvertida. Es instructivo comparar el resumen de Tierney de un libro que supuestamente refuta a Chagnon con las propias palabras de la autora. Dice Tierney:
Entre los jíbaros, la caza de cabezas era una obligación ritual de todos los varones y una iniciación prescrita para todos los adolescentes varones. Además, la mayoría de los varones morían en la guerra. Sin embargo, entre los líderes jíbaros, aquellos que capturaban el mayor número de cabezas eran quienes tenían menos esposas, y quienes tenían el mayor número de esposas eran quienes menos cabezas capturaban47.
En realidad, la autora, la antropóloga Elsa Redmond, había escrito:
Los hombres yanomami que han matado suelen tener más esposas, que consiguen raptándolas en los asaltos a los pueblos, o con las habituales alianzas matrimoniales, en las que se les considera más atractivos como pareja. Lo mismo ocurre con los líderes guerreros jíbaros, que pueden tener de cuatro a seis mujeres; de hecho, un gran líder guerrero del Río Upano en los años treinta, de nombre Tuki o José Grande, tenía once esposas. Los guerreros distinguidos también tienen más vástagos, debido sobre todo a su mayor éxito marital48.
Turner y Sponsel habían figurado durante mucho tiempo entre los críticos más vehementes de Chagnon (y fueron las principales fuentes para el libro de Tierney, algo que no es casualidad, pese a manifestar que les había impresionado su contenido). Son sinceros en lo que se refiere a sus intenciones ideológicas, que son defender la doctrina del Buen Salvaje. Sponsel escribió que está comprometido con «la antropología de la paz» para fomentar «un mundo más pacífico y no violento», que cree que está «latente en la naturaleza humana»49. Se opone a un «énfasis darwinista en la violencia y la competición», y recientemente declaró que «probablemente la no violencia y la paz son la norma en la mayor parte de la prehistoria humana, y que la muerte entre seres humanos debe de ser rara»50. Admite incluso que buena parte de su crítica a Chagnon procede de «una reacción casi automática contra cualquier explicación biológica de la conducta humana, la posibilidad del reduccionismo biológico y las consiguientes implicaciones políticas»51.
De los tiempos de la ciencia radical también resulta familiar un izquierdismo irredento que considera que hasta las posturas moderadas y liberales son reaccionarias. Según Tierney, Neel «estaba convencido de que la democracia, con su reproducción libre para las masas y sus apoyos sentimentales a los débiles, viola la selección natural»52 y, por consiguiente, era «un error eugenésico». Pero, en realidad, Neel era un liberal político que había criticado que recursos destinados a niños pobres se emplearan en estudios sobre el envejecimiento que iban a beneficiar a los ricos. Defendía además una mayor inversión en la asistencia prenatal, la asistencia médica de niños y adolescentes y una educación de calidad universal53. Por lo que se refiere a Chagnon, Tierney le llama «militante anticomunista y defensor del mercado libre». ¿Sus pruebas? Una cita de Turner (!) en la que se afirma que Chagnon es «una especie de personaje de derechas que tiene una actitud paranoica con las personas que considera de izquierdas». Para explicar cómo llegó a esas inclinaciones antiizquierdistas, Tierney informa a los lectores de que Chagnon se crió en una zona rural de Michigan «donde no gustaban las diferencias, donde la xenofobia, unida al sentimiento anticomunista, era importante, y donde el senador Joseph McCarthy contaba con mucho apoyo». Inconsciente de la paradoja, Tierney concluye que Chagnon es un «hijo» de McCarthy que había «recibido todo su espíritu [de McCarthy]». En realidad, Chagnon es un moderado político que siempre había votado a los demócratas54.
Hay un comentario autobiográfico en el prefacio de Tierney que resulta revelador: «Poco a poco pasé de ser un observador a ser un abogado […] el periodismo tradicional y objetivo ya no era para mí una opción»55. Tierney cree que los invasores pudieron utilizar los relatos sobre la violencia de los yanomami para presentarlos como unos salvajes primitivos a quienes, por su propio bien, había que eliminar o asimilar. Según esta opinión, difamar a los mensajeros como Chagnon es una forma respetable de acción social y un paso en favor de la supervivencia cultural de los pueblos indígenas (pese al hecho de que el propio Chagnon haya actuado en repetidas ocasiones para proteger los intereses de los yanomami).
La aniquilación total o parcial de los nativos americanos por parte de los europeos durante más de quinientos años es, sin duda, uno de los grandes crímenes de la historia. Pero resulta estrafalario culpar de tal crimen a un puñado de científicos contemporáneos que pugnan por documentar su modo de vida antes de que se esfume para siempre bajo las presiones de la asimilación. Y es una táctica peligrosa. Es cierto que los pueblos indígenas tienen derecho a sobrevivir en sus tierras tanto si son proclives a la violencia y la guerra —igual que todas las sociedades humanas— como si no. Los autonombrados «defensores» que condicionan la supervivencia de los pueblos nativos a la doctrina del Buen Salvaje se meten peligrosamente en lo que no les corresponde. Cuando los hechos confirman lo contrario, ya han debilitado sin darse cuenta los argumentos en favor de los derechos de los nativos, o han de recurrir a cualquier medio necesario para eliminar esos hechos.
No hay que extrañarse de que las afirmaciones sobre la naturaleza humana sean motivo de controversia. Evidentemente hay que analizar cualquier afirmación de este tipo y señalar cualquier fallo empírico o de falta de lógica, como hay que hacerlo con toda hipótesis científica. Pero la crítica de las nuevas ciencias de la naturaleza humana sobrepasó con mucho los límites del debate académico habitual. Se convirtió en una cadena de hostigamiento, difamaciones, distorsiones, citas manipuladas y, más recientemente, de libelos feroces. Creo que dos son las razones de esta conducta intolerante.
Una es que en el siglo XX la Tabla Rasa se convirtió en una doctrina sagrada que, en opinión de sus defensores, había que venerar con toda fe o abjurar de ella en todos sus aspectos. Sólo un pensamiento tan de blanco o negro podía llevar a las personas a convertir la idea de que algunos aspectos de la conducta son innatos en la idea de que todos los aspectos de la conducta son innatos, o convertir la propuesta de que los rasgos genéticos influyen en los asuntos humanos en la idea de que determinan los asuntos humanos. Ante la banalidad matemática de que a medida que la proporción de una varianza disminuye debido a causas no genéticas, ha de aumentar la proporción debida a causas genéticas, sólo cabría indignarse si fuera teológicamente necesario que el cien por cien de las diferencias en la inteligencia estuvieran causadas por el entorno. Sólo cabría escandalizarse ante la afirmación de que la naturaleza humana hace que, cuando estamos contentos, sonriamos en vez de fruncir el ceño, si se exige que la mente sea una tabla rasa.
Una segunda razón es que los pensadores «radicales» quedaron atrapados en su propia actitud moralizante. Una vez anclados en la fácil tesis de que el racismo, el sexismo, la guerra y la desigualdad política son objetivamente incorrectos porque no existe la naturaleza humana (en oposición a ser moralmente despreciables, independientemente de los detalles de la naturaleza humana), todo descubrimiento sobre la naturaleza humana equivalía, según su propio razonamiento, a afirmar que, después de todo, esos azotes no eran tan malos. Con ello se hacía más apremiante desacreditar a los herejes que realizaban tales descubrimientos. Si no se conseguía con los criterios científicos habituales, había que recurrir a otras tácticas, porque estaba en juego un bien mayor.