1991, oeste de Estonia

Aliide encuentra el broche de Ingel y se queda consternada

Un par de meses después de la declaración de independencia llegó de visita Valdemar, un viejo amigo de Martin, el marido de Aliide. Hiisu empezó a ladrar antes de que apareciese. Aliide salió al jardín, el perro corrió hacia el sendero, y entre los postes grises de la valla divisó a un hombre, también gris y consumido, que empujaba su bicicleta hacia la casa. En su boca encogida brillaba el oro robado tiempo atrás. Las arrugas le habían hundido las mejillas, como si le hubiesen cosido la cara para hacérsela más pequeña. En el pasado, Volli siempre había estado en vanguardia, siempre había querido ser el primero en todo. Aliide se acordaba bien de cómo se colaba en las filas, con su barriga grande y su gruesa papada, hinchando muy orgulloso su pecho de veterano. En los ojos de los que llevaban haciendo cola desde la madrugada brillaba el odio e intentaban ponerle la zancadilla, aunque nunca lo conseguían, por muy larga que fuese la cola, ya que las piernas de Volli por aquel entonces aún no estaban débiles, más bien al contrario, eran gruesas y fuertes, y en un santiamén conseguía cruzar el umbral de cualquier tienda dejando tras de sí una corriente de odio que jamás lo alcanzaba. Después de que entraran Volli y sus compañeros, apenas quedaban las migajas sobre el mostrador. Aquellas veces, si Aliide por casualidad aguardaba su turno y Volli se había colado a todo el mundo, siempre se escabullía entre la muchedumbre para que él no la viese y no la saludase, pues no quería que nadie supiera que lo conocía. Aliide nunca había querido que aquellas colas de gente de ojos hundidos dirigiesen su mirada hacia ella. Estaba segura de que, si Volli la saludaba, la echarían de la cola y le darían codazos en las costillas, no en las bien alimentadas costillas de Volli.

Ahora, Aliide le dedicó una calurosa bienvenida y lo invitó a tomar achicoria. Hablaron un poco de todo. Después, él le contó que quizá lo llevasen a juicio.

El espanto de ella fue como un relámpago y Aliide se quedó como cegada por un instante.

—Se inventan toda clase de mentiras. Es posible que vengan a hacerte preguntas a ti también, Aliide.

Volli hablaba en serio. Todo aquello tendría que haber quedado en el pasado. ¿Por qué tenían que ir a molestar a la gente mayor?

—Todos nosotros nos limitamos a cumplir órdenes. Éramos buena gente. Y ahora de repente somos los malos, no lo entiendo. —Volli negó con la cabeza y empezó a criticar a Yeltsin y la ingratitud de los jóvenes hacia el país que ellos habían construido lo mejor que habían podido—. Ahora necesitas cartillas de racionamiento para comprar cualquier cosa, ¿acaso eso es bueno?

Aliide se negó a oír más lamentaciones. Tenía que hacer nuevos planes otra vez, aunque ya no tenía fuerzas para ello, ya no.

Volli se dispuso a marcharse. Ella lo miró de arriba abajo. Le temblaban las manos, había tenido que agarrar la taza de café con ambas para que no se le cayese y Aliide pudo ver el miedo en ellas, no en su expresión macilenta, no en su cara arrugada, pero sí en sus manos. Y quizá también tras la boca, en las comisuras, que Volli no paraba de limpiarse con el pañuelo, toqueteándoselas con dedos temblorosos y huesudos. Aliide se estremeció. El hombre estaba ahora débil y eso la irritaba tanto que tenía ganas de propinarle una patada, de pegarle bien, de darle un buen estacazo en la espalda y las costillas… o no, quizá mejor con una bolsa de arena, eso no le dejaría marcas. Con eso le machacaría los intestinos, y además se trataba de un instrumento de trabajo familiar para él, casi como una antigua novia. ¡Bésala ahora! Aquella visión le pasó por la cabeza: Volli tirado en el suelo, temblando, protegiéndose la cabeza, lloriqueando y pidiendo clemencia. ¡Qué escena más deliciosa! En sus pantalones se extendería una mancha húmeda y la bolsa de arena se alzaría una y otra vez y machacaría a conciencia su cuerpo asquerosamente frágil, teñiría de azul sus ojos llorosos, molería sus huesos porosos, pero lo mejor de todo sería aquella mancha en su pantalón y su llanto de animal a las puertas de la muerte.

Aquella visión tan impresionante la hizo suspirar. Volli asintió con la cabeza y también suspirando dijo:

—A esto hemos llegado.

Aliide prometió testificar a su favor en caso de que hubiese un juicio. Aunque por supuesto que no iría.

Cerró la verja mientras el hombre se alejaba en su bicicleta y le decía adiós con la mano.

Después de Volli vendrían otros, todos con los mismos problemas. De eso no cabía duda. La considerarían una aliada y querrían arrastrarla con ellos. Aliide casi se podía oír a sí misma haciendo declaraciones, hablando ante la prensa. Como ella siempre había sido buena oradora y como suele darse más crédito a las mujeres en esos casos, eso harían, y apelarían a la memoria de Martin, y al hecho de que también Aliide había colaborado en la construcción del país y de cómo ahora se estaba intentando mancillar su honor, arrastrándolo por el barro de un modo vergonzoso. Apelarían también a la memoria de los soldados y veteranos caídos. Sabe Dios a la memoria y al honor de quién más apelarían, y después vendrían los discursos sobre cómo la Unión Soviética no habría permitido que los héroes de la patria tuviesen que usar cartillas de racionamiento para comprar macarrones.

Aliide nunca iría a ninguna parte para pronunciar una sola palabra a favor de aquellos tiempos. No lo haría por mucho que la amenazaran.

Por lo demás, ya no era creíble que tuviesen mucho interés en remover las cosas, porque había mucha gente con las manos sucias a la que no le gustaría que se escarbase en el pasado. Además, uno siempre encontraría a alguien dispuesto a protegerlo en caso de que a los fanáticos les diese por causar disturbios. Antes los habrían llamado saboteadores y metido en la cárcel para que reflexionasen sobre su comportamiento. Jóvenes estúpidos, ¿qué pretendían conseguir removiendo el pasado? Nada. El que desentierra cosas viejas merece que se le clave una astilla en el ojo, aunque sería mejor una estaca.

Cuando Volli ya había desaparecido de la vista, Aliide se dirigió a la habitación y abrió el cajón del armario. Sacó los documentos y empezó a clasificarlos. Luego, el segundo cajón. Después, el tercero. Tras repasarlos todos, fue a la cómoda y abordó los cajones de la parte baja. Se acordó del cajón secreto de la mesa y también rebuscó en él. El mueble de la radio. La repisa de la estantería. Los bolsos que ya no usaba. El papel de pared hecho jirones por donde a veces había deslizado algo. Las oxidadas latas de caramelos. Las pilas de periódicos amarillentos llenos de moscas muertas. ¿Habría tenido Martin otros escondites?

Aliide se limpió las telarañas que se le habían pegado en el pelo. No apareció nada que la pudiese implicar, aunque todos los rincones rebosaban de toda clase de basura. Los documentos y diplomas del Partido fueron directamente a la cocina de leña, lo mismo que la medalla de pionera de Talvi. Y la pila de Abiks Agitaatorile, el periódico mensual que Martin siempre leía con ojos brillantes: «En 1960, en Inglaterra sólo había nueve médicos por cada 10 000 habitantes, en Estados Unidos doce, pero ¡en la Estonia Soviética había veintidós! ¡En la Georgia Soviética, treinta y dos! Antes de la guerra, en Albania no había guarderías, pero ahora, ¡hay trescientas! ¡Exigimos una existencia feliz para todos los niños del mundo! ¡Así de buenos son nuestros revolucionarios!».

El hecho de ver los volúmenes viejos y el nombre del EKP KK, Departamento de Agitación y Propaganda, impreso debajo de la cabecera del periódico, hizo que Aliide evocase la voz de Martin, temblorosa de excitación: «¡El socialismo aporta las mejores condiciones para el desarrollo de la ciencia, para el desarrollo de la agricultura, para el avance de la conquista del espacio!». Aliide negó con la cabeza, pero la voz de Martin proseguía. «¡El mundo capitalista no es capaz de aguantar el ritmo de nuestro nivel de vida, que está avanzando como una tempestad! ¡El mundo capitalista tropieza a nuestros pies y desaparece!». Y después venían cifras interminables: el aumento de la producción de acero en comparación con el año anterior, cuánto se había superado tal o cual previsión, cómo se había cumplido el plan anual en un mes. Adelante, siempre adelante, y más, siempre más adelante; triunfos más grandes, mayores beneficios, ¡triunfo, triunfo, triunfo! Martin nunca decía «tal vez». Nadie podía ponerlo en duda, porque en sus palabras nunca dejaba abierta alguna posibilidad. Simplemente decía la verdad.

Había tantos papeles que tirar que Aliide tuvo que esperar que se consumiesen los anteriores para poder echar más al fuego. Tocar aquellos documentos viejos la ensuciaba. Se lavaba las manos hasta los codos, pero se le volvían a manchar enseguida, en cuanto cogía el siguiente periódico. Los volúmenes interminables del Comunista de Estonia. Y después todos los libros que habían pedido: Experiencias sobre el trabajo ideológico en la región de Viljand, de K. Raave; Análisis sobre la eficacia de la cría productiva del ganado en el koljós, de R. Hagelberg, Preguntas sobre la educación comunista de la juventud, de Nadezda Krupskaja. Aquella montaña de optimismo del pasado crecía y crecía ante la cocina de leña. Podría haberlos quemado poco a poco y aprovecharlos para encender el fuego, pero le parecía importante desembarazarse de todo cuanto antes. Habría sido más razonable concentrarse en buscar algo que pudiesen usar contra ella misma, pues Martin siempre había sabido guardarse las espaldas. Así que seguramente algo habría. A pesar de eso, el montón de basura que se alzaba ante la cocina la irritaba demasiado.

Después de pasar un par de días rasgando y quemando libros, fue al establo de los caballos por una larga escalera que consiguió arrastrar hasta el otro extremo de la casa, aunque pesaba mucho. Hiisu salió disparado tras un avión militar que volaba bajo; no acababa de acostumbrarse a ellos, e intentaba cazarlos muchas veces al día, ladrando con fiereza. El perro desapareció tras el establo y Aliide levantó la escalera apoyándola con gran esfuerzo contra la pared de la casa. Hacía años que no subía a aquel altillo. Allí sí que abundaba aquella clase de basura, cada rincón estaba repleto de frases embarazosas y argumentos asfixiantes.

El olor a desván. Las telarañas se movían ligeramente a su paso, mientras notaba el regusto de una extraña nostalgia. Volvió a atarse el pañuelo bajo la barbilla y avanzó. Dejó la puerta abierta y esperó a que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad al mismo tiempo que echaba un vistazo superficial a los montones de objetos. ¿Por dónde empezar? La parte del altillo que quedaba en el ala trasera de la casa estaba llena a rebosar de todo lo imaginable: ruecas, lanzaderas, hormas de zapatero, cestas viejas de patatas, una tejedora, bicicletas, juguetes, esquíes, bastones de esquiar, marcos de ventanas, una máquina de coser de pedal, una Singer que Martin había insistido en llevar allí a pesar de que Aliide quería tenerla en la habitación porque aún funcionaba bien. Las mujeres de la aldea se habían quedado sus Singers y si tenían que comprar una nueva siempre preferían un modelo de pedal, porque ¿qué ocurriría si volvían a quedarse sin electricidad? Martin no solía enfadarse ni discutir con su mujer sobre asuntos de economía doméstica, pero la Singer había desaparecido, sustituida por una Tsaika rusa eléctrica que trajo él. Entonces Aliide lo había dejado estar, porque probablemente lo que ocurría era que Martin odiaba las cosas de la época presoviética y quería dar ejemplo depositando su confianza en una máquina rusa. Pero la Singer había sido el único objeto de aquellos tiempos del que Martin se había querido librar. ¿Por qué la Singer, por qué sólo la máquina de coser? «Tómame, mis labios nunca han besado. / Tómame, soy virgen y pura, / tómame, tengo una máquina de coser Singer, / tómame, tengo una mesa de ping-pong». ¿Quién cantaba esa canción? Allí seguro que nadie. En la cabeza de Aliide se mezclaban jóvenes voces que cantaban con los resoplidos de Martin de décadas atrás, cuando arrastraba la Singer escaleras arriba hasta el altillo. ¿Dónde había oído Aliide esa canción? En Tallin, una vez que estaba de visita en casa de su prima. ¿A qué había ido? ¿Al dentista? Era la única explicación posible. Su prima la había llevado al centro y se habían cruzado con un grupo de estudiantes que cantaban «tómame, tengo una máquina de coser Singer». El grupo reía despreocupadamente. Tenían toda la vida por delante, el futuro les sonreía, las chicas, con faldas cortas y botas brillantes de caña alta. Sus pañuelos de chiffon se agitaban ligeramente sobre sus cabezas o alrededor de sus cuellos. Su prima había criticado benévolamente lo corto de sus faldas, pero también llevaba un pañuelo de aquel tipo en la cabeza. Decían que estaban de moda. La expresión de aquellos rostros jóvenes estaba preñada de posibilidades de futuro. El futuro de Aliide ya había quedado atrás. La canción había resonado en sus oídos durante días, o más bien semanas. Se había mezclado con la leche que caía a chorros en el cubo, con el barro que se pegaba a las suelas de sus chanclos de goma, con sus pasos al atravesar el campo del koljós, mientras contemplaba el entusiasmo con que Martin hablaba sobre la prosperidad de la comuna y el futuro, que había arrollado el corazón de Aliide con sus pesadas ruedas, con sus tuercas implacables, con músculos de estajanovista, sin tregua, sin que pudiese esquivarlo.

Aliide iluminó de nuevo con la linterna la máquina de coser. «La Singer está por encima de las demás». Recordaba bien aquellos anuncios de la revista Taluperenaine («Ama de casa»), hacía ya muchos años. Bajo la tapa de la máquina que servía como mesa, apareció un cajón lleno de trastos inservibles: aceite de máquina de coser, brochas pequeñas, agujas rotas y trozos de cinta. Se arrodilló y examinó la mesa desde abajo. Los clavos de la parte inferior eran más pequeños que los de arriba. Puso la máquina patas arriba y después bajó la escalera con cuidado. Se dirigió a la cocina, cogió un hacha y subió de nuevo al altillo tambaleándose. El hacha acabó fácilmente con la Singer.

En medio del montón de escombros apareció una bolsa pequeña, la vieja tabaquera de Martin. Dentro había unas monedas de oro antiguas, y también dientes de oro. Un reloj de oro con el nombre «Theodor Kruus» grabado. Y el broche de Ingel, que había desaparecido aquella noche en el sótano del ayuntamiento.

Se sentó en el suelo.

Martin no había estado allí. Él no.

Aunque Aliide tenía la cabeza tapada y no había visto prácticamente nada, aún podía recordar cada voz, cada olor y la manera de andar de cada hombre en aquel sótano. Ninguno de ellos tenía relación con Martin. Y por eso lo había escogido a él.

Entonces, ¿cómo era posible que Martin guardase el broche de Ingel?

Al día siguiente, Aliide cogió la bicicleta y salió al camino que atravesaba el bosque. Cuando estuvo lo suficientemente lejos, dejó la bicicleta a un lado del sendero, se dirigió al pantano y lanzó allí con fuerza la tabaquera, que describió una amplia parábola.