1950, oeste de Estonia
Hans nota el sabor de un mosquito
Aliide percibió el temblor cuando estaba limpiando la despensa: la vajilla empezó a tintinear, el bote de miel traqueteaba contra la madera, una taza resbaló por el borde de la estantería y se hizo añicos contra el suelo. Era de Martin, y por todas partes había esquirlas, que crujieron cuando Aliide pisó lo que quedaba del asa con uno de sus chanclos de goma. Hans gemía. Aliide trató de pensar. Si Hans había enloquecido, ¿sería demasiado peligroso subir al altillo y abrirle? ¿La atacaría? ¿Saldría corriendo hacia la aldea, lo llevarían preso y confesaría todo? ¿O acaso alguien había entrado en el establo de las vacas y había subido al escondite?
Escupió la saliva ennegrecida por el carbón y se enjuagó la boca con agua, se pasó la lengua por los labios y se encaminó al establo. El techo temblaba, la escalerilla se balanceaba, la linterna que colgaba parecía a punto de caer. Subió por la escalerilla. Las balas de heno se movían.
—¿Hans?
Los gemidos se interrumpieron un momento.
—¡Déjame salir!
—¿Qué pasa?
—¡Déjame salir! Sé que Martin no está en casa.
—No puedo abrir si primero no me cuentas qué te pasa.
Silencio.
—Liide, por favor.
Ella abrió. Hans salió tambaleándose. El sudor le chorreaba, tenía la ropa mojada y un pie descalzo y lleno de moratones.
—A Ingel le pasa algo.
—¿Qué dices? ¿Cómo se te ocurre?
—He tenido un sueño.
—¿Un sueño?
—Ingel tenía un cuenco en la mano, se lo llenaban de sopa y, antes de que la sopa hubiese caído en el cuenco, una nube de mosquitos lo cubría. He sentido en la boca su sabor, caliente y dulce, el sabor de la sangre. Y después estaba en otro lugar, en la habitación había mucho vapor e Ingel empezaba a quitarse la chaqueta, llena de piojos, tan llena que no se distinguía la tela.
—Hans, era una pesadilla.
—¡No! ¡Ha sido una visión! ¡Ingel intentaba hablarme! Su boca se quedaba entreabierta y me miraba directamente a los ojos e intentaba abrirla más, mientras yo trataba de entender lo que decía. Pero me he despertado antes de conseguirlo. Aún tenía en la boca el sabor a mosquito y sentía en mi propia piel aquellos piojos.
—Hans, Ingel te escribió que todo iba bien, ¿recuerdas?
—He intentado conciliar el sueño de nuevo, para saber qué quería decirme Ingel, pero los piojos me picaban.
—¡Si no tienes piojos! —Aliide advirtió en ese instante que el cuello, los brazos y la cara de Hans estaban llenos de arañazos sangrantes y que tenía rojas las yemas de los dedos—. Hans, escúchame bien. No puedes seguir teniendo ataques así, ¿me entiendes? Estás haciendo que todo peligre.
—¡Era Ingel!
—Era una pesadilla.
—¡Una visión!
—Era una pesadilla. Ahora tranquilízate.
—Hay que sacar a Ingel de allí.
—No le pasa nada. Volverá, pero entretanto tienes que mantenerte escondido y sereno. ¿Qué pensaría Ingel si te viese en este estado? Supongo que querrás que le devuelvan al mismo Hans Pekk con el que se casó. ¡Ella no querrá a un loco!
Aliide le cogió la mano y se la apretó. Los dedos de él estaban flácidos y helados. Tras un instante de vacilación, lo abrazó. Poco a poco, Hans fue relajando los músculos, su pulso se estabilizó y después sujetó a Aliide por los hombros.
—Perdóname.
—No pasa nada.
—Liide, esto no puede seguir así.
—Ya se me ocurrirá algo, te lo prometo.
Las manos de Hans la apretaban.
Su cuerpo era el adecuado; sus manos, las adecuadas.
Aliide lo habría dado todo si en ese momento hubiese podido llevarse a Hans a la habitación, a una cama de verdad, para quitarle la ropa empapada de sudor frío y limpiarle con la lengua el olor a terror que rezumaba su piel.
Siempre había confiado en que Hans sabría contenerse, pero ahora ya no estaba segura. ¿Y si volvía a tener visiones cuando Martin estuviese en casa? Aunque su marido trabajaba de día, cualquier vecino de la aldea podía ir de visita. ¿Y si a Hans no le daba la gana de subir al altillo y provocaba un alboroto, o si salía corriendo por la puerta, quizá directamente a los brazos de los hombres de la NKVD?
Aliide reunió algunos objetos en un hatillo y lo escondió en el recibidor, detrás de cosas que Martin no tocaría, como lino y otras cosas de mujeres. Si lo necesitaba, tendría tiempo de cogerlo cuando saliera por la puerta. Difícilmente la harían pasar por ningún otro lado. A menos que a Hans le diese un ataque justo cuando ella estuviese en la habitación y Martin en la cocina. Entonces Aliide se vería obligada a escapar por la ventana. Tal vez fuera una buena idea preparar otro hatillo y dejarlo allí. Pero aunque lograra llevárselo consigo, ¿adónde huiría? Hans podía matar a Martin de un disparo en cuanto éste abriese la puerta del cuartucho, pero ¿de qué serviría? ¿Y si hubiese alguien de visita en ese momento? Suponiendo que consiguiese escapar, tarde o temprano acabarían por cogerla y se la llevarían para interrogarla. Si Martin se enteraba, la entregaría a los chequistas sin vacilar, no le cabía la menor duda, y aquellos hombres creerían que Hans era su amante y querrían saber cómo y cuándo y dónde. Tal vez tendría que explicarlo todo con pelos y señales, incluso enseñárselo, desnudarse y enseñárselo. Les interesaría sobremanera el hecho de que la mujer de Martin tuviese un amante fascista, y Aliide debería contarles todo sobre su amante fascista y sobre ella misma, tendría que comparar lo que hacía con su amante fascista y lo que hacía con su marido, que era un buen camarada. ¿Cuál era mejor, cuál la tenía más dura? ¿Cómo follaba un cerdo fascista? Y todos la rodearían de pie y con las pollas tiesas, preparados para castigarla, para educarla, para arrancar de raíz toda semilla que el fascista hubiese dejado en sus entrañas.
Tal vez incluso el propio Martin querría interrogar a su esposa, demostrar a sus camaradas que no tenía nada que ver con aquel feo asunto. Lo haría con un interrogatorio brutal en que daría rienda suelta a toda la rabia de un hombre traicionado. Y aunque Aliide lo admitiera todo, no la creerían. Perseverarían y al final llamarían a Volli. ¿Qué había dicho la mujer de Volli? Que Volli era muy bueno en su trabajo, y estaba muy orgullosa de él. Cuando en los interrogatorios no lograban que un bandido confesase, siempre se requería la presencia de Volli. La confesión llegaba antes del amanecer. Volli era muy eficaz. Muy hábil. Nuestra gran patria no tenía mejor servidor que Volli.
—Estoy tan orgullosa de Volli… —había susurrado la mujer, con la misma devoción con que Aliide oía hablar de Dios en otra época. Las palabras habían salido de su boca como pequeñas auras, sus dientes de oro destellando. El oro que había conseguido Volli—. Es el mejor marido del mundo.
Aliide observaba a Hans, sus ojos, sus gestos. La barba tapaba mucho, pero seguía siendo el mismo Hans de siempre. Había sucedido de nuevo.
—Ingel se me apareció la noche pasada —dijo como si tal cosa.
—Entonces, ¿has vuelto a tener pesadillas?
—¿Cómo puedes llamar pesadilla a Ingel? —inquirió con repentina dureza. Frunció el cejo, enderezó la espalda y puso las manos sobre la mesa, con los puños apretados.
—¿Y qué te dijo?
Los puños se distendieron.
Aliide tendría que ir con cuidado con lo que decía.
—Me llamaba por mi nombre. Sólo eso. Estaba envuelta como en una neblina. Detrás había gente apiñada alrededor de una estufa, tan juntos y tan cerca de la estufa que la ropa de uno empezaba a arder. O tal vez tenían ropa puesta a secar cerca de la estufa y el fuego prendía en ella. No sé, no lo veía bien. Ingel estaba delante. No le hacía caso a la gente que gritaba a su espalda. Percibí el olor a quemado. Ella no le daba importancia, se limitaba a mirarme a los ojos y pronunciaba mi nombre. Después la neblina volvía a cubrirla, apenas se le veía la cabeza, pero seguía con la mirada fija. Luego la bruma se disipaba y la veía de pie en medio de unas literas dispuestas a lo largo de todas las paredes. En la litera que tenía al lado había un hombre acostado, tocándose, y en la del otro lado otro hombre encima de una mujer. Y ella estaba allí en medio y la gente pasaba por su lado. Pero seguía mirándome fijamente y susurraba mi nombre otra vez. Quiere decirme algo.
—¿Y qué?
—No pareces muy interesada.
Aliide experimentó una sensación desagradable, como si su hermana estuviese presente en la habitación. Siguió la mirada de Hans, que se desvió a la pared de detrás de ella. Aliide se contuvo para no volver la cabeza.
—Ingel está perfectamente. ¿O no? Tú mismo has leído sus cartas.
Hans seguía con la mirada perdida más allá de Aliide.
—Tal vez no pueda contarlo todo en las cartas.
—Pero ¡por Dios, Hans!
—No te pongas nerviosa, Liide, querida. Tan sólo es nuestra Ingel. Solamente quiere vernos y hablarnos.
Tenía que conseguirle un pasaporte cuanto antes. Tenía que lograr que Hans entrase en razón. Pero si él se marchaba, ¿qué haría ella? ¿Y si también se iba? Asumiría el riesgo y se marcharía. Su plan podía costarles la vida a ambos, pero ¿acaso quedaba otra opción?
Fuera, en el jardín, las cornejas graznaban como locas.