1939, oeste de Estonia

Las cornejas de la vieja Kreeli se callan

Aliide fue a la casucha de María Kreeli. Los poderes de la vieja Kreeli para echar un mal de ojo y parar las hemorragias ya eran famosos cuando Aliide había nacido, y ella no los ponía en duda.

Lo que hacía embarazosa aquella visita era que María Kreeli fuera vidente, ya que Aliide no quería que ni siquiera ella supiese de su tormento interior, pero, cuando una no sabía qué hacer, no quedaba más remedio que ir a casa de los Kreeli.

La anciana estaba en el patio, sentada en un banco y rodeada de sus gatos. Declaró que había estado esperándola.

—Maria Kreeli, ¿sabe de qué se trata?

—De un chico rubio, joven y guapo. —Con su boca desdentada chupaba un trozo de pan.

Aliide dejó un bote de miel en los escalones. Al lado de la puerta colgaban ramilletes de hierbas medicinales, y había una corneja que la miraba fijamente. Aliide se asustó; cuando era niña, le decían que las cornejas eran personas embrujadas. En el patio de Maria Kreeli había una bandada y todas graznaban. También estaban allí cuando la había visitado por primera vez, después de que su padre se dañara un pie con el hacha. La vieja había mandado salir a todo el mundo y se había quedado sola con el hombre. Aquella cocina no era un lugar idóneo para los niños, pues olía raro, y Aliide se había tapado la nariz. En la mesa había un bote grande de larvas de mosca para curar las heridas.

La corneja alzó el vuelo hacia los árboles que silbaban al viento detrás del banco, y la vieja movió la cabeza como saludando. El sol brillaba, pero en aquel patio siempre hacía frío. Por la puerta entreabierta se veía la cocina en penumbra. En el recibidor había una pila de almohadones con fundas blancas. Los bordes adornados con puntillas se curvaban en un juego de luces y sombras. Almohadones de difunto. Maria Kreeli los coleccionaba.

—¿Ha tenido visitas?

—Aquí siempre hay visitas, la casa siempre está llena.

Aliide se apartó de la puerta.

—Puede que venga mal tiempo para la siega —continuó la vieja, y se metió otro trozo de pan en la boca—, pero parece que eso no importa. ¿Acaso has oído lo que dicen las cornejas, Aliide?

La joven se asustó. La vieja soltó una risita y dijo que las cornejas habían estado calladas varios días, y tenía razón. Aliide buscó más pájaros con la mirada; había bastantes por todas partes, pero no emitían sonido alguno. Detrás de la casucha se oía el maullido de una gata en celo. La vieja la llamó y al cabo de un momento la gata ya estaba al lado de su bastón, frotándose contra él. La anciana la empujó hacia Aliide.

—No se cansa —dijo clavando sus ojos legañosos en la joven. Ésta se ruborizó—. Es así, qué remedio. En un día como éste, incluso las cornejas callan, pero no hay quien pueda con el celo de la gata.

¿Qué querría decir la vieja con «un día como éste»? ¿Acaso se avecinaba mal tiempo? ¿Una mala cosecha y una hambruna, o acaso se refería a Rusia? ¿O a la vida de Aliide? ¿Iba a pasarle algo a Hans? La gata se frotaba contra la pierna de la muchacha, que se agachó para acariciarla. El animal se frotó el trasero contra el dorso de la mano y Aliide la retiró. La anciana rió. Era una risa desagradable, una risa que sabía y callaba. A Aliide le picó la mano. Le picó todo el cuerpo, como si dentro tuviese pajas secas que intentaban atravesarle la piel, y su mente torturada le susurró cómo había sido capaz de ir a aquella casa, cuando Hans estaba a solas con Ingel en casa. Sus padres habían ido a visitar a un vecino y ella allí. Cuando regresase a casa, Hans olería a hombre incluso el doble que antes, e Ingel a mujer, como ocurría después de sus momentos íntimos, y sólo de pensarlo aumentaban los picores de Aliide.

La muchacha iba cambiando su peso de una pierna a otra. Maria Kreeli se levantó y entró en la casa, cerrando tras ella. Aliide no sabía si tenía que marcharse o esperar, pero la vieja regresó pronto con una botellita de cristal marrón y una sonrisa sarcástica dibujada en su boca contraída. Aliide cogió la botellita. Cerrando la puerta a sus espaldas, la vieja le susurró:

—Ese chico tiene el pecho negro.

—Yo puedo…

—A veces se puede, a veces no.

—¿Usted no ve nada más?

—Mira, chiquilla, de la tierra de la desesperación brotan flores podridas.

Aliide echó a correr alejándose de aquella casucha, sus zapatillas de cuero volaban en grandes zancadas y la botellita que le había dado la vieja se calentaba en su mano, pero sus dedos seguían fríos. ¿Acaso no había ningún poder que pudiese detener aquel doloroso latir de su corazón?

En el patio, una risueña Ingel sacaba agua del pozo. La trenza se le había deshecho y tenía las mejillas enrojecidas; sólo llevaba puesta la enagua.

En la cama de Aliide esperaba un libro de Friedebert Tuglas, Toome helbed («Flores del cerezo aliso»); en la cama de Ingel esperaba un hombre. ¿Por qué era tan injusto todo?

Aliide no tuvo tiempo de probar la eficacia del brebaje de Kreeli. Tenía que haberlo mezclado con el café, pero a la mañana siguiente Ingel dejó su café a medias y se fue corriendo a vomitar. Ya había pasado aquello que la botellita de Kreeli debía impedir. Ingel estaba embarazada.