CAPÍTULO 17. LA VIOLENCIA.

La historia de la raza humana es la guerra. A excepción de intervalos breves y precarios, nunca ha habido paz en el mundo; y mucho antes de que empezara la historia, las luchas mortíferas eran universales e inacabables1.

El resumen que Winston Churchill hacía de nuestra especie se podría despreciar como el pesimismo de un hombre que libró la guerra más terrible de la historia y fue testigo del nacimiento de una guerra fría que podría haber destruido por completo la humanidad. La triste realidad es que ha superado la prueba del tiempo. Aunque la guerra fría sea un recuerdo y las guerras calientes entre países grandes sean raras, no gozamos aún de paz en el mundo. Incluso antes del infame año 2001, con los horribles ataques terroristas a Estados Unidos y la consiguiente guerra de Afganistán, en la Lista de Conflictos Mundiales se catalogaban sesenta y seis zonas de violencia sistemática, desde Albania a Argelia, pasando por Zambia y Zimbabue2.

Las especulaciones de Churchill sobre la prehistoria también se han confirmado. Se creía antes que los cazadores-recolectores, que permiten hacerse una idea de las sociedades prehistóricas, emprendían batallas ceremoniales que se detenían en el momento en que caía el primer hombre. Hoy se sabe que se matan entre sí a unos niveles que eclipsan a las víctimas de nuestras dos guerras mundiales3. El registro arqueológico no es más halagüeño. Enterrados en el suelo y ocultos en cuevas yacen testimonios silenciosos de una prehistoria sangrienta que se remonta a cientos de miles de años. Entre esos testimonios hay esqueletos con señales de habérseles arrancado la cabellera, muescas producidas por hachas y puntas de flecha incrustadas en ellos; armas parecidas a los tomahawks y mazos que no tienen utilidad alguna para la caza, sino que están diseñados para el homicidio; fortificaciones como empalizadas de troncos afilados; y pinturas de los diversos continentes en las que se muestra a hombres disparándose mutuamente flechas, lanzas o boomerangs y caer derribados por estas armas4. Durante décadas, los «antropólogos de la paz» negaban que algún grupo humano hubiera practicado el canibalismo en algún momento, pero las pruebas que demuestran lo contrario se han ido acumulando y hoy las hay que son concluyentes. En un yacimiento del sudoeste de Estados Unidos, los arqueólogos han encontrado huesos humanos que habían sido cortados como los huesos de animales que se utilizaban como alimento. También encontraron rastros de mioglobina humana (una proteína muscular) en fragmentos de vasijas y en unos excrementos humanos fosilizados —algo concluyente—5. Los miembros del Homo antecessor, parientes del ancestro común de los neanderthales y los humanos modernos, también se agredían y se masacraban entre ellos, lo cual indica que la violencia y el canibalismo se remontan a hace 800.000 años6.

La guerra sólo es una de las formas en que las personas matan a otras personas. En gran parte del mundo, la guerra adopta la forma de una violencia a más pequeña escala, como las luchas étnicas, las batallas territoriales, las enemistades sangrientas y los homicidios individuales. Tampoco aquí, pese a las mejoras innegables, existe algo llamado «paz». Aunque las sociedades occidentales han visto cómo descendía el índice de asesinatos entre diez y cien veces durante el siglo XX, Estados Unidos perdió en este siglo un millón de personas víctimas del homicidio, y un hombre estadounidense tiene más o menos el 0,50% de probabilidades de morir asesinado7.

La historia acusa a nuestra especie no sólo por el número de muertes, sino por la forma en que se han cometido. Cientos de millones de cristianos decoran sus casas y adornan sus cuerpos con la copia de un artilugio que causó una agonía de una crueldad inimaginable a personas que eran una molestia para los políticos romanos. No es más que un ejemplo de las interminables variaciones de la tortura que la mente humana ha ideado a lo largo de los milenios, muchas de ellas lo bastante comunes como para haberse convertido en palabras de nuestro léxico: crucificar, despellejar, lapidar; el garrote, el potro, la empulguera. El Ivan Karamazov de Dostoievski, sabedor de las atrocidades cometidas por los turcos en Bulgaria, dijo: «Ningún animal podría ser jamás tan cruel como el hombre, de una crueldad tan ingeniosa y tan artística». Los informes anuales de Amnistía Internacional demuestran que la crueldad artística no es en modo alguno cosa del pasado.

La reducción de la violencia a pequeña y gran escala es una de nuestras mayores preocupaciones morales. Deberíamos emplear cualquier instrumento intelectual al alcance para comprender qué hay en la mente humana y en la organización social que lleva a las personas a herir y matar tanto. Pero, como ocurre con las otras preocupaciones morales que hemos examinado en esta parte del libro, el esfuerzo por entender qué es lo que ocurre se lo ha apropiado el esfuerzo por legislar la respuesta correcta. En el caso de la violencia, la respuesta correcta es que ésta nada tiene que ver con la naturaleza humana, sino que es una patología causada por elementos malignos externos a nosotros. La violencia es una conducta que la cultura enseña, o una enfermedad infecciosa endémica de ciertos medios.

Esta hipótesis se ha convertido en el dogma fundamental de una fe secular, confesado repetidamente en las declaraciones públicas como una plegaria diaria o una jura de bandera. Recordemos la resolución de la UNESCO de Ashley Montagu, según la cual la biología corrobora un espíritu de «hermandad universal», y a los antropólogos que creían que «probablemente la no violencia y la paz son la norma en la mayor parte de la prehistoria humana». En los años ochenta, muchas organizaciones dedicadas a las ciencias sociales aprobaban la Declaración de Sevilla, según la cual es «científicamente incorrecto» manifestar que los seres humanos tienen un «cerebro violento» o que la violencia se ha impuesto en la selección8. «La guerra no es un instinto, sino una invención», señalaba Ortega y Gasset, en consonancia con su afirmación de que el hombre no tiene naturaleza, sino sólo historia9. Una reciente Declaración de Naciones Unidas sobre la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres anunciaba que «la violencia forma parte de un proceso histórico, y no es natural ni nace de un determinismo biológico». Un anuncio de 1999 de la Fundación Nacional para la Prevención de la Violencia decía que «la violencia es una conducta aprendida»10.

Otro signo de este planteamiento de la violencia basado en la fe es la afirmación de la certeza de que las explicaciones medioambientales particulares son correctas. Conocemos las causas de la violencia, se repite, y también sabemos cómo eliminarla. Sólo una falta de entrega nos ha impedido hacerlo. Recordemos que Lyndon Johnson decía que «todos sabemos» que las condiciones que alimentan la violencia son la ignorancia, la discriminación, la pobreza y la enfermedad. En 1997, un artículo sobre la violencia aparecido en una conocida revista científica citaba a un genetista clínico que se hacía eco de las palabras de Johnson:

Sabemos cuáles son las causas de la violencia de nuestra sociedad: la pobreza, la discriminación, el fracaso de nuestro sistema educativo. No son los genes los que causan la violencia en nuestra sociedad. Es nuestro sistema social11.

Los autores del artículo, los historiadores Betty y Daniel Kevles, convenían:

Necesitamos una educación mejor, una alimentación mejor e intervenir en los hogares disfuncionales y en la vida de los niños maltratados, quizás hasta el punto de alejarles del control de sus padres incompetentes. Pero tales respuestas serían caras y socialmente controvertidas12.

El credo según el cual la violencia es una conducta aprendida a menudo apunta como causa a unos elementos concretos de la cultura estadounidense. Un miembro de un grupo de control de los juguetes hace poco le decía a un periodista: «La violencia es una conducta aprendida.

Todo juguete es educativo. La cuestión es qué queremos que aprendan nuestros hijos»13. La violencia de los medios de comunicación es otro sospechoso habitual. Como afirmaban recientemente dos expertos en salud pública:

La realidad es que los niños aprenden a valorar y usar la violencia para resolver sus problemas y afrontar las pasiones. Lo aprenden de modelos de su familia y de su comunidad. Lo aprenden de los héroes que ponemos ante ellos en la televisión, el cine y los videojuegos14.

Los malos tratos infantiles, recientemente señalados en Why They Kilt, de Richard Rhodes, es la tercera causa que se alega. «La tragedia es que las personas que han sido maltratadas suelen convertirse en personas que infligen malos tratos», decía el presidente de la Fundación de Política de Justicia Penal. «Es un círculo que podríamos romper, pero implica algunos costes. Como sociedad, no hemos invertido nuestros recursos en ello15.» Obsérvese en todas estas afirmaciones cómo se recita el credo («La violencia es una conducta aprendida»), la certeza de que es verdad («La realidad es») , y la acusación de que padecemos una falta de compromiso («No hemos invertido nuestros recursos en ello»), más que una ignorancia sobre cómo resolver el problema.

En muchas explicaciones se culpa a la «cultura», concebida como un superorganismo que enseña, imparte órdenes y reparte premios y castigos. Un columnista del Boston Globe no se debió de percatar de la circularidad de su razonamiento cuando escribía:

Entonces, ¿por qué Norteamérica es más violenta que otras democracias occidentales industrializadas? Es nuestra predisposición cultural para la violencia. Nos pegamos, nos vapuleamos, nos apuñalamos y nos disparamos mutuamente porque es nuestro imperativo cultural hacerlo16.

Cuando la cultura se entiende como una entidad con creencias y deseos, las creencias y los deseos de las personas no importan. Después de que, en 1995, Timothy McVeigh hiciera saltar por los aires un edificio federal en Oklahoma, un atentado en el que murieron 168 personas, el periodista Alfie Kohn ridiculizaba a los norteamericanos que «se quejan de la responsabilidad individual» y atribuían el atentado al individualismo norteamericano: «En este país tenemos una adicción cultural a la competencia. En las aulas y en los campos de juego se nos enseña que las otras personas son obstáculos para nuestro éxito17». Una explicación similar del atentado atribuía la culpa a los símbolos estadounidenses, por ejemplo el águila que agarra las flechas del escudo nacional, y los lemas de los Estados, entre ellos «Vivir libres o morir» (New Hampshire) y «Con la espada procuramos la paz, pero bajo la libertad» (Massachusetts)18.

Una reciente teoría popular atribuye la violencia de Estados Unidos a una concepción nociva y especialmente norteamericana de la masculinidad que se inculca a los niños. La psicóloga social Alice Eagly explicaba así el caso de los francotiradores: «Este tipo de comportamiento ha formado parte del rol masculino tal como se ha construido en la cultura de Estados Unidos, desde la tradición de fronteras en adelante19». Según la teoría, popularizada en éxitos de ventas como Raising Cain, de Dan Kindlon, y Comprender y ayudar a los chicos de hoy, de William Pollack, estamos atravesando una «crisis nacional de la juventud masculina de Norteamérica», cuya causa es el hecho de que se obliga a los chicos a separarse de sus madres y reprimir sus emociones. «¿Qué les pasa a los hombres?», preguntaba un artículo del Boston Globe Magazine. «La conducta violenta, la distancia emocional y unos índices superiores de drogadicción no se pueden explicar con las hormonas —responde—. El problema, dicen los expertos, son unas creencias culturales sobre la masculinidad, todo lo que engloba la expresión "un hombre de verdad"20

La afirmación «La violencia es una conducta aprendida» es un mantra que repiten los pensadores de derechas para mostrar que creen que la violencia se debe reducir. No se basa en ningún estudio sólido. La triste realidad es que, a pesar de que se asegure repetidamente que «conocemos las situaciones que alimentan la violencia», apenas contamos con alguna pista. Las drásticas oscilaciones en los índices de delincuencia —elevados en los años sesenta y los ochenta, más bajos en los años noventa— siguen desafiando cualquier explicación simple. Y la culpabilidad de los sospechosos habituales en esa interpretación de la violencia no está demostrada en absoluto, y a veces es falsa. Algo mucho más ostensible en el caso de factores como la «nutrición» y la «enfermedad», que se incluyen con mucha retórica en las listas de los trastornos sociales en los que presuntamente se origina la violencia. No hay pruebas, por decirlo con toda modestia, de que la violencia esté causada por una deficiencia de vitaminas ni por una infección bacteriológica. Pero tampoco existen pruebas de las otras supuestas causas.

Los padres agresivos a menudo tienen hijos agresivos, pero quienes concluyen que la agresividad se aprende de los padres en un «ciclo de violencia» nunca contemplan la posibilidad de que las tendencias violentas se puedan heredar, como se pueden aprender. A menos que uno considere los hijos adoptados y demuestre que actúan más como sus padres adoptivos que como sus padres biológicos, los ciclos de violencia no demuestran nada. Asimismo, los psicólogos que señalan que los hombres cometen más actos de violencia que las mujeres, y culpan de ello a una cultura de la masculinidad, llevan unas anteojeras intelectuales que no les dejan ver que los hombres y las mujeres difieren en su biología además de en sus roles sociales. Los niños estadounidenses están expuestos a modelos de rol violentos, qué duda cabe, pero también lo están a payasos, pastores, cantantes de folk y drag queens; la cuestión es por qué los niños piensan que merece más la pena imitar a unos que a otros.

Para demostrar que la causa de la violencia está en unos temas especiales de la cultura norteamericana, la prueba mínima debería ser la existencia de una correlación en la que las culturas que contengan esos temas también tiendan a ser más violentas. Y, de existir, ni siquiera esta correlación demostraría que los temas culturales causan la violencia, y no al revés. Pero, en primer lugar, es posible que no exista esa correlación.

Para empezar, la cultura norteamericana no es excepcionalmente violenta. Todas las sociedades tienen violencia, y la norteamericana no es la más violenta de la historia, ni siquiera del mundo actual. La mayoría de los países del Tercer Mundo, y muchas de las antiguas repúblicas de la Unión Soviética, son considerablemente más violentos, y no tienen nada que se parezca a la tradición de individualismo de Estados Unidos21. En lo que respecta a las normas de la masculinidad y el sexismo, España tiene su machismo, Italia su braggadocio20a y Japón sus rígidos roles de género y, sin embargo, sus índices de homicidios son una fracción de los de Estados Unidos, un país más influido por el feminismo. El arquetipo del héroe masculino dispuesto a usar la violencia por una causa justa es uno de los motivos más comunes de la mitología, y se puede encontrar en muchas culturas que tienen unos índices de delincuencia violenta relativamente bajos. James Bond, por ejemplo —que tiene auténtica licencia para matar—, es británico, y las películas de artes marciales son populares en muchos países asiáticos industrializados. En cualquier caso, sólo un ratón de biblioteca que nunca haya visto una película o un programa de televisión norteamericanos podría pensar que en ellos se glorifica a esos fanáticos asesinos como Timothy McVeigh que disparan de forma indiscriminada contra compañeros de clase en las cafeterías de los institutos. Los héroes masculinos de los medios de comunicación de masas son mucho más morales: luchan contra los malos.

Tanto entre los políticos conservadores como entre los profesionales de la salud liberales, es artículo de fe que la violencia de los medios de comunicación es una causa importante de la delincuencia violenta en Estados Unidos. La Asociación Médica Americana, la Asociación Psicológica Americana y la Academia Americana de Pediatría declararon ante el Congreso que más de 3.500 estudios habían analizado esa conexión, y sólo en dieciocho de ellos no se la pudo encontrar. Una cifra que a cualquier científico social le olerá a chamusquina, y que el psicólogo Jonathan Freedman decidió investigar por su cuenta. De hecho, sólo doscientos estudios han buscado una conexión entre la violencia de los medios y la conducta violenta, y más de la mitad no consiguieron encontrarla22. En los otros estudios se encontraron unas correlaciones pequeñas y que se pueden explicar perfectamente de otro modo —por ejemplo, que los niños violentos buscan divertirse de forma violenta, y que las secuencias llenas de acción excitan a los niños de forma temporal, pero no les afectan de modo permanente—. La conclusión de Freedman y otros psicólogos que han repasado la literatura es que la exposición a la violencia de los medios de comunicación tiene poco efecto, o ninguno, en el comportamiento violento en el mundo23. Las pruebas de la historia reciente señalan lo mismo. La gente era mucho más violenta en los siglos anteriores a la invención del cine y la televisión. Los canadienses ven los mismos programas que los estadounidenses, pero su índice de homicidios es sólo del 25% comparado con el de sus vecinos. Cuando la colonia británica de Santa Helena instaló la televisión por primera vez en 1995, sus habitantes no se volvieron más violentos24. Los videojuegos aparecieron en los años noventa, un momento en que esos índices de delincuencia cayeron en picado.

¿Y los demás sospechosos habituales? Las armas, la discriminación y la pobreza desempeñan un papel en la violencia, pero en ningún caso se trata de un papel simple ni decisivo. Es evidente que las armas hacen más fácil que las personas maten y más difícil que, antes de que se produzca una muerte, traten de suavizar el enfrentamiento, de modo que se multiplica el carácter letal de los conflictos, grandes y pequeños. No obstante, muchas sociedades tuvieron un grado escalofriante de violencia antes de que se inventaran las armas, y la gente no se mata entre sí automáticamente por el hecho de que puedan acceder a las armas. Los israelíes y los suizos están armados hasta los dientes, pero tienen una baja tasa de delincuencia personal violenta, y entre los Estados norteamericanos, Maine y Dakota del Norte tienen los índices más bajos de homicidios pese a que prácticamente en todos los hogares hay un arma25. La idea de que las armas aumentan la delincuencia letal, aunque sea perfectamente verosímil, ha sido tan difícil de demostrar que en 1998 el estudioso del derecho John Lott publicó un libro de análisis estadísticos con un título que hace ostentación de la conclusión contraria: More Guns, Less Crime («Más armas, menos delincuencia»). Aun en el caso de que se equivocara, como sospecho que ocurre, no es fácil demostrar que más armas signifiquen más delincuencia.

También en el caso de la discriminación y la pobreza es difícil demostrar la existencia de una relación directa entre causa y efecto. Los inmigrantes chinos que llegaron a California en el siglo XIX, y los estadounidenses japoneses durante la Segunda Guerra Mundial, se enfrentaron a una dura discriminación, pero no reaccionaron con un mayor grado de violencia. Las mujeres son más pobres que los hombres y es más probable que necesiten dinero para alimentar a sus hijos, pero son menos proclives a robar empleando la fuerza. Diferentes subculturas del mismo nivel de pobreza pueden variar radicalmente en su grado de violencia y, como veremos, en muchas culturas relativamente ricas, los hombres pueden emplear la fuerza letal con cierta facilidad26. Nadie podría poner reparos a un programa bien diseñado del que se hubiera demostrado que reduce la delincuencia, pero no se puede culpar simplemente de ésta a una falta de este tipo de programas sociales. Estos programas vieron su apogeo por primera vez en los años sesenta, la década en que los índices de delincuencia violenta se dispararon.

Investigadores de la violencia de orientación científica entonan un mantra distinto: «La violencia es un problema de salud pública». Según el Instituto Nacional de Salud Mental, «la violencia se puede entender —y prevenir— mejor si se ataca como si fuera una enfermedad contagiosa que se desarrolla en individuos vulnerables y en zonas deprimidas». De la teoría de la salud pública se han hecho eco muchas organizaciones profesionales, como la Sociedad Psicológica Americana y los Centros de Control de Enfermedades, y figuras políticas tan diversas como el Director General de Salud Pública de la administración Clinton y el senador republicano Arlen Specter27. En el planteamiento de la salud pública se intenta identificar los «factores de riesgo», que son más habituales en las zonas pobres que en las ricas. Entre ellos se encuentran el abandono y los malos tratos infantiles, la disciplina severa e incoherente, el divorcio, la mala alimentación, la intoxicación por plomo, las lesiones en la cabeza, el trastorno de hiperactividad y déficit de atención no tratado y la ingesta de alcohol y cocaína durante el embarazo.

Los investigadores de esta tradición se sienten orgullosos de que su enfoque es a la vez «biológico» —miden los fluidos corporales y toman fotografías del cerebro— y «cultural» —buscan las causas medioambientales de las condiciones del cerebro que se pudieran mejorar con las correspondientes medidas de salud pública—. Lamentablemente hay un fallo ostensible en toda la analogía. Una buena definición de enfermedad o trastorno es que consiste en el sufrimiento que experimenta un individuo debido a un mal funcionamiento de un mecanismo de su cuerpo28. Pero, como señalaba recientemente el autor de un artículo de Science: «A diferencia de la mayoría de las enfermedades, normalmente quien define la agresión como problema no es quien la comete; lo hace el entorno. Las personas violentas pueden pensar que funcionan con normalidad, y algunas incluso pueden disfrutar de sus arrebatos ocasionales y oponerse al tratamiento29». Aparte de la perogrullada de que la violencia es más habitual en ciertas personas y lugares que en otros, la teoría de la salud pública tiene poco que aportar. Como veremos, la violencia no es una enfermedad en ningún sentido médico.

Las teorías medioambientales puras de la violencia siguen siendo artículo de fe porque encarnan la Tabla Rasa y al Buen Salvaje. Según estas teorías, la violencia no es una estrategia natural del repertorio humano; es fruto de una conducta aprendida, de la intoxicación por alguna sustancia, o el síntoma de una enfermedad contagiosa. En los primeros capítulos veíamos el atractivo moral de este tipo de doctrinas: diferenciar entre los creyentes en la doctrina y los patrioteros de los primeros tiempos y los villanos de las distintas clases; convencer a las personas de que no piensen que la violencia sea «natural», en el sentido de «buena»; expresar la convicción optimista de que la violencia se puede eliminar, sobre todo mediante programas sociales propicios, más que mediante el castigo disuasorio; alejarse todo lo posible de la postura radiactiva de que algunos individuos, algunas clases o razas son innatamente más violentos que otros.

Y sobre todo, las teorías de la conducta aprendida o de la salud pública son declaraciones morales, confesiones públicas cuyo autor reconoce que se opone a la violencia. Condenar la violencia es bueno, por supuesto, pero no si se disfraza de una pretensión empírica sobre nuestra constitución psicológica. Tal vez el mejor ejemplo de esta voluntariosa confusión es el de Ramsey Clark, fiscal general de la administración Johnson y autor del éxito de ventas de los años setenta Crime in America.

Al defender que la justicia penal debería cambiar el castigo por la reinserción, Clark explicaba:

La teoría de la reinserción se basa en la creencia de que las personas sanas y racionales no lesionarán a los demás, comprenderán que la conducta que no provoca daño es la que mejor sirve al individuo y a su sociedad, y que una sociedad justa tiene la capacidad de ofrecer salud, unas metas y oportunidades a todos los ciudadanos. El individuo reinsertado no tendrá la capacidad de perjudicar a otro ni de destruir la propiedad; no podrá dedicarse a ello30.

¡Ojalá! Esta teoría constituye un claro ejemplo de falacia moralista: sería tan bonito que la idea fuera verdad que todos deberíamos pensar que es verdad. El problema es que no lo es. La historia ha demostrado que muchas personas sanas y racionales se pueden dedicar a lesionar a los demás y a destruir la propiedad porque, trágicamente, los intereses de un individuo a veces se sirven mediante el daño a otros (en especial si se eliminan las penas por dañar a los demás, una paradoja que Clark parece que pasó por alto). Los conflictos de intereses son inherentes a la condición humana, y como señalan Martin Daly y Margo Wilson: «Matar al adversario es la técnica definitiva para la resolución de un conflicto31».

Hay que reconocer que es fácil equiparar la salud y la racionalidad con la moral. Las metáforas son omnipresentes en la lengua, como cuando al malhechor le llamamos idiota, degenerado, depravado, trastornado, loco, maligno, psicópata, enfermo o retorcido. Pero las metáforas tienden a confundirnos cuando consideramos las causas de la violencia y las formas de reducirla. Las termitas no funcionan mal cuando se comen las vigas de madera de una casa, ni los mosquitos cuando pican a una víctima y propagan la malaria. Hacen exactamente lo que la evolución diseñó que hicieran, aunque el resultado haga sufrir a las personas. Si los científicos se dedicaran a moralizar sobre estas criaturas o a manifestar que su conducta es patológica, no harían sino llevarnos a callejones sin salida, por ejemplo a la búsqueda de unas influencias «tóxicas» en esas criaturas, o de una «cura» que les devolviera la salud. Por la misma razón, la violencia humana no tiene que ser una enfermedad para que merezca la pena combatirla. En todo caso, lo peligroso es pensar que la violencia es una aberración, porque nos adormece y hace olvidar la facilidad con que aquélla puede estallar en lugares inactivos.

La Tabla Rasa y el Buen Salvaje deben el apoyo con que cuentan no sólo a su atractivo moral, sino a la policía ideológica encargada de su cumplimiento. El pérfido libelo contra Napoleon Chagnon por documentar la guerra entre los yanomami representa el ejemplo más claro del castigo de los herejes, pero no es el único. En 1992 se suprimió una Iniciativa sobre la Violencia, de la Administración para el Alcoholismo, la Drogadicción y la Salud Mental, por unas falsas acusaciones de que en tal investigación se pretendía administrar sedantes a jóvenes de zonas urbanas deprimidas y estigmatizarles como genéticamente inclinados a la violencia. (De hecho, defendía el planteamiento de la salud pública.) Bernardine Healey, responsable de los Institutos Nacionales de Salud, anuló una conferencia y un libro sobre los temas legales y morales en torno a la biología de la violencia, que debía incluir a defensores de todos los puntos de vista. Anuló también una decisión unánime por cuestiones «relacionadas con la sensibilidad y la validez de la conferencia propuesta32». La universidad que patrocinaba la conferencia recurrió y ganó, pero cuando tres años más tarde se celebró la conferencia, el vestíbulo se llenó de manifestantes que, como si fueran a dar material para cómicos, empezaron una batalla de empujones con los asistentes33.

¿Cuál era el objeto de esa sensibilidad tan generalizada? El miedo que se decía tener era que el gobierno definiera el descontento político en respuesta a unas condiciones sociales desiguales como una enfermedad psiquiátrica y acallara con drogas u otros medios peores a quienes se oponían a tales pretensiones. El psiquiatra radical Peter Breggin llamó a la Iniciativa contra la Violencia «la cosa más terrorífica, más racista y más espantosa imaginable» y «la clase de plan que uno asociaría con la Alemania nazi34». Entre las razones estaban «la medicalización de los temas sociales, la declaración de que la víctima de la opresión, en este caso el judío, de hecho es una persona genética y biológicamente defectuosa, la movilización del Estado con fines eugenésicos y biológicos, el uso exhaustivo de la psiquiatría en el desarrollo de programas de control social35». Son unas palabras descabelladas y sin duda paranoicas, pero Breggin las ha repetido de forma incansable, en especial a los políticos afroamericanos y a todos los medios de comunicación. Cualquiera que use las palabras «violencia» y «biología» en el mismo párrafo puede verse en la sombra de la sospecha de racismo, y esto ha afectado al clima intelectual en que se debate la violencia. Nadie ha tenido problemas jamás por decir que la violencia es algo completamente aprendido.

Hay muchas razones para creer que la violencia de los seres humanos no es literalmente una enfermedad ni un deterioro, sino que forma parte de cómo somos. Antes de explicarlas, se me permitirá que disipe dos temores.

El primero es que examinar las raíces de la violencia de la naturaleza humana consiste en reducir la violencia a los genes malos de los individuos violentos, con la desagradable consecuencia de que los grupos étnicos con mayores índices de violencia tienen que tener más genes de esa clase.

Pocas dudas caben de que algunos individuos son constitucionalmente más proclives a la violencia que otros. Pensemos, para empezar, en los hombres: en todas las culturas, los hombres matan a hombres de veinte a cuarenta veces más que las mujeres matan a mujeres36. Y quienes se llevan la mejor parte son los hombres jóvenes, de edades comprendidas entre los quince y los treinta años37. Además, algunos jóvenes son más violentos que otros. Según algunos cálculos, el 7 % de los varones jóvenes comete el 79% de los delitos violentos repetidos38. Los psicólogos creen que los individuos propensos a la violencia tienen un perfil de personalidad distintivo. Suelen ser impulsivos, poco inteligentes, hiperactivos y de atención deficiente. Se les describe como poseedores de un «temperamento oposicional»: son reivindicativos, se enfurecen fácilmente, se resisten al control, molestan deliberadamente y son proclives a culpar de todo a otras personas39. Los más crueles de ellos son psicópatas, personas que carecen de conciencia y constituyen un porcentaje sustancial de los asesinos40. Estos rasgos aparecen en la primera infancia, persisten a lo largo de toda la vida y son en gran medida hereditarios, aunque nunca del todo.

Los sádicos, los exaltados y otros asesinos natos forman parte del problema de la violencia no sólo por el daño que infligen, sino por la postura agresiva que obligan a tomar a los demás como elemento disuasorio y de autodefensa. Pero mi tesis aquí es que no son ellos la parte más importante del problema. Las guerras se inician y se detienen, los índices de criminalidad suben y bajan, las sociedades pasan de militaristas a pacifistas, o al revés, dentro de una misma generación, y todo sin ningún cambio en las frecuencias de los genes locales. Aunque los grupos étnicos difieren hoy en sus índices medios de violencia, las diferencias no exigen una explicación genética, porque el índice de un grupo en un periodo histórico puede coincidir con el de otro grupo en otro periodo histórico. Los dóciles escandinavos de hoy descienden de aquellos vikingos sedientos de sangre, y A’ frica, sacudida por las guerras después de la caída del colonialismo, se parece mucho a la Europa posterior a la caída del Imperio Romano. Cualquier grupo étnico que ha conseguido llegar hasta hoy probablemente tuvo unos ancestros agresivos en un pasado no demasiado lejano.

El segundo temor es que si las personas albergan unos motivos violentos, no pueden evitar ser violentas, o lo han de ser continuamente, como el Diablo de Tasmania de la serie de dibujos animados Looney Tunes que avanza dejando tras de sí una estela de devastación. Este miedo es una reacción a las ideas arcaicas de los simios asesinos, una sed de sangre, un deseo de muerte, un imperativo territorial y un cerebro violento. En realidad, si el cerebro está equipado con estrategias para la violencia, son estrategias contingentes, conectadas a una circuitería complicada que calcula cuándo y dónde se han de aplicar. Los animales aplican la agresividad de formas muy selectivas, y los humanos, cuyo sistema límbico está enredado en los enormes lóbulos frontales, son aún más calculadores, qué duda cabe. Hoy, la mayoría de las personas viven su madurez sin pulsar nunca el botón que activa la violencia.

¿Cuáles son, pues, las pruebas de que nuestra especie ha desarrollado unos mecanismos para la violencia discrecional? Lo primero que hay que tener en cuenta es que la agresividad es una actividad organizada y que tiene unos objetivos, no el tipo de suceso que podría originarse por cualquier mal funcionamiento. Si la máquina de cortar el césped siguiera avanzando después de que la soltáramos y nos hiciera daño en el pie, podríamos sospechar de algún interruptor estropeado o de algún otro fallo.

Pero si la máquina esperara a que saliéramos del garaje para perseguirnos después por todo el jardín, deberíamos concluir que alguien le había instalado un chip que la programó para hacer tal cosa.

La presencia de un chimpancicida deliberado entre nuestros primos los chimpancés abre la posibilidad de que las fuerzas de la evolución, y no sólo las idiosincrasias de una determinada cultura humana, nos prepararan para la violencia. Y la ubicuidad de la violencia en las sociedades humanas a lo largo de la historia y la prehistoria es un sólido indicio de que estamos preparados en ese sentido.

Cuando observamos el cuerpo y el cerebro humanos, encontramos más signos directos de un diseño para la agresividad. El mayor tamaño, la mayor fuerza y la masa superior del cuerpo de los hombres es una señal zoológica de una historia evolutiva de competencia entre machos41. Otros signos incluyen los efectos de la testosterona en el dominio y la violencia (de lo que hablaremos en el capítulo sobre el género) , el sentimiento de ira (completado con el apretar los dientes caninos y el cerrar los puños), la reacción del sistema nervioso automático a la que significativamente llamamos «luchar» o «huir», y el hecho de que el trastorno de los sistemas inhibidores del cerebro (por el alcohol, la lesión del lóbulo frontal o la amígdala, o unos genes defectuosos que intervienen en el metabolismo de la serotonina) puede conducir a ataques agresivos, iniciados por los circuitos del sistema límbico42.

En todas la culturas, los muchachos participan en juegos bruscos, lo cual es una práctica manifiesta de la lucha. También se dividen en coaliciones que compiten de forma agresiva (algo que recuerda la observación atribuida al duque de Wellington de que «la batalla de Waterloo se gestó en los campos de juego de Eton»)43. Y los niños son violentos mucho antes de que les hayan infectado los juguetes bélicos o los estereotipos culturales. La edad más violenta no es la adolescencia, sino la primera infancia, entre 1 año y los 2 años y medio: en un extenso estudio reciente, casi la mitad de los niños que apenas superaban los 2 años, y un porcentaje un poco inferior de niñas, se peleaban, se mordían y se daban patadas. Como señalaba el autor: «Los bebés no se matan entre sí porque no dejamos que puedan acceder a los cuchillos y las armas. La pregunta […] que llevamos treinta años intentando responder es cómo aprenden los niños a ser agresivos. [Pero] es una pregunta equivocada. La pregunta correcta es cómo aprenden a no serlo44».

La violencia sigue estando presente en la mente durante toda la vida. Según estudios independientes realizados en diversos países por los psicólogos Douglas Kenrick y David Buss, más del 80% de las mujeres y el 90% de los hombres tienen fantasías en las que matan a las personas que no les gustan, en especial rivales en el amor, suegros y personas que les hayan humillado en público45. En todas las culturas, los hombres sienten placer al pensar en asesinatos, si hemos de fiarnos de la popularidad de los casos de muertes misteriosas, las novelas policíacas o de espías, las tragedias de Shakespeare, las historias bíblicas, los héroes míticos o los poemas épicos. (Un personaje de Rosenkrantz y Guildenstern han muerto, de Tom Stoppard, pregunta: «Te resultan familiares las grandes tragedias de la Antigüedad, ¿verdad? Los grandes clásicos homicidas».) A la gente también le gusta contemplar el combate estilizado que llamamos «deporte», una competición con metas, persecuciones o peleas, que se completa con los vencedores y los vencidos. Si el lenguaje puede servir de orientación, otros muchos esfuerzos se conceptualizan como formas de agresión: argumentación intelectual (rebatir, vencer o destruir una idea o a quien la propone) , la reforma social (combatir la delincuencia, luchar contra el prejuicio, guerra contra la pobreza, guerra contra las drogas) y el tratamiento médico (luchar contra el cáncer, vencer el sida, guerra contra el cáncer).

De hecho, toda la cuestión de qué es lo que falla (desde el punto social o biológico) cuando alguien se entrega a la violencia está mal planteada. Casi todo el mundo reconoce la necesidad de la violencia para defenderse uno mismo, a la familia y a víctimas inocentes. Los filósofos morales señalan que incluso hay ocasiones en que la tortura está justificada —por ejemplo, cuando se detiene a un terrorista que ha colocado una bomba de relojería en un lugar muy concurrido y se niega a revelar dónde está—. Más en general, que a un modo de pensar violento se le llame «heroico» o «patológico» a menudo depende de quién haya sido el perjudicado. Luchador por la libertad o terrorista, Robin Hood o ladrón, Ángel de la Guarda o miembro de una patrulla parapolicial, mártir o kamikaze, general o dirigente de una banda: son juicios de valor, no clasificaciones científicas. Dudo de que el cerebro o los genes de la mayoría de los protagonistas alabados difieran de los de sus homólogos vilipendiados.

En este sentido, estoy de acuerdo con los científicos radicales que insisten en que nunca comprenderemos la violencia si sólo nos fijamos en los genes o el cerebro de las personas violentas. La violencia es un problema social y político, y no sólo un problema biológico y psicológico. No obstante, los fenómenos que llamamos «sociales» y «políticos» no son acontecimientos externos que afecten de forma misteriosa a los asuntos humanos como si se tratara de unas manchas solares; son interpretaciones compartidas entre los individuos en un determinado momento y un determinado lugar. De modo que no se puede entender la violencia sin una comprensión general de la mente humana.

En lo que resta del capítulo analizaré la lógica de la violencia, y por qué se pueden haber desarrollado los sentimientos y los pensamientos que se le dedican. Es necesario hacerlo para desenredar el nudo de las causas biológicas y culturales que hacen de la violencia algo tan desconcertante. Puede ayudar a explicar por qué las personas están preparadas para la violencia pero actúan según tales inclinaciones sólo en unas determinadas circunstancias; cuándo la violencia es racional, al menos en cierto sentido, y cuándo es manifiestamente contraproducente; por qué es más frecuente en ciertos momentos y lugares que en otros, pese a no existir ninguna diferencia genética entre los actores; y, por último, cómo podríamos reducir y evitar la violencia.

El primer paso para entender la violencia es dejar de lado el rechazo que sentimos por ella, y hacerlo durante el tiempo suficiente para examinar por qué, desde el punto de vista personal o evolutivo, a veces la violencia puede resultar rentable. Para ello es necesario invertir la formulación del problema: no por qué se produce la violencia, sino por qué se evita. Al fin y al cabo, la moral no entró en el universo con el Big Bang para luego invadirlo como si fuera una radiación de fondo. La descubrieron nuestros ancestros después de miles de millones de años del proceso moralmente indiferente conocido como selección natural.

En mi opinión, donde mejor se determinan las consecuencias de esta amoralidad de fondo es en el Leviatán de Hobbes. Lamentablemente, la frase sucinta de Hobbes de «asqueroso, brutal y breve» y su imagen de un Leviatán todopoderoso que hace que estemos todos como el perro y el gato ha llevado a las personas a interpretar mal su tesis. Lo habitual es interpretar que Hobbes propone que al hombre en estado natural se le cargó con un impulso irracional hacia el odio y la destrucción. En realidad, su análisis es más sutil, y quizás incluso más trágico, porque demostró que la dinámica de la violencia procede de unas interacciones entre agentes racionales y autointeresados. La biología evolutiva, la teoría del juego y la psicología social han redescubierto el análisis de Hobbes, que yo voy a utilizar para organizar mi exposición de la lógica de la violencia antes de ocuparme de cómo los seres humanos emplean los instintos pacíficos para contrarrestar los violentos.

El siguiente es el análisis que precedía al famoso pasaje de la «vida del hombre»:

De modo que en la naturaleza del hombre encontramos tres causas principales de las peleas. En primer lugar, la competencia; segundo, la inseguridad; tercero, la gloria. La primera hace que los hombres invadan por la ganancia; la segunda, por la seguridad; y la tercera, por la reputación. La primera usa la violencia para adueñarse de las personas, las mujeres, los hijos y el ganado de otros hombres; la segunda, para defenderlos; la tercera, por nimiedades, como una palabra, una sonrisa, una opinión diferente y cualquier otro signo de menosprecio, sea en relación directa con sus personas, o de forma refleja con sus familiares, sus amigos, su país, su profesión o su nombre46.

En primer lugar, la competencia. La selección natural funciona por la competencia, que significa que los productos de la selección natural —máquinas de supervivencia, en la metáfora de Richard Dawkins—, por defecto, deberían hacer cualquier cosa que les ayudara a sobrevivir y reproducirse. Explica este autor:

Para una máquina de supervivencia, otra máquina de supervivencia (que no sea su propio hijo ni otro pariente cercano) forma parte de su entorno, como una roca, un río o un pedazo de comida. Es algo que se cruza en el camino, o algo que se puede explotar. Difiere de una roca o un río en un sentido importante: tiende a responder. Ello se debe a que también ella es una máquina que conserva sus genes inmortales para la posteridad, y que tampoco se detendrá ante nada para preservarlos. La selección natural favorece los genes que controlan sus máquinas de supervivencia de tal forma que hagan el mejor uso de su entorno. Esto incluye hacer el mejor uso de otras máquinas de supervivencia, tanto de la misma especie como de especies distintas47.

Si se interpone un obstáculo en el camino de algo que un organismo necesite, hay que neutralizar el obstáculo, y para ello, inutilizarlo o eliminarlo. Esto incluye los obstáculos que resultan ser otros seres humanos, por ejemplo, quienes monopolicen unas tierras o unas fuentes de alimento deseables. Incluso entre los Estado-nación modernos, un motivo importante para la guerra es el puro autointerés. El científico político Bruce Bueno de Mesquita analizó los instigadores de 251 conflictos reales de los dos últimos siglos, y concluyó que en la mayoría de los casos el agresor calculó correctamente que una invasión que tuviera éxito iba a satisfacer sus intereses nacionales48.

Otro obstáculo humano es el que forman los hombres que monopolizan unas mujeres que, de otro modo, se podrían tomar como esposas. Hobbes llamó la atención sobre el fenómeno sin conocer la razón evolutiva, que siglos más tarde daría Robert Trivers: la diferencia de las inversiones parentales mínimas de machos y hembras hace de la capacidad reproductora de las hembras un bien escaso por el que los machos compiten49. Esto explica por qué los hombres son el sexo violento, y también por qué siempre tienen algo por lo que pelearse, incluso cuando sus necesidades de supervivencia están satisfechas. Estudios sobre la guerra en las sociedades anteriores a la creación del Estado confirman que no es necesario que los hombres padezcan una escasez de alimentos o de tierras para entregarse a la guerra50. Muchas veces saquean pueblos para raptar a las mujeres, para vengarse de raptos anteriores o para defender sus intereses en disputas sobre intercambios de mujeres para matrimonios. En las sociedades en que las mujeres intervienen más en las decisiones, los hombres siguen peleándose por ellas y compiten por el estatus y la riqueza que suelen atraerlas. La competencia puede ser violenta porque, como señalan Daly y Wilson: «Cualquier criatura en que se observe que va camino de un completo fracaso reproductor ha de realizar el máximo esfuerzo, a veces hasta correr peligro de muerte, para intentar mejorar su trayectoria vital51». Por consiguiente, los jóvenes que se encuentran en esa situación tenderán a arriesgar la vida para mejorar sus probabilidades en las apuestas por el estatus, la riqueza y las compañeras52. En todas las sociedades, el sector demográfico es el que concentra los agitadores, los delincuentes y la carne de cañón. Una de las razones por las que la tasa de delincuencia se disparó en los años sesenta es que los chicos del baby boom empezaron a llegar a la edad en que los hombres son más propensos a la delincuencia53. Aunque son muchas las razones de por qué los países difieren en su disposición a librar la guerra, un factor es simplemente la proporción de la población que constituyen los hombres de entre 15 y 25 años54.

Los lectores modernos tal vez piensen que no puede ser verdad todo este análisis tan egoísta, porque no podemos imaginar que las otras personas no sean más que partes de nuestro entorno que tal vez haya que neutralizar, como hay que neutralizar las malas hierbas del jardín. A menos que seamos unos psicópatas, comprendemos a los demás y no sabemos tratarles alegremente como unos obstáculos o una presa. Sin embargo, esa comprensión no ha impedido que las personas hayan cometido todo tipo de atrocidades a lo largo de la historia y de la prehistoria. La contradicción se puede resolver si recordamos que las personas disciernen un círculo moral que tal vez no abarque a todos los seres humanos sino sólo a los miembros de su clan, su pueblo o su tribu55. Dentro del círculo, nuestros semejantes son el blanco de nuestra comprensión; fuera, se les trata como a una roca, un río o un pedazo de comida. En uno de mis anteriores libros, decía que el lenguaje de los wari, un pueblo del Amazonas, tiene una serie de clasificadores sustantivos que distinguen los objetos comestibles de los no comestibles, y que la clase de los comestibles incluye a cualquiera que no sea miembro de la tribu. Esto llevó a la psicóloga Judith Rich Harris a observar:

In the Wari dictionary Food’s defined as «Not a Wari».

Their dinners are a lot of fun For all but the un-Wari one55a.

El canibalismo nos resulta tan repugnante que durante años ni siquiera los antropólogos reconocieron que fue algo habitual en la prehistoria. Es fácil pensar: ¿es posible que otros seres humanos fueran capaces de verdad de algo tan abyecto? Pero, evidentemente, los defensores de los derechos de los animales tendrán también una mala opinión parecida de quienes consumen carne, que no sólo causan millones de muertes que se podrían evitar, sino que lo hacen con absoluta crueldad: castran y marcan al ganado sin ningún anestésico, empalan los peces por la boca, dejan que se ahoguen en la barca, hierven las langostas vivas. No es mi intención hacer una defensa del vegetariano, sino arrojar un poco de luz sobre cómo entiende el ser humano la violencia y la crueldad. La historia y la etnografía indican que las personas pueden tratar a los extraños como hoy tratamos nosotros a las langostas, y nuestra incomprensión de tales actos se puede comparar a la incomprensión que de los nuestros tienen los defensores de los derechos de los animales. No es casualidad que Peter Singer, el autor de The Expanding Circle, sea también el autor de Liberación animal.

La observación de que las personas pueden ser moralmente indiferentes con otras personas que estén fuera de su círculo mental sugiere de inmediato un punto de partida para el esfuerzo por reducir la violencia: comprender la psicología del círculo lo suficientemente bien como para estimular a las personas para que pongan en él toda su humanidad. En los capítulos anteriores veíamos que el círculo moral ha ido creciendo a lo largo de los milenios, empujado por las redes en expansión de la reciprocidad que hacen que los otros seres vivos tengan más valor vivos que muertos56. Como dice Robert Wright: «Una de las muchas razones por las que pienso que no debemos bombardear a los japoneses es que son ellos quienes fabrican mi minicamioneta». Otras tecnologías han contribuido a una visión cosmopolita que facilita imaginar puntos de intercambio con otras personas. Entre ellas están la alfabetización, los viajes, el conocimiento de la historia y un arte realista que ayuda a las personas a proyectarse en la vida cotidiana de las personas que en otros tiempos pudieron ser sus enemigos mortales.

Hemos visto también que el círculo se puede encoger. Recordemos que Jonathan Glover demostró que las atrocidades muchas veces van acompañadas de unas tácticas de deshumanización, tales como el uso de nombres peyorativos, unas condiciones denigrantes, un vestido humillante y comentarios que explotan el sufrimiento57. Estas tácticas pueden activar algún interruptor mental y reclasificar a un individuo de «persona» a «no persona», y así hacer que a uno le resulte tan fácil torturar o matar a esa persona como para nosotros lo es cocer viva una langosta. (Quienes se burlan de los nombres políticamente correctos de las minorías étnicas, yo incluido, deberían pensar que en un principio se basaron en unos principios humanitarios.) El psicólogo social Philip Zimbardo ha demostrado que, incluso entre los alumnos de una universidad de elite, la táctica de la deshumanización puede sacar fácilmente a una persona del círculo moral de otra. Zimbardo simuló una cárcel en el sótano del departamento de psicología de la Universidad de Stanford y, de forma aleatoria, asignó a los alumnos el papel de prisionero o de guardia. Los «prisioneros» tenían que llevar blusones, grilletes y una gorras elásticas de nailon, y se les llamaba por un número de serie. Muy pronto los «guardias» empezaron a maltratar a los «prisioneros» —se ponían de pie sobre su espalda cuando hacían flexiones, les rociaban con los extintores, les obligaban a limpiar los aseos con las manos desnudas—, y Zimbardo detuvo el experimento para garantizar la seguridad de los sujetos58.

En otro sentido, de vez en cuando se pueden imponer los signos de la humanidad de la víctima y activar de nuevo el interruptor de la comprensión. Cuando George Orwell luchaba en la Guerra Civil española, en cierta ocasión vio a un hombre que huía para salvar la vida medio desnudo y sujetándose los pantalones con la mano. «Me reprimí de dispararle —escribía Orwell—. No disparé en parte por ese detalle de los pantalones. Había venido a matar fascistas; pero un hombre que trata de que no se le caigan los pantalones no es un fascista; evidentemente es una criatura amiga, un semejante59.» Glover recuerda otro ejemplo, que contaba un periodista sudafricano:

En 1985, en la antigua Sudáfrica del apartheid, hubo una manifestación en Durban. La policía cargó contra los manifestantes con la habitual violencia. Un policía perseguía a una mujer negra con la clara intención de pegarle con la porra. La mujer, mientras corría, resbaló. El brutal policía era también un joven afrikaner educado, que sabía que cuando una mujer pierde el zapato, uno se lo recoge. Sus miradas se cruzaron cuando el policía le entregó el zapato a la mujer. Luego la dejó, pues ya no tenía sentido que la aporreara60.

Sin embargo, no debemos engañarnos y pensar que la reacción de Orwell (una de las más grandes voces morales del siglo XX) y del «educado» afrikaner sea la habitual. Muchos intelectuales piensan que la mayoría de los soldados no consiguen disparar su arma en la batalla. Algo que parece increíble, si se tienen en cuenta los millones de soldados muertos en las guerras del siglo pasado. (Esto me recuerda al profesor de Acróbatas, de Stoppard, que decía que, según la paradoja de Zenón, la flecha nunca puede llegar a la diana, de modo que san Sebastián debió de morir del susto.) Resulta que la creencia se remonta a un estudio único y dudoso sobre los soldados de infantería de la Segunda Guerra Mundial. En entrevistas posteriores, los soldados negaban incluso que se les hubiera preguntado si habían disparado sus armas, y no digamos que hubiesen dicho que no61. Estudios recientes sobre soldados que intervienen en batallas y sobre participantes en masacres étnicas concluyen que estas personas muchas veces matan con entusiasmo, a veces en un estado que definen de «alegría» o de «éxtasis62».

Las anécdotas de Glover refuerzan la esperanza de que las personas sean capaces de colocar a los extraños dentro del círculo moral a prueba de violencia. Pero también nos recuerdan que la situación por defecto puede ser dejarlas fuera.

En segundo lugar, la inseguridad, en el sentido de «desconfianza». Hobbes había traducido la Historia de la Guerra del Peloponeso, de Tucídides, y se quedó sorprendido por la observación de éste de que «lo que hizo la guerra inevitable fue el crecimiento del poder de los atenienses y el miedo que esto causó en Esparta». Si uno tiene vecinos, éstos podrán codiciar lo que tiene, en cuyo caso se convertirá en un obstáculo para sus deseos. Por lo tanto, uno ha de estar preparado para defenderse. La defensa es algo incierto, incluso con las murallas de los castillos, la Línea Maginot o los misiles antibalísticos, y más incierto aún sin todo ello. La única opción para la autoprotección quizá sea eliminar a los vecinos potencialmente hostiles primero, mediante un ataque preventivo. Como aconsejaba Yogi Berra: «La mejor defensa es un buen ataque, y viceversa».

Lo trágico es que se puede llegar a esta conclusión aunque uno no tenga el más mínimo asomo de agresividad. Todo lo que se necesita es darse cuenta de que los demás pueden codiciar lo que uno tiene, y un fuerte deseo de no ser masacrado. Y lo más trágico aún es que los vecinos tienen todas las razones para moverse por la misma deducción, y si así lo hacen, el miedo que uno siente es mucho más imperativo, por lo que un ataque preventivo resulta mucho más tentador, lo cual, a su vez, hace mucho más tentador un ataque preventivo por parte del vecino, y así sucesivamente.

La «trampa hobbesiana», como hoy se le llama, es una causa omnipresente de conflicto violento63. El científico político Thomas Schelling proponía la analogía del propietario armado que sorprende en su casa a un ladrón armado. Ambos pueden sentirse tentados a disparar primero para evitar que el otro le dispare, aunque ninguno de los dos quiera matar al otro. Una trampa hobbesiana que empuja a un hombre contra otro es un tema recurrente en la ficción, como el caso del forajido en las películas del Oeste, las historias de espías y contraespías de las películas de posguerra y la letra de la canción de Bob Marley I Shot the Sheriff.

Pero, como somos una especie social, las trampas hobbesianas suelen impulsar más a unos grupos contra otros. En la cantidad está la seguridad, por esto los seres humanos, unidos por unos genes que comparten o por unas promesas recíprocas, forman coaliciones para protegerse. Lamentablemente, la lógica de la trampa de Hobbes significa que la cantidad también encierra peligros, porque los vecinos pueden temer que se les supere en número y, a su vez, pueden formar alianzas para contener la creciente amenaza. Como la contención de unos es el cerco de otros, se puede agudizar la espiral de peligro. El carácter social humano es la «alianza enredadora», por la que dos partes sin ninguna animadversión previa se pueden encontrar librando una guerra cuando el aliado de una ataca al aliado de la otra. Por esta razón hablo del homicidio y la guerra en el mismo capítulo. En una especie cuyos miembros establecen lazos de lealtad, el primero se puede convertir fácilmente en la segunda.

El peligro es especialmente grave para los humanos porque, a diferencia de la mayoría de los mamíferos, tendemos a ser patrilocales, con unos machos emparentados que viven juntos, en vez de alejarse del grupo cuando llegan a la madurez sexual64. (Entre los chimpancés y los delfines, los machos de la misma familia también viven juntos, y también ellos forman coaliciones agresivas.) Lo que llamamos «grupos étnicos» son familias extensas y numerosas, y, aunque en un grupo étnico moderno los lazos familiares son demasiado lejanos para que el altruismo basado en el parentesco sea significativo, no ocurría lo mismo en las coaliciones pequeñas en que se desarrollaron. Aún hoy los grupos étnicos se suelen percibir a sí mismos como grandes familias, y el papel de las lealtades étnicas en la violencia de un grupo contra otro grupo es evidente65.

La otra característica distintiva del Homo sapiens como especie es, por supuesto, la fabricación de herramientas. La competitividad puede encauzar la fabricación de herramientas hacia la fabricación de armas, y la inseguridad puede encauzar ésta hacia la carrera armamentística. Una carrera armamentística, como una alianza, puede hacer más probable la guerra, porque acelera la espiral de miedo y desconfianza. La capacidad que tanto nos enorgullece de nuestra especie para hacer herramientas es una de las razones de por qué sabemos matarnos tan bien.

El círculo vicioso de una trampa hobbesiana nos puede ayudar a comprender por qué la escalada desde la fricción a la guerra (y, en algunas ocasiones, la desescalada hacia la distensión) se puede producir tan de repente. Los matemáticos y los simuladores informáticos han ideado modelos en los que varios jugadores adquieren armas o forman alianzas como respuesta a lo que los otros jugadores están haciendo. Los modelos suelen mostrar una conducta caótica, en la que pequeñas diferencias en los valores de los parámetros pueden tener unas consecuencias graves e imprevisibles66.

Como podemos deducir de la alusión de Hobbes a la Guerra del Peloponeso, las trampas hobbesianas entre grupos distan mucho de ser hipotéticas. Chagnon explica que las aldeas de los yanomami se obsesionan con el peligro de que otros pueblos (con buenas razones) las masacren, y en algunas ocasiones realizan ataques preventivos, con los que dan a los otros pueblos motivos para iniciar sus propios ataques preventivos, e incitan a grupos de pueblos a formar alianzas, que ponen aún más nerviosos a sus vecinos67. Las bandas callejeras y las familias de la mafia maquinan cosas semejantes. En el siglo pasado, la Primera Guerra Mundial, la Guerra de los Seis Días entre árabes e israelíes y las guerras de Yugoslavia de los años noventa surgieron en parte de trampas hobbesianas68.

El politólogo John Vasquez ha analizado la misma idea desde un punto de vista cuantitativo. Después de analizar una base de datos de cientos de conflictos de los dos últimos siglos, su conclusión es que los ingredientes de la trampa hobbesiana —preocupación por la seguridad, alianzas involucradoras y carreras armamentísticas— pueden prever estadísticamente la escalada de una fricción a una guerra69. La aplicación más consciente de la lógica de las trampas de Hobbes tuvo lugar entre estrategas nucleares durante la guerra fría, cuando el destino del mundo dependía literalmente de ella. La lógica produjo algunas de las paradojas exasperantes de la estrategia nuclear: por qué es extraordinariamente peligroso tener los suficientes misiles para destruir a un enemigo, pero no los suficientes para destruirle después de que él haya atacado esos misiles (porque el enemigo se sentiría muy motivado para atacar de forma preventiva) , y por qué erigir una defensa inexpugnable contra los misiles enemigos podría convertir el mundo en un lugar más peligroso (porque el enemigo estará muy motivado para lanzar un ataque preventivo antes de que la defensa ya terminada le convierta en blanco seguro).

Que un grupo más fuerte domine a otro más débil en un ataque sorpresa no debe sorprender a un cínico hobbesiano. Pero si un bando derrota a otro en una batalla en la que ambos se han enzarzado, la lógica no está clara. Puesto que tanto el vencedor como el vencido tienen mucho que perder en un batalla, cabría esperar que cada bando evaluara la fuerza del otro, y que el más débil cediera ante el más fuerte sin llegar a un derramamiento de sangre inútil que sólo iba a producir el mismo resultado. La mayoría de los ecologistas conductuales piensan que los rituales de apaciguamiento y renuncia entre los animales se desarrollaron por esta razón (y no por el bien de la especie, como Lorentz había supuesto). A veces los dos bandos están muy igualados, y lo que se juega en la batalla es tanto que deciden librarla porque es la única forma de averiguar quién es más fuerte70.

Pero en otros casos un líder marchará —o hará que sus hombres marchen— hacia el valle de la muerte sin ninguna esperanza razonable de imponerse. Hace tiempo que la incompetencia militar desconcierta a los historiadores, y el primatólogo Richard Wrangham indica que podría tener su origen en la lógica del envite y el autoengaño71. Convencer a un adversario para evitar una batalla no depende de ser más fuerte, sino de parecer más fuerte, y esto crea el incentivo de marcarse un farol y de saber detectar los faroles. Como el mejor farolero es el que se cree su propio farol, en las escaladas hostiles se puede desarrollar un cierto grado de autoengaño. Tiene que ser limitado, porque que a uno le descubran el farol puede ser peor que venirse abajo en el primer asalto, pero cuando se calculan mal los límites y ambos bandos avanzan hacia el precipicio, el resultado puede ser un desastre absoluto. La historiadora Barbara Tuchman, en sus libros Los cañones de agosto (sobre la Primera Guerra Mundial) y La marcha de la locura: la sinrazón desde Troya hasta Vietnam, destacaba el papel que el autoengaño ha desempeñado en las guerras calamitosas a lo largo de la historia.

Estar preparado para llevar a cabo un ataque preventivo es un arma de doble filo, porque le convierte a uno en objetivo tentador de un ataque también preventivo. Por esto las personas han inventado, y quizás han desarrollado, una defensa alternativa: la política disuasoria propagandística conocida como lex talionis, la ley de la represalia, que nos es familiar por el mandamiento bíblico de «ojo por ojo y diente por diente72». Si uno puede manifestar de forma creíble a los adversarios potenciales: «No vamos a ser los primeros en atacar, pero si se nos ataca, sobreviviremos y contraatacaremos», elimina los dos primeros incentivos de Hobbes para la contienda: la ganancia y la desconfianza. La política de que uno va a infligir a los demás tanto daño como el que le han infligido elimina el incentivo de luchar para obtener una ganancia, y la política de que uno no va a ser el primero en atacar elimina el incentivo de atacar por desconfianza. Todo esto se refuerza con la política de responder con no más daño del que le han infligido a uno, porque disipa el temor a que uno emplee cualquier pretexto para justificar un ataque masivo oportunista.

La estrategia nuclear de la «destrucción mutua asegurada» constituye el ejemplo contemporáneo más claro de la ley de la represalia. Pero es una versión explícita de un antiguo impulso, el sentimiento de venganza, que la selección natural pudo haber instalado en nuestro cerebro. Daly y Wilson observan: «En las sociedades de todos los rincones del mundo, nos encontramos con juramentos de vengar a un padre o un hermano asesinados, y rituales que santifican estos juramentos: una madre que cría a su hijo para vengar al padre que murió durante la infancia del vengador, juramentos hechos junto a la tumba, sellar un pacto bebiendo la sangre de un pariente muerto, o guardar sus vestidos ensangrentados como una reliquia73». Los Estados modernos se encuentran a menudo enfrentados con sus ciudadanos, que exigen venganza. Persiguen a las patrullas parapoliciales —personas que «se toman la justicia por su mano»— y, con algunas excepciones recientes, ignoran el clamor de las víctimas del crimen y a sus familiares para intervenir en las decisiones de procesar, negociar o castigar.

Como veíamos en el capítulo 10, para que la venganza funcione como elemento disuasorio ha de ser implacable. La venganza rigurosa es una empresa arriesgada, porque si un adversario fue lo bastante fuerte para ser el primero en herir, no es probable que acepte sin más el castigo. Dado que el daño ya está hecho, una víctima fríamente racional podría pensar que no le interesa tomar represalias. Y dado que el agresor puede preverlo, podría ver el juego de la víctima y aprovecharse de él con toda impunidad. Si, por otro lado, las víctimas potenciales y sus familiares estuvieran tan corroídos por las ansias de castigo como para educar a un hijo para que vengara a su padre asesinado, beberse la sangre del familiar como signo de alianza, etc., un agresor se lo podría pensar dos veces antes de atacar74.

La ley de la represalia exige que la venganza tenga un pretexto moralista que la distinga del simple ataque. El vengador tiene que haber sido provocado por un acto de agresión u otra injusticia. Los estudios sobre las contiendas, las guerras y la violencia étnica demuestran que quienes participan en ellas casi siempre se sienten resentidos con sus oponentes75. El peligro inherente de esta psicología es obvio: dos partes pueden estar en desacuerdo sobre si el acto inicial de violencia estuvo justificado (quizá como un acto de autodefensa, la recuperación de unos beneficios usurpados o el castigo por alguna ofensa anterior) o si fue un acto de agresión sin ninguna provocación previa. Una de las partes puede calcular un número equivalente de represalias y pensar que la balanza de la justicia se ha equilibrado, mientras que la otra parte puede pensar que ese número es impar y, por tanto, que queda aún un punto por jugar76. El autoengaño puede envalentonar a ambas partes y reafirmarles en la creencia de la rectitud de su causa, con lo que la reconciliación es casi imposible.

Para que la venganza actúe de elemento disuasorio es necesario también que la voluntad de llevarla a la práctica se haga pública, porque la esencia de la disuasión es dar a los posibles atacantes motivos para que consideren su actitud antes de que procedan a la acción. Y esto nos lleva a la última razón de Hobbes para la contienda.

En tercer lugar, la gloria —aunque sería más adecuado hablar de «honor»—. La observación de Hobbes de que los hombres se pelean por «una palabra, una sonrisa, una opinión diferente y cualquier otro signo de menosprecio» es tan verdad hoy como lo era en el siglo XVII. Desde que se registran las estadísticas sobre el crimen, la causa más frecuente del homicidio ha sido la «discusión» —lo que en los ficheros policiales consta como «altercado de origen relativamente trivial; insultos, imprecaciones, disputas, etc77.»—. Un policía de homicidios de Dallas recuerda: «Los crímenes derivan de pequeñas discusiones sobre tonterías. Se encrespan los ánimos. Empieza la pelea, y a uno le apuñalan o le disparan. He trabajado en casos donde los implicados discutieron por poner un disco u otro en esas máquinas de los bares, o por la deuda de un dólar de una partida de dados78».

En las guerras entre Estados-nación se suele disputar el honor nacional, aunque lo que realmente esté en juego sea poco. A finales de los años sesenta y principios de los setenta, la mayoría de los estadounidenses se sentían desencantados por la participación de su país en la Guerra de Vietnam, que pensaban que era inmoral, que no se podía ganar o ambas cosas. Pero en vez de convenir en retirar el ejército de forma incondicional, como había defendido el movimiento por la paz, la mayoría de los ciudadanos apoyaba a Richard Nixon y su eslogan: «Paz con honra». En la práctica, esto se tradujo en una lenta retirada de las tropas norteamericanas, que prolongó la presencia militar hasta 1973, con un coste de veinte mil vidas norteamericanas y muchas más vietnamitas —y con el mismo resultado, la derrota del gobierno de Vietnam del Sur—. Detrás de otras guerras hubo una defensa del honor nacional, como la recuperación británica de las islas Malvinas en 1982 y la invasión estadounidense de Granada en 1983. En 1969 se inició una ruinosa guerra entre El Salvador y Honduras por un controvertido partido de sus selecciones nacionales de fútbol.

Debido a la lógica de la disuasión, las luchas por el honor personal o nacional no son tan estúpidas como parece. En un medio hostil, las personas y los países deben hacer gala de su disposición a vengarse de cualquiera que pretenda beneficiarse a su costa, y esto significa mantener la fama de que uno va a vengar la más mínima ofensa, por pequeña que sea. Deben hacer saber que, en palabras de la canción de Jim Croce: «No tires de la capa de Superman; no escupas al viento; no le quites la máscara al viejo Jinete Solitario; y no te metas con Jim».

Esta mentalidad nos resultará extraña a quienes podemos conseguir que aparezca el Leviatán marcando el 091, pero no siempre existe esta opción. No la tenían las personas de las sociedades anteriores a la aparición del Estado, ni existía en la frontera de los Apalaches o en el Salvaje Oeste, como tampoco en las remotas tierras altas de Escocia, los Balcanes o Indochina. No cuentan con ella quienes no están dispuestos a que intervenga la policía debido a la naturaleza de su trabajo, por ejemplo los contrabandistas de ron, los traficantes de drogas y los avispados tipos de la mafia. Y no la tienen los Estados-nación cuando negocian entre ellos. Daly y Wilson hablan de la mentalidad que se aplica en estos ámbitos:

En las sociedades guerreras en guerra permanente, una virtud masculina esencial es la capacidad para la violencia; la caza de cabezas y el recuento de golpes al adversario pueden convertirse en circunstancias de prestigio, y la comisión de un homicidio puede ser incluso un rito iniciático. Poner la otra mejilla no es cosa de santos, sino de idiotas. O de personas de un debilidad despreciable79.

De modo que los constructivistas sociales a los que me he referido no se equivocan al apuntar a una cultura de masculinidad combativa como causa importante de la violencia. Pero yerran al pensar que es una cultura peculiarmente norteamericana, cuya causa está en la separación de la madre o en no querer expresar los propios sentimientos, y que es una construcción social arbitraria que se puede «deconstruir» verbalizándolo. Y los partidarios del planteamiento de la salud pública aciertan al explicar que los índices de violencia varían con las condiciones sociales, pero se equivocan al pensar que la violencia es una patología en sentido médico. Las culturas del honor surgen en todo el mundo porque amplifican los sentimientos humanos universales como el orgullo, la ira, la venganza y el amor por familiares y amigos, y porque a la vez parecen una respuesta sensata a las condiciones locales80. En efecto, estos sentimientos son completamente familiares aunque no estallen de forma violenta, por ejemplo en las actitudes airadas del que va al volante, en conspiraciones de despacho para medrar, en los insultos entre políticos, en las puñaladas por la espalda académicas y en las enconadas discusiones por correo electrónico.

En Culture of Honor, los psicólogos sociales Richard Nisbett y Dov Cohen demuestran que las culturas violentas surgen en sociedades que están más allá del alcance de la ley y en las que es fácil robar bienes preciados81. Las sociedades que se dedican a la cría de animales cumplen ambas condiciones. Sus miembros suelen vivir en territorios que no se pueden cultivar y, por lo tanto, lejos de los centros de gobierno. Y su bien más preciado, el ganado, es más fácil de robar que el bien principal del agricultor, la tierra. En las sociedades ganaderas, un hombre se puede ver privado de su riqueza (y de su capacidad para adquirirla) en un abrir y cerrar de ojos. En este medio, los hombres cultivan la actitud de la venganza violenta, no sólo contra los cuatreros, sino contra cualquiera que ponga en duda su determinación, con signos de falta de respeto que pudieran insinuar que son víctimas fáciles de los ladrones. Los habitantes de las tierras altas de Escocia, los de las montañas de los Apalaches, los cowboys del Oeste, los guerreros masai, los indios sioux, los beduinos, los hombres de los clanes de los Balcanes y los montagnards indochinos son ejemplos conocidos.

El honor de un hombre es una especie de «realidad social» en el sentido de John Searle: existe porque todos están de acuerdo en que existe, pero no por ello es menos real, porque reside en una concesión compartida de poder. Cuando cambia el modo de vida de un pueblo, su cultura del honor puede seguir con él durante mucho tiempo, porque es difícil que alguien sea el primero en renegar de la cultura. El propio acto de abjurar de ella puede ser un reconocimiento de debilidad y de bajo estatus, incluso cuando las ovejas y las montañas no sean ya más que un lejano recuerdo.

El sur de Estados Unidos ha tenido desde hace mucho unas tasas de violencia superiores a las del norte, incluida la tradición del duelo entre «hombres de honor», como Andrew Jackson. Nisbett y Cohen señalan que una gran proporción del sur estuvo ocupada originariamente por ganaderos escoceses e irlandeses, mientras que en el norte se asentaron agricultores ingleses. Además, durante gran parte de su historia, la frontera montañosa del sur estuvo fuera del alcance de la ley. La cultura sureña del honor que de ello derivó sigue increíblemente viva en las leyes y en las actitudes en los albores del siglo XXI. Los Estados sureños imponen pocas restricciones a la posesión de armas, permiten que se dispare contra un ladrón o un agresor sin tener que retirarse primero, son tolerantes con las palizas de los padres y el castigo corporal en las escuelas, son más duros en cuestiones de defensa nacional y ejecutan a más criminales82.

Estas actitudes no flotan en una nube llamada «cultura», sino que son visibles en la psicología individual de los sureños. Nisbett y Cohen revelaron un experimento simulado de psicología llevado a cabo en la liberal Universidad de Michigan. Para llegar al laboratorio, había que pasar por un pasillo angosto, en el que, además, una persona que participaba en el experimento estaba guardando papeles en un archivador. Cuando algunos de los alumnos le rozaban ligeramente, dicho personaje cerraba de golpe el archivador y exclamaba: «Gilipollas». Los alumnos de los Estados del norte se lo tomaban a broma, pero a los del sur les molestaba mucho. Los sureños tenían unos niveles elevados de testosterona y de cortisol (una hormona del estrés) y demostraban unos niveles inferiores de autoestima. Lo compensaban con un apretón de manos enérgico y actuando de forma más dominante con el que realizaba el experimento, y al salir del laboratorio se negaban a volverse atrás cuando se aproximaban a otro de aquellos personajes en un pasillo estrecho y uno de los dos debía apartarse. No es que los del sur vayan por ahí echando humos de forma crónica: un grupo de control al que no se había insultado se mostraba tan frío y sereno como los del norte. Y los sureños no aprueban la violencia en abstracto, sólo la que está provocada por un insulto o una ofensa.

Los barrios urbanos deprimidos de población afroamericana figuran entre los entornos más manifiestamente violentos de las democracias occidentales, y tienen también una afianzada cultura del honor. En su perspicaz ensayo «The Code of the Streets», el sociólogo Elijah Anderson expone la obsesión de los chicos jóvenes por el respeto, su cultivo de una fama de duros, su disposición a participar en represalias violentas por cualquier tontería y su reconocimiento universal de las reglas de este código83. De no ser por las diferencias en el argot y el modo de expresarse, la descripción que Anderson hace del código no se distinguiría de las explicaciones que se dan de la cultura del honor entre los blancos del sur.

Los afroamericanos de barrios deprimidos nunca se dedicaron a la cría de cabras. ¿Por qué, pues, desarrollaron una cultura del honor? Una posibilidad es que la llevaran consigo desde el sur al emigrar hacia las grandes ciudades después de las dos guerras mundiales —una buena ironía para los sureños racistas que culpan de la violencia de las zonas urbanas deprimidas a un factor propiamente afroamericano—. Otro factor es que la riqueza de los muchachos jóvenes se puede robar fácilmente, ya que normalmente consiste en dinero en efectivo o en drogas. Un tercer factor es que los guetos son una especie de frontera en la que no se puede confiar en la protección policial —el grupo de música rap Public Enemy tiene una canción que se titula 911 Is a Joke [«El 091 es una broma»]—. El cuarto es que las personas pobres, sobre todo los chicos jóvenes, no pueden enorgullecerse de contar con un trabajo de prestigio, una buena casa ni logros profesionales, algo que puede ser doblemente verdad en el caso de los afroamericanos, después de siglos de esclavitud y discriminación. La fama con que consigan hacerse en la calle es su única prueba de estatus. Por último, Anderson señala que el código de las calles se autoperpetúa. Una mayoría de las familias afroamericanas de esas zonas urbanas pobres suscriben los pacíficos valores de clase media a los que se refieren como «decentes84». Pero no basta con esto para acabar con la cultura del honor:

Todo el mundo sabe que si se incumplen las normas existen castigos. El conocimiento del código es, pues, en gran medida defensivo; es literalmente necesario para operar en público. Por consiguiente, aunque las familias de orientación decente normalmente se oponen a los valores del código, a menudo fomentan, aun sin ganas, que sus hijos se familiaricen con él, para que puedan desenvolverse en ese medio urbano deprimido85.

Los estudios sobre la dinámica de la violencia del gueto coinciden con el análisis de Anderson. El gran incremento que experimentó el índice de delincuencia en Estados Unidos entre 1985 y 1993 se puede relacionar en parte con la aparición del crack y la economía sumergida que generó. Como señala el economista Jeff Grogger: «La violencia es una forma de aplicar el derecho de la propiedad en ausencia de recursos legales86». De modo que el surgimiento de la violencia dentro de la nueva economía de la droga activó el dispositivo de la trampa de Hobbes. Como señala el criminólogo Jeffrey Fagan, el uso de las armas se extendió de forma contagiosa a medida que «los jóvenes que en otras circunstancias no llevarían armas pensaban que debían llevarlas para evitar ser víctimas de sus colegas armados87». Y como veíamos en el capítulo sobre política, la desigualdad económica manifiesta hace prever la existencia de la violencia (más que la propia pobreza), seguramente porque los hombres sin medios legítimos para conseguir un estatus compiten por éste en las calles88. Así pues, no es extraño que cuando se estudia a adolescentes afroamericanos que no provengan de este tipo de zonas urbanas no muestren más actitudes violentas ni delictivas que los adolescentes blancos89.

El análisis de Hobbes de las causas de la violencia, que los datos actuales sobre la delincuencia y la guerra confirman, demuestra que la violencia no es un impulso primitivo e irracional, ni una «patología», excepto en el sentido metafórico de una condición que todos quisieran eliminar. Al contrario, es el fruto casi inevitable de la dinámica de los organismos sociales racionales y que procuran su propio interés.

Pero Hobbes es famoso por exponer no sólo las causas de la violencia, sino un medio para prevenirla: «Un poder común que atemorice a todos». Su alianza era un medio de llevar a la práctica el principio según el cual «un hombre estará dispuesto cuando los otros lo estén también […] a imponer ese derecho en todo; y se conformará con un grado de libertad frente a otros hombres como el que permitiría que otros tuvieran frente a él90». Los individuos invisten de autoridad a un soberano o a una asamblea, los cuales pueden emplear la fuerza colectiva de las partes para que todos respeten el acuerdo, porque «los pactos, sin la espada, no son más que palabras y carecen de fuerza alguna para proteger al hombre91».

Un órgano de gobierno al que se haya concedido el monopolio del uso legítimo de la violencia puede neutralizar todas las razones de Hobbes para la pelea. Al imponer castigos a los agresores, el órgano de gobierno elimina la rentabilidad de invadir en busca de beneficios. Esto, a su vez, desactiva la trampa hobbesiana por la que los pueblos que desconfían unos de otros se sienten tentados de realizar un ataque preventivo para evitar que se les invada con ánimo de aprovecharse. Y un sistema legal que defina las infracciones y los castigos, y los imponga de forma desinteresada, puede obviar la necesidad de que alguien desencadene represalia y la cultura del honor que la acompaña. Las personas pueden confiar en que otros desincentivarán al enemigo, por lo que no tendrán que ser ellas quienes mantengan una actitud beligerante para demostrar que no son unos chivos expiatorios. Y contar con un tercero que evalúe las infracciones y los castigos evita el riesgo del autoengaño, que normalmente convence a ambas partes de que han sufrido el mayor número de ofensas. Estas ventajas de la intercesión de una tercera parte también pueden derivar de métodos no gubernamentales de resolución de conflictos, en los que los mediadores intentan ayudar a las partes hostiles a negociar un acuerdo, o a los árbitros que dictan un veredicto pero no saben llevarlo a la práctica92. El problema de estas medidas tan suaves es que las partes siempre se pueden desdecir cuando los resultados no son los que esperaban.

El fallo de una autoridad armada parece ser la técnica general de reducción de la violencia más eficaz jamás inventada. Discutimos si las diversas medidas de una política penal, por ejemplo, ejecutar a los asesinos o encerrarlos para toda la vida, pueden reducirla violencia en unos puntos porcentuales, pero no existe debate posible sobre los efectos masivos de disponer de un sistema de justicia penal frente a vivir en la anarquía. Las tasas de homicidios increíblemente elevadas en las sociedades preestatales, en las que entre un 10 y un 60% de los hombres mueren a manos de otros hombres, ofrecen un tipo de pruebas93. Otro es el surgimiento de una cultura violenta del honor en prácticamente cualquier lugar del mundo que se encuentre fuera del alcance de la ley94. Muchos historiadores sostienen que durante la Edad Media y otras épocas, las personas aceptaron unas autoridades centralizadas para librarse del peso de tener que tomar represalias contra quienes les dañaban, a ellas mismas o a sus familiares95. Y el crecimiento de esas autoridades puede explicar el declive espectacular de la tasa de homicidios en las sociedades europeas desde el medievo96. Estados Unidos fue testigo de una reducción drástica del índice de delincuencia urbana entre la primera y la segunda mitad del siglo XIX, un período que coincidió con la creación de las fuerzas policiales profesionales en las ciudades97. Las causas del declive de la delincuencia en Estados Unidos en los años noventa del siglo pasado son controvertidas y probablemente muy diversas, pero muchos criminólogos las atribuyen en parte a un servicio policial comunitario más exhaustivo y a un mayor índice de encarcelamientos de los delincuentes violentos98.

También es verdad lo contrario. Cuando la fuerza de la ley decae, aparece todo tipo de violencia: el pillaje, el saldar viejas cuentas, la limpieza étnica y las pequeñas guerras entre bandas, señores de la guerra y mafias. Algo que se puso de manifiesto en los restos de Yugoslavia, la Unión Soviética y partes de África en los años noventa, pero que también puede ocurrir en países con una larga tradición de civismo. Como joven adolescente en el Canadá que se enorgullecía de su pacifismo durante los románticos años sesenta, creía yo firmemente en el anarquismo de Bakunin. Me burlaba de las tesis de mis padres de que si el gobierno en algún momento depusiera sus armas se abrirían las puertas del infierno. Nuestras previsiones enfrentadas se sometieron a prueba a las 8 de la mañana del día 17 de octubre de 1969, cuando la policía de Montreal se puso en huelga. Hacia las 11.20 se produjo el primer robo en un banco. A mediodía, la mayoría de las tiendas del centro de las ciudades habían cerrado a causa del pillaje. En unas horas más, los taxistas quemaron el garaje de un servicio de limusinas que les había estado haciendo la competencia con los clientes del aeropuerto, un francotirador apostado en un tejado había matado a un policía provincial, los alborotadores asaltaron varios hoteles y restaurantes, y un médico dio muerte a un ladrón que había entrado en su casa de un barrio residencial. Al final del día, se habían cometido seis robos en bancos, se habían saqueado cien tiendas, se habían producido doce incendios, se había roto una cantidad ingente de cristales y los daños a la propiedad ascendían a tres millones de dólares, antes de que las autoridades de la ciudad tuvieran que recurrir al ejército y, naturalmente, a la Policía Montada para restaurar el orden99. Esta prueba empírica decisiva dejó mi política hecha jirones (y fue el anticipo de mi vida como científico).

La generalización de que la anarquía, en el sentido de ausencia de gobierno, conduce a la anarquía, en el sentido de caos violento, puede parecer banal, pero a menudo se olvida en el clima aún romántico de hoy. A muchos conservadores les repugna la idea de gobierno en general, y a muchos liberales les repugnan la policía y el sistema penitenciario. Muchas personas de izquierdas, alegando la incertidumbre sobre el valor disuasorio de la pena de muerte comparada con la cadena perpetua, sostienen que la disuasión en general no es efectiva. Y muchos se oponen a una vigilancia más efectiva en los barrios urbanos más conflictivos, aunque pudiera ser la forma más eficaz de que sus habitantes decentes abjuraran del código de las calles. Es claro que debemos combatir las desigualdades raciales que llevan a la cárcel a demasiados afroamericanos, pero, como dice el experto en derecho Randall Kennedy, también debemos combatir las desigualdades raciales que exponen a demasiados afroamericanos a la actuación de los delincuentes100. Muchas personas de derechas se oponen a la despenalización de las drogas, la prostitución y el juego, sin tener en cuenta los costes de las zonas de anarquía que, por su propia lógica de libre mercado, la política de prohibición genera inevitablemente. Cuando la demanda de un producto es elevada, aparecen los proveedores, y si no pueden proteger su derecho a la propiedad recurriendo a la policía, lo harán con una violenta cultura del honor. (Esto es distinto del argumento moral según el cual nuestra actual política sobre las drogas lleva a la cárcel a muchas personas no violentas.) Hoy, en las escuelas se les cuenta a los niños la falsa historia de que los indígenas norteamericanos y otros pueblos de las sociedades preestatales eran inherentemente pacíficos, y que desconocían, o desdeñaban, uno de los grandes inventos de nuestra especie, el gobierno democrático y el imperio de la ley.

Hobbes erró en la cuestión de la vigilancia de la policía. En su opinión, la guerra civil representaba tal calamidad que era preferible cualquier gobierno —monarquía, aristocracia o democracia—. No parece que Hobbes se diera cuenta de que, en la práctica, un Leviatán no hubiera sido un monstruo marino de otro mundo, sino un ser humano o un grupo de ellos, con sus pecados mortales, su avaricia, su desconfianza y su honor. (Como veíamos en el capítulo anterior, esto se convirtió en la obsesión de los herederos de Hobbes que fueron los artífices de la Constitución de Estados Unidos.) Los hombres armados siempre son una amenaza, de modo que la policía que no está bajo un férreo control democrático puede ser una calamidad mucho peor que la delincuencia y las contiendas que se producen sin ella. Según dice el politólogo R. J. Rummel en Death by Government, 170 millones de personas fueron asesinadas por sus propios gobiernos en el siglo XX. Y la muerte a manos del gobierno no es tampoco una reliquia de las tiranías de mediados de siglo. La Lista de Conflictos Mundiales del año 2000 decía:

El conflicto más estúpido de este año es el de Camerún. A principios de año, Camerún sufría unos problemas generalizados con la delincuencia violenta. Como respuesta a la crisis, el gobierno creó y armó una milicia y unos grupos paramilitares para acabar con la delincuencia por medios extrajudiciales. Hoy ha disminuido la delincuencia, pero la milicia y los paramilitares han causado más caos y más muertes de los que aquélla jamás hubiera podido causar. En efecto, a medida que pasaba el año se fueron descubriendo fosas de cadáveres relacionadas con los grupos paramilitares101.

El modelo se repite en otras regiones del mundo (incluidas las nuestras) y demuestra que las preocupaciones de los defensores de las libertades por las prácticas abusivas de la policía son un contrapeso indispensable al monopolio que sobre la violencia concedemos al Estado.

Los leviatanes democráticos han demostrado ser una medida eficaz contra la violencia, pero dejan mucho que desear. Como combaten la violencia con la violencia o con la amenaza de violencia, pueden ser ellos mismos un peligro.

Y sería mucho mejor que, para empezar, pudiéramos encontrar la forma de que las personas renegaran de la violencia antes que tener que castigarlas una vez cometidos los hechos violentos. Y lo peor es que a nadie se le ha ocurrido aún cómo establecer un leviatán democrático mundial que penalice la competencia agresiva, desactive las trampas hobbesianas y elimine las culturas del honor que rigen entre los violentos más peligrosos de todos: los Estados-nación. Como señalaba Kant: «La depravación de la naturaleza humana se muestra sin disfraz alguno en las relaciones ilimitadas que imperan entre las diversas naciones102». La gran pregunta es cómo conseguir que las personas y los países repudien la violencia desde el principio, evitando la escalada de las hostilidades antes de que se puedan iniciar.

En los años sesenta parecía muy sencillo. La guerra no es buena para los niños ni para los demás seres vivos. ¿Qué ocurriría si convocaran a la guerra y nadie acudiera? ¿Para qué sirve la guerra? Absolutamente para nada. El problema de estos sentimientos es que la otra parte ha de pensar igual al mismo tiempo. En 1939, Neville Chamberlain ofreció su propio eslogan contra la guerra: «Paz en nuestros tiempos». La continuación fue una guerra mundial y un holocausto, porque el adversario no estaba de acuerdo en que la guerra no sirva para nada en absoluto. Churchill, el sucesor de Chamberlain, explicaba por qué la paz no es una simple cuestión de pacifismo unilateral: «¿No hay nada peor que la guerra? El deshonor es peor que la guerra. La esclavitud es peor que la guerra». En una conocida pegatina se recoge una idea similar: «SI QUIERES LA PAZ, PREPARA LA JUSTICIA». El problema consiste en que lo que para una de las partes es honor y justicia, para la otra es deshonor e injusticia. Además, el «honor» puede ser una loable disposición a defender la vida y la libertad, pero también puede ser un rechazo temerario a frenar la escalada belicista.

A veces todas las partes entienden de verdad que todos saldrían ganando si cambiaran la espada por el arado. Estudiosos como John Keegan y Donald Horowitz han observado un declive general del gusto por la violencia como medio para resolver enfrentamientos en la mayor parte de las democracias occidentales en los últimos cincuenta años103. Las guerras civiles, el castigo corporal y la pena de muerte, las mortíferas contiendas étnicas y las guerras extranjeras que exigen matar a cara descubierta han disminuido o desaparecido. Y como ya he dicho, aunque algunas décadas de los últimos siglos han sido más violentas que otras, la tendencia general de la delincuencia ha sido descendente.

Una razón posible son las fuerzas cosmopolitas que actúan para expandir el círculo moral de las personas. Otra pueden ser los efectos a largo plazo de tener que vivir con un leviatán. Al fin y al cabo, la civilidad actual de Europa siguió a siglos de decapitaciones, ahorcamientos públicos y exilios a colonias presidio. Y Canadá quizá sea un país más pacífico que su vecino debido en parte a que su gobierno primó a la gente sobre la tierra. A diferencia de Estados Unidos, donde los colonos se dispersaron por un inmenso paisaje bidimensional con innumerables recovecos, la parte habitable de Canadá es una franja unidimensional que bordea la frontera estadounidense, sin regiones remotas ni enclaves donde pudieran medrar las culturas del honor. Según Desmond Morton, especialista en estudios canadienses: «Nuestro Oeste se expandió de forma ordenada y pacífica, de manera que la policía llegaba antes que los colonos104».

Pero las personas pueden llegar a ser menos agresivas sin los incentivos económicos externos ni la fuerza bruta del gobierno. Gentes de todo el mundo han pensado en la futilidad de la violencia (al menos cuando se encuentran en una situación similar a la de su adversario y en la que nadie puede imponerse). Un nativo de Nueva Guinea se lamenta: «La guerra es mala y a nadie le gusta. Desaparecen las batatas, desaparecen los cerdos, los campos degeneran y mueren muchos parientes y amigos. Pero no se puede evitar105». Chagnon cuenta que algunos hombres yanomami reflexionan sobre la futilidad de sus enfrentamientos y algunos hacen saber que nada tienen que ver con los asaltos a otros pueblos106. En estos casos, puede quedar claro que ambas partes saldrían mejor paradas si salvaran las diferencias entre ellas en vez de luchar continuamente por su causa. Durante la guerra de trincheras de la Primera Guerra Mundial, los cansados soldados británicos y alemanes sondeaban sus intenciones hostiles mutuas con pequeñas treguas en los bombardeos. Si la otra parte respondía con otra tregua igual, se abrían largos periodos de paz sin que sus belicosos mandos intervinieran107. Como dijo un soldado británico: «Nosotros no queremos mataros, y vosotros no nos queréis matar. Entonces ¿por qué disparar108?».

El episodio más trascendental en que los beligerantes buscaron la forma de librarse del abrazo letal fue la crisis de los misiles cubanos de 1962, cuando Estados Unidos descubrió misiles nucleares soviéticos en Cuba y exigió que se retiraran. Tanto a Jruschev como a Kennedy se les recordaron los costes del precipicio nuclear al que se aproximaban; a Jruschev se le recordaron las dos guerras mundiales que se habían librado en su suelo; a Kennedy se le hizo una exposición gráfica de las consecuencias de una bomba atómica. Y ambos comprendieron que se encontraban en una trampa de Hobbes. Kennedy acababa de leer Los cañones de agosto y comprendía que los dirigentes de los grandes países pueden cometer un terrible error con una guerra sin sentido. Jruschev le escribió:

Usted y yo no deberíamos tirar de los extremos de la cuerda en que usted ha hecho el nudo de la guerra, porque cuanto más tiremos los dos, más duro se hará el nudo. Y puede llegar el momento en que ese nudo esté tan fuerte que quien lo hizo ya no sea capaz de deshacerlo, y entonces habrá que cortarlo109.

Al identificar la trampa, pudieron formular el objetivo común de escapar de ella. Pese a la oposición de muchos de sus consejeros y de amplios sectores de sus públicos, ambos hicieron concesiones que evitaron una catástrofe.

El problema de la violencia, pues, es que las ventajas de utilizarla o de renunciar a ella dependen de lo que haga el adversario. Estos escenarios son el reino de la teoría de juegos, y los teóricos del juego han demostrado que la mejor decisión para cada uno de los jugadores desde el punto de vista individual a veces es la peor decisión para ambas partes desde el punto de vista colectivo. El ejemplo más conocido es el del dilema del prisionero: los dos acusados de un crimen están encerrados en celdas separadas. A cada uno se le promete la libertad si es el primero en implicar a su compañero (a quien después se le aplicará una dura sentencia) , una sentencia suave si ninguno de los dos implica al otro y una sentencia moderada si los dos se implican mutuamente. La estrategia óptima para cada prisionero es traicionar al otro, pero si los dos lo hacen acaban con un resultado peor que el que habrían conseguido si se hubieran mantenido fieles. Pero ninguno puede mantener la lealtad por miedo a que el otro pueda traicionarle y abandonarle con el peor resultado de todos. El dilema del prisionero es parecido al del pacifista: lo que es bueno para uno (la beligerancia) es malo para ambos, pero lo que es bueno para los dos (el pacifismo) es inalcanzable si ninguno puede estar seguro de que ésa sea la opción del otro.

La única forma de ganar en el dilema del prisionero es cambiar las reglas o poder abandonar el juego. Los soldados de la Primera Guerra Mundial cambiaron las normas de una forma de la que se ha hablado mucho en la psicología evolutiva: jugar repetidamente y aplicar la estrategia de la reciprocidad, recordando la última acción del otro jugador y correspondiéndole con la misma moneda110. Pero en muchas situaciones antagónicas no existe tal opción, porque cuando el otro jugador rompe las reglas te puede destruir —o, en el caso de la crisis de los misiles cubanos, destruir el mundo—. En este caso, los jugadores habían reconocido que estaban ante un juego inútil y decidieron mutuamente abandonarlo.

Glover saca la importante conclusión de que el componente cognitivo de la naturaleza humana puede permitirnos reducir la violencia incluso cuando parece ser una estrategia racional en ese momento:

A veces, estrategias racionales y en interés propio resultan ser (como ocurre en el dilema del prisionero […]) contraproducentes. Puede parecer una derrota para la racionalidad, pero no lo es. La racionalidad se salva por su propio carácter ilimitado. Si la estrategia de seguir las reglas aceptadas de la racionalidad a veces es contraproducente, no acaba todo ahí. Revisamos las reglas para tenerlo en cuenta, con lo que creamos una estrategia racional de orden superior. Esta a su vez fracasa, pero de nuevo subimos un nivel más. En cualquier nivel que fracasemos, siempre existe el proceso de distanciarse y pasar a un nivel superior111.

El proceso de «distanciarse y pasar a un nivel superior» puede ser necesario para vencer los impedimentos emocionales, y los intelectuales, que dificultan la paz. Los pacificadores diplomáticos procuran apresurarse a hacer manifestaciones que inciten a los adversarios a abandonar un juego letal. Intentan atemperar la competencia y para ello establecen compromisos sobre los motivos de las disputas. Tratan de desactivar la trampa de Hobbes con «medidas de construcción de confianza», por ejemplo, haciendo transparentes las actividades militares y aportando a una tercera parte como aval. Y procuran llevar a las dos partes al círculo moral de cada una facilitando el acuerdo, los intercambios culturales y las actividades de persona a persona.

Es algo que está bien mientras funcione, pero los diplomáticos a veces se decepcionan cuando al cabo del día parece que las dos partes se odian tanto como lo hacían al principio. Siguen demonizando a sus oponentes, tergiversan los hechos y acusan de traidores a sus propios conciliadores. Milton J. Wilkinson, un diplomático que no consiguió que griegos y turcos enterraran el hacha de guerra en la cuestión de Chipre, señala que los pacificadores deben comprender las facultades emocionales de los adversarios y no sólo neutralizar los incentivos racionales en curso. Los planes mejor diseñados de los pacificadores a menudo se malogran por el etnocentrismo de los adversarios, el sentido del honor, la moralización y el autoengaño112. Estas mentalidades se desarrollaron para tratar las hostilidades en el pasado ancestral, y hay que ponerlas a la vista si hoy queremos trabajar con ellas.

El énfasis en el carácter ilimitado de la racionalidad resuena en el descubrimiento de la ciencia cognitiva de que la mente es un sistema combinatorio y recursivo113. No sólo tenemos pensamientos, sino que tenemos pensamientos sobre nuestros pensamientos, y pensamientos sobre nuestros pensamientos sobre nuestros pensamientos. De esta capacidad dependen los avances en la solución de conflictos que hemos visto en este capítulo: el sometimiento al imperio de la ley, buscar la forma de que dos partes cedan sin desprestigiarse, reconocer la posibilidad del propio autoengaño, aceptar la equivalencia de los propios intereses y los de los demás.

Muchos intelectuales han apartado la vista de la lógica evolutiva de la violencia, temerosos de que reconocerla equivalga a aceptarla o, incluso, aprobarla. En su lugar, han seguido la cómoda ficción del Buen Salvaje, donde la violencia es un producto arbitrario del aprendizaje o un agente patógeno que nos invade desde el exterior. Pero negar la lógica de la violencia propicia que se olvide lo fácilmente que ésta puede estallar, e ignorar las partes de la mente que activan la violencia propicia que se olviden las partes que la pueden sofocar. Con la violencia, como con otras muchas preocupaciones, el problema es la naturaleza humana, pero, al mismo tiempo, la naturaleza humana es la solución.