12

El lunes dieciséis de junio Francisco entró al taller a las ocho y veinte de la mañana. Encontró sobre su máquina de coser una nota pegada con tres chicles: «Devuelve las 42 000 ptas. que te "has" llevado». La conjugación del verbo «haber» venía así, entrecomillada, como en esos avisos callejeros escritos por algún vecino en los que unas comillas redundan absurdamente sobre la palabra menos pensada (No «aparcar» coches ni motos delante de la tienda, vg.). Pesetas iba rotulado en abreviatura, no se sabe si por convención o porque así el que escribió aquello se ahorraba el papel, la tinta o el tiempo precioso de toda acción clandestina.

A Francisco se le vino el mundo encima. Le estaban acusando de haberse quedado con el dinero que no había en el sobre azul de Barajas. Miró a su alrededor, asustado por si asomaba la presencia de alguien en aquella celda de férreas soledades. Luego se sentó, con la nota en la mano, abrumado al entender que le estaban atribuyendo el robo de un dinero que jamás había llegado a ver. Achacándole el hurto de cuarenta y dos mil pelas que le habían escamoteado, precisamente, a él.

Pasó dos horas riñendo a las paredes y exponiendo a sordos gritos lo grotesco de la acusación. El caos demente que reinaba en la banda ya le había rajado una mano a cuenta de un petardo mal armado. Le desbordaba encontrarse con que ahora además le señalaban como sospechoso principal de una sustracción del mismo monto por el que él había derramado leucocitos y hematíes, como si tuviera para regalar.

A las diez y media llegó Julio. Hoy le tocaba traer camisetas. Pero venía con las manos vacías. Amoscado por todo, Francisco le preguntó de mala manera por los fardos, que sin fardos le iba a tocar usar las etiquetas para fabricar tiritas de marca.

—Ya no hay más camisetas —le respondió Julio.

—¿Qué dices, dónde las tienes?

—Que devuelvas las cuarenta y dos pesetas.

Que un James Bond hispano le diera el toque con tres chicles Dunkin y un arisco aviso sobre papel cuadriculado era una cosa. Que del rechazo amenazante participara hasta este falto, eso era otra. El último mono estaba subido al carro de la errónea acusación, comiéndose los tres ceros del millar al demandarle, y todo daba más miedo. Porque ponía en danza toda esa inseguridad que provoca el individuo que evoluciona en torno a otra lógica.

—¡¿Quién te ha dicho eso?! —preguntó Francisco, pretendiendo homologar conductas con las de Julio.

—Y que me tienes que darme la llave porque al taller no tienes que venirte tú más, nada más de coser ni cantar ya nada.

Lo estaban mandando a lo que entonces se llamaba «paro obrero», con apellido. La miseria que amenazaba hacía nimia toda pobreza anterior. Todo lo cual era hasta frívolo si se ponía en comparación con las presumibles represalias a las que quedaba expuesto desde ese momento, por chorizón. El interlocutor que Francisco tenía enfrente no era para muchos razonamientos. Pero se levantó y se encaró con Julio, aún sabiendo que todo era inútil.

—¡¿Pero tú entiendes lo que te digo?! ¡¿Quién te ha dicho eso?! ¡En la consigna de Barajas no había nada!

—Yo soy del Inter de Milano FIFA. Tiran a canasta y marcan ocho puntos.

Y aquel pobre se puso a hablar como un descosido, después de tantos años, soltando unas absurdeces que quitaban el sentido. Como si le hubieran dicho que, para lo que le quedaba a Francisco, daba igual hablar con él que no hablar. Que podía expresarse con libertad, y contarle al de las etiquetas todas aquellas cosas que le inquietaban o le ilusionaban, sin ambages, en fructífero cultivo de la conversación. Chisporrotearon las incongruencias.

—El balón es más grande que el de hockey sobre hielo, pero es mucho más redondo que las zapatillas de la Confederación Oeste.

Francisco le entregó la llave y le dejó con la palabra en la boca. Salió del taller. Por el secarral iba hablando solo, por hacerse compañía a sí mismo.

—Quedarme yo con los cuarenta y dos talegos de Barajas. Cuarenta y dos verdes de mierda, que no dan ni para que vayamos en taxi a poner bombas —se reía nerviosamente—. Quedármelos yo, que… que, joder, ¡que tengo doscientos tres millones de pelas!

Cuando llegó a la parada del autobús ya sabía que no se metería en casa. Se iría a Cea Bermúdez, a dónde si no, a la deriva, como un paraguas abierto volando por los aires en la noche de tormenta. Hecho un manojo de nervios, Francisco seguía dándole vueltas al limón.

—No sé dónde, pero tengo un par de cientos de millones, veinte mil billetes de diez mil más la pedrea de los tres tacos de cien azules cada uno.

Fuera de eso, y haciéndose la cuenta de cabeza, le quedaban quinientas sesenta y tres pesetas para pasar el resto de la vida.

Sólo faltaban cinco días para poder cobrar el premio. A lo lejos creyó ver a Julio, vigilándole en su mudez de deficiente. Lo más seguro es que no fuera una visión.

Era descomunalmente triste, pero si pensaba en las razones por las que el GRAPO comenzaba a desplantarle, cabía concluir con toda legitimidad que todo se debía a los informes que Primi estuviera emitiendo. Hacia la policía, hacia el GRAPO, hacia quien fuera. Si nadie iba al CoyFer a enlazar con él, no sería por desidia. Ya tendría tiempo de comprobar que por eso era, pero a la altura de junio se devanaba los sesos con que si las ausencias respondían a delineada estrategia o a la pura incuria de sus superiores. Que igual sí, porque eran muy zoquetes, muy malos, como él cuando tocaba gimnasia en las escuelas. Pero que sonaba muy raro. Era más que posible que un tercero estuviera dando informes de todas las cosas extrañas que estaba haciendo. Igual era Julio, pero ya ves tú, el pobre lelo, con el que apenas ni trataba. Con Primi, sin embargo, pasaba todo el tiempo. Todo el tiempo que podía. Era desesperanzador, pero si Primi estaba al cabo de la calle y andaba contando las cosas, los acontecimientos conducían a un game over de varios millones de luxes cegadores.

Se bajó del autobús en Cristo Rey y se llegó a Cea Bermúdez, 68 (C-6, B-8, dos coordenadas de tiro al buen tuntún en el juego de los barcos). Todo seguía parecido: los escudriñantes de la prensa, los traficantes de dinero, los soldados de los consorcios humanitarios, todos haciendo guardia. Patricio Centina, con sus billetes del Monopoly en esta calle del Monopoly. Butti el de los pleitos, con su abogacía y su saber. El Pinillos de Hacienda, de quien suponía Francisco que actuaba soltando a gritos el remoquete «tributa, hijo de puta», con su mujer haciendo los chorus. El de las performances, buscando con qué pagar las jaulas metafóricas de su escenografía. Todos por ahí, echándole paciencia, seguros de sus posibilidades, armados de ánimo y confiados a la perseverancia que ya otras veces les hizo triunfar. Por calmar los nervios, Francisco se repetía mentalmente la boba rima de Pinillos, como los insustanciales que caen presos de una machacona locución oída en un anuncio y no pueden dejar de proferirla por todos sitios.

También estaba Primi, charlando con Alberto y Tote, el par de salaos de la Policía Judicial que no engañaban a nadie con sus pintas de normal. Se asustó al verlos. Parecían llevarse tan bien… «Colegas». La lista de cabrones, que esta lista abría. Primi por poco le vio, pero Francisco estuvo al quite y se escondió detrás de un quiosco, donde tomó entre las manos un ejemplar de Don Balón y donde se torturó con el pesar de las traiciones. El quiosquero le asaltó, motivado por la venta de letra impresa.

—¿Quiere algo?

Francisco adivinó mentalmente la siguiente línea de diálogo («que esto no es una biblioteca») y el quiosquero la pronunció fonema por fonema. Él no supo qué hacer. Por salir del paso, y porque tenía el pálpito de que cuando las cosas van mal lo mejor es derrochar sin miramientos, arregló la compra-venta de El País. Desembolso tras el cual le quedaban quinientas tres pesetas para pasar el resto de sus días. Que ojalá fueran pocos, porque los resultados que arrojaban los datos eran como para inyectarse un litro de Kas Limón en la aorta y mandarlo todo a tomar por el saco.

Pateó un poco, con el tierno periódico recién nacido entre los brazos, escondiéndose detrás de los coches y evitando fumarse un Rex para que el humo no delatara dónde estaba el fuego. Fue cuando se percató de que en Cea Bermúdez no pintaba nada. Ni ese lunes ni nunca. Porque nadie iba a entregarle los doscientos millones por poner la cara ante ellos.

Se fue a casa. Leyendo el periódico. Mucho tenía que durarle aquel ejemplar. Cuando exprimió cada una de sus columnas, se hizo el crucigrama y jugó a sus juegos (no al de la edad de la muerte, que no resultaba gracioso con la que estaba cayendo). Luego anduvo por casa reparando alguna sujeción, utilizando El País como martillo. Un par de páginas le sirvieron para envolver un par de peras medio pochas, que tenía oído que el papel-prensa dotaba a la fruta de nueva lozanía. Luego borró el crucigrama con una goma y se lo hizo otra vez, cronometrándose y obligándose a mejor marca. Cenó una sopa de luz de luna con el periódico como mantel, y como notara que la mesa trastabillaba, la calzó con un taco que se hizo con un trozo del Editorial. Luego repasó los cristales, frotándolos con agua y una muñequilla que se fabricó con el material de esta gaceta heroica que valía para todo. Cualquier cosa con tal de no pensar en nada ni, sobre todo, en nadie.

El día diecisiete de junio, martes, era el primero de su jubilación forzosa. Se despertó muy pronto, se levantó muy tarde. Su idea era comprar mucha leche, un producto barato y alimenticio con el que un ser humano, poco importaba que en edad lactante, podía cubrir todas sus necesidades nutricionales. Se pintó en el sobaco tres manchas negras, los bubones de la peste. Le gustaba hacer estas paridas, como llevar sus marcas de ser infecto ocultas, pero a flor de piel, visibles, pero secretas, todo al tiempo. Sacó a la calle su raspa de periódico, ocho páginas manoseadas, por si tenía que esconder la cara, y enfiló hacia la calle sin dejar que la frustración le atravesara la garganta como la bayoneta de un zuavo.

Se llegó a la panadería de la calle Veza con la idea de comprar cuatro o cinco bolsas de leche de la más asequible. Pero cuando se quiso dar cuenta andaba ya por Estrecho, así iba de volado, inmerso en asuntos propios. En la embocadura de Francos Rodríguez apareció su parroquia, la de San Francisco de Sales, y rezó su cantinela de que si las Ventas, etc. Quiso pasar a ver el cuadro que hay a mano derecha, nada más entrar: el retrato de un niño con el rostro oficial de la bondad gazmoña, y en el que Francisco reconocía su infancia compadecible. Sintió deseos de colocarse bajo la cúpula descomunal, que extrañamente el exterior no denota, para ver si la media sandía gigantesca le centrifugaba los pensamientos o se los centripetaba. Franqueó la verja y avanzó por la vereda ajardinada. Oyó a sus espaldas, entonces, el sonido del disparador de una cámara. Se giró, y vino otra foto.

Era una mujer que, o se quería llevar un recuerdo, o le estaba retratando para nada bueno. Francisco no iba a creerse a la primera de cambio que a alguien le interesara una montaña de ladrillo neomudéjar, porque nada con menos de cien años es materia de souvenir para nadie. Para él, todo indicaba que estaba entrando en campo, que le seguían, tirando con haluros de plata hasta que llegara el día de dispararle con balas, y nada de eso convenía. No hubo más reflexión. Olvidando del todo viejas sentencias que quizá valieran para cuando se formularon («huir estándose quieto», todo eso), abandonó San Francisco de Sales a trote nada flemático.

Retomó Bravo Murillo. Por despistar, ingresaba en las vías laterales de la banda de los impares, pellizcando las bocacalles como si el ratón del experimento se encontrara con que las paredes del laberinto eran de pan. Iba muy asustado, con la leche mental por la que bajó cortada de pronto, con capa de moho verde. Había descuidado las espaldas. El juego de «el deporte» tenía cada vez menos de juego. Bajando por Algodonales se topó con el depauperado «homenaje de los vecinos de Chamartín de la Rosa a los héroes de Annual», la placa en piedra más bienintencionada y desasistida que contemplarse pueda. En el barrio, la ocasión de Marruecos debió de suponer un diezmo en regla; pero un diezmo entre solteros, que no tuvieron tiempo de engendrar a nadie que limpiara su recuerdo de vez en cuando. «Las cosas de la calle que dan pena la dan a viva voz, y dan más pena todavía», inventó para aflojar el miedo. «Yo, por ejemplo». Y el miedo crecía.

En estas estaba cuando entrevió el bar Cantabria. Como una haima amorosa en el desierto, el Cantabria se ofrecía en el esquinazo de las calles Araucaria y Algodonales. Le salió al paso como llamándole a susurros. Si la mujer de la cámara no le veía entrar, el bar era un escondite perfecto. Se aseguró bajo el dintel de la puerta de que así era. Y se metió dentro como quien apetece en el parchís la casilla de seguro, esa blanca con un círculo negro en medio.

Llegó de espía en persecución, pero en el Cantabria Francisco se sintió bien desde el principio. No había nadie, echó el ojo a su mesita ventanera, que deseó ocupar, y se acercó a la barra. Como el camarero sabía lo que era un trifásico, no le puso refrescos ni gaitas. Era hombre de pueblo (toledano, bolo). A Francisco le obsequió con un platito de patatas fritas. Se sentó junto a la ventana con su copa balón y desplegó su periódico añejo. Mirando la calle, porque el periódico se lo sabía de memoria, oyó cómo la luz silenciosa hacía sonar la música mansa del polvo en suspensión. Fue su último momento de paz en mucho, mucho tiempo. La mesa de la cristalera era como para quedarse a vivir en su seno. Le hizo gracia pensar que toda la teórica sobre confluencias de energías y sobre ambientes positivos de las orientaladas operaba desde siempre y con toda naturalidad en ciertos bares españoles, sin tanta alharaca y con mucha más práctica que divagación («a ver qué paz es la de Manchuria, todo el día a la greña»). Absorto en la tranquilidad beige de la tarde, Francisco se preguntaba si ese bienestar campaba por sí solo o no era más que el espejismo que destilaba la nostalgia de no poder disfrutar de la calma.

Madrid no era ciudad para lo que estaba pasando. Aquí no pegaba nada que nadie estuviera danzando en torno a todo este mejunje grotesco de espionajes de pacotilla. En Madrid todo lo apolíneo se ajaba en banalidades: la ópera se había diluido en zarzuela, el clavecín en organillo, la repostería en churros. En Madrid, la tradición detectivesca se había cuarteado hasta devenir en él, Francisco García, el piernas de la cazadora de plástico negro, un Harry el Sucio de achicoria que había acabado frente al honesto aluminio de una ventana traslúcida de polvo, abstraído en el planeta del Cantabria y su camarero afable. A la altura de estas reflexiones, acunado por el silencio soleado del bar, ya no se acordaba del episodio de sus retratos. Si la mujer de las fotos volvió a registrar su aspecto con su cámara, Francisco no se dio cuenta.

Permaneció durante dos horas sobre la formica de la mesa, doscientas setenta pesetas de trifásicos y Rex que hicieron en sus cuentas el efecto de dos horas de recibir mandobles. Mereció la pena, porque fueron dos horas de quietud impagable. A las cinco y media de la tarde se levantó y se fue a cerrar cuentas con el noble de la barra.

—Qué le debo.

—Doscientas setenta, y volver.

«Y volver». El camarero de pueblo era de la cuerda de Fermín y Concha. De los de arrancarse con alguna chuminada de bar, de las de hablar por hablar, con la intención amable del trato humano, sin más. Francisco hizo entonces lo que nunca había hecho, tras años de desearlo en el CoyFer y en sus bares precedentes: pegar la hebra por el simple placer de andar un rato de guasa. Dar palique a un desconocido sólo por soltar una mamarrachadita amistosa, que no vale para nada pero que está bien decir, porque provoca la ilusión de que las cosas marchan como deben: apacibles, calentitas, amandas, al paso bueno. Su panchorchada de respuesta, bien manida, como se exigió a sí mismo, fue esta:

—¿Doscientas setenta? ¿Pero yo qué he roto? Je.

El camarero se partía de risa, agradeció a Dios que le hubiera reservado un oficio tan bonito y, rematando el festival de chorrainadas, soltó la muy catalogada de «¡si no fuera por estos ratos!», radiante de camaradería inter-barra. Francisco, por dentro, exultaba. Parecía un tío normal, «un jubilado ocioso y satisfecho que tomaba un trago…», etc.

Hasta ahí llegó el exiguo momento de recoleta felicidad paisana. Cómo contrastaba todo en el Cantabria con lo que estaba pasando fuera. Faltaban aún varios peldaños de contratiempos, empero.

El siguiente sobrevino allí mismo. Mientras rebuscaba en el bolsillo de las monedas, Francisco encontró el Actual Noticias sobre la barra. Primero por curiosidad de amante, pero luego por hacer pesquisa, lo abrió por la página tres. Se fue a créditos y buscó un nombre con el dedo índice. Había entre las redactoras una Laura, una Esther, una Azucena… Pero nadie se llamaba Primitiva, ni nada que se le pareciera. Lo de que trabajaba allí era mentira, según deducción simple. Y alzaba el vuelo con garbo la certeza de que ella, si andaba a trolas, era por algo para lo que Francisco ya podía ir preparándose. No pudo evitar que sus pensamientos se amotinaran.

—¿Pero esta tía quién es? ¿Ya me la han vuelto a jugar? ¿Paso la vida fijándome en todo y no he aprendido nada…?

Francisco pagó y salió del bar con su exhausto periódico. Dio de nuevo en Bravo Murillo. Las tiendas habían vuelto a abrir tras la hora de comer. Así que se compró las dos bolsas de leche con las que iba a amamantar su miseria. Que, tras abonar en la panadería, ya era noventa pesetas más ancha. Sofocos de dinero que quedaron reducidos a minucias cuando, al salir del establecimiento, se cruzó de nuevo con la mujer de la cámara, que no cejaba en su empeño de resurgir. Francisco apretó el paso sin atreverse a mirar hacia atrás. La Positiva le pareció que era ella, cuando leyó el letrero de la tienda de ropita para niño. La positivadora de los negativos de su rostro: para llevárselos a la policía, al GRAPO, a quien fuera que le quería mal.

Necesitaba huir con ventaja. Se le ocurrió tomar el autobús, porque todavía le quedaban cuatro viajes en el bono de diez. Muy asustado, Francisco llegó a la marquesina con el título de transporte válido ya en la mano. Pero ningún bus aparecía a la vista. Miró para todos los lados y atribuyó a su miedo cegador el hecho de no ver a la mujer. Porque seguro que estaba por allí, con su fisgoneo en el obturador y su terquedad en el diafragma. Para convocar al autobús, Francisco recurrió a su truco chusco. Que no ofrecía garantía ninguna, pero que creaba el espejismo de que trabajaba por salir de allí: encendió un Rex. Nada más prenderlo por ahí emergió, cómo no, el vehículo.

Lo llamó como si fuera un taxi. Al subir se trabó con la taladradora de bonobuses y se le volvió a rasgar la cazadora. La hendidura cayó por el lugar del remiendo, por donde la arregló ilusionado el día que se adecentó porque había quedado con ella. Picó el bonobús, segunda dentellada en sus pertenencias en el plazo de dos segundos, y avanzó por el pasillo mientras elegía el asiento más apto para el control.

Se sentó en plaza de ventana. Miró a través del cristal y no vio nada raro. Se retrepó en el asiento de madera y procuró recapitular. No sabía ni en qué línea viajaba. Daba lo mismo. Que le llevaran a donde fuera. Ya bajaría al final del trayecto, presto a larga caminata de regreso a casa, procurando no apretar el paso para no esquilmar energías y azuzar así el hambre. Las bolsas de leche estaban a buen recaudo, y algún parque lejano sería lugar adecuado para beberse una.

El autobús hizo su primera parada. Se abrieron las puertas. Subió una anciana con dos niños, que se empeñaba en que sus nietos no pagaban billete: porque no tenían la edad, porque ocupaban poco y porque ella disfrutaba de dispensa por ser viuda de un conductor de tranvías. A un señor que viajaba en la parte trasera le entró la risa con el tema de los tranvías, y le quería ceder su asiento a la señora «porque estará mayor. Más vieja que el invento de la puerta». Chanzas que hacía en voz alta, a todo lo largo del autobús, y que la anciana contestó con mayor volumen y mayor aparato. A Francisco todas estas cosas le admiraban. Gente que, al contrario que él, llamaba la atención sin empacho, como si su DNI les blindara contra los peligros y les permitiera organizar conatos de jaleo sin temor a represalias. Quiso ver la cara del que hacía los chistes, y giró la cabeza. Lo que vio dos filas atrás fue a la mujer de las fotos.

Alarmado, y haciendo como que recordaba de pronto que ya había llegado a donde iba, Francisco se levantó, pulsó el botón de solicitud de parada, sudó, agradeció mil veces que el conductor oyera el timbre, con la que tenía encima con la viuda del tranviario, y salió del vehículo, mirando a su izquierda en el intento fútil de que la mujer no le viera la cara cuando tomó la perpendicular de salida. Bajó apresurado y, ya en tierra, vio cómo el autobús se alejaba, con la mujer dentro. Echó a trotar Bravo Murillo arriba, y las bolsas de leche pendulaban como dos ubres rebosantes.

Nunca supo si aquella mujer le perseguía o no. Daba igual. Alguien estaría haciéndolo, por qué darse a la candidez de pensar que no. «Qué días más malos me esperan», se dijo; y ahí, al oírse, ya sí que se echó a llorar. Lo malo de romper a ello no era el sufrimiento, sino los quintales de vergüenza de que le vieran así por la calle, licuando los desastres que le astillaban por dentro para desaguarlos careto abajo. Sintió que era muy urgente hacer como que el lagrimeo no era por dolor, sino por efecto de algún accidente nimio (la secuela de un bostezo, la reacción a una inmundicia alojada en un ojo, la consecuencia de tanta polución). Era de importancia primordial dejar claro ante el viandante que el lloro no era porque nadie le quería, ni porque estaba penando por los pecados que no había cometido.

Pero no engañaba a nadie, porque aquellas acequias revelaban las verdades a voces, y se iba tapando la cara y sus humedades con su brizna de prensa. Pensaba que este sería el último servicio que iba a dispensarle aquel manojito de papel.

Para no seguir enseñándose en luces de llorica, se fue a casa, con su máscara de celulosa. Sólo le quedaba encerrarse en Santa Valentina y permanecer allí, ajeno a todo, escondido como el mejillón bivalvo del «dos» de sus apuestas, sin tener que mostrarse ante nadie. Sólo restaba enclaustrarse en su piso desabrido. Con llave. No tenía que hacer ni la compra. No tenía con qué hacerla. Agotado por la llantina subió a su primero. Nuevas gracietas: su llave no entraba en la cerradura. Que no recordaba tan lustrosita, desde luego. La intentó introducir en el bombín con toda la maña, pero no entraba. Cosa normal, porque, como comprobó con horror, se la habían cambiado. El GRAPO lo tenía enfilado como a una perdiz.

Francisco dobló El País con tres plegados, se lo guardó en el bolsillo interior de la chupa negra y meneó el pomo con fuerza, tratando de abrir. Baqueteó la puerta, se alarmó sobremanera. Dentro de casa, fuera de su alcance, yacía en el fondo de una caja su vagón-correo hasta arriba de dólares, el que llevaría la nómina de los mineros en una película del oeste. En aquel momento, «perder el tren» no era una figura literaria. Puñetazos, patadas. La puerta, pasando de todo.

Recordó la entrada secundaria del cuarto de baño, que daba al tendedero de la trasera. Si conseguía entrar en la casa del segundo piso, quizá no se matara al descolgarse por la barandilla de la galería. Quizá llegaría a la suya sin demasiadas fracturas, y luego ya vería. Subió a la segunda planta. La puerta del 2.º derecha, en este inmueble vacío como una calavera, sólo estaba asegurada con una cuerda de varios nudos. Luchó contra ellos durante veinte minutos y al fin pudo desliarlos con la ayuda de sus llaves, usándolas a modo de sierra. Se le hizo graciosito pensar que, si al fin accedía a su casa, iba a ser manejando sus llaves de siempre. Con las manos hinchadas por la tarea, penetró en el piso deshabitado. La carrera fue tan rápida que sólo tuvo tiempo para retener el olor a caca de paloma. Llegó veloz al cuarto de baño y salió a la galería. Tocaba montañismo.

La operación era como para asustarse hasta encanecer, pero la expectativa de abandonar el vagoncito más valioso que jamás tendría le dotó de tanto empuje que sólo se acordó de lo de las canas cuando tras salto mortal se vio en su propio tendedero, respirando hondo, como para ventilar el miedo. Ante él, la puerta de su baño, trasera de su casa. Su picaporte estaba deshecho, por lo que la mantenía cerrada con un pasador interior. Mucho más sólido de lo que siempre pensó, porque los embates contra la puerta le dejaron el hombro tan dañado como el mismo picaporte. De nada sirvieron las acometidas, no obstante, porque el cerrojo no cedía.

A la derecha de la puerta inamovible había una ventanita de cristal esmerilado, del tamaño de un doble folio. Él no cabía por el vano, pero rompió el vidrio con uno de sus tiestos podridos para establecer al menos una cabeza de puente visual. Siempre le dio pánico que se quebrara alguno de los cristales de su casa, porque aquello habría significado inviernos aún más rigurosos. Este saltó al primer golpe, y Francisco miró al interior de su guarida a través de su pieza menos noble. Hizo el intento de alcanzar el cerrojo metiendo el brazo, pero la distancia entre la puerta y el ventanuco no daba pie para alegrías. Buscó un palo por los suelos, pero es que si en su casa no había apenas nada, en su tendedero el vacío era total. No tenía ni cuerdas para tender la colada. En su examen halló un tapón de plástico, una botella vacía de Blizz Cola y los tres tiestos que no habían sufrido sacrificio a la hora de hacer añicos el esmerilado de la ventanita. Intentó de nuevo la penetración, pero sólo conseguía meter la cabeza y un brazo. Con ello, el inmueble entero le quedaba transformado en cinta honorífica, impuesta en bandolera al desgraciado de más mérito.

Cuando se quitó la cazadora para ver de estrechar el volumen de su complexión, se encontró con su periódico decrépito, temblando en el bolsillo interior. El País parecía llamarle con las fuerzas famélicas que le restaban. Francisco reparó en él. Lo sacó de su funda de termoforro, fabricó con él una endeble estaca y la metió por la ventanita estirando el brazo todo lo que pudo. Con la prolongación sí llegaba al pasador, y manipuló la herramienta concentrado en su necesidad de abrir. Al sexto intento, el cerrojo corrió al fin.

Amedrentado por la posibilidad de que alguien estuviera esperándole en casa para abanicarle, cruzó las estancias con la velocidad de un galgo. Todo estaba como lo dejó. Le habría parecido muy barato y muy sandunguero encontrársela revuelta, al estilo de la narrativa policíaca, como si los acontecimientos quisieran decir que sí, que todo estaba ocurriendo en el país de Harry el Sucio, donde el canto, el clave y la pastelería recobraban su altura espiritual y mandaban de vuelta al fango a El Barberillo de Lavapiés, a la pianola, a la fritanga. No fue el caso. Todo estaba en orden, sin efectos de película. Todo estaba en su sitio, igual que si le hubieran lanzado de la casa por impago reiterado o por fin de contrato. Todo sucedía con el mismo prosaísmo con el que le despidieron del trabajo: con el de un casero galdosiano y el de un jefe de personal descontento, respectivamente.

Agarró el vagón-correo, e iba por el vertiginoso camino de vuelta asegurándose de que el boleto seguía allí. Mitad por pasión, mitad porque confió en que estos holgazanes no habrían dejado centinela, volvió sobre sus pasos para recoger la Zückerssusi. Dio otra muestra de inseguridad cuando, a tres zancadas de la locomotora, le invadió de nuevo el sentido alquitranoso de la prudencia mal entendida y reculó sin la máquina.

Ganó la puerta de la casa, la de la cerrajería nueva. No habían echado la llave, así que la abrió de golpe y la volvió a cerrar. Con él ya fuera, eso sí. Bajó los tramos de escalera admirándose de su coordinación coco-pie, porque no se rompió nada en el vuelo que lo devolvió a la calle. Sólo allí, y en la maniobra de meterse el trenecito en el bolsillo de la cazadora, perdió definitivamente su heroico periódico. Que quedó exangüe sobre la tierra de la Ventilla, tras haberse entregado de manera tan encomiable y tras haber dado todo de sí.

Huyó hacia Plaza de Castilla. Comenzaba a anochecer. En algún sitio se había dejado la leche, porque caminaba con las manos en los bolsillos. Iba espantado en sus cavilaciones. Tras el gesto del sellado de su casuca, la animadversión contra él ya era evidente. El haz de circunstancias en combinatoria se expandía en abanico: podía ser la proscripción del GRAPO o la legalidad policial quien lo tuviera en su punto de mira.

Respecto a los primeros, podía estar pasando que en su mente calenturienta no le perdonaran lo de haberse quedado con las cuarenta y dos mil pesetas, ellos sabrían por qué le echaban las culpas. O que no le hubieran encontrado el día que mandaran al CoyFer a un novicio, a que velase sus primeras armas contactando con él. Los segundos quizá estarían poniéndole cepos porque a la larga les resultara más útil su desquiciamiento escalonado que su simple captura. Cabía sospechar que cualquiera de las dos esferas supiera de su boleto, y que anduvieran a su caza con codicia.

No se le iba de la cabeza que nada podía sustraerse al concurso de Primi, tanto parloteo y tanto abrirse. Si era mierda la vida que llevaba, si era orinal de vida y pota de cordero de nochevieja la vida de birria que llevaba, que la única persona en la que podía confiar era una mujer de la que no sabía si era su novia o su enemiga disfrazada. Gastó ciento treinta y cinco pesetas de las ciento cuarenta y tres que le quedaban en dos barras de pan y unos chicles de clorofila. Comió el alimento por separado, pero no se le iba de la mente que para su sustento había tomado bocadillo de chicles, qué dislate.

Se hizo de noche. Francisco no tenía dónde dormir, porque acomodarse en el banzo de un portal o en lo horizontal de un banco le exponía sin remedio a la identificación policial. Así que se fue al segundo piso de su antigua casa, el de la puerta abierta. Ahora era territorio enemigo. Pero como no tenía más opción, se acabó convenciendo de que nadie se quedaría a hacer guardia nocturna.

Al llegar al rellano se reencontró con sus dos bolsas de leche, sobre el suelo, como si un sonriente lechero de chaquetilla blanca las hubiera dejado para que Francisco se las tomara cuando regresara al acogedor hogar. Al hogar que estaba allanando. Recogió las bolsas y entró como pisando huevos. Recompuso un atadijo con la cuerda aserrada para ocultar la violación.

Pasó acoquinado las primeras horas de la noche, tomando a sorbitos lo de la vaca, pendiente de todo sonido extraño al que no localizara causa. A casi ninguno pudo atribuírsela pero, tras tres horas de desvelo, empezó la oscuridad a revestirle de confianza. A medida que transcurría el tiempo, por inquietud y por insomnio, fue considerando la idea de caminar por el piso abandonado.

Se levantó y anduvo vagando por aquella vivienda ortogonalmente exacta a la suya. Los vestigios de una vida familiar le salían al paso: una percha de alambre reconvertida en desatascador, un vaso lleno de llaves oxidadas y veinticuatro soldaditos de plástico Montaplex de color azul (alemanes) y amarillo (japoneses), que a saber qué fidelidad histórica tendrían las batallas cuando su dueñecito los confrontara.

Encontró en la cocina una lista de la compra escrita en el reverso de un ticket de caja del ultramarinos, que era forma segura de ahorrar en el avituallamiento. Para quien vivió arriba, cada compra en el colmado tenía como premio los materiales para la planificación de una nueva visita (boli no incluido), en un proceso de retroalimentación que denotaba que los vecinos con los que nunca coincidió también valoraban el bendito cuidado de las cosas y su santo aprovechamiento. Halló también dos tenedores y tres vasos, todos de plástico veraniego, de colores muy vivos y con unas sombrillas pintadas, como si de tanto ahorro con los artículos de escritorio se hubieran derivado unas vacaciones de medio sábado y un domingo en un pantano.

Luego se volvió a tumbar sobre las losetas. Durmió a ráfagas, sin poder discernir lo que era sueño y lo que era pánico. De forma que nunca pudo asegurar si quien tuvo la idea fue él o un trozo de carne que roncaba inconsciente.

Decidió lo que iba a hacer. Concibió una mecánica que tenía como fin que él y quienes le rodeaban no acabaran con los dientes demasiado partidos. Su plan presentaba una inmensa pega, sólida y puntiaguda como un menhir de los de Obelix sobre el dedo del uñero: obligaba a tener que fiarse de alguien, por una vez en su vida, por primera vez en sus días. Y con una confianza ancha y larga: confianza a las bravas en talla 54 (como las camisetas para cíclopes), confianza sin remilgos y en formato sábana (como los periódicos en la China lejana). Implicaba confiar en dos personas: una, la chica de Guinea. Que sobrevivía a base de hacer de tripas corazón y de corazón tripas, porque hacía falta mucho estómago para aguantar todo lo que ella soportaba. Otra, el que reparaba arte sacro en recintos consagrados. El único amigo que tuvo jamás hasta que apareció la mencionada.