1992, oeste de Estonia
¿Cómo pueden volar en la oscuridad?
Las cebollas ya estaban suficientemente cocidas. Aliide añadió a la olla azúcar, sal y vinagre. Con el rábano picante le habían llorado los ojos, y a Zara también, así que abrió la puerta para ventilar. La joven se decidió a preguntarle algo directamente. Tal vez sería bueno empezar por Martin, no por su abuela. Pero no pudo pensar más, porque un coche que se acercaba hizo palidecer a ambas.
—¿Estás esperando una visita?
—No. Es un coche negro.
—Dios mío, son ellos.
Aliide cerró la puerta de un golpe y echó el cerrojo. Después se apresuró a pasar el pestillo de la puerta de la despensa y corrió las cortinas.
—Se marcharán en cuanto comprueben que aquí no hay nadie.
—No se irán.
—Claro que sí. ¿Para qué iban a esperar ahí fuera si ven que no hay nadie? Nadie te vio venir, ¿verdad?
—No.
—Bueno. Mañana tampoco saldrás fuera, por si acaso rondan por aquí, aunque no hay mucho que rondar en una aldea medio desierta.
Zara negaba enérgicamente con la cabeza. Ellos no tendrían duda de que se encontraba allí si veían que la casa estaba vacía. Imaginarían que estaba escondida, romperían la cerradura y rebuscarían hasta dar con ella.
—¡Te harán daño!
—Tranquilízate, Zara, tranquilízate. Ahora, haz lo que te digo.
En contraste con su aspecto frágil, la anciana parecía muy resuelta, joven y vieja al mismo tiempo. Fue hasta el armario y agarró la esquina del mueble como si lo hiciera todos los días.
—A ver, ven a echarme una mano.
Arrastraron el armario que tapaba la puerta del escondite y Aliide tiró de ella poco a poco hasta abrirla.
Después de meter a la vacilante muchacha en el cuartucho, la anciana se llevó las manos al pecho. El corazón le latía con fuerza. No fue capaz de apurar un vaso de agua, pero consiguió beber un poco, se secó la cara con un pañuelo y se ató el pañuelo a la cabeza. Tenía el pelo tan sudado que resultaría sospechoso si no se lo tapaba: aquellos hombres podrían suponer que Aliide estaba sudando de miedo. Eso en caso de que buscaran a Zara. ¿Y si quienes venían en aquel coche eran los gamberros que tiraban piedras y entonaban canciones ante su ventana? ¿Habrían decidido hacer su último viaje hasta su casa y acabar con todo de una vez?
El coche se acercaba despacio, seguramente por los baches del camino.
Zara estiró los brazos dentro del cuartucho y tocó al mismo tiempo las paredes laterales con los dedos. De abajo subía un hedor a humedad. Las paredes estaban húmedas. El aire olía a cerrado, faltaba oxígeno, había una mezcla de moho y óxido. Y allí estaba ella. Si le hacían algo a Aliide, probablemente nunca pudiera salir. Gritaría para que alguien la oyese. No, no gritaría. Se quedaría allí y nunca podría contarle a su abuela cómo andaban las cosas por casa. ¿Por qué se le había acabado el tiempo tan pronto? Tendría que haber sido más dura, más parecida a Paša. Él seguro que conseguiría que Aliide se lo contase todo. Le pegaría y ella confesaría. Tal vez Zara tendría que haber usado esa clase de trucos para enterarse de por qué Aliide estaba tan enfadada con la abuela, y por qué su madre insistía en que no tenía ninguna tía. Si la anciana se hubiese mostrado menos amable con ella, si no le hubiese servido café aromático y no le hubiese preparado el baño, Zara podría haberse enfadado más. Había pasado tanto tiempo desde que alguien la había tratado con amabilidad… Eso la había ablandado, aunque tenía que haber sido dura, recordar el poco tiempo que le quedaba y obrar en consecuencia.
Pegó la oreja a la rendija de la puerta. Pronto llamarían. ¿Los dejaría entrar Aliide?
La anciana abrió las cortinas, extendió un periódico sobre la mesa y colocó al lado su taza de café, como si estuviese leyendo el Nelli Teataja y desayunando tranquilamente. ¿Habría quedado alguna huella de Zara en la cocina? No, nada. Aliide ni siquiera había tenido tiempo de poner la mesa para las dos. Que viniesen, que viniesen todos, los esbirros de los mafiosos, los soldados, los rojos y los blancos, los rusos, los alemanes y los estonios, que viniese cualquiera. Aliide se las arreglaría. Siempre lo había hecho.
Las manos no le temblaban. Aquel temblor que había empezado la noche del ayuntamiento cesó cuando su cuerpo envejeció lo suficiente para que a nadie le interesara hacerle lo que le habían hecho aquella vez. Y como Talvi estaba fuera, ya no había nadie por quien tener miedo. Sintió un tirón en la muñeca. Muy bien, ya tenía otra vez a alguien en el cuartucho, a alguien a quien cuidar. De carnes prietas y tez suave, alguien que olía a joven. Una criatura asustadiza. ¿Se habría parecido a ella alguna vez? ¿Se había tapado los pechos de la misma manera con las manos? ¿Se había sobresaltado por cualquier cosa? ¿Se le habría petrificado la mirada ante cada ruido inesperado? Cierto sentimiento de aversión hacia la muchacha le revolvió el estómago.
El coche pareció parar al lado del sembrado. Bajaron dos desconocidos; no eran los chicos de la aldea, desde luego. ¿Qué estaban haciendo? ¿Admirando el paisaje? Parecían estar midiendo el bosque y encendieron cigarrillos con gesto tranquilo, como todos. Los hombres que calzaban botas de cuero curtido al cromo siempre estaban tranquilos al principio. El hombro de Aliide se movió espasmódicamente. Se lo frotó con la otra mano. Tenía el pañuelo húmedo en las sienes.
Llamaron a la puerta. Golpes decididos. Golpes de alguien acostumbrado a mandar.
Sobre la cocina, la cacerola con tomate y cebolla empezó a hervir. El rallador estaba encima del plato. Aún quedaba medio tomate sin picar. Aliide metió el tomate y el cuchillo entre las legumbres picadas y agarró el rallador con la otra mano. Todo en la cocina daba a entender que se hallaba en plena preparación de las conservas, pero ella, presa del pánico, había intentado simular que estaba tomando café despreocupadamente. Llamaron otra vez. Aliide empujó el plato de rábano picante a un lado de la mesa, el del cajón donde descansaba la Walther de Hans. Se llenó los pulmones del aire impregnado de rábano picante; le ardía todo el cuerpo, los ojos empezaron a llorarle, pero se los enjugó y por fin abrió la puerta. Las bisagras chirriaron, las cortinas se agitaron, el viento hizo ondear su delantal, sintió el metal del picaporte bajo sus dedos. Fuera brillaba el sol. El hombre la saludó. Tras él había otro de más edad que asimismo saludó. Aliide percibió el olor a oficial del KGB mezclado con el del rábano picante. Ese olor fue como un bofetón, igual que un sótano que huele a cerrado, y enrareció el aire. Empezó a respirar por la boca. Conocía a aquella clase de hombres. Eran de los que saben castigar a una mujer, y precisamente habían venido para eso. Hombres de porte insolente, con una amplia sonrisa repleta de dientes de oro, de uniforme tieso y galones bien rectos; el porte de quienes saben que el otro no opondrá ninguna resistencia. El porte de quienes calzan botas capaces de pisotear cualquier cosa.
El más joven quería entrar. Aliide se apartó de la puerta y fue a sentarse a la mesa, delante del plato de rábanos picantes. Dejó el rallador encima del plato y mantuvo la mano izquierda encima del mantel de plástico y la derecha sobre el regazo, bien cerca del cajón.
El hombre se sentó sin que nadie lo invitase y pidió agua. El del KGB no entró, probablemente fue a dar una vuelta alrededor de la casa. Aliide le dijo que se sirviese del cubo, aunque en el jardín había agua fresca del pozo.
—Aquí tenemos muy buena agua y un pozo profundo —comentó.
El hombre se levantó y bebió un vaso de un trago. El rábano picante también le escocía en los ojos y lo hacía parpadear, la irritación se le notaba en los movimientos. Aliide empezó a inquietarse, el corazón en un puño, pero el hombre hablaba un poco de todo y caminaba por la cocina despreocupadamente. Se paró delante de la puerta de la habitación y la abrió de una patada. La puerta golpeó contra la pared, que vibró. El barro seco de su bota de infantería quedó esparcido por el suelo. No cruzó el umbral, sino que volvió a la cocina, fue a la nevera pisando con sus botas con aire chulesco y hojeó los papeles que había por allí. Se acercó despacio a la alacena, levantando objetos de las estanterías, las tapas de los botes, le dio vueltas en las manos a una taza, a un bote de champú finlandés y a la pastilla de jabón Imperial Leather. Después encendió un cigarrillo, un Marlboro, y dijo que era de la policía.
—Paša Alexandrovich Popov —se presentó, y le tendió su documentación.
—Hay muchos documentos falsificados en circulación —dijo ella, devolviéndole los papeles sin mirarlos.
—Suele ocurrir —sonrió Paša—. A veces es sano sospechar. Pero por su propia seguridad será mejor que preste atención.
—Aquí no hay nada que robar.
—¿Ha visto a una chica desconocida?
Aliide lo negó y empezó a hablar de la tranquilidad del lugar. El hombre sorbió por la nariz y entornó los ojos para contener el lagrimeo. El rábano picante seguía extendiendo su aroma. Aliide le sostuvo la mirada, no la esquivaría, no. El hombre tenía los párpados inferiores enrojecidos y a ella se le había formado una legaña en el rabillo del ojo, que supuraba. Siguieron mirándose fijamente hasta que él se dirigió a la puerta y abrió. Entró una ráfaga de viento. El hombro de Aliide se contrajo en un espasmo. Por un instante, el hombre permaneció de pie ante la puerta abierta, mirando el jardín. Su cazadora de piel se hinchaba con el aire. Al volverse, su mirada era más serena y fría. Sacó del bolsillo unas fotografías y las extendió encima de la mesa.
—¿Ha visto a esta mujer por aquí? Estamos buscándola.
* * *
Zara no se atrevía a moverse. Las voces se oían mal desde el cuartucho. Oyó a Aliide hablar ruso tras abrir la puerta, saludar y mostrarse amable. Paša le comentó que habían hecho un largo recorrido en coche y que tenían sed, y continuó charlando de todo un poco. Las voces se alejaron y se acercaron y la anciana le preguntó si a su amigo le gustaban los jardines. Paša no la entendió. Aliide dijo que por la ventana veía a su amigo merodeando por su jardín. Lavrenti andaría husmeando por allí. Tenía que ser él. ¿O Paša habría ido con otro? Improbable. Paša aseguró que su amigo era un poco simplón y que no valía la pena hacerle caso. Aliide manifestó su preocupación por si pisaba los parterres.
—No se preocupe, le gustan los jardines. —La voz de Paša sonó muy cerca de repente. Zara se quedó paralizada—. Entonces, ¿no ha visto por aquí a una chica desconocida?
Zara contuvo la respiración. El polvo se le metía en la garganta seca. No podía toser, no. Aliide contestó que era un sitio tranquilo y que si llegaba algún forastero enseguida se sabía. Paša repitió la pregunta. A Aliide le sorprendió la insistencia. ¿A una chica joven? ¿A una chica joven desconocida? ¿Y por qué? Las palabras de Paša le llegaban confusas. Mencionó el pelo rubio. La voz de Aliide se oía claramente. No, ella no había visto por allí a ninguna rubia. Paša tenía una fotografía de la chica. ¿Qué fotografía sería? ¿Andaría Paša por todo el país enseñando su fotografía? ¿Qué clase de foto? La voz de Paša volvió a acercarse y Zara temió que los latidos de su corazón se oyesen a través de la pared. Paša tenía un oído muy fino.
—¿Hay alguna razón para suponer que la chica pueda andar por aquí?
Paša debió de apartarse un poco. La pared sólo filtraba sonidos dispersos.
—Mire…
¿Estaría enseñándole aquellas fotografías? Porque ¿qué otras fotos iba a mostrarle aparte de aquéllas? Y cuando Aliide las viese…
De repente, Zara tuvo una arcada. Le vino a la boca el sabor a esperma. La cerró con rapidez. ¿La habrían oído desde la cocina? No, la conversación seguía colándose como un murmullo continuo. Esperaba oír un grito de horror de Aliide, ya que la anciana no podría reaccionar de otra manera cuando viese aquellas instantáneas. ¿Las habría extendido Paša sobre la mesa poco a poco, una por una, o le habría pasado el montón directamente? No; las depositaría encima de la mesa una por una, como en un solitario, la obligaría a mirarlas. La anciana las contemplaría fijamente, en especial la de aquella expresión que Paša le había enseñado: con la boca abierta, la lengua fuera y todos aquellos vibradores alrededor. Y entonces Aliide se lo contaría todo, porque para entonces ya la odiaría. Vería su inmundicia y querría echarla de su casa. Iba pasar, seguro que sí, pronto Paša abriría la puerta y, allí, plantado a contraluz, reiría, y ése sería el fin.
Zara se retiró hacia el fondo del cuartucho, se pegó a la pared y esperó. La oscuridad quemaba, su pelo corto se había puesto de punta. Aliide había visto las fotos. La humillación la hacía encogerse y su piel la estrangulaba, como si estuviese cubierta de heridas que hubieran cicatrizado tirantes. Ahora la puerta se abriría de golpe. Tenía que cerrar los ojos para que se quedasen en el fondo de sus órbitas, concentrarse en abstraer su mente: ella era una estrella, la oreja de Lenin, un pelo en el bigote de Lenin, en el bigote de un cartel de cartón, era la esquina del marco del cartel, una floritura desprendida de su marco de yeso en el rincón de una habitación. Era polvo de tiza sobre una pizarra, a salvo dentro de un aula, era el extremo de un puntero para señalar los mapas…
* * *
Las fotografías estaban reveladas en papel fotográfico occidental, tenían ese brillo; el reluciente pintalabios de Zara destacaba sobre el opaco mantel de hule. Las pestañas duras como palillos parecían pétalos extendidos alrededor de los ojos, cuyos párpados se veían pintados descuidadamente con sombra azul pastel. Las espinillas destacaban rosadas, aunque la piel en sí parecía seca y fina. El elástico del cuello estaba destensado, como si alguien hubiese tirado de él.
—No la he visto nunca —dijo Aliide.
El hombre no dejó que eso lo perturbase. Siguió hablando y sus palabras pesaban como las botas de un gigante.
—Todo el mundo está buscándola en este momento.
—¿Ah, sí? Yo no he oído nada, y eso que siempre tengo la radio encendida.
—Nuestra intención es arreglar el asunto discretamente. Hacer que salga de su escondite. Si no se imagina que están buscándola, tendrá menos cuidado.
—Oh.
—Esta mujer es una peligrosa criminal.
—¿Peligrosa?
—Ha cometido graves delitos.
—¿Cómo de graves?
—Mató a su amante en su propia cama, a sangre fría.
El del KGB volvió del jardín; se quedó de pie detrás del otro y sacó más fotografías de su cazadora de piel, que colocó encima de la mesa, encima de las anteriores.
—Éste es el muerto. Por favor, mírelas y piense de nuevo si ha visto a esta mujer.
—No la he visto nunca.
—Haga el favor y mire las fotografías.
—No me hace falta. Ya he visto cadáveres muchas veces.
—La chica parece muy inocente, pero lo que le hizo a su amante… Él le tenía mucho cariño, y ella lo asfixió sin ninguna razón, con una almohada sobre la cara mientras dormía. Usted vive sola, ¿verdad? Imagínese que está durmiendo plácidamente, teniendo un sueño agradable, y que no vuelve a despertar nunca. Cualquier noche de éstas… Si uno no lo espera, no es capaz de defenderse.
La mano de Aliide se había abierto camino poco a poco bajo el mantel de hule. Los dedos rodearon el tirador del cajón preparándose para abrirlo lentamente. Debería haber sacado la pistola antes y haberla dejado encima de la silla para tenerla a mano. El rábano picante, blanco y troceado que tenía delante olía tan fuerte que se superpuso al olor a sudor del ruso. El hombre que se había presentado como Popov se apoyó contra la mesa y miró a Aliide fijamente.
—Vale —dijo ella—. Les llamaré si viene por aquí.
—Tenemos razones para creer que vendrá.
—¿Y por qué iba a venir justo aquí?
—Porque es de su familia.
—Vaya cuentos que tenéis —rió Aliide, y su risa resonó contra el borde de su taza de café.
—La abuela de la chica vive en Vladivostok y se llama Ingel Pekk. Es su hermana. Y lo más importante es que la joven habla estonio, lo aprendió de ella.
¿Ingel? ¿Por qué la mencionaba aquel hombre?
—Yo no tengo ninguna hermana.
—Según estos documentos sí, tiene una.
—No sé por qué han venido aquí a inventarse estas historias, pero…
—Sucede que esta mujer, Zara Pekk, ha cometido un asesinato en este país, y, por lo que sabemos, carece de otro contacto aquí. Está claro que vendrá en busca de una tía a la que consideraba perdida. Cree que usted no sabe nada, pues no se ha dado la noticia del crimen ni en la radio ni en los periódicos, así que acudirá aquí.
¿Pekk? ¿El apellido de la chica era Pekk?
—Yo no tengo ninguna hermana —repitió Aliide.
Sus dedos se habían enderezado, su mano había vuelto a reposar en su regazo. Ingel estaba viva.
—¿Dónde está la chica? —gritó Paša de pronto, tirando la silla al suelo de una patada.
—¡No he visto a ninguna chica!
La menta, que se secaba encima de la cocina de leña, crujía ligeramente con la brisa. La corriente de aire movía las caléndulas, extendidas sobre los periódicos. Las cortinas oscilaban. El hombre se pasó una y otra vez la mano por la calva e intentó recuperar un tono amable.
—Estoy seguro de que usted entiende la gravedad del crimen cometido por Zara Pekk. Por su propio bien, llámenos en cuanto aparezca. Que tenga un buen día. —Se detuvo en la puerta—. Zara Pekk vivía con su abuela hasta que se fue a Occidente a trabajar. Se dejó el pasaporte en el lugar del crimen, junto con su cartera y su dinero. Necesita que alguien la ayude. Usted es su única salida.
La sensación de impotencia dejó a Zara postrada en el suelo del cuartucho.
Las paredes jadeaban, el suelo resollaba, las tablas rezumaban humedad. El empapelado rechinaba.
Notaba algo en la mejilla, tal vez las patas de una mosca. ¿Cómo podían volar en la oscuridad?
Ahora Aliide lo sabía.