13
Cuando despuntó el día de denominación miércoles dieciocho de junio, aniversario de la batalla de Waterloo, Francisco se levantó tiritando. Con la incomodidad de cuando dormía vestido ya descrita, buscó un hilo de agua en el baño para lavarse las orejas. Salió con el sigilo del francotirador hecho a cubrir esquinas y se halló en la calle. Con las últimas ocho pesetas que le quedaban compró cuatro caramelos de eucaliptus Pictolín. Tomados de mañana, le hicieron el efecto de una limpieza dental en regla. Y el dinero se le acabó del todo.
Esperó hasta la tarde, porque su plan precisaba anular esa mañana, y luego se fue a Cea Bermúdez. Allí estaba Primi, atenta al panorama, a ver qué rebañaba. Francisco se fue a ella. Con toda la duda, con todo el mosqueo, con toda la zozobra, pero Francisco se fue a ella. Con la sequedad de quien recela. Sudando tinta por convencerse de lo de que «alguna vez tenía que empezar a confiar en alguien». Aunque fuera de un posible enemigo.
Primi se alegró de la visita, bendijo la costumbre del recreo para pupilos y docentes y besó a su novio. Él cruzó dos palabras («Hola» y «tal», apócope devastador de «¡Hola! ¿Qué tal estás, cariño mío?»).
—Primi, hazme un favor.
—Favor es lo que me haces tú a mí por venir a verme.
«Vete a tirar lindezas al vertedero de Valdemingómez»; «con lo bien que estábamos juntos»; «y pensar que esta lo mismo me está buscando las vueltas»; «a muchas millas del segundo clasificado, el gesto más hermoso que ha tenido nadie conmigo es regalarme un tren con sólo mencionar que me gustaba. No sé cuál es el segundo clasificado». Los afectos de Francisco no cesaban de agredirse entre ellos en la plaza de su ánimo.
—Mira —le explicó Francisco en voz alta, intentando resultar cotidiano—. Tengo hasta el viernes para pagar el recibo de la luz. Y mañana me voy de excursión con el instituto.
«La mentira es mala», pensaba Francisco para sí. Y espantaba la declaración pensando en trenes en tránsito, ahuyentándola como a una polilla empeñada en proyectar su sombra molesta sobre la pantalla de la tele.
—¡Qué suerte! ¿A dónde os vais?
—A Toledo. A ver el Alcázar por la mañana y el mercado medieval y los mazapanes —vaya disparate, ir a ver mazapanes— por la tarde.
—¡Qué envidia!
—Igual nos quedamos el viernes, porque hay un museo que hablaban de ir a ver, sobre espadas… —a Francisco le pareció que había preparado pocas mentiras como para resultar convincente, y aliñó más—. Una exposición sobre escudos, mazas y trastos de dar en la cabeza a la gente.
—Que te pague la luz el viernes si no has vuelto, ¿no?
—Igual se suspende, ¿eh? No es seguro. Si no vamos, ya voy yo a pagarlo. Pero si no se suspende, pues…
—Por qué se iba a suspender.
—Porque sí.
—Bueno. Pues yo voy. ¿Tienes el recibo?
—Sí.
Francisco sacó del pantalón un papel doblado, con bordes amarillos por su cara oculta. Parecía un recibo de verdad. Se lo entregó a Primi.
—Se paga en cualquier Banco Urquijo —al inadaptado bancario le sonaba ese rótulo.
—Muy bien.
Primi fue a guardarse el papel en el bolsillo de la camisa. Pero Francisco se lo traía todo pensado, y se lo quitó antes de que el falso recibo tocara la ropa de Primi, que olía tan bien a suavizante del bueno.
—No… —dijo Francisco—. Si lo guardas ahí igual se te va a olvidar. Mejor, mira.
Francisco sacó el vagón-correo del bolsillo de su cazadora. A ella le entró la risa.
—¿Vas con el tren por la calle?
—Para mí es un talismán.
—¡Como los niños, que se llevan los juguetes al colegio!
Francisco metió el supuesto recibo en el vagón y cerró sus compuertas. Se lo entregó a Primi.
—Aquí, guardadito. Y así te acuerdas de mí.
Le entregaba su vagón-correo en nombre de los días más bonitos de su vida. Luego llegó el momento de riesgo. Francisco se arrancó:
—Toma, el dinero del recibo.
Se echó la mano al bolsillo y rascó, con la necesaria lentitud remolona que impidiera completar la acción. Porque en su bolsillo no había nada, pero nada de nada: como en los hemisferios de Magdeburgo, que dos caballos no pudieron separar de puro vacío que había dentro. Pero Primi seguía respondiendo a favor de obra, incluso cuando se la estaban jugando y cuando permanecía ajena a lo que se cocía.
—Déjalo, ya me lo pagas a la vuelta —propuso—. O si no, tráeme algo de Toledo.
—Ay, cómo eres, desde luego, vaya —a ver si dejando caer expresiones hueras se evaporaban las vergüenzas.
Por muchas bolas que Primi le estuviera metiendo (que escribiera en esa revista languideciente, que no fuera de la policía, que no fuera del GRAPO, que fuera o que no fuera lo que fuera), él ganaba a trolas en todas las tablas. Sin dejar de pronunciar locuciones inanes, Francisco miró hacia la Delegación y fingió sorpresa. Precisaba quedarse solo con el bolso de Primi. Tenía trazado un plan según el cual él fingiría ver a Patricio Centina agarrando de las solapas a uno de la Judicial, poco menos que jurando a mamporros que lo del cubo de Rubik no se lo iba a chafar nadie. Pero le pareció una fantasmada. Así que se concentró en idear algo plausible. No hizo falta. Primi, sencillamente, se fue a mear. «Cuídame el bolso», le dijo mientras cogía servilletas.
Francisco se quedó solo. Tras un ratito de segundo y medio, tomó el bolso de Primi. Metió la mano, con más remilgos que si ella estuviera delante, y le sacó la billetera. La abrió y le robó dos mil pesetas, un billete rojo como un pimiento morrón. Guardó luego la cartera, cerró la cremallera y dejó todo como estaba, aspirando el aroma a bloc de notas, a chicles nuevos y a mujer querida que salía de aquel bolso. Se tenía que ir a Hitler y así para encontrar un comportamiento más execrable. Nerón y esos tampoco eran mancos, pero parecía que el tiempo los había convertido en figurones más para embrochetar caricaturas que para ejemplificar nada.
A los tres minutos volvió Primi. Radiantemente risueña, porque cada vez que utilizaba el baño de un bar se acordaba del día de Barajas, «que hay que ser menguán para cortarse con tu propia navaja». Hablaron un poco de sus cosas, hubo caricias. «A ver si mañana nos vemos y te coso eso. ¿Tienes hilo negro en casa?». Pero Francisco no estaba a la charla, porque fotografiaba a su novia cada veinticuatroavo de segundo, positivando a toda prisa aquellos metros que quizá eran todo lo que le quedaría de ella a partir de mañana. Pagó Francisco. Que tuvo que extender el billete carmesí deslizando la mano remunerante por la barra y por la vitrina para que no se le notaran los temblores. Luego se despidieron.
Cuando llegó a su casa, Primi cometió dos errores. El primero, no rociarse con su colonia para borrar el rastro oloroso a Nenito que iba echando, contagiada por Francisco. El segundo, dejar el vagón en el vestíbulo, para que no pudiera dejar de verlo al salir de casa y no olvidarse de pagar el recibo de Francisco el viernes veinte. Lo puso sobre el taquillón del teléfono, mueble absurdo en el que se abandonaban las llaves huérfanas, los botones descosidos y las Páginas Amarillas emblanquecidas. Ninguno de los errores importó nada. Toda la vivienda olía a matacucarachas, porque habían empezado a asomar las primeras del año. Y cuando Blas inquirió sobre el juguete, Primi declaró con todo el desparpajo que la RENFE estaba regalando vagoncitos a los medios a modo de promoción. Si le hubiera importado que Blas se enterara de que se estaba viendo con un profesor de Historia, la mentira le habría quedado inverosímil como una luna cuadrada. No fue el caso.
Ya muy tarde, Francisco se fue a pie a la Estación de Autobuses de Palos de la Frontera. Se iba a buscar a José Ramón Pérez Marina, al que esperaba encontrar mañana. No le preocupaba convencerle de su inocencia en el asunto del sobre azul, porque siempre se habían hablado claro y la fe en su mutua honestidad personal estuvo siempre bien amarrada entre ellos. Lo peliagudo era decirle que se salía del GRAPO. Que todos se portaban con él como si fuera el niño de las bofetadas y que para sentirse un mindundi ya se sobraba él solo. Pensaba así poner las cosas claras. Tan claras que era posible que encontrara la muerte en su viaje.
Podían derivarse dos efectos de su demanda. («Todo es fácil si se calcula en torno a la disyuntiva de dos elementos. Las reflexiones salen bien cuando todas las vías posibles son dos, o menos», se decía, científico). Las dos cosas que podían pasar eran que José Ramón aceptara su salida, o que no la aceptara («Aquí no hay dónde perderse»). Lo deseable era que dijera que adelante, y que te vaya bien. Francisco volvería el mismo diecinueve por la noche. Llamaría a Primi, le contaría quién era en realidad y le volvería a rogar que le pagara mañana la factura de la luz. Una vez ahí, Primi podía hacer dos parejas de cosas («Sólo dos. Esto va bien»): dejarle o no; quedarse el dinero o no. Si imaginaba las opciones en un diagrama (quedarse e irse —arriba—, compartir o irse con la manteca —abajo—), y luego si trazaba flechas de relación, salía dibujada una pajarita imbécil. Cómo le aflojaban los lacrimales las derivadas de la opción «irse».
Si José Ramón no aceptaba el abandono, ya no merecería la pena seguir pergeñando estratagemas. Ya vería cómo se las arreglaba, pero al menos Primi encontraría el boleto cuando fuera a pagar la luz. Acudiría a la Delegación de Cea Bermúdez, ya sola, sin él, y Dios sabe si volverían a verse. Lo más seguro era que Dios ya supiera que no. Pero Primi se quedaría con todo aquello y seguro que las cosas le pintaban mejor a partir de entonces: con un poco de dinero para sus asuntos, para poner los suelos de la casa de Guillermo Pingarrón paralelos a la tierra de la calle mencionada. Para que si un día tenía mucho sueño y no quería pasarse por Actual Noticias se quedara en la cama sin más. Para que se comprara un abrigo que no le viniera pequeño, como aquel del regalo del marido.
Francisco adquirió un billete de autocar que pagó con las pesetas robadas. Viajando de noche solventaba el problema de la pernoctación. Sentado en su plaza, se durmió del todo leyendo la palabra «Irízar», grabada en la tunda de eskai del asiento de delante. Irízar debía de ser el fabricante de complementos para vehículos públicos más considerado y bondadoso del mundo, a juzgar por lo mullido y acogedor que le resultó el sillón.
El jueves, diecinueve de junio, Primi hizo un último intento para culminar con éxito su safari de tres meses en Cea Bermúdez. Para la pléyade de buceadores habían sido noventa días de agotadora vigilancia. Pero fuera de ella, que ahora estaba en otra, nadie había cejado en el empeño. Los merodeadores continuaban al acecho sin deserción alguna como si la vida les fuera en ello (normal: les iba en ello). A las once y media, a sabiendas de que lo de «mañana será otro día» ya no valdría mañana, se fue a Actual Noticias, pugnando consigo misma por convencerse de que un fracaso laboral sólo debe amargar a quienes son víctimas de su trabajo. Estaba aburrida de olisquear, con la de cosas bonitas que le estaban pasando. Pero a ráfagas seguía pensando en la Lotería Primitiva. Qué cara tendría la agraciada. Cómo se estaría riendo de todos. Cómo se reirían todos si el lunes aparecía una desgarramantas exigiendo a voces sus millones, que es que se le había olvidado que jugó en marzo.
Se hizo un silencio cuando llegó a la redacción. Se lo explicó cuando al segundo emergió Toharia de las simas de su despacho prohibido, y se llegó a ella, de malos humos, sin importarle que se enterara quien fuera.
—¡Guapa, que mañana es veinte!
—De junio. Qué pasa.
—¡Que no tienes al de la lotería!
Como llevaba semanas exigiendo resultados y notando que el tiempo transcurría sin que las noticias sobre el nuevo millonario afluyeran, pues Toharia ya inauguró entre caliente y quemado la conferencia con Primi. Los glosadores de sus desastres y de su enervante verbo se quedaron con el dato de que, durante sus enfados justificados, Toharia tendía a hablar normal.
—Nadie lo tiene —contestó Primi—. O no quiere el dinero, o se ha muerto, o ha reciclado el boleto en el trapero. ¡Pero nadie lo tiene!
—¡Ni tú tampoco, que es lo que importa aquí!
—No, ni yo tampoco…
La réplica de su subordinada le acabó de freír, y refrescó su lengua con el dedo húmedo que ya traía preparado en forma de castigo.
—¡Pues de premio te vas a ir mañana a Badajoz al Congreso de La Comunidad, ya verás qué ameno! ¡Me traes ocho páginas!
Hacía dos semanas que la amenaza del Congreso de La Comunidad en Badajoz sobrevolaba la cabeza de Primi. La Comunidad era un extraño colectivo con vocación de masas que abogaba por el entendimiento humano, y que tenía apostados a voluntarios del proselitismo por esquinas estratégicas de media España. Su identidad era naranja, con un triángulo encerrado en un círculo, y su fórmula de asalto a transeúntes era la resbaladiza pregunta «¿Estás a favor de la paz?». Cubrir el acto era una tarea engorrosa, con los afiliados forzando a la adscripción por cualquier rincón. Primi se reconcomía, porque sí era verdad que había hecho dejación de sus obligaciones. Se había comprometido a buscar al individuo, fuera del sexo que fuera, en el que estaban cifradas las esperanzas de meses y meses de trabajo seguro. Se había dedicado a callejear, en cambio, con un profesor de instituto. Adorable para ella, imprescindible durante meses de amor, pero que estaba dejando su prestigio profesional en el estado del andrajo. Mañana vencía el plazo para el cobro del premio y a Primi le dolió su displicencia, que la había alejado, ya definitivamente, de hallar al afortunado. Se había dado al asueto durante el tiempo que tenía que haber invertido en poner trampas al mirlo para cazarlo, y había andado de fiesta en perjuicio del trabajo, que era lo único que tenía.
Entonces cobró conciencia de que ya no sólo tenía eso, porque ahora le iba bien esperando al teléfono durante las horas verde lima, y mejor cuando lo levantaba. Así que se puso burra con Toharia.
—¡Me parece muy bien!
Fueron las seis primeras sílabas (siete, a efectos de métrica) que, pronunciadas a gritos, no provinieron de la nuez de Toharia, en el recinto de esta oficina y en todo el lapso de su vida editorial. Él contraatacó con más estruendo.
—¡A las ocho de la mañana te sale el tren, a ver qué bien te parece!
Toharia se metió en su despacho, abrumado por sus pesares y hecho una furia, intentando recordar en qué tarjetero había archivado los datos de algún experto en laboral que legitimara el despido de esta grulla con el menor coste. Toda la oficina quedó en silencio por la tensión. Ella, que nunca dijo una palabra más alta que otra, estaba avergonzada por el arrebato en público. Sabía además que del sucedido no se derivarían los agradecimientos del plante vicario, el que todos querían contra Toharia, sino ese ostracismo de «esta qué rara es. Todo el día sin decir ni ton y un día va y estalla. Típico del que está hasta las clavículas de sus compañeros de trabajo. Para esta oscura, aquí somos todos unos julandras». Había que comprender el vacío que hicieron a Primi, y luego perdonárselo: el análisis que estaban haciendo era impecable.
Pero Juan Ra se acercó a ella. Por romper la tela de araña de tanto silencio adrenalínico, Primi soltó cualquier cosa.
—A las ocho de la mañana. Qué pronto… Yo, que nunca oigo el despertador.
—¿Es mucha putada, lo de irte a eso? —Juan Ra se rió para suavizar. No le salió creíble.
—Qué va. Yo, encantada de irme a donde sea y salir de aquí. Lo único, que había quedado en pagarle el recibo de la luz a una amiga.
—Si quieres me arrimo yo un momento y te lo pago.
—Déjalo, de verdad. Tú no puedes salir de la oficina y no es tan grave. Ya voy cuando vuelva de Badajoz.
El Congreso de La Comunidad duraría todo el fin de semana. Primi volvería de viaje el veintidós, domingo, e iría a pagar la factura el veintitrés, lunes. Pensó llamar a Francisco para decírselo, pero al ir a marcar volvió a recordar que el de Francisco era un teléfono sin línea, que es como un mechero sin piedra. No era grave, no obstante. El problema tenía una solución muy sencilla.
—Lo pago el lunes. Fuera de plazo. Pero pongo yo las seiscientas pelas de recargo por demora y se acabó el problema.
Para el día veintitrés, víspera de San Juan, ya haría setenta y dos horas que el boleto habría caducado.
Francisco había llegado a Valladolid a la de maitines. Había tomado un café en una tasca de nombre Madreka, y volvía a sentir la sístole y la diástole de la ciudad. Hizo tiempo hasta la tarde caminando bajo tantísimo cielo, y José Ramón no se le iba de la cabeza. Francisco conservaba ocho fotografías, fuera de la de los carteles de las comisarías (cuyo original no era de su propiedad). En ellas salía adolescente, rodeado de chavales y chavalas de su quinta, con su alegría moza, su apocamiento de la edad del pavo y su seriedad de primera madurez comprometida. En seis de las ocho estaba José Ramón. Tomando vino en una bota, entregando un banderín de plástico, tocando la flauta travesera, comiéndose una guindilla, disfrazado de Jimmy Hendrix en carnavales y escuchando a Francisco, sin más. Seis.
Su ropa, sus libros, su Bultaco, su mochila y su cantimplora, todos sus objetos parecían fabricados con otros tejidos, con otras aleaciones, con otros polímeros. Para Francisco, José Ramón era lo que Steve McQueen era para el orbe. Sus ademanes respondían a otro dinamismo, sonreía siempre y nunca miraba al biés. Fumaba de otra forma, y de otras ulteriores agarraba el botellín, se subía los cuellos de la cazadora negra, desenfundaba el rotulador. De otra manera pedía atención y se dirigía a la gente. De otra manera que, indefinible, cabía definir como estelar. Era como si José Ramón, en vez de provenir de alguna barriada hispana, hubiera surgido de la portada de un disco. Prestaba las llaves del local del «Pico Almanzor» a quien lo necesitara: para fumar de lo verde, para quererse a lo libre, para dormir tras la fuga del hogar paterno. Luego, para justificar ante sus propietarios la utilización alternativa del inmueble, inventaba excusas formidables, que se filtraban como monumentales leyendas. Siempre sin su concurso, como por osmosis de admirados terceros que las recopilaban, sin que de su boca saliera jamás jactancia alguna.
Cuando Francisco tenía diez años, el mayor de los honores era pertenecer al grupo de montaña de José Ramón. A los trece, seguirle a él era la única forma de hablar con las chicas. A los dieciocho, la banda de José Ramón ya era otra cosa. Otros, no se sabe, pero Francisco García se metió en el GRAPO por hacer amigos. Por ser amigo de José Ramón. Ahora hacía años que no le veía. «Con él me pasó de todo. De últimas, casi todo malo. Pero yo le querré siempre».
Al fin dieron las cuatro. Francisco llegó a su destino: la iglesia de San Miguel, en la calle de San Ignacio, en lo que fue el primer solar vallisoletano. Tenía leído en algún sitio que la radicación de un núcleo poblacional de nueva planta se encomendaba otrora a los animales, soltándolos por los pagos. Esas bestias domesticadas se detenían sin más examen en el palmo fértil y en el metro ameno, guiadas por el mismo instinto inaprehensible que, en su mansedumbre boba, les dota para percibir los temblores de la tierra a kilómetros de distancia. Allí fijaban los hombres su asiento: en el lugar en el que los irracionales lo hicieran, prestos a respirar la paz secreta y feraz que antes inhalara un atado de mulas o una piara contenta. Luego, la choza fundacional y el castro primigenio comenzaban a erigirse sobre el trozo que el ganado en libertad hubiera elegido para echarse a pacer, a aparearse, a dormir.
San Miguel y sus estribaciones inmediatas caen de lleno en este volcán invertido. Ya a cien metros de la iglesia, Francisco comenzó a sentir el impulso telúrico, la vibración que se expande en el área más antigua de las ciudades de viejo establecimiento, y se sometió a la radiación de aquellos misterios. Eran los mismos que en Madrid tenía gozados en las inmediaciones de la calle Rosario y en la plaza de Gabriel Miró, también en el área del primer emplazamiento humano, segundo animal, de la ciudad. Y no sólo allí, a rebujo de teoría propia: con los siglos, las ciudades crecieron, alejándose de su centro de atracción primigenio. En ocasiones, con tanta expansión que las urbes dieron alcance a otros vórtices, antes por la mecánica del desarrollo que por la suelta de bichos. Esos centros de gravedad había que descubrirlos poniendo el alma al aire. Y Francisco algo se olía, como si fuera la cabra de un íbero, en el entorno de la calle Etruria, del barrio de Las Musas.
Con su cazadora descosida, Francisco se colocó ante la fachada de San Miguel. Calibró lo consabido que resultaba el hecho de que dos cadenas flanquearan las escaleras de acceso, habida cuenta de que iba allí a solicitar su carta de libertad. Avanzó por la izquierda del templo, de decoraciones tan exuberantes como áridas son sus trazas exteriores. Divisaba a su derecha los retablos policromados, que, de tamaño medio, parecen descomunales al haber sido incrustados en capillas tan menudas. Llevaba en la cara y en el paso una mezcla de miedo y respeto, la mixtura de quien se tiene por intruso. Antes de entrar a ver a José Ramón, por hacer acopio de ánimo, quiso pasar por su rincón predilecto, y ganó la hornacina de San Francisco Javier.
Por obra de alguna gota de barniz bien tasado, colocada sobre sus ojos de cristal en plazo, tiempo y forma, en su justa medida y en su superficie precisa, el San Francisco Javier parece estar siempre a punto de romper a llorar. Hasta diríase que el tema de la pieza, mucho antes que «San Francisco Javier», es «lo previo» (con «la potencia que no acaba de cuajar en acto» como subtítulo). Porque lo que representan el madero y sus dos vidrios es la micromilésima de segundo inmediatamente anterior al llanto. La talla llevaba más de tres siglos así, en congoja a punto de desbordarse. Trescientos sesenta y tres años haciendo del ánimo un dique para no anegarse la vida.
No era menos agrio lo que acababa de dejar a babor, en oquedad aneja: la Magdalena famosa, con el pelo hecho culebras, recia cruz en mano y un sayal por vestido que dolía con sólo mirarlo, compuesto a base de urdir rafia en rejilla. «Me pido el llorica inminente, tú pídete la del traje de satén», pensó. Él era San Francisco Javier, y la Magdalena, Primi. Esperando ambos los días de gloria que jamás llegan, a punto de llorar el uno y sufriendo la lijadura de los hatos la otra. Luego cruzó ante el altar y se colocó frente a la sacristía. Se rascó la nuca sin que le picara y penetró en la estancia. Allí estaba José Ramón, barnizando con una brocha el toro de un San Lucas.
A sus cuarenta y tres años, José Ramón Pérez Marina aparentaba más edad, con su cara de gesto intransferible y su enjuta figura cascada hecha al frío. Pero conservaba a hierro esos ribetes de cercanía que damos en llamar carisma. Levantó la vista, reconoció pronto al visitante, sonrió al verle. Dejó las cosas, se puso el abrigo y se llevó a Francisco a la calle, sin decir más que «hombre, hombre, hombre… Ay qué hombre, este…». Anduvieron el trecho de alejarse, dándose la mano y diciendo muchas veces «qué tal, joder». Al llegar a Fabio Nelli se metieron por las callecicas más angostas, a instancias de José Ramón.
En las rúas umbrosas se arrancaron a platicar. Menos lo de la lotería, que no le interesaba a José Ramón, Francisco se lo contó todo a su amigo: que el petardo por poco le arranca la nariz. Que no se había quedado con nada del dinero que tenía que haber en el puto sobre azul, porque él ya estaba hecho a vivir como las ratas y no lo quería para nada. Que subsistía estrecho, pero que subsistía, gracias a una exacta organización de sus balances muy deudora de las enseñanzas del propio José Ramón en el Grupo de Montaña, donde se mimaba cada escarpín y cada fiambrera con un sagrado sentido del cuidado. Que a veces hasta ahorraba, y le llegaba para merendar rico los domingos. Reblandecido por el afecto, Francisco le contó a este hermano mayor postizo que de últimas se tomaba a lo mejor un refresco, tipo Kas Limón, que era como beber cítrica salud. Que a veces lo hacía acompañado, porque había conocido a una chica que se llamaba Primi, que estaba tan sola como él: lista, bonita, graciosa. «Te encantaría, José Ramón. A ti te encantaría para mí. A veces voy con ella por Madrid y pienso que tú nos estás viendo desde una azotea y que estás diciendo: "mira qué buena chavala esta para Francisco. Asentada, valiente, ilusionada, payasa cuando toca, cabal cuando procede". Que nos estás viendo y dices: "Sólo es un poco guapa, pero mucho más bella de lo que este jamás se iba a esperar. Mírales a los dos, qué majos, tomando un Kas Limón para que se les pase la sed"».
Y le contó que no era eso lo que más le interesaba exponerle. Que había viajado para decirle que para él lo más importante era dejar la banda. Sin rencores, incluso con buenos recuerdos. Pero que ya no podía más, que sentía como si se hubieran conchabado para hacerle sentir que no era más que una mierda y para dejarle claro que el plan programático de la organización parecía reducirse, por lo que a él tocaba, al punto único de no confiar jamás en él, por lo que apetecía exponerle a deflagraciones fortuitas y a acusaciones descabelladas. Francisco esperó un bofetón de José Ramón. Pero no hubo nada de eso. No se esperaba la respuesta que le dio.
—No te preocupes. Esto ya no da para mucho más. Haz lo que quieras, estará bien hecho.
—¿Pero qué te parece? —insistió Francisco.
—Bien. Si lo ves así, es que te lo has pensado. Y si te lo has pensado, te lo has pensado a conciencia, porque siempre has sido un tío de meditar las cosas como se debe. Y si te lo has pensado a conciencia, es que está bien. Vente a las ocho a San Miguel, que es cuando salgo, y nos vamos a cenar a la Bodega Félix.
Francisco respiró a pulmón lleno. Quería estar pronto de vuelta en Madrid, por tantas razones, y declinó la propuesta de José Ramón.
—Tenía pensado cogerme el de las ocho y media.
—Como quieras.
—Pero un rato sí que me quedo.
—Vale.
Pasearon por San Quirce y San Nicolás. No quedaba mucho por decir después de la instancia que Francisco había cursado, pero sí dio para dos o tres anécdotas de antaño. Luego volvían a sus mutismos. Por decir algo, quizá por romper el silencio, José Ramón recordó que tenía que hacer compra al pasar por un destartalado autoservicio UDACO del que era cliente habitual.
—¿Te acompaño?
—No. No tardo nada.
José Ramón entró al supermercado. Francisco se quedó fuera. En un estaribel colocado a la entrada había un taco de ejemplares de Actual Noticias, que, se conoce, se distribuía también en la submeseta norte. Hacía meses que la antipática rotulación de la mancheta y que el torpe colorido de la portada eran un guiño que San Francisco de Sales regalaba a Francisco para endulzarle la mirada. Hoy, en un mar de dudas, la plana de la gacetilla le molía el cerebro como para preparar fritura de sesos en un rebozado de frustración. Giró hacia la derecha por ver si así aventaba la pena, y luego otra vez hacia el mismo lado, con lo que completó la vuelta boba. Caminó dos pasos, despegó un chicle de la acera con la punta del zapato. Nadie por la calle, y el silencio pucelano. Hacía bueno. Era suerte que el clima no atosigara ni por exceso ni por defecto, pero era lastimoso que la temperatura ideal ya no pudiera dejar de recordarle a Primi. Francisco quiso mucho a José Ramón, quien, hoy por hoy, y mientras el tic-tac no acabara de desvelar la forma en la que Primi se significaría, quedaba en su nómina de amigos como nombre único.
Entonces oyó fiesta en el interior del supermercado. Alguna explosión de risa, un ulular desternillante después, voces y un «¡ay, pero qué pelamanillas!». Intrigado por todo aquello, Francisco entró al local. El rancio establecimiento olía al serrín que alfombraba todo el suelo para absorber no se sabe qué flujos. Olía además a fluorescente mortecino, el que vive sus últimas horas antes de echarse a parpadear. La cajera, una muchacha de veinte años y ochenta fuertes kilos, se pitorreaba de José Ramón, secundada por una clientela de un albañil y tres señoras que disfrutaban del número. El mítico líder del Grupo de Montaña «Pico Almanzor» sostenía entre las manos un paquete de compresas y pedía que le cobraran «estas servilletas». El jolgorio se expandía sin disimulo, denotando que lo de reírse de José Ramón era poco menos que habitual en aquel UDACO. Le llamaban «el panolín», de hecho, con la soltura del uso cotidiano.
José Ramón estaba colorado, sonriendo como si se fuera a echar a llorar, aguantando el tipo como podía, desarbolado por la tomadura de pelo. Y la chica hacía chistes lacerantes sobre si había que usar muchas servilletas «para tener limpio el horno de la cocina», etc. Tras mucho despelote, José Ramón cayó en la cuenta de que se había equivocado de artículo y se fue a cambiarlo. Francisco no concebía cómo aquel hombre de una pieza en cuyo reflejo todos se miraron en los tiempos buenos era objeto de tanta burla, sin que atinara más que a boquear como una sardina. En él empezó a crecer la indignación, un proceso respiratorio y estomacal que ya estaba harto de reprimir, y se fue a la cajera con el temblor agresivo que el organismo procura como acicate para la acción.
—Óyeme, tonta, idiota…
José Ramón volvía con un paquete de servilletas, ya sí, y se encontró con la defensa de su pupilo. Todavía exhibió paciencia como para pedir calma a Francisco con apelaciones al buen humor. Daba lástima queriendo condescender, asfixiado por su timidez, porque era sangrante verle en sus intentos grotescos por resultar amistoso.
—Déjalo, si no pasa nada… si hay confianza… —y se reía un poco, con gran esfuerzo de maxilares.
La cajera cobró riéndose, sin claudicar ante la llamada de atención de Francisco. Los dos compañeros abandonaron el supermercado. Antes de salir, José Ramón todavía medio resbaló un poquito con algún fluido que el serrín no cubrió.
Anduvieron por Valladolid un rato más, cargando con las servilletas como camareros sin bufé. Ya no tenía gracia más paseo. A las siete y media, ambos hombres se dieron la mano, primero, y un abrazo después. Luego se fueron, cada uno por su lado y cada uno a su sitio. Qué doloroso se le hizo a Francisco ver cómo el brillante José Ramón Pérez Marina languidecía de aquella manera, a manos de cualquier zote hastiado con ganas de chirigota. Comprendió que José Ramón le diera sus bendiciones cuando le pidió la dispensa: igual era que todos estaban cambiando, y que él no era el único que se sentía a cada mes más acobardado. Igual era que todos, y no sólo él, enladrillaban su propio muro de desánimo a medida que pasaban los años. Nunca más volvió a verle.
José Ramón Pérez Marina tiró calle abajo, caminando como un jubilado desasistido. Se llegó a San Miguel, para trabajar hasta que la tarde se le muriese del todo. Pasó a la iglesia y entró en su sacristía. Se sentó ante el evangelista que retocaba. Y se fue vaciando el forro del abrigo. Sacó dos chocolatinas, unos Huevos Kinder y dos latas de paté. De los calcetines rescató unas anchoas, y de la potrera unos Toblerone. Era lo que este pusilánime fingido se robaba del supermercado, auspiciado por la pantalla de su fragilidad falsa. Lo que se chorizaba mientras engañaba a la cajera idiota y a su corifeo de grajos mientras ellos se regodeaban en su insignificancia de animalito inofensivo. Lo que se afanaba disimulando bajo otra identidad. Como Blas en clase, como la legión de buscones en Cea Bermúdez, como el propio Francisco en todos sitios.
José Ramón fue guardando el botín en un bargueño del siglo XVIII en el que almacenaba el producto de sus rapiñas de guante blanco. A juzgar por el volumen de remanentes, la entrada de alimentos era muy superior a su consumo, porque allí había de todo. Desenvolvió unos bombones y se aplicó a la merienda.
—La cajera de los cojones. Y la nenaza del Francisco. Que os den a los dos por el puto saco.
Abrió el paquete de servilletas del UDACO y tomó una, porque se ponía los dedos perdidos cuando comía chocolate.