1991, oeste de Estonia
Después de las piedras vienen las canciones
La primera andanada de piedras impactó contra la ventana de Aliide en una límpida y clara noche de mayo. Los ladridos de Hiisu la habían despertado, pero ella había dado un perezoso empujón a su miedo, apartándolo como a una mosca coja. Se volvió y le dio la espalda al temor, la paja del colchón crujió, no se iba a molestar en levantarse por un par de piedras. Con la segunda andanada experimentó un sentimiento de superioridad. ¿De verdad pensaban meterle miedo con cuatro pedruscos? ¿A ella? Vale, de todas las personas la habían escogido a ella, pero una chiquillada así la hacía reír. Podían hacer gamberradas con armas más contundentes. Ella sólo se levantaría de la cama por la noche si los tanques entraban en el jardín arrollando la valla. Y si eso pasara, no sería cosa de esos gamberros, sino porque había estallado la guerra. Y eso sí que no lo deseaba, ya no, antes prefería morir. Sabía que mucha gente estaba preparada para la eventualidad y habían almacenado en sus casas todo lo posible: cerillas, sal, velas, pilas… Y en una de cada dos casas, las cocinas estaban llenas de pan seco. De ése sí tenía que preparar más, aparte de conseguir pilas, ya que sólo contaba con unas pocas para una emergencia. Si la guerra estallaba al fin y los rusos salían vencedores, cosa que pasaría sin duda, entonces no tendría ningún problema, la verdad. ¿Qué problema iba tener una vieja babushka roja? Pero aun así, ojalá no hubiese más guerra.
Aliide seguía despierta, escuchando los gruñidos de Hiisu, y cuando el perro se hubo tranquilizado un poco, esperó a que amaneciese para preparar café. No se levantaría en plena noche por culpa de aquellos rapaces. ¡Ni hablar! No se marcharía de allí; aunque el establo estuviese vacío y ella sola en la casa, no se iría a Finlandia con Talvi, ni a ningún otro sitio. Aquél era su hogar y había pagado un alto precio por él, así que una pandilla de mocosos lanzapiedras no conseguiría echarla. No se había marchado antes ni se marcharía ahora, ni siquiera después de muerta. Aunque le prendiesen fuego a la casa, se quedaría sentada en su silla favorita de la cocina y tomaría un café endulzado con miel de su propio huerto. Encima, los saludaría con la mano desde la ventana y llevaría bollos de leche caseros a la entrada, y volvería dentro cuando la cubierta ardiese en llamas. Cuanto antes pasara, mejor. Y de repente sintió una esperanza clara como un arroyo de primavera. Ojalá lo hiciesen. Que le prendiesen fuego a la casa entera. La dueña de un establo vacío no le teme al fuego. Estaba preparada para marcharse y aquél era el momento adecuado. ¡Que arda todo! La boca se le secó de rabia y se humedeció los labios con la lengua, saltó de la cama y fue hasta la ventana. La abrió con estrépito y gritó:
—¡Vosotros también mereceríais que os mandasen a Siberia! ¡Os estaría bien empleado!
Después de las primeras piedras vinieron las canciones. Las piedras y las canciones. O sólo piedras, o sólo canciones. Después se fue Hiisu y más tarde las gallinas y la sauna. Las noches sin dormir desfilaban al lado de la cama de Aliide, los días de cansancio la acechaban desde más lejos. La paz que había conseguido en la década anterior se había convertido en un montón de trapos hechos jirones que sólo servían para hacer alfombras, y desde ese montón de trapos viejos había que salir adelante, reunir fuerzas una vez más.
«Ya es hora de enderezar la espalda y deshacernos de la esclavitud», cantaban ante la ventana de su dormitorio. Ella seguía acostada sin moverse, con la espalda recta sobre el lecho de paja, mirando fijamente el tapiz que colgaba de la pared, sin volverse hacia la ventana ni echar las cortinas. ¡Que canten lo que les dé la gana, que tarareen sus canciones de mierda, que bailen encima del tejado si quieren! ¡Pronto vendrán los tanques y les cerrarán el pico a todos esos cantores listillos!
«Nuestra madre patria, esta tierra sagrada, ahora es libre. La canción, nuestra canción de triunfo, sigue resonando. Pronto verás una Estonia libre».
Unos años antes, tal vez en 1988, un grupo de jóvenes había cruzado la aldea entonando en voz alta «Somos estonios, orgullosos de serlo, igual que nuestros antepasados». La voz de algún adolescente se había alzado con el «Estonio soy, estonio seré, ya que me concibieron estonio», y los otros se habían reído. Algún melenudo había levantado la cabeza con orgullo. Aliide acababa de salir de la tienda, aún se oía el repicar óseo del ábaco y las bisagras chirriaban como un estómago hambriento cuando, dejando la bolsa del pan en los escalones, se había detenido para atarse mejor el pañuelo. Al oír las primeras estrofas, se había apartado para ocultarse tras la esquina de la tienda y dejar que el grupo pasara. Los había observado alejarse, experimentando tal irritación que se había olvidado la bolsa del pan allí mismo, junto a la tienda, y no se había dado cuenta hasta encontrarse a medio camino de su casa. ¿Cómo se atrevían? ¡Qué vergüenza! ¿Qué tenían en la cabeza? ¿O acaso era sólo envidia lo que había tras su ceño y en su pecho, donde el corazón le palpitaba con fuerza?
La voz que cantaba al lado de la ventana era joven, parecida a la de su cuñado Hans en los tiempos de la República de Estonia, cuando lo había visto por primera vez. Antes de que Hans dejase de cantar. Antes de que su cuerpo de dos metros y distinguido porte se encorvase, y sus huesos, que no habían querido doblegarse, se vieran obligados a hacerlo. Antes de que se le hundieran las mejillas y su portentosa voz se acallase. ¡Que cante más el mocoso ese! A Aliide le gustaría escucharlo. Y pensaría en Hans, en el guapo Hans. Sonrió en la oscuridad. Hans incluso había cantado en el coro. ¡Y qué bien lo hacía! Cuando trabajaba en el campo, durante las fiestas de verano, su canto siempre llegaba antes que él cuando venía de regreso, y hacía que los sauces blancos del camino que llevaba a casa resonasen de pura alegría y que los troncos de los manzanos canturreasen a compás. Su hermana Ingel estaba muy orgullosa de él, ¡claro, era su marido! Y también de que a Hans lo hubieran enviado al cuartel de Riigikogu durante el servicio militar. Para aquel destino sólo cogían a buenos deportistas y hombres de cierta estatura. Y Hans también había presumido de ello. Él, un simple campesino de una aldea, ¡asignado a la defensa del cuartel de Riigikogu!