1992, oeste de Estonia
La soledad de Aliide Truu
Aliide no comprendía cómo aquella fotografía de Ingel y ella había llegado a manos de Zara. La muchacha hablaba del empapelado y de la alacena, pero no recordaba haber escondido nada allí. Había destruido todas las fotos. ¿Quizá Ingel había ocultado algunas antes de irse? No tenía ningún sentido. ¿Por qué habría guardado la imagen de ambas? Era verdad que en el pecho de Ingel lucía la insignia de las Juventudes Campesinas, pero se veía tan pequeña que nadie salvo su hermana se habría dado cuenta.
Después de mandar a Zara a dormir, se lavó las manos y se puso a revisar la pared y la alacena, pinchó el papel, metió un cuchillo en las ranuras del armario, bajo el zócalo, pero no apareció nada. Sólo la vajilla y las botellas de vodka compradas con los cupones de racionamiento tintinearon dentro de la alacena.
La muchacha respiraba acompasadamente mientras dormía, en la radio crepitaba la información sobre las elecciones y en la fotografía Ingel estaba eternamente guapa. Aliide recordaba el día que habían ido a hacerse esa foto al estudio Modern B. Veidenbaum. Ingel acababa de cumplir los dieciocho. Habían ido al café de Dietrich y había tomado un café de Varsovia, y Aliide chocolate caliente. El pastel de nata y chocolate se derretía en la boca y en el aire flotaba la fragancia del jazmín. Ingel había comprado pasteles de hojaldre para llevar, Helene Dietrich los había envuelto en papel blanco y confeccionado un asa para transportar mejor el paquete; ésa era su especialidad, paquetes bonitos y fáciles de llevar. El humo del tabaco, el crujido de los periódicos… En esos tiempos aún lo hacían todo juntas.
Aliide se arregló una horquilla del pelo. Tenía la mano húmeda; la frente y el cabello empapados de sudor.
El rescoldo de la cocina de leña hizo que la fotografía se retorciese. Metió unos leños más.
Le picaba la oreja. Se rascó. La mosca salió volando.
El sol que se filtraba por las aberturas de la cortina y caía sobre los ojos de Zara la despertó. La puerta de la cocina estaba abierta, Aliide se hallaba sentada a la mesa, mirando hacia ella. Algo iba mal. ¿Paša? ¿Habían dicho en la radio que la buscaban? ¿Qué ocurría? Se incorporó y le dio los buenos días.
—Al final Talvi no vendrá.
—¿Qué?
—Ha llamado para decir que ha cambiado de idea.
Aliide se tapó los ojos con las manos y repitió que Talvi no vendría.
Zara no supo qué decir. De repente, sus maravillosos planes se habían ido al traste. La esperanza rota le escoció los ojos como hirientes legañas. Talvi no iba a traer su coche. Las manecillas del reloj se movían frenéticas, Paša se acercaba, las llamas ya le quemaban los talones, en la nuca sentía el escozor de la mirada de Paša, su coche zumbaba por la autopista haciendo volar la grava. Zara no se movía, fuera la luz sí oscilaba, pero ella permanecía inmóvil. No había descubierto nada más de Aliide y de todo lo ocurrido en el pasado, sus conocimientos seguían como antes, escasos y carentes de respuestas. En radio Kuku dieron la hora, empezaron las noticias, pronto se acabarían, el día pasaba y no vendrían ni Talvi ni su coche, pero Paša sí.
Fue a la cocina y se percató de que Aliide temblaba espasmódicamente. Parecía sollozar, pero permanecía en silencio. Cuando la anciana volvió a poner las manos en el regazo, Zara advirtió que sus ojos estaban secos.
—Oh, cuánto lo lamento. Qué decepción para ti —se apresuró a decir la joven.
Aliide suspiró, Zara también, y adoptó una expresión compasiva, pero decidió dar rienda suelta a sus preocupaciones. Ya no había tiempo para quedarse pasmada. ¿Podría Aliide ayudarla todavía? ¿Guardaría un as en la manga? Si era así, Zara debería adularla y olvidarse de la foto y de su abuela, dada la hostilidad que había mostrado la anciana al respecto. La foto no se veía por ninguna parte y prefirió no preguntar. ¿Acaso tendría que renunciar a sus planes de huida y resignarse a esperar lo inevitable?
Su abuela ya habría recibido las fotos que Paša le habría mandado. Seguro que no había tardado nada en enviarlas. Tal vez también Sasa las hubiera recibido. O su madre y sabía Dios quién más. Tal vez a Paša incluso se le hubiese ocurrido otra jugada… ¿Estarían al menos bien en casa? No, no era momento de pensar en eso. Tenía que trazar un nuevo plan.
—Talvi ha insistido en que tiene muchas cosas que hacer, pero ¿qué iba a tener que hacer ahora? —dijo Aliide, sentada y apoyada en su bastón—. Es un ama de casa, pasa días enteros sin hacer nada, eso es lo que siempre quiso. ¿Tú qué querías ser?
—Médica.
Aliide pareció sorprenderse. Zara le explicó que había querido ganar dinero para estudiar y por eso había ido a Occidente. Tenía pensado volver en cuanto tuviese suficientes ahorros, pero después había aparecido Paša y muchas cosas habían salido mal. Aliide frunció el cejo y le pidió que le hablase de Vladivostok. Zara se sobresaltó. ¿Era el momento adecuado para contar historias? Aliide parecía haberse olvidado de los perseguidores de Zara. Quizá no quisiera dejar traslucir sus emociones, quizá fuera más lista que Zara. Quizá lo único que se podía hacer allí fuera sentarse y charlar. Quizá era lo más sensato, disfrutar de aquel instante rememorando su pasado en Vladivostok. Se obligó a sentarse a la mesa con aire sereno, tendió su taza a la anciana cuando ésta le ofreció achicoria y cogió un trozo de tarta de requesón, la favorita de Talvi, según Aliide. La había preparado por la noche por si su hija llegaba hoy.
—Pero ¿has dormido algo?
—Qué más da, una persona mayor no lo necesita.
Tal vez su expresión ausente se debiera a eso. Estaba de pie al lado de la mesa, con la cafetera en la mano, y parecía no saber dónde ponerla. Aliide Truu se comportaba como si estuviera sola. Zara carraspeó.
—Así que sobre Vladivostok.
La anciana se sobresaltó, colocó la cafetera en el suelo y se sentó en una silla.
—Vale, entonces cuéntame.
Zara empezó a hablarle de la estatua que conmemoraba las batallas gloriosas de la Unión Soviética en Extremo Oriente, y de los puertos, de cómo el olor del mar de Japón se filtraba en las tablas de las paredes, de los adornos de madera de las casas, de la nieve en la calle Fokin y la calle Svetlanskaia, de la comida armenia, de una amiga de su madre que preparaba los mejores manjares armenios del mundo, dolma, pepinillos en vinagre con salsa de eneldo, unas berenjenas que estaban para chuparse los dedos, y unas galletas tan sabrosas que cuando las degustabas incluso la ventisca que rugía en el exterior te parecía azúcar hasta el día siguiente. ¡Mucho mejores que la leche condensada! En casa ponían discos de Zara Dolukhanova, cantos populares en armenio y a Puccini en italiano, toda clase de idiomas, a ella le habían puesto ese nombre por la Dolukhanova. A su madre le encantaba la voz angelical de aquella mezzosoprano, siempre buscaba noticias sobre sus giras por Occidente, ¡todos aquellos sitios y ciudades y países! ¡Con una voz tan maravillosa podía ir a cualquier lado! Por alguna razón, la voz de Zara Dolukhanova era lo único que entusiasmaba a su madre. Zara ya estaba aburrida de aquella cantante y también de que no la dejasen hablar cuando sonaba la música, y prefería ir a la casa de su amiga a escuchar la casete Novaja luna aprelja de Mumi Troll. El cantante Iija Lagutenko le chiflaba y había ido al mismo colegio que ella. A veces, su abuela la llevaba a ver los barcos que zarpaban hacia Japón; aparte de ir al huerto, únicamente aceptaba ir a ver los barcos. El viento marino les azotaba la frente, empujándolas tierra adentro. En ferrocarril había más de nueve mil kilómetros hasta Moscú, pero ella nunca había hecho el viaje, aunque le hubiese gustado. ¡Y el verano, el verano en Vladivostok, todos aquellos veranos en Vladivostok! Un verano, alguien había descubierto que se podía conseguir laca de uñas brillante si se añadía un poco de polvo de aluminio en el bote, y en poco tiempo las uñas de todas las chicas de la ciudad destellaban al sol estival.
Zara había empezado a animarse. Su relato no le desagradaba. Hasta echaba de menos a Zara Dolukhanova y a Mumi Troll.
También Katia había querido saber cosas de Vladivostok, pero a pesar de intentarlo, Zara no había sido capaz de contarle nada de la ciudad. Por la cabeza de Zara sólo habían cruzado imágenes aisladas de Vladivostok y otras que le habían venido cuando hablaba con Katia, pero que no había querido mencionar, como cuando, en el año de Chernóbil, su abuela había empezado a preparar pan seco por si estallaba la guerra, o como cuando, tras el accidente, sin saber aún nada de lo ocurrido, habían visto en la televisión a la gente bailando por las calles de Kiev. Chernóbil era un asunto embarazoso porqué Katia era de por allí y por eso quería un marido de fuera y le interesaba Vladivostok. Katia quería tener hijos. Cuando se presentara el pretendiente adecuado le contaría que era de otro sitio, no de Chernóbil. A Zara le había parecido una buena idea. Le habría gustado preguntarle más cosas. Katia no brillaba en la oscuridad y tampoco parecía distinta del resto de las chicas en nada. Además, había dicho que cuanto menos se hablase sobre el asunto, cuanto menos se escribiese sobre Chernóbil y cuanto menos se supiese de todo aquello, mucho mejor. Katia tenía razón. A Zara no le gustaba abrazarla, ni siquiera cuando Katia lloraba porque echaba menos a su familia o después de haber estado con un cliente desagradable. Siempre había preferido consolarla charlando sobre alguna cosa, de cualquier cosa menos de Vladivostok. Pensar en su ciudad natal la incomodaba en aquel momento, como si Zara no fuese digna de rememorar su ciudad. Como si todos los recuerdos hermosos fuesen a contaminarse si los evocaba en su actual situación, y más aún si hablaba de ellos. Sólo de vez en cuando toqueteaba a través de la tela la fotografía que llevaba escondida entre la ropa, para asegurarse de que existía. Claro que Paša sabía que Katia era una chica de Chernóbil, él mismo la había recogido cerca de Kiev, pero le había ordenado que dijese que era de Rusia si algún cliente le preguntaba, porque ninguno querría meter la polla dentro de la muerte.
* * *
Zara intentaba no pensar en Katia, no quería contarle a Aliide nada sobre ella, tenía que centrarse en su ciudad natal. Su charla casi había hecho sonreír a la anciana, que la animaba a que comiera otro trozo de tarta. Zara lo hizo y se sintió una sinvergüenza. No se le olvidaba que estaba acostumbrada a pedir permiso para todo. Era una sinvergüenza porque había cogido tarta sin permiso de Paša. Era una sinvergüenza porque estaba contándole cosas de su ciudad natal a una persona con quien Paša no la había autorizado a hablar. Era una sinvergüenza porque ella no podía estar allí, en un lugar donde no le hacía falta pedir permiso para ir al baño. Si ahora le empezaba a doler la cabeza, seguro que Aliide le ofrecería un remedio incluso sin que se lo pidiera. Si, por ejemplo, empezaban sus problemas de mujer, Aliide le daría inmediatamente algo, le prepararía un baño, le llevaría a la cama una botella de agua caliente y no le cobraría. En cualquier momento, aquella irrealidad podía estallar en pedazos y entonces volvería a la realidad que conocía bien, a los clientes, a las deudas… De un momento a otro, Paša y Lavrenti podían entrar derrapando en el jardín, de un momento a otro, y entonces ya no podría pensar en Vladivostok, pues los recuerdos de su ciudad se mancharían en contacto con aquel mundo. Sin embargo, por ahora aún podía hacerlo.
—Tú eras feliz allí —dijo Aliide con cierta sorpresa.
—Claro que sí.
—¿Claro que sí?
De repente, el rostro de la anciana se iluminó, como si hubiese descubierto algo totalmente nuevo:
—¡Es fantástico!
Zara asintió.
—Sí. Y era divertido ser pionera.
Nunca había sido la mejor a la hora de desfilar y esas cosas, pero la divertía sentarse alrededor de una hoguera y cantar. Y estaba orgullosa de su insignia. Había admirado su fondo rojo y acariciado la frente despejada y dorada de Lenin, y sus orejas doradas.
Mientras charlaba sobre Vladivostok, no podía evitar que Katia se colase de vez en cuando en su mente. Ya nunca podría contarle nada sobre su ciudad. No había llegado a tiempo, pero Katia tampoco había sido muy insistente. Zara había pensado que un día podría convertir a Katia en una chica vladivostokiana, pero ese día no había llegado. ¿Debía arriesgarse y contarle a Aliide sus secretos, aunque eso supusiera que la anciana no la ayudase a escapar de Paša?