CAPÍTULO 7. LA SANTÍSIMA TRINIDAD.
El conductismo no es para pusilánimes. Puede ocurrir que los estudiosos se despierten y descubran que son figuras públicas despreciadas debido a alguna área que hayan decidido explorar o a algún dato con el que se hayan encontrado. Los descubrimientos sobre determinados temas —centros de atención de día, la conducta sexual, los recuerdos de la infancia, el tratamiento de la drogadicción— pueden ser motivo de ofensa, hostilidad, intervención de los políticos y agresión física1. Hasta un tema tan inocuo como el hecho de ser zurdo se convierte en motivo de ataques. En 1991, los psicólogos Stanley Coren y Diane Halpern publicaron en una revista médica unas estadísticas que mostraban que los zurdos sufrían en general más complicaciones prenatales y perinatales, tenían más accidentes y morían antes que los diestros. Enseguida les cayeron todo tipo de insultos —hasta una amenaza de demanda judicial, numerosas amenazas de muerte y la prohibición de hablar del tema en una publicación académica— por parte de zurdos airados y sus abogados2.
¿Es que todos los líos de los que hablábamos en el capítulo anterior no son más que otro ejemplo de personas que se ofenden ante ideas sobre la conducta que les resultan incómodas? ¿O, como he insinuado, forman parte de una corriente intelectual sistemática: el intento de salvaguardar la Tabla Rasa, el Buen Salvaje y el Fantasma en la Máquina como fuente de significado y moral? Los principales teóricos del movimiento de la ciencia radical niegan creer en una Tabla Rasa, y es justo que se examinen con detenimiento sus posturas. Además, consideraré los ataques a las ciencias de la naturaleza humana que proceden de sus oponentes políticos, la derecha contemporánea.
¿Podrían creer realmente en la Tabla Rasa los científicos radicales? La doctrina podría parecerles verosímil a algunos de los intelectuales que viven en un mundo de ideas incorpóreas. Pero ¿es posible que los cerebritos testarudos que viven en un mundo mecanicista de neuronas y genes piensen de verdad que la psique penetra en el cerebro desde la cultura que le rodea? Lo niegan en abstracto, pero cuando llegan a los detalles su postura está claramente en la línea de la tradición de la ciencia social de la Tabla Rasa de principios del siglo XX. Stephen Jay Gould, Richard Lewontin y los otros firmantes del manifiesto «Against "Sociobiology"» decían:
No negamos que existan unos componentes genéticos de la conducta humana. Pero sospechamos que los universales biológicos humanos se han de descubrir más en las generalidades del comer, excretar y dormir que en esos hábitos tan específicos y en tan gran medida variables de la guerra, la explotación sexual de las mujeres y el uso del dinero como sistema de cambio3.
Obsérvese el planteamiento engañoso de la cuestión. La idea de que el dinero es un universal codificado genéticamente es tan ridícula (algo, además, y dicho sea de paso, que Wilson jamás dijo) que cualquier alternativa se ha de considerar más verosímil. Pero si consideramos la alternativa en sus propios términos, y no como una parte de una falsa dicotomía, parece que Gould y Lewontin afirman que los componentes genéticos de la conducta humana se descubrirán principalmente en las «generalidades del comer, excretar y dormir». Cabe suponer que el resto de la tabla es raso.
La táctica argumentativa —en primer lugar negar la Tabla Rasa, y después hacer que parezca plausible en cierto modo— se puede encontrar en otros lugares de la obra de los científicos radicales. Gould, por ejemplo, dice:
Así pues, mi crítica a Wilson no invoca un «medioambientalismo» no biológico; simplemente enfrenta el concepto de «potencialidad biológica» —con un cerebro capaz de toda una diversidad de conductas humanas sin estar predispuesto a favor de ninguna— a la idea de determinismo biológico —con unos genes específicos para los rasgos de conducta específicos4—.
La idea de «determinismo biológico» —que los genes causan la conducta con el cien por cien de certeza— y la idea de que cada rasgo conductual tiene su propio gen, son obviamente estúpidas (no importa que Wilson jamás las defendiera). Por esto se diría que la dicotomía de Gould dejaría la «potencialidad biológica» como la única elección razonable. Pero ¿qué significa esto? La afirmación de que el cerebro es «capaz de toda una diversidad de conductas humanas» es casi una tautología: ¿cómo podría ser que el cerebro no fuera capaz de toda una diversidad de conductas humanas? Y la afirmación de que el cerebro no está predispuesto para ninguna conducta humana no es más que una versión de la Tabla Rasa. «Predispuesto para ninguna» significa literalmente que todas las conductas humanas tienen las mismas probabilidades de ocurrir. De modo que, si una persona de cualquier parte del planeta alguna vez ha realizado algún acto en alguna circunstancia —renunciar a la comida o al sexo, atravesarse con pinchos, matar a su hijo—, el cerebro no tiene predisposición para evitar ese acto, comparado con las alternativas, tales como disfrutar de la comida y el sexo, proteger el propio cuerpo o amar al hijo.
Lewontin, Rose y Kamin niegan también decir que los seres humanos sean tablas rasas5. Pero sólo hacen dos concesiones a la naturaleza humana. La primera no se basa en la evidencia ni en la lógica, sino en la que es su política: «Si la razón estuviera en la tabla rasa, no podría haber evolución social». Su respaldo a este «argumento» consiste en apelar a la autoridad de Marx, a quien atribuyen lo siguiente: «La doctrina materialista de que los hombres son el producto de las circunstancias y de la educación, y que, por consiguiente, los hombres transformados son producto de otras circunstancias y de otra educación, olvida que son los hombres quienes cambian las circunstancias y que el propio educador necesita que se le eduque»6. Su idea es que «la única cosa sensata que se puede señalar de la naturaleza humana es que está "en" esta naturaleza el construir su propia historia»7. La implicación es que cualquier otra afirmación sobre la composición psicológica de nuestra especie —sobre nuestra capacidad para el lenguaje, nuestro amor por la familia, nuestros sentimientos sexuales, nuestros miedos habituales, etc.— no es «sensata».
Lewontin, Rose y Kamin sí hacen una concesión a la biología —no a la organización de la mente y el cerebro, sino al tamaño del cuerpo—. «Si los seres humanos no midieran más que seis pulgadas de alto, no podría haber una cultura humana tal como la entendemos», señalan, porque un liliputiense no podría controlar el fuego, romper las rocas con un pico ni albergar un cerebro lo suficientemente grande para contener el lenguaje. Es su único reconocimiento de la posibilidad de que la biología humana afecte a la vida social.
Ocho años más tarde, Lewontin reiteraba esta teoría de qué es innato en los seres humanos: «El hecho más importante referente a los genes humanos es que ayudan a hacernos lo grandes que somos, y a tener un sistema nervioso central con tantas conexiones como tiene»8. Una vez más, hay que desmenuzar la retórica con cuidado. Si se toma la frase de forma literal, Lewontin se refiere sólo al «hecho más importante» en relación con los genes humanos. Entonces, si la tomamos literalmente, de nuevo la frase carece de sentido. ¿Cómo se podrían clasificar siguiendo un orden los miles de efectos de los genes, todos ellos necesarios para nuestra existencia, y señalar uno o dos en la parte superior de la lista? ¿Es que nuestra estatura es más importante que el hecho de que tengamos corazón o pulmones u ojos? ¿La cantidad de sinapsis es más importante que nuestras bombas de sodio, sin las cuales las neuronas se llenarían de iones positivos y se paralizarían? Así pues, leer la frase literalmente no tiene sentido. La única lectura sensata, y la que encaja en el contexto, es que éstos son los únicos hechos importantes para la mente humana. Las decenas de miles de genes que se expresan principal o exclusivamente en el cerebro no hacen nada importante, pero le aportan muchas conexiones; el patrón de las conexiones y la organización del cerebro (en estructuras como el hipocampo, la amígdala, el hipotálamo y una corteza cerebral dividida en áreas) son aleatorios, o lo podrían ser. Los genes no proporcionan al cerebro múltiples sistemas de memoria, unos complicados tractos visual y motor, una capacidad para aprender el lenguaje o un repertorio de sentimientos (o sí proporcionan estas facultades, pero entonces no son «importantes»).
En una versión actualizada de la afirmación de John Watson de que sabría convertir a cualquier niño en «médico, abogado, artista, comerciante y, sí, incluso pordiosero y ladrón, cualesquiera que sean sus dotes, inclinaciones, tendencias, habilidades, vocaciones y la raza de sus ancestros», Lewontin escribió un libro en cuya sobrecubierta se resumía que «nuestra dotación genética confiere una plasticidad del desarrollo psíquico y físico, de modo que en el curso de nuestra vida, desde la concepción a la muerte, cada uno de nosotros, con independencia de la raza, la clase o el sexo, puede desarrollar prácticamente cualquier identidad que esté dentro del ámbito humano»9. Watson admitía que iba «más allá de los hechos», lo cual se podía perdonar porque cuando él escribía no había hechos. Pero la declaración del libro de Lewontin de que todo individuo puede asumir cualquier identidad (reconociendo incluso la equivalencia de las razas, los sexos y las clases), desafiando así seis décadas de investigaciones sobre la genética conductual, es un acto de fe de una pureza poco habitual.
Y en un pasaje en que se vuelve a levantar el muro de Durkheim entre lo biológico y lo cultural, Lewontin concluye en 1992 un libro diciendo que los genes «han quedado sustituidos por un nivel de causalidad completamente nuevo, el de la interacción social con sus propias leyes y su propia naturaleza, que únicamente se puede entender y explorar a través de esa exclusiva forma de experiencia, la acción social»10.
Así pues, mientras Gould, Lewontin y Rose niegan creer en una tabla rasa, sus concesiones a la evolución y la genética —que permiten que podamos comer, dormir, orinar, defecar, hacernos mayores que una ardilla y provocar cambios sociales— revela que son unos empiristas más radicales que el propio Locke, quien al menos reconocía la necesidad de una facultad innata de «comprensión».
El Buen Salvaje también es una doctrina muy querida entre los críticos de las ciencias de la naturaleza humana. En Sociobiología, Wilson decía que la guerra tribal era habitual en la prehistoria humana. Los contrarios a la sociobiología declaraban que tal afirmación se había «refutado sólidamente tanto por los estudios históricos como por los antropológicos». Consulté estos «estudios», que se reunieron en Hombre y agresión, de Ashley Montagu. En realidad se trataba de reseñas hostiles de libros del etólogo Konrad Lorenz, el dramaturgo Robert Ardrey y el novelista William Golding (autor de El señor de las moscas)11. Algunas de las críticas eran merecidas, no hay duda: Ardrey y Lorenz creían en teorías arcaicas como la de que la agresividad era como la descarga de una presión hidráulica y que la evolución actuaba en bien de la especie. Pero los propios sociobiólogos habían criticado con mayor dureza a Ardrey y Lorenz. En la segunda página de El gen egoísta, por ejemplo, Dawkins escribía: «El problema de estos libros es que los autores se equivocaron de cabo a rabo». En cualquier caso, las reseñas prácticamente no contenían dato alguno sobre la guerra tribal. Tampoco los contenía el ensayo de Montagu, que se limitaba a hacer un refrito de los ataques al concepto de «instinto» que durante décadas habían lanzado los conductistas. Uno de los pocos capítulos con datos «refutaba» las afirmaciones de Lorenz sobre la guerra y las agresiones en los indios ute, diciendo ¡que no eran más frecuentes que en cualquier otro grupo de nativos!
Veinte años después, Gould decía que el «Homo sapiens no es una especie perversa ni destructiva». Su nueva tesis procede de lo que él denomina la Gran Asimetría. Es «una verdad esencial —dice— [que] las personas buenas y amables superan a las que no lo son, en una proporción de mil a uno»12. Además, «realizamos 10.000 actos de amabilidad pequeña y no registrada por cada momento de crueldad, mucho más rara, aunque lamentablemente necesaria para equilibrar la situación»13. Las cifras que componen esta «verdad esencial» están sacadas de la manga y sin duda están equivocadas: los psicópatas, que seguro que no son «personas buenas y amables», constituyen alrededor del 3 o 4% de la población masculina, no centésimas porcentuales14. Pero aunque aceptáramos las cifras, la tesis considera que para que una especie se pueda tener por «perversa y destructiva» debería ser perversa y destructiva en todo momento, como un trabajador de correos trastornado que no deja de arrasar por donde pasa. Precisamente porque un acto puede equilibrar diez mil actos amables le llamamos «perverso». Además, ¿tiene sentido juzgar a toda una especie como si estuviéramos en masa a las puertas del paraíso? La cuestión no es si nuestra especie es «perversa y destructiva», sino si albergamos motivos perversos y destructivos, junto con los caritativos y constructivos. De ser así, se puede intentar comprender cuáles son y cómo funcionan.
Gould se opone a cualquier intento de comprender los motivos para la guerra en el contexto de la evolución humana, porque «a cada caso de genocidio se le pueden oponer numerosos incidentes de beneficencia social; a cada banda de asesinos se le puede oponer un clan pacífico»15. Una vez más, se hace que aparezca una ratio como por arte de magia; los datos que recogíamos en el capítulo 3 demuestran que los «clanes pacíficos» o no existen o son muchos menos que las «bandas de asesinos»16. Pero para Gould son hechos que no vienen a cuento, porque considera que es necesario creer en los clanes pacíficos por razones morales. Sólo si los seres humanos carecen de toda predisposición para el bien o el mal o cualquier otra cosa, dice, tenemos razones para oponernos al genocidio. Así es cómo imagina la postura del psicólogo evolutivo del que discrepa:
Tal vez la más popular de todas las explicaciones de nuestra capacidad genocida cita a la biología evolutiva como una fuente desafortunada —y como un último escape frente a toda responsabilidad moral—: […] Un grupo que no sea xenófobo ni esté entrenado en el asesinato podría sucumbir invariablemente ante otros grupos repletos de genes en que estuviera codificada una propensión a tal categorización y destrucción. Los chimpancés, nuestros parientes más cercanos, suelen hacer causa común y matan sistemáticamente a los miembros de grupos vecinos. Tal vez estemos programados para actuar también de esta forma. Estas horribles tendencias en su momento propiciaron la supervivencia de los grupos armados sin nada más destructivo que los dientes y las piedras. En un mundo de bombas nucleares, estas herencias no cambiadas (o tal vez inmutables) hoy pueden significar nuestra perdición (o al menos propagar nuestras tragedias), pero no se nos puede culpar de estos fracasos morales. Nuestros execrables genes nos han hecho criaturas de la noche17.
En este pasaje, Gould presenta un resumen más o menos razonable de por qué los científicos puedan pensar que la evolución puede explicar la violencia humana. Pero luego pasa con toda tranquilidad a unas conclusiones gratuitas («un último escape frente a toda responsabilidad moral», «no se nos puede culpar») , como si los científicos no tuvieran más alternativa que creer también en ellas. Termina su ensayo:
En 1525, miles de campesinos alemanes fueron masacrados […] y Miguel Ángel trabajaba en la Capilla de los Medici […]. Ambas partes de esta dicotomía representan nuestra humanidad común y evolucionada. ¿Con cuál nos vamos a quedar al final? En lo que al camino del genocidio y la destrucción se refiere, vamos a adoptar esta postura. No es irremediable. Podemos hacer algo distinto18.
La implicación es que cualquiera que crea que las causas del genocidio se pueden explicar a partir de cómo los seres humanos han evolucionado hasta su actual constitución en realidad adopta la postura a favor del genocidio.
¿Y qué ocurre con el tercer miembro de la trinidad, el Fantasma en la Máquina? Los científicos radicales son materialistas convencidos y no podrían creer en un alma inmaterial. Pero se sienten igualmente incómodos con cualquier alternativa formulada claramente, porque entorpecería su creencia política en que podemos llevar a la práctica de forma colectiva cualquier disposición social que decidamos. Para actualizar la descripción que Ryle hace de los dilemas de Descartes: como hombres de visión científica no pueden más que refrendar las afirmaciones de la biología, pero como hombres políticos no pueden aceptar la decepcionante cláusula adicional a estas afirmaciones, es decir, que la naturaleza humana sólo se distingue de un mecanismo de relojería en el grado de complejidad.
Normalmente, no es jugar limpio sacar a relucir las creencias políticas de los estudiosos cuando se habla de las tesis que plantean en sus estudios, pero son Lewontin y Rose quienes insisten en que sus creencias científicas son inseparables de sus creencias políticas. Lewontin escribió un libro con el biólogo Richard Levins titulado The Dialectical Biologist, que dedicaron a Friedrich Engels («que se equivocó muchas veces, pero acertó cuando importaba»). Decían en él: «Como científicos que trabajamos en el campo de la genética evolutiva y la ecología, hemos intentado con cierto éxito orientar nuestras investigaciones mediante la aplicación consciente de la filosofía marxista»19. En No está en los genes, Lewontin, Rose y Kamin declaraban que «compartimos un compromiso con la perspectiva de una sociedad socialmente más justa —socialista—», y consideraban «la ciencia crítica como una parte integral de la lucha por crear esa sociedad20. En un determinado momento, formulan su desacuerdo con el «reduccionismo» con las siguientes palabras:
A esta reducción económica como principio explicativo subyacente en toda conducta humana podríamos contraponer[…] a los profesionales y teóricos de la revolución como Mao Tse-tung, con sus ideas sobre el poder de la conciencia humana tanto para interpretar como para cambiar el mundo, un poder basado en una comprensión de la unidad dialéctica esencial de lo biológico y lo social, no como dos esferas distintas o componentes separables de la acción, sino como ontológicamente colindantes21.
El compromiso de Lewontin y Rose con el enfoque «dialéctico» de Marx, Engels y Mao explica por qué niegan la naturaleza humana y niegan también que la nieguen. La idea misma de una naturaleza humana de la que se puede hablar de forma separada de su interacción siempre cambiante con el entorno es, en su opinión, un torpe error. Un error que no sólo está en ignorar las interacciones con el medio —Lewontin y Rose ya habían derribado a los hombres de paja que hacen tal cosa—. El error más profundo, tal como ellos lo ven, está en intentar analizar la conducta como una interacción entre la naturaleza humana y el medio humano (incluida la sociedad) en primer lugar22. El propio acto de separarlos en la mente, incluso con el fin de entender cómo interactúan, «supone la alienación del organismo y del medio». Esto contradice los principios de la comprensión dialéctica, según la cual los dos son «ontológicamente colindantes», no sólo en el sentido trivial de que ningún organismo vive en el vacío, sino en el sentido de que son inseparables en todos los aspectos de su ser.
Dado que la dialéctica entre el organismo y el medio cambia constantemente a lo largo del tiempo histórico, sin que ninguno de los dos cause directamente al otro, los organismos pueden alterar esa dialéctica. De modo que Rose rebate repetidamente a los «deterministas» con la declaración: «Nosotros tenemos la capacidad de construir nuestro propio futuro, aunque no con circunstancias de nuestra propia elección»23, presumiblemente haciéndose eco de la afirmación de Marx de que «los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen como les gusta; la hacen bajo las circunstancias encontradas, dadas y transmitidas directamente desde el pasado». Pero Rose nunca explica quién es el «nosotros», sino unos circuitos neuronales altamente estructurados, que han de recibir esa estructura en parte de los genes y la evolución. Podemos llamar esta doctrina el Pronombre en la Máquina.
Gould no es un doctrinario como Rose y Lewontin, pero también emplea el pronombre de primera persona del plural como si éste de algún modo rebatiera la importancia de los genes y la evolución para los asuntos humanos: «¿Con cuál nos vamos a quedar […]? […] vamos a adoptar esta postura. […] Podemos hacer algo distinto». Y también cita el «hermoso aforismo» de Marx cuando afirma que hacemos nuestra propia historia, y cree que Marx reivindicaba la idea del libre albedrío:
El propio Marx tenía una visión mucho más sutil que la mayoría de sus contemporáneos sobre las diferencias entre la historia humana y la natural. Entendía que la evolución de la conciencia, y el consiguiente desarrollo de la organización social y económica, introducían unos elementos de diferencia y de volición que normalmente denominamos «libre albedrío»24.
Sutil es, en efecto, la argumentación que explica el libre albedrío desde el punto de vista de su sinónimo, la «volición» (con o sin «elementos de diferencia», sea lo que fuere lo que esto significa) , y lo atribuye a la «evolución de la conciencia», igualmente misteriosa. Básicamente, Rose y Gould pugnan por dar sentido a la dicotomía que ellos inventaron entre un cerebro seleccionado de forma natural y organizado genéticamente, por un lado, y un deseo de paz, justicia e igualdad, por otro lado. En la Tercera parte veremos que se trata de una falsa dicotomía.
La doctrina del Pronombre en la Máquina no es un descuido ocasional de la idea del mundo de los científicos radicales. Es coherente con su deseo de un cambio político radical y su hostilidad a la democracia «burguesa». (Lewontin utiliza repetidamente «burgués» como un epíteto.) Si el «nosotros» realmente está libre de la biología, entonces una vez que «nosotros» veamos la luz, podremos llevar a cabo la visión de cambio radical que consideremos correcta. Pero si el «nosotros» es un producto imperfecto de la evolución —limitado en conocimientos y sabiduría, tentado por el estatus y el poder y cegado por el autoengaño y las ilusiones de superioridad moral—, entonces será mejor que «nosotros» pensemos las cosas dos veces antes de construir toda esa historia. Como explicaremos en el capítulo sobre política, la democracia constitucional se basa en una teoría negativa de la naturaleza humana, según la cual «nosotros» somos eternamente vulnerables a la arrogancia y la corrupción. Los frenos y los equilibrios de las instituciones democráticas se diseñaron expresamente para paralizar las ambiciones a menudo peligrosas de unos seres humanos imperfectos.
Es evidente que el Fantasma en la Máquina es mucho más querido por la política de derechas que por la de izquierdas. En su libro The New Know-Nothings: The Political Foes of the Scientific Study on Human Nature, el psicólogo Morton Hunt demuestra que entre esos enemigos de las ciencias de la naturaleza humana hay personas de izquierdas, personas de derechas y, en medio, toda una serie variopinta de fanáticos de ideas únicas25. Hasta aquí he hablado de la indignación de la extrema izquierda por el hecho de que estas ciencias hayan intervenido en la batalla de las ideas en las universidades y en la prensa dominante. También se han indignado los de extrema derecha, aunque hasta hace poco han apuntado a diferentes blancos y han batallado en foros distintos.
La oposición de derechas más contumaz a las ciencias de la naturaleza humana proviene de los sectores religiosos de la coalición, especialmente del fundamentalismo cristiano. Quien no crea en la evolución no va a creer en la evolución de la mente, y quien crea en un alma inmaterial no va a creer que el pensamiento y el sentimiento consisten en un procesado de información que tiene lugar en los tejidos del cerebro.
La oposición religiosa a la evolución se alimenta de varios miedos de índole moral. Lo más evidente es que la evolución cuestiona la verdad literal bíblica de la historia de la creación y, por consiguiente, la autoridad que de ella obtiene la religión. En palabras de un sacerdote creacionista: «Si la Biblia se equivoca en cuestiones biológicas, ¿por qué voy a creer en ella cuando habla de la moral y la salvación26?»
Pero la oposición a la evolución trasciende del deseo de defender la literalidad bíblica. Es posible que las personas religiosas de hoy no crean en la verdad literal de todos los milagros que se narran en la Biblia, pero sí creen que los seres humanos fueron creados a imagen de Dios, y puestos en la Tierra con una finalidad superior: la de vivir una vida moral siguiendo los mandamientos de Dios. Temen que si los humanos son productos accidentales de la mutación y la selección de replicadores químicos, la moral se queda sin base alguna y nos veríamos abocados a obedecer ciegamente los impulsos biológicos. Un creacionista, al declarar este temor ante el House Judiciary Committee de Estados Unidos, citaba las palabras de una canción rock: «You and me baby ain’t nothin’but mammals / So let’s do it like they do it on the Discovery Channel»27. Después del asalto mortal de dos adolescentes a la Columbine High School de Colorado en 1999, Tom Delay, responsable de disciplina de los republicanos en la Cámara de Representantes, dijo que tal violencia es inevitable en la medida en que «nuestro sistema educativo enseña a los niños que no son más que unos monos presuntuosos, que han evolucionado a partir de un montón de fango primigenio»28.
El efecto más nocivo de la oposición de la derecha a la evolución es la corrupción de la educación científica en Estados Unidos por parte de militantes del movimiento creacionista. Hasta una decisión del Tribunal Supremo de 1968, se permitía que los Estados prohibieran abiertamente enseñar la teoría de la evolución. Desde entonces, los creacionistas han tratado de entorpecer tal enseñanza de una forma que confían en que va a contar con la aprobación constitucional. Una táctica que incluye eliminar el tema de la evolución del programa de suficiencia de ciencias, aduciendo ante quienes se oponen que se trata «sólo de una teoría», con lo que se diluye el currículo, y oponerse a los libros de texto en que se hable exhaustivamente de la evolución, para imponer otros que hablen del creacionismo. En los últimos años, el National Center for Science Education ha descubierto nuevos casos de estas tácticas, a un ritmo de uno por semana, procedentes de cuarenta Estados29.
La derecha religiosa está desconcertada no sólo por la evolución, sino también por la neurociencia. Al exorcizar al fantasma en la máquina, la ciencia del cerebro socava dos doctrinas morales que dependen de ella. Una es la de que toda persona tiene un alma, que busca unos valores, ejerce el libre .albedrío y es responsable de sus decisiones. Si, por el contrario, la conducta la controlan unos circuitos del cerebro que siguen las leyes de la química, la decisión y los valores serían unos mitos, y se evaporaría la posibilidad de una responsabilidad moral. Como dice el defensor del creacionismo John West: «Si los seres humanos (y sus creencias) realmente son productos mecánicos de su existencia material, entonces se revela que todo lo que da sentido a la vida humana —la religión, la moral, la belleza— carece de base objetiva»30.
La otra doctrina moral (que se encuentra en algunas confesiones cristianas, aunque no en todas) es que el alma entra en el cuerpo en el momento de la concepción, y lo abandona en el de la muerte, con lo que se define qué es una persona con derecho a la vida. La doctrina hace que el aborto, la eutanasia y la obtención de células troncales de los blastocistos equivalgan a un asesinato. Hace a los seres humanos fundamentalmente distintos de los animales. Y hace de la clonación humana una violación del orden divino. Parecería que los neurocientíficos son una amenaza para todas estas creencias, pues sostienen que el yo o el alma son inherentes a la actividad neuronal que se desarrolla gradualmente en el cerebro del embrión, que se puede ver en los cerebros de los animales, y que se puede descomponer con la edad y la enfermedad. (Volveremos a este tema en el capítulo 13.)
Pero la oposición de la derecha a las ciencias de la naturaleza humana ya no se puede asociar exclusivamente con los fanáticos de la Biblia y los telepredicadores. Hoy cuestionan la evolución algunos de los teóricos más cerebrales del movimiento antiguamente secular y neoconservador. Aceptan la hipótesis llamada Diseño Inteligente, cuyo origen hay que buscarlo en el bioquímico Michael Behe31. La maquinaria molecular de la células no puede funcionar de una forma más simple, dice Behe, y por consiguiente no pudo haber evolucionado poco a poco por la selección natural. En lugar de ello, tiene que haber sido concebida como la invención de un creador inteligente. En teoría, el creador pudo haber sido algún ser extraño avanzado del espacio exterior, pero todo el mundo sabe el trasfondo de la teoría: ha de haber sido Dios.
Los biólogos rechazan las argumentaciones de Behe por varias razones32. Su teoría específica de la «complejidad irreductible» de la bioquímica está por demostrar o simplemente es falsa. Toma cualquier fenómeno cuya historia evolutiva no se haya averiguado aún y, por defecto, la apunta al diseño. En lo que al creador inteligente se refiere, Behe de repente echa por la borda todos los escrúpulos científicos y no pregunta de dónde vino éste ni cómo funciona. E ignora las pruebas abrumadoras de que el proceso de la evolución, lejos de ser inteligente y teleológico, es derrochador y cruel.
No obstante, importantes neoconservadores como Irving Kristol, Robert Bork, Roger Kimball y Gertrude Himmelfarb han abrazado la teoría del Diseño Inteligente. Otros intelectuales conservadores también simpatizan con el creacionismo por razones morales, como el profesor de Derecho Philip Johnson, el escritor William F. Buckley, el columnista Tom Bethell y, de manera desconcertante, Leon Kass, especialista en bioética y presidente del nuevo Consejo de Bioética de George W. Bush y, por lo tanto, persona que configura las políticas del país sobre biología y medicina33. Una historia titulada «The Deniable Darwin» [«El Darwin negable»] apareció, sorprendentemente, en la cubierta de Commentary, lo cual significa que una revista que en su tiempo fue un foro importante de los intelectuales judíos laicos hoy se muestra más escéptica que el papa sobre la evolución34.
No está claro si estos sofisticados pensadores están realmente convencidos de que el darvinismo es falso, o si piensan que es importante que otras personas crean que es falso. En una escena de Inherit the Wind, la obra sobre el juicio del mono de Scopes*, el fiscal y el abogado defensor (basados en William Jennings Bryan y Clarence Darrow) descansan juntos después de una jornada en el tribunal. El fiscal dice refiriéndose a la gente de Tennessee:
*En la década de 1920, se juzgó a un profesor de biología de enseñanza media, John T. Scopes, del Estado de Tennessee por enseñar la teoría de Darwin de que los humanos evolucionaron a partir de los primates. El caso se hizo famoso y pasó a conocerse como «el juicio del mono de Scopes». (N. del T.)
Son gente sencilla, Henry; pobre gente. Trabajan mucho y necesitan creer en algo, en algo hermoso. ¿Por qué se lo quieres quitar? Es todo lo que tienen.
Una actitud no muy distinta de la de los neoconservadores. Así ha escrito Kristol:
Si existe un hecho indiscutible sobre la condición humana es que ninguna comunidad puede sobrevivir si está convencida de que sus miembros llevan una vida carente de sentido en un mundo sin sentido, o aunque sólo lo sospeche35.
Y explica el corolario moral:
Hay distintas clases de verdad para los diferentes tipos de personas. Hay verdades apropiadas para los niños; verdades que son adecuadas para los estudiantes; verdades apropiadas para personas mayores y con estudios; y verdades que son apropiadas para mayores muy bien formados, y la idea de que debería haber un conjunto de verdades al alcance de todos es una falacia democrática moderna. No funciona36.
Como observa el escritor científico Ronald Bailey: «Paradójicamente, hoy muchos conservadores modernos coinciden plenamente con la idea marxista de que la religión es "el opio del pueblo"; y a continuación añaden un sincero: " ¡Gracias a Dios!"37»
Muchos intelectuales conservadores coinciden con los cristianos fundamentalistas en su condena de la neurociencia y la psicología evolutiva, que consideran que no pueden explicar el alma, los valores eternos y el libre albedrío. Escribe Kass:
Con la ciencia, el ala dirigente del racionalismo moderno, ha llegado la progresiva desmitificación del mundo. Para la forma moderna de pensar, el hecho de enamorarse, si es que se sigue produciendo, se ha de explicar no por la posesión demoníaca (Eros) nacida de esa visión de la belleza que enardece el espíritu (Afrodita), sino por un incremento de la concentración de alguna hormona polipeptídica del hipotálamo. El poder de las razones y las interpretaciones religiosas se desvanece también. Y aunque sea cierto que la gran mayoría de estadounidenses sigue profesando su fe en Dios, Este es para muy pocos un Dios ante el que uno tiemble y cuyo juicio tema38.
Asimismo, el periodista Andrew Ferguson advierte a sus lectores de que la psicología evolutiva «seguro que les va a poner los pelos de punta», porque «si la conducta es moral, si expresa alguna virtud, es un juicio que la nueva ciencia, y el materialismo en general, no pueden hacer»39. Las nuevas ciencias, dice, pretenden que las personas no son más que «marionetas de carne», un temible cambio de la idea tradicional judeocristiana según la cual «los seres humanos [son] personas desde el principio, dotadas de un alma, creadas por Dios, e infinitamente preciosas»40.
Incluso un autor acosado por la izquierda como Tom Wolfe, que admira la neurociencia y la psicología evolutiva, se preocupa por sus implicaciones morales. En su ensayo «Sorry, but Your Soul Just Died» [«Lo siento, pero su alma acaba de morir»], Wolfe sostiene que cuando por fin la ciencia ha matado el alma («el último refugio de los valores») , «el espantoso carnaval que sigue puede hacer que la expresión [de Nietzsche] "El eclipse total de todos los valores" parezca insulsa»:
Entretanto, la idea de un yo —un yo que ejerce la autodisciplina, pospone la gratificación, domina el apetito sexual, refrena la conducta agresiva y delictiva, un yo que puede llegar a ser más inteligente y ascender a las cumbres más altas de la vida, sin ayuda de nadie, mediante el estudio, la práctica, la perseverancia y la constancia ante las mayores adversidades—, esta anticuada idea del éxito a través del coraje y el espíritu emprendedor está ya desvaneciéndose, desvaneciéndose… desvaneciéndose…41.
«¿Dónde deja esto al autocontrol? —se pregunta—, ¿dónde, si la gente piensa que ese yo fantasmagórico ni siquiera existe, como lo demuestran las imágenes del cerebro de una vez por todas42?»
Una paradoja de la negación moderna de la naturaleza humana es que los militantes de los polos opuestos del espectro político, que normalmente no soportan ver sus respectivas imágenes, se encuentran con que forman una extraña pareja. Recordemos que los firmantes de «Against "Sociobiology"» decían que teorías como las de Wilson «supusieron una importante base […] para las políticas eugenésicas que condujeron a las cámaras de gas de la Alemania nazi». En mayo de 2001, la Comisión de Educación de la Cámara de Representantes de Louisiana resolvió que «Adolf Hitler y otros han explotado las ideas racistas de Darwin y de aquellos en quienes influyó […] para justificar la aniquilación de millones de individuos de una raza supuestamente inferior»43. El promotor de tal resolución (que al final fue derrotada) citaba en su defensa un pasaje de Gould, que no es la primera vez que se ha citado elogiosamente en la propaganda creacionista44. Aunque Gould se ha opuesto de forma incansable al creacionismo, también lo ha hecho infatigablemente a la idea de que la evolución puede explicar la mente y la moral, y ésta es la implicación del darvinismo que más temen los creacionistas.
Izquierda y derecha convienen también en que las nuevas ciencias de la naturaleza humana suponen una amenaza para el concepto de responsabilidad moral. Cuando Wilson indicaba que, en los seres humanos, como en muchos otros mamíferos, los machos buscan un mayor número de parejas sexuales que las hembras, Rose le acusó de que lo que en realidad decía era:
Señoras, no culpen a sus compañeros de que se acuesten con cualquiera. No es culpa suya. Están programados genéticamente45.
Compárese con lo que dice Tom Wolfe, sólo parcialmente en broma:
El macho de la especie humana está diseñado genéticamente para ser polígamo, es decir, infiel a su pareja legal. Cualquier macho que lea las revistas se da cuenta enseguida. (i La culpa la tienen tres millones de años de evolución!)46
A un lado tenemos a Gould formulándose la pregunta retórica:
¿Por qué queremos atribuir a los genes la responsabilidad de nuestra violencia y de nuestro sexismo47?
Y al otro lado encontramos a Ferguson planteando el mismo tema:
La «creencia científica» […] parecería echar por tierra cualquier noción de libre albedrío, de responsabilidad personal o de moral universal48.
Para Rose y Gould, el fantasma en la máquina es un «nosotros» que puede construir la historia y cambiar el mundo a voluntad. Para Kass, Wolfe y Ferguson se trata de un «alma» que formula juicios morales a partir de preceptos morales. Pero todos ellos consideran que la genética, la neurociencia y la evolución son amenazas para este locus irreductible del libre albedrío.
¿Dónde deja esto hoy a la vida intelectual? Es previsible que la hostilidad que la derecha religiosa muestra ante las ciencias de la naturaleza humana vaya en aumento, pero la influencia de la derecha se dejará sentir más en las exigencias a los políticos que en los cambios en el clima intelectual. La propia oposición a la teoría de la evolución limitará cualquier incursión de la derecha religiosa en la corriente general de la vida intelectual. Se la conozca como creacionismo o con el eufemismo de Diseño Inteligente, la negación de la teoría de la selección natural se desmoronará bajo el peso de las muchas pruebas de que la teoría es correcta. Lo que no sabemos es cuánto daño más va a provocar esa negación a la educación científica y a la investigación biomédica antes de irse a pique.
Por otro lado, la hostilidad de la izquierda radical ha dejado una marca sustancial en la vida intelectual moderna, porque los llamados «científicos radicales» son hoy la clase dirigente. He conocido a muchos científicos sociales y cognitivos que manifiestan con orgullo que todo lo que saben de biología lo han aprendido de Gould y Lewontin49. Muchos intelectuales respetan a Lewontin como el pontífice infalible de la evolución y la genética, y muchos filósofos de la biología se emplean en aprender de él. Una reseña despectiva de Rose de todo libro nuevo sobre la evolución humana o la genética se ha convertido en parte integrante del periodismo británico. En lo que a Gould se refiere, Isaac Asimov probablemente no pretendía ser irónico cuando dijo en una nota propagandística de un libro que «Gould no puede equivocarse», pero ésta es precisamente la actitud de muchos periodistas y científicos sociales. Un reciente artículo de la revista New York sobre el periodista Robert Wright le llamaba «acosador fanático», «joven punk» y «envidioso del pene», porque tuvo la temeridad de criticar a Gould por cuestiones de lógica y de hechos50.
El respeto que se les muestra a los científicos radicales en parte es merecido. Aparte de sus logros científicos, Lewontin es un analista incisivo de muchos temas científicos y sociales, Gould ha escrito cientos de ensayos magníficos sobre historia natural y Rose escribió un precioso libro sobre la neurociencia de la memoria. Pero también se han situado hábilmente en el panorama intelectual. Como explica el biólogo John Alcock: «Stephen Jay Gould detesta la violencia, se manifiesta contra el sexismo, desprecia a los nazis, el genocidio le parece algo horrendo, está indefectiblemente al lado de los ángeles. ¿Quién puede discutir con una persona así51?» Esta inmunidad a la discusión permitió que los ataques injustos de los científicos radicales a otros se convirtieran en parte del saber convencional.
Hoy, muchos autores equiparan con todo convencimiento la genética conductista con la eugenesia, como si estudiar los correlatos genéticos de la conducta fuera lo mismo que coaccionar a las personas en su decisión de tener hijos. Muchos equiparan la psicología evolutiva con el darvinismo social, como si el hecho de estudiar nuestras raíces evolutivas fuera lo mismo que justificar la condición de los pobres. Las confusiones no sólo proceden de personas científicamente analfabetas, sino que se pueden encontrar en publicaciones prestigiosas, como Scientific American y Science52. Después de que Wilson afirmara en Consilience que las divisiones entre los campos del conocimiento humano se estaban haciendo obsoletas, el historiador Tzvetan Todorov escribió en tono sarcástico: «Tengo una propuesta para el próximo libro de Wilson [ … ] [un] análisis del darvinismo social, la doctrina que adoptó Hitler, y de cómo difiere de la sociobiología»53. Cuando en 2001 se completó el Proyecto Genoma Humano, sus líderes hicieron una denuncia ritual del «determinismo genético», la creencia, que nadie profesa, en que «todas las características de la persona están "integradas" en nuestro genoma»54.
Muchos científicos incluso se sienten perfectamente satisfechos con el constructivismo social de los radicales, no tanto porque estén de acuerdo con él, cuanto porque, preocupados como están en sus laboratorios, sólo les faltaría tener que atender las críticas a su trabajo. Como señalan el antropólogo John Tooby y la psicóloga Leda Cosmides, el dogma de que la biología está intrínsecamente desconectada del orden social humano ofrece a los científicos un «salvoconducto para deambular por el campo de minas politizado de la vida académica moderna»55. Como veremos, aún hoy, los manifestantes a veces silencian o acusan de nazis a quienes cuestionan la Tabla Rasa o al Buen Salvaje. Este tipo de ataques, incluso cuando son esporádicos, crean un clima de intimidación que distorsiona el conocimiento en todos los sentidos.
Pero en el clima intelectual se observan signos de cambio. Las ideas sobre la naturaleza humana, aunque sigan siendo anatema para algunos académicos y entendidos, están empezando a dejarse oír. Científicos, artistas, estudiosos de las humanidades, juristas y personas corrientes reflexivas han expresado un vivo interés por las nuevas ideas sobre la mente que han ido surgiendo de las ciencias biológicas y cognitivas. Y el movimiento de la ciencia radical, con todo su éxito retórico, ha resultado ser un páramo empírico. Veinticinco años de datos no han hecho honor a sus predicciones. Los chimpancés no son unos vegetarianos pacíficos, como sostenía Montagu; ni la heredabilidad de la inteligencia es indistinguible de cero; el coeficiente intelectual, una «reificación» que nada tiene que ver con el cerebro; la personalidad y la conducta social, carentes de una base genética; las diferencias de género, un producto exclusivo de las «expectativas psicoculturales»; o el número de clanes asesinos igual al número de bandas pacíficas56. Hoy, la idea de guiar la investigación científica con «una aplicación consciente de la filosofía marxista» es simplemente embarazosa y, como señalaba el psicólogo evolutivo Martin Daly: «Ha de materializarse aún la investigación suficiente como para llenar un primer número de Biología dialéctica»57.
En cambio, contrariamente a lo que Sahlins había previsto, la sociobiología no resultó ser una moda pasajera. El título del libro de Alcock, publicado en 2001, The Triumph of Sociobiology, lo dice todo: en el estudio de la conducta animal, ya nadie habla de «sociobiología» ni de «genes egoístas», porque las ideas forman parte ya de la ciencia58. En el estudio de los seres humanos existen unas esferas de la experiencia humana —la belleza, la maternidad, la fraternidad, la moral, la cooperación, la sexualidad, la violencia— en las que la psicología evolutiva ofrece la única teoría coherente y ha generado apasionantes áreas nuevas de investigación empírica59. La genética conductual ha revitalizado el estudio de la personalidad y, con la aplicación de los conocimientos del Proyecto Genoma Humano, no hará sino extenderse aún más60. La neurociencia cognitiva no dudará en aplicar sus nuevas herramientas a todos los aspectos de la mente y la conducta, incluidos aquellos de carácter más emocional y político.
La cuestión no es si cada vez se va a explicar mejor la naturaleza humana con las ciencias de la mente, el cerebro, los genes y la evolución, sino qué vamos a hacer con estos conocimientos. ¿Cuáles son de hecho las implicaciones para nuestra idea de igualdad, progreso, responsabilidad y el valor de la persona? Quienes desde la izquierda y desde la derecha se oponen a las ciencias de la naturaleza humana tienen razón en una cosa: se trata de cuestiones vitales. Lo cual es mayor motivo para que se afronten no con miedo y recelo, sino con la razón. Éste es el objetivo de la siguiente parte del libro.