1992, oeste de Estonia

Zara busca una historia adecuada

Aliide. Aliide Truu. Las manos de Zara habían soltado el borde del banco. Aliide Truu estaba allí, de pie ante ella, y vivía en aquella casa. La situación era igual de extraña que el estonio en boca de Zara. Recordaba vagamente cómo había conseguido encontrar el camino indicado y los sauces blancos, pero no recordaba si había sido consciente de haber logrado dar con la casa correcta, si había pasado la noche ante la entrada sin saber qué hacer, si había decidido esperar al amanecer para no asustar a nadie presentándose en plena noche. Tampoco recordaba si había intentado ir al establo a dormir, si se había acercado a la ventana de la cocina sin atreverse a llamar a la puerta, ni siquiera si había pensado en llamar, si es que había pensado en algo. Cuando intentó hacer memoria sintió una punzada en la cabeza, de modo que se concentró en el momento presente. No había planeado qué iba a hacer una vez que llegase a su destino, y menos aún si se encontraba con Aliide Truu en el jardín de la casa que buscaba. No había tenido tiempo de pensar tanto. Ahora lo que importaba era salir adelante, vencer los miedos que la acechaban; tenía que olvidarse de Paša y Lavrenti y, haciendo acopio de fuerzas, enfrentarse al presente y a Aliide Truu. Debía recobrar la compostura, ser valiente. Y recordar cómo se trataba a la gente, para mostrar la actitud adecuada ante aquella mujer que seguía delante de ella. La cara, de huesos delicados, estaba surcada por pequeñas arrugas, pero carecía de expresión. De sus lóbulos alargados colgaban unas piedras incrustadas en oro, de reflejos rojizos. Sus iris eran grises o gris azulado, y tenía legañas en los lagrimales. Zara no se atrevía a mirarla por encima de la nariz. Aliide era más baja que ella, como había imaginado, y también más delgada. El viento le trajo un olor a ajo proveniente de la mujer.

No disponía de mucho tiempo. Paša y Lavrenti la encontrarían, no cabía duda. Pero allí estaban Aliide Truu y su casa. ¿Accedería a ayudarla? Debía conseguir que la anciana entendiese la situación con rapidez, pero no sabía cómo explicarse. Se sentía embotada, aunque el pan la había despejado un poco. El rímel le escocía los ojos, tenía las medias hechas trizas y apestaba. Enseñar los moretones había sido una estupidez, pues seguro que ahora Aliide Truu pensaba que era la clase de chica que se metía en líos o pedía que la maltrataran, una chica que ha hecho algo malo. ¿Y qué ocurriría si la anciana era como aquella vieja de la que le había hablado Katia, aquella que se parecía a Oksanka y que trabajaba para tipos como Paša, mandando chicas a la ciudad junto a hombres de su calaña? ¿Cómo iba a saberlo? En algún lugar de su cabeza resonó la risa burlona de Paša, quien no se cansaba de recordarle que una chica tan estúpida como ella no era capaz de arreglárselas sola. A una chica tan estúpida se le podía pegar porque tartamudeaba, porque era dejada, porque apestaba, una chica así de imbécil bien merecía que la ahogasen en el lavabo, porque era irremediablemente estúpida y fea.

Aliide Truu la miraba a los ojos de un modo embarazoso, apoyándose en la guadaña mientras parloteaba sobre el cierre de los koljós, como si Zara fuese una vieja conocida y hubiese ido allí a hablar del tiempo.

—Por aquí prácticamente ya no pasan forasteros —declaró Aliide, y empezó a enumerar la casas que la gente joven había abandonado—. Los Kokka se fueron a construir casas para los finlandeses y los chicos de los Roosna a hacer negocios en Tallin. El hijo de los Voorel entró en política y desapareció en Tallin. A ése habría que llamarlo y decirle que hiciesen una ley para que la gente no abandonase el campo así, de un día para otro. Ya ni siquiera puede repararse un tejado porque no quedan obreros. Y no es de extrañar que los hombres no aguanten en el pueblo, pues no hay mujeres. Y no hay mujeres porque por aquí no hay hombres de negocios, y como todas las mujeres quieren hombres de negocios y extranjeros, entonces ¿quién iba a querer a un obrero decente? El koljós de pesca de Lääne Kalur hasta llevó su propio espectáculo de variedades de gira a Finlandia, concretamente a Hanko, ciudad hermanada, y el viaje fue un éxito, incluso hubo colas para conseguir entradas. Cuando volvieron, el director del grupo hizo un llamamiento hasta en el periódico para que todas las chicas jóvenes y guapas fuesen a bailar el cancán para los finlandeses. ¡El cancán!

Zara asentía con la cabeza, se mostraba muy de acuerdo al tiempo que se rascaba el esmalte de las uñas. Sí, sí, todo el mundo corría tras los dólares y los marcos finlandeses, y sí, antes había trabajo para todos, pero hoy en día eran unos ladrones, hombres de negocios, bueno, de hombres de negocios nada. Zara empezó a sentir frío, el entumecimiento le llegaba a las mejillas y la lengua, lo que agravaba su habla ya lenta y titubeante de por sí. La ropa mojada la hacía tiritar. No se atrevía a mirar directamente a Aliide, sólo a hurtadillas. ¿Qué pretendía? Estaban allí charlando como si la situación fuese completamente normal.

La cabeza ya no le daba tantas vueltas. Se retiró el pelo tras las orejas, como para oír mejor, y alzó la barbilla. Se sentía la piel pegajosa, la voz adormecida, la nariz temblorosa, las axilas y las ingles sucias, pero aun así consiguió emitir una leve risita. Intentaba imitar la voz que había usado a veces tiempo atrás, cuando se topaba con algún viejo conocido en la tienda o por la calle. Esa voz le resultaba lejana y extraña, impropia del cuerpo del que salía. Le recordaba un mundo al que ya no pertenecía y una casa a la que ya no podía volver.

Aliide señaló hacia el norte con la guadaña y empezó a hablar de los ladrones de tejas. Había que vigilar día y noche si no querías quedarte sin tejado. A los Moisio también les habían robado las escaleras, robaban las vías del tren, de modo que la madera era el único material de reparación disponible, ya que todo lo demás acababan por robarlo. ¡Y qué decir de la subida de precios! Según Kersti Lillemäki, tales precios eran una señal del fin del mundo.

Y después, en medio de aquel parloteo, surgió una pregunta sorprendente:

—Y tú ¿qué? ¿Tienes trabajo? ¿De qué oficio es el uniforme que llevas?

Zara se alarmó de nuevo. Necesitaba explicar su aspecto harapiento, claro, pero ¿qué iba a decir? ¿Por qué no había pensado en ello? Los pensamientos la rehuían y no lograba aferrar ninguno; las verdades y las mentiras la dejaban desamparada en medio de aquella situación difícil, vaciaban su cabeza, sus ojos y sus oídos. Chapurreó una frase sobre que había trabajado de camarera, y al mirarse las piernas se acordó de su ropa occidental, así que añadió que había trabajado de camarera en Canadá. Aliide frunció el cejo.

—Caramba, qué lejos. ¿Y ganabas mucho?

Zara asintió e intentó inventarse algo más. Empezaron a castañetearle los dientes. En la boca sólo tenía saliva pegajosa y dientes sucios, pero ni una sola palabra sensata. ¿Por qué aquella mujer no dejaba de hacerle preguntas? Pero Aliide quería saber qué hacía Zara allí.

Suspirando, contestó que había ido de vacaciones a Tallin con su marido. La frase le salió bien, con el mismo ritmo con que hablaba Aliide. Ya empezaba a cogerle el tranquillo. Pero ¿y su historia?, ¿cuál sería la historia más adecuada para ella? El comienzo que acababa de inventar estaba escurriéndosele entre las manos, así que lo agarró por la cola antes de que huyese del todo. Aguanta ahí. Ayúdame. Desarrolla una historia palabra a palabra. Una buena historia. Una historia que me permita quedarme aquí, para que Aliide no llame a nadie que se me lleve.

—Ese marido tuyo, ¿también estuvo en Canadá?

—Sí.

—¿Y ahora habéis venido de vacaciones?

—Exacto.

—¿Y adónde piensas ir?

Zara respiró hondo y mientras soltaba el aire respondió que no lo sabía. Y que el hecho de no tener dinero ponía las cosas más difíciles. Enseguida se arrepintió de esto último. Ahora seguramente la anciana se imaginaría que andaba tras su monedero. La trampilla se abrió con estrépito, la historia se escapó. El buen comienzo se alejó. Aliide nunca le permitiría entrar en casa y nada funcionaría. Zara intentó pergeñar algo más, pero sus ideas se desvanecían apenas nacer. Tenía que decir cualquier cosa, aunque no fuese una historia, algo, lo que fuera. Trató de hablar de las toperas alineadas delante de la fachada de la casa, de las techumbres de fieltro de las colmenas que destacaban entre los cargados manzanos, de la rueda de afilar que había al otro lado del portal y del plantago que pisaba. Buscó cosas que decir, igual que un animal hambriento busca a su presa, pero todo escapaba entre sus romos dientes. Aliide no tardaría en notar su pánico y entonces pensaría que no era de fiar, y tendría que marcharse, y todo se iría al traste. Zara era una estúpida, como había dicho Paša, siempre lo estropeaba todo, una chica estúpida, una idiota rematada.

Miró a hurtadillas a Aliide, aunque su pelo ya no formaba una cortina ante sus ojos. La anciana la observaba de arriba abajo. Zara estaba sucia y llena de barro. Necesitaba una buena enjabonada.