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Francisco fue el único detenido, pero el Ministerio del Interior volvió a informar otra vez de la definitiva desarticulación de la banda. En diciembre fue condenado a una pena de quince años de prisión. A la salida de la Audiencia Nacional ocurrieron diversos eventos fútiles: hacía frío y soplaba cierta ventolera. Los medios de comunicación esperaban a la puerta. Francisco salió esposado. Le escoltaban dos policías nacionales. Un bedel llevaba de la mano la cazadora negra del reo. En la calle se les unió un agente de paisano que se llamaba Carlos. Los dos policías se fueron a contar a su colega que a la novia del condenado le habían tocado doscientos tres millones de pesetas en la Lotería Primitiva. El bedel, por no cargar con la cazadora, se la dio a Francisco, que la cogió como pudo. Se levantó una ráfaga de viento. A Carlos, el jersey que llevaba sobre los hombros le tapó la cara, y, por el fresco, juntó las manos para frotárselas.

Así que lo que se vio en el telediario, montado con desidia por algún editor negligente, fue lo siguiente: el nombre de Francisco García, activista del GRAPO, cayó sobre la imagen del tal Carlos. Que avanzaba con las manos unidas y la cara cubierta por un jersey, flanqueado por dos policías. Francisco, el verdadero, apareció en segundo término. No se le veían las manos esposadas, tapadas por la chupa «de termoforro». Francisco no se hacía famoso ni cuando más motivo había.

Ingresó en la prisión de La Moraleja el veintiuno de diciembre de 1986, como si todas sus fechas señeras fueran a base de solsticios y equinoccios. Lo primero que le tramitaron en la cárcel de nombre ora didáctico («fui malo; moraleja: me arrojaron a las mazmorras»), ora cómico («La Moraleja, lujoso enclave de clases dirigentes»), fue un DNI. Verdadero, legal, atiborrado de rayitas azules imposibles de falsificar. Con ello ni siquiera él quedaba fuera de control, ni en la prisión ni fuera de ella.

El ingreso fue muy duro. Pero a la semana, y tras una mierda de vida plagada de cuitas, Francisco estaba tan cómodamente instalado, y se encontraba con las necesidades tan cubiertas, que la primera acepción de la denominación de su residencia le hacía más gracia todavía. Para empezar, nada más llegar, Francisco se encontró con que se comía tres veces al día. Preparaciones como la pescadilla rebozada, la carne guisada o la ensalada campera fueron descubrimientos gozosos. El flan lo servían con nata y una guinda, y nadie parecía sorprenderse ante tamaña muestra de inventiva. Cuando había que tirarse el pisto de hombre de mundo, llamaba a los espagueti «lingüini» y el hampa lo admiraba. No sólo llegaban a la cárcel seis periódicos diarios y ocho revistas mensuales, sino que es que, además, leerlos estaba muy bien visto. A pesar de lo cual nadie los leía. Disponía para él solo de una sala de prensa amueblada con bancadas de acero inoxidable. Seducido por el lujo, encontró incómoda la brizna de frío que se pasaba al sentarse sobre el desnudo metal. Pero sólo hasta que descubrió el calorcito que daba el gigantesco Le Monde, colocado como almohadilla debajo del culo.

Había una biblioteca, con muchos más volúmenes de los que el interno Francisco habría podido leer durante una condena que quintuplicara la suya. Una vez al mes llegaba ropa de Cáritas. En ocasiones, aparecía entre las donaciones alguna prenda muy, pero que muy ponible, a base de tejidos amorosos de ignoto tacto de beso. Así, la viscosa, la chenilla, el denim o la lana de mezcla. Por la noche se desnudaba para irse a la cama: como había calefacción en todo el centro, no había razón para dormir vestido.

A mayores de toda esta sobreabundancia de bienes, Primi encima se empeñaba en mandarle dinero fresco, a pesar de la trabajera que tenía que comerse para que Francisco lo aceptara. Hecho a la santa austeridad, al recluso le daba vergüenza gastar la choji, porque en él le parecía impostura. Leandro, Blizz Cola, Nenito… Por mucho que pintaran oros, Francisco fue leal a sus marcas favoritas hasta el final. Así que acababa regalando billetes a los reclusos que no le parecían unos soplamingas. Como siempre ocultó lo de la lotería, se extendió la especie de que él era una suerte de San Francisco de Asís bueno y dadivoso.

Primi iba a verle una vez al mes. A Francisco le llevó las tres primeras semanas de julio de 1986 contárselo todo acerca de sí mismo, pero así lo hizo. Lo que Primi no contó a Francisco, porque ni falta que hacía, fue la excursión que se marcó en agosto a Valladolid. Se llegó hasta la iglesia de San Miguel y, para su fortuna, la encontró cerrada. Menos mal, porque iba temblando de miedo como un bloque de gelatina. Pasó por debajo de la puerta un sobre a nombre de José Ramón Pérez Marina. Dentro iban cuarenta y dos mil pesetas «de parte de Francisco García», para que las aguas volvieran a su cauce. Rogó al santo que el llamado Julio no anduviera por allí para apropiárselas otra vez y salió corriendo hacia el Café del Norte, inmensa cafetería bajo cuyas losas yacen los verdaderos restos de Cristóbal Colón, según le relató su propietario. Creerlo es muy gratificante para el espíritu, y algo de cierto hay en ello. A ver si no cómo se explica que resulte tan sobrecogedor entrar en el bar.

Con el asunto de la lechuga ensobrada, Primi libró a Francisco de suspicacias por parte de cualquier grapo. Francisco, que nunca dejó de estar a por uvas, se preguntaba en la cárcel qué era lo que habría pasado que jamás le molestó nadie de la banda, ni desde dentro ni desde fuera. Empezó atribuyendo el perdón a que José Ramón se sintió o compensado, o conmovido, o retribuido, o desagraviado, o algo en participio, con el susto que le dieron en el Museo Ferroviario tras su visita a San Miguel. En su ingenuidad, acabó dando pábulo a la versión según la cual José Ramón y los otros se habían ido olvidando de él. «Yo nunca he sido de quedar en la memoria de nadie. Soy transparente». Primi se callaba. Para qué enredarlo más.

Podría haberse derrumbado si hubiera dado curso a la reflexión suicida sobre la porquería que había sido su vida anterior, en la que el escenario de sus días era cárcel mucho más escabrosa que la que ahora habitaba. Habría sido perfectamente posible entrar en barrena al abonar los pensamientos sobre lo maloliente que tenía que haber sido su biografía para que esta hiciera buena su estancia en las mazmorras. No lo hizo. Antes se iba al cuarto de la tele, donde había un receptor en el que las figuras se veían enteras. O se iba a tomar un café a la máquina, bastante más barato aún que en el CoyFer. O al patio, a fumarse un Rex, que sabían mucho más ricos en el campo palentino que entre los humazos de Madrid. O a la sala de prensa, a cogerse el Le Monde o algún otro periódico que fuera a usar de la forma que hubieran deseado los redactores.

Los compañeros, al contrario que él, lo pasaban fatal. Era el efecto lógico de la soledad punzante. Nada de eso iba con Francisco, quien se encontró de la noche a la mañana con cuatrocientos sujetos con los que podía tratar. Un «No hay por qué darlas» o un «A la mierda te vas tú, mongolo» ya convertían al interlocutor de Francisco en uno de los seres con los que mayor diálogo había mantenido en toda su vida. Como aquel que empieza a tomar drogas por ver cómo es, con afán experimental y una libreta para anotaciones, Francisco se encontró en medio del patatal humano en el que siempre quiso plantar los tubérculos de su sociabilidad negada.

Francisco podía opinar, opinar sobre el prójimo más allá de su aspecto visual, merced al caudal de datos que le ofrecían los comentarios, las ideas sobre las cosas y las concepciones verbales de cada interno. Fue bueno hacer algún amigo, novedoso y divertido fue conocer los nombres de cuarenta hombres y los apellidos de quince, pedir un día un favor, devolverlo al día siguiente. Prestar el mechero, regalar una tarde la merienda, soltar una mentira piadosa por la mañana y sentir la compasión subsiguiente por la tarde. Estuvo bien. Pero nada fue comparable a ir examinando cómo era la hasta ahora inédita enemistad. Lo excitante que era robar un día una pila, a ver qué pasaba. Pasarse en un comentario, sembrar una calumnia, fomentar un malentendido. Opinar mal. Analizar la propia opinión. Encontrarla un día incontestable y garrafalmente errónea al día siguiente. Coger asco a uno. Le costó un golpe de destornillador en un pectoral, y encontró la tarifa muy barata. Echaba de menos a Primi, pero la soledad, en La Moraleja, para él, es que no cabía. A muchos ratos se sentía decididamente bien, y tenía que enmascarar la expresión de alegría porque a ver qué pintaba esa cara radiante en aquel solar lúgubre. Le daba vergüenza estar tan contento entre chavalotes tan desgraciados, y se veía en la tesitura de tener que mudar el gesto para que no le dijeran a ver tú, de qué te ríes, con lo mal que se pasa aquí y tú tan contento. Francisco, donde estaba bien, era en la cárcel.

Hubo ratos decididamente divertidos. Un día los llevaron al salón de actos. Iba a venir un cortometrajista a poner su pieza y a hablar sobre cine. El evento comenzaba a las cinco. Pero al cineasta le dieron mal la hora y, como no se presentaba, pusieron la Primera Cadena en la pantalla, con el proyector de tubos. Justo entonces empezaba una película del oeste con John Wayne, que sedujo al cuerpo recluso. A las cinco y veinticinco apareció el cortometrajista y la de vaqueros se fue al cuerno cuando quitaron la tele para dar paso al acto cultural. El público no podía explicarse tamaña afrenta. Les ofrecieron la inmersión en la trama del oeste, esa diégesis gozosa, para cortársela de cuajo a la media hora. Se montó rumor en platea, se gritó a cabina y preso hubo que se echó a llorar al ver cómo le negaban el único momento entretenido que había pasado durante el último año. Mandaron callar los funcionarios sin resultado significativo y salió el cortometrajista a presentar su cinta. Abrió con su maloliente cuerda de conceptos de alto contenido didáctico:

—El cine es un arte total, ya que aúna literatura, pintura, música, arquitectura y fotografía.

Y un recluso le gritó:

—¡Hijo de puta!

Francisco, que no podía parar de reír, iba descubriendo su ser social: mediante esa parcela en la que cada uno contempla en qué consiste su sentido del humor con el prójimo en danza, y mediante ese minifundio en el que cada quien comprueba o no lo cómica que puede llegar a ser la injusticia. No recordaba haber reaccionado mal el día en el que le galardonaron con un atril atornillado a un trofeo; lo que, en cierto modo, le daba derecho a disfrutar de la algarabía contra el visitante, que ya no decreció. Al del corto le llamaron de todo, como si los presos acabaran de descubrir que penaban porque él los había delatado en masa. A Francisco se le salía el estómago, de tanto batir a carcajadas. Ya lo superaría el del cine. Le vendría hasta bien. Si no era un imbécil, también disfrutaría más de sus triunfos cada vez que recordara lo mal que lo pasó el día en que le tocó torear en el coso de La Moraleja. Restaba una quiebra moral que echaba al traste toda esta composición ética: el hecho de que el preso que lo insultó se fuera de rositas tras su comportamiento deleznable ante un jovenzano ilusionado que no tuvo nada que ver en la interrupción del western. Pero entonces, la cascada de reflexiones fluía sola: el que peor lo estaba pasando en toda esta fábula era, precisamente, el preso.

Para mejorar las cosas, en 1986 las cárceles ya empezaban a designarse «centros penitenciarios». Sus autoridades ya iban contratando a asistentes sociales, nueva profesión, y ya apenas nadie metía calzoncillos usados en las marmitas de la cena, porque las empresas de catering se comenzaban a ocupar de las minutas de los presos. La prevención de fugas todavía se confiaba al robusto candado, al espino electrificado y al perro matón. Pero se entreveían ya las reformas administrativas y tecnológicas que iban a convertir el barrote en chatarra. Faltaba aún para que amables células fotoeléctricas y límpidos sistemas digitales de control hicieran de los centros lugares menos patéticos, pero ya empezaban a perdonarse días de condena por la participación en actividades culturales.

Como le veían leer («¡Cuánto estudia!»), a Francisco le ofrecieron hacerse cargo de alguna asignatura del programa carcelario de educación para adultos, por el que los internos interesados se sacaban el graduado escolar. Francisco no daba crédito. Iba a convertirse en profesor de Historia, como soñó en sus días inciertos. Comenzó en febrero de 1987, con las consecuencias de la batalla de Trafalgar y el declive de Godoy. Descubrió que apenas sabía nada de la materia, que le faltaba ciencia por todos lados y que su vocación era rematadamente falsa. Porque sólo respondía a las ansias por tratar con sus semejantes. Cosa que hacía ahora durante todo el día y con temas que incumbían a ambas partes mucho más que la desidia de Carlos IV o la Guerra de las Naranjas.

—¿Y los franceses nos pueden invadir otra vez? —preguntaba en clase un alumno al que le suscitó interés lo del 2 de mayo.

—Por mí, que nos invadan cuando les apetezca.

Nada fue tan apasionante, desde luego, como montar la maqueta del tren, a partir del verano del 87. Al taller se apuntaron treinta y siete presos, persuadidos por la idea de que las herramientas disponibles (cuchillas, sierras, limas, etc.) les iban a servir como instrumental de fugas. Luego no era así, y las acababan utilizando para otros fines (construir la maqueta y, sobre todo, autolesionarse). Durante las primeras semanas, a Francisco le preocupó el estado de placidez que le provocaba el olor de la cola de contacto. Dejó de usarla, pero volvió a ella cuando se percató del todo de que tal sensación agradable no tenía nada que ver con la química del adhesivo: sólo era achacable a lo bien que se sentía montando todo aquel paisaje en miniatura, garabateado con rieles y recorrido por obedientes ratoncitos eléctricos. Cuando acabó la maqueta sólo quedaban dieciocho reclusos adscritos al taller. Paradójicamente, los menos motivados. Los otros diecinueve fueron desertando hacia el Taller de Belenes porque, según sus quejas, Francisco no les dejaba tocar nada.

Ya para entonces se tenía el pálpito de que los ochenta acabarían quedando como los años de los placeres. A Francisco, los hedonismos le llegaron en la cárcel. Allí sació el hambre y la sed, allí hizo sus risas, allí se tendió al sol a que el sol le diera. Los días del cachondeo generalizado a mansalva fueron para él sus días de galeote. Y no por ello resultó el recreo menos rampante, sino todo lo contrario.

Marasmo de paradojas que le llevaba en sus reflexiones a Bernardo García, padre de Primi, y a todo lo que le ocurrió a partir de 1941. Aquel año del desastre, no lo sabía él, era el que inauguraba sus días gloriosos. Y, lo más significativo: de gloriosos no habrían tenido nada de no haberlos puesto en función de los años hambrientos, áridos y punzantes de su adolescencia erizada de desgracias. Quería esto decir que vivir en lo podrido era ventajoso, que el sufrimiento era útil y que el padecimiento era, a efectos prácticos, una bendición del cielo.

José Luis Benavides, director de La Moraleja, y Héctor Mirándola, del Ministerio de Justicia, conocieron a Primi en abril de 1987, durante la cuarta visita que hizo a Francisco. Estaban al tanto de la situación financiera de la pareja, que se filtró durante el juicio. La idea del unto a las autoridades penitenciarias fue de los propios Benavides y Mirandola. Primi no conseguía recordar si la había concebido antes de la propuesta, aunque fuera durante un segundo, pero era muy consciente de que en ningún caso habría sido capaz de reunir la audacia necesaria para siquiera sugerirla.

Ninguno de los funcionarios se anduvo con las macarradas de las ficciones: se lo plantearon a Primi con la claridad expositiva, con la invisible persuasión y con la alegre proximidad con la que se oferta un depósito a plazo fijo en una caja de ahorros. Le ofrecían mermas en los períodos de condena del tamaño de rebanadas de hogaza, y el compromiso de que los aviesos reclusos no llegaran a enterarse nunca de que convivían en las celdas con un magnate de ocasión. Primi desembolsó un par de docenas de millones, que entregaba en bolsas de las rebajas de Galerías Preciados. Benavides y Mirandola se fueron sacando de la manga una ristra de reducciones que dejaron temblando los calendarios. Llegaron con Primi a ese nivel de confianza en el que se planean dos o tres salidas a comer, que nunca llegan a celebrarse pero que dotan de cierta calidez a cualquier relación de trueque.

Francisco tampoco supo nunca de ello. Aceptaba asombrado sus rebajas, pero nunca imaginó que estas eran las de las bolsas de Galerías de Primi. A los cinco meses de ingresar le redujeron la pena a seis años. En verano, a tres. En la Navidad de 1987 le comunicaron que saldría para Santiago Apóstol. Él siempre supuso que las medidas de gracia venían motivadas por las dos actividades ocupacionales que atendió en La Moraleja: las clases de Historia y el Taller de Modelismo Ferroviario. Esta sobre todo, porque lo de los raíles a escala se lo tomó, de verdad, a conciencia. «Lo de los trenes me ha tenido que quitar años a espuertas», se decía.