5
Llegó el día. Tenía que llegar. Era viernes veintiuno de marzo. Comenzaba la primavera y el aire daba señas de que luciría el sol durante la jornada. Se sentía la alegría anticiclónica en el CoyFer, por lo que parecía que concurría más público en el bar que de costumbre. Los tres chicles estaban pegados bajo la barra, ya duros (habrían recuperado su sabor). Por mantener el tipo, Francisco fijó su mirada sobre un trofeo de mus, sin más ademán, durante el tiempo que le llevó decirse la letra de Rascayú.
Arrancó las tres bolas, las estrujó en su puño para que nadie las viera y se metió la mano en el bolsillo derecho, el de las monedas. Luego se tomó su café con leche recién pedido con toda lentitud, por razón doble: porque no fuera a ser que alguien notara algo raro en su premura; y porque estas eran las ocasiones en las que el temple se demostraba. Estaba amaneciendo. Hoy había comprado una barra de pan para comérsela sin nada dentro a media mañana, y la llevaba en la universal bolsa blanca de tirantes.
Pagó, miró a la papelera y a ella se fue, pidiendo perdón por cada tropiezo en su salida del local. Ya en la calle, en un gesto que llevaba meses ensayando, hizo como que se sacaba el chicle de la boca y lo tiraba a la papelera. De paso, metió la mano, y rebuscó con indisimulado disimulo entre la inmundicia. No era mucha, porque ciertas costumbres estaban aún poco arraigadas, y las papeleras de la vía pública servían más como soporte publicitario («Wanda, muebles y cosas») que como contenedores de desperdicios.
Dentro encontró la caja de una batidora Moulinex. La cogió, fingiendo el absurdo de que se había deshecho del electrodoméstico por error, y recorrió toda la calle buscando un bar que no fuera el CoyFer y en el que no hubiera demasiada gente a esas horas. Se metió en uno que se llamaba Alegrías, en la calle Müller. Pidió un trifásico, que qué menos ante la que se avecinaba. No se quejó cuando la chica que atendía la barra le sirvió un Trinaranjus, confirmando que la mezcla de las tres bebidas blancas era una creación de la que apenas se tenía noticia fuera del CoyFer. Dio un sorbo al refresco y se fue al cuarto de baño con su paquete, como si fuera a desatascar el váter con las aspas de la Moulinex.
Allí encerrado, Francisco abrió la caja. Encontró dentro una pequeña llave, un billete de mil pesetas, un taco de explosivos, los cobres para armarlos, un temporizador y un folio mecanografiado con las instrucciones, sellado con un tampón que parecía fabricado con una patata. Según el documento, Francisco debía irse enseguida a la Consigna de Barajas para estar allí a las nueve de la mañana. En la sala no habría nadie. Tenía que abrir la taquilla número 20 con la llave adjunta y recoger lo que encontraría dentro: un sobre azul con 42 000 pesetas y las indicaciones acerca de qué hacer con el dinero. Luego, componer el detonante, conectarlo a la goma y volar la taquilla, con el triple fin de borrar huellas, de liar gresca y de salir en el periódico «para montar repercusión».
Dispondría de veinte segundos entre la conexión del circuito eléctrico y la deflagración, con lo que tendría cierto tiempo para alejarse del lugar. Las mil pesetas iban en concepto de compensación por la remuneración que no percibiría durante aquella jornada sin camisetas (con un pequeño plus, como se comprueba si se echa la cuenta). Francisco arrojó la nota al retrete y tiró de la cadena, empujando el papel con la escobilla. Le hizo gracia lo exiguo de la cantidad a rescatar.
—Cuarenta y dos mil pesetas. Qué nivelazo, qué envergadura. Esto está creciendo.
En la década, y tras el torrente de matriculaciones universitarias propiciadas por La gran familia y La gran familia y uno más, las facultades estaban repletas de gente. Las profesiones con más futuro, sin embargo, se escondían fuera de los campus. En la mayor parte de las capitales, los estudios de informática se impartían en periféricos institutos de la desprestigiada Formación Profesional, los de diseño en alicaídas escuelas de Artes y Oficios y los de idiomas en destartaladas academias semioficiales instaladas en pisos. Los estudios de recursos humanos se aprendían por ahí, a la luz de nuevas formas de hacer las cosas. Era gente muy lista que estaba inventando nuevas ocupaciones. Sin embargo, eran vistos con cierta pena por los que habían ingresado en la universidad para estudiar la carrera que les había asignado el sistema de corte.
Un grupo de desahuciados del Gaudeamus Igitur había creado You-Tu, una entidad que organizaba cursos especiales dirigidos al ámbito empresarial: sobre psicología aplicada a las comidas de trabajo, sobre el protocolo en países del Tercer Mundo, sobre el lenguaje de las extremidades en reuniones de empresa, sobre técnicas antifobia… La del cursillo para ejecutivos con miedo al avión era nueva en el catálogo, y había encontrado muy buena acogida.
Aquel veintiuno de marzo, en medio del pasillo de un pequeño aeroplano de treinta plazas, el psicólogo Juan Ignacio señalaba al monitor, donde se leían las palabras SOSIEGO, TRANQUILIDAD, PAZ, BIENESTAR. Ante él, con los cinturones de seguridad abrochados, un grupo de empleados de alta remuneración seguía la charla. Todos muy trajeados, sudando de miedo la gota gorda. Entre ellos, mimetizada, como uno más, iba Primi. Que adoraba volar y que, meneando el boli y las rodillas, parecía estar realmente acojonada.
—¿Tenéis cada uno vuestro portafolio? —preguntó el psicólogo con voz dulce, pero convincente.
La frase era todo un esquema del espíritu de los tiempos: el tuteo en el trato empresarial, la personalización cariñosa y el portafolio, palabra recién incorporada al idioma, tan novata que era común oírla trastocada en portfolio. Aludía a toda carpeta en la que vinieran documentos, siempre y cuando el diseño de continente y contenido se hubiera llevado a cabo con cierto esmero.
—Lo importante es dominarse —continuó Juan Ignacio—. Es sólo un avión, con butacas tan cómodas como las que podáis tener en vuestras casas. Si el pánico os sobreviene, pensad en algo agradable.
La pantalla del monitor cambió a un hermoso paisaje escandinavo. A Alcides, un chico muy guapo de veinticinco años que hablaba muy bien francés, le había tocado al lado de Primi. Se dirigió a ella, hablando muy bajito y muy asustado, como no quería mostrarse.
—Yo no es tanto por el miedo a volar como por la experiencia… Je…
El avión despegó. Con toda suavidad, como un ala delta, con clima favorable, con música relajante, con whisky y pastillas de todos los colores a bordo. Pero dentro de la nave, el pasaje completo gritaba aterrorizado como si el aparato se elevara al éter incierto con todos sus motores en llamas. Primi, desesperada por que no se le notaran las carcajadas, iba soltando sus grititos de vez en cuando para disimular entre tanto rebuzno tan ejecutivo.
Cuando el aparentemente entero Alcides se arrancó a chillar fuera de sí, Primi ya lloraba de risa, escondida tras su bloc de notas. Quiso transcribir la grafía de los alaridos de su compañero de asiento y garabateó las palabras «Grulji» y «Jrarlrukirriki» con la letra imposible de quien no domina las convulsiones de su estómago burbujeando de risa y de quien, por vez primera en mucho tiempo, siente el placentero flujo de la carcajada haciendo el bestia por la sangre de sus venas. El psicólogo Juan Ignacio se desgañitaba con la mejor voluntad y con la sensación de que este trabajo no le compensaba, porque lo pasaba muy mal. Gritaba a la galería:
—¡Acordaos de lo que hemos dicho de pensar en un lago con veleros! ¡Y unas montañas al fondo!
A esa hora, Francisco viajaba en el autobús que cubría el trayecto Plaza de Colón-Aeropuerto de Barajas. Llevaba su embalaje de Moulinex (con su bomba) y su bolsa-camiseta, (con su barra de pan), que parecía que iba a la terminal a preparar un puré de miga. Encinchado por el miedo, iba pariendo reflexiones ácidas. «Al atentado en autobús. Sí que estamos mal de medios en el GRAPO». Miró su almuerzo. «Ahí va el terrorista. Con su pistola».
Llegó al aeropuerto despiezado de miedo. Allí imperaba el conflicto, a cuenta de peliagudos desajustes horarios. Se estaban suspendiendo vuelos y había retrasos descomunales en llegadas y salidas. Lo que se chillaba por megafonía no contribuía a acendrar la desesperación de los pasajeros porque diera malas nuevas, sino porque no se entendía nada, y el viajero sentía que se hablaba a sus espaldas sobre temas en los que era él el más concernido. Como con tantas experiencias sufridas en carne propia (hambre, pudor, vergüenza, aburrimiento), Francisco colocó sus sentires en la probeta de la observación. Se trataba de contemplar cada emoción intensa (hoy, el pánico) como quien examina una punta de sílex en la vitrina de un museo etnográfico.
Así que: el miedo agudo le inducía, según comprobaba, a una incesante vibración del párpado izquierdo, que empezaba a darle apuro (porque a ver a dónde iba ese con ese vacilón). Y a unas intensísimas ganas de fumar Rex, pero después de haberles arrancado el filtro. Por dentro del ánimo, el terror provocaba ansias de comprar ropa bonita y de empezar a ir más aparente por la calle, de tener la casa más recogida y de comenzar a estudiar inglés, guitarra, con aprovechamiento. Aprender algo por lo que la gente le admirara al mostrar altos niveles de destreza, en esas materias o en materias cualesquiera.
Poco después de llegar al vestíbulo, Francisco se encontró con la figura panocha de un holandés que le abordaba para preguntarle por international arrival. El activista de los chicles iba tan asustado que sintió como primer impulso el deseo de responder al holandés que no podía atenderle porque iba con todo el compango para organizarla buena en la Consigna. También anotó tales reacciones en el cuaderno figurado de sus análisis, y cobró conciencia de la necesidad de precaución ante posibles traiciones de su propio pánico. Luego abonó la matemática, durante zancadas y zancadas de caminata, enredado en cálculos mentales que ahora no servían para nada: 42 000 pesetas son 10 500 etiquetas cosidas en sendas camisetas de las que fabrican en San Fernando; que fue el pueblo de la Constitución de Cádiz, que redactaron unos señores que anduvieron asediados, como Astérix en su aldea; que el galo pequeñín sería posiblemente amigo del caudillo Vercingetórix, porque el enemigo romano era común; que igual el histórico adalid fue a alguna de las cenas de la última viñeta, a comer jabalí; que quizá en una de ellas le cupo el honor de apretarle la mordaza al bardo, para que no diera más la murga, ya. Ahí lo dejó.
Llegó a la Consigna. En efecto, no había nadie en la sala. Francisco se fue a las taquillas perdiendo el paso y rastreó la número 20. Se arrodilló ante ella y rebuscó nervioso la llave entre los varios objetos que convivían sin fricciones dentro de la alargada caja de la Moulinex. Al fin la encontró. Abrió la portezuela. Sacó el sobre azul, que efectivamente allí estaba, y se lo guardó en el bolsillo interior de su cazadora de plástico.
Quedaba la segunda parte. Se aplicó a armar la bomba, esa de destruir las pruebas y enseñar los dientes. Mientras casaba los cables entre sí y los hundía en la goma, Francisco sintió fracciones de evocación que marcaron el paso al desfilar por su cerebro: el naranja subido de la banda que adornaba el envoltorio de los vídeos «Pleasure Image», los zapatos verdes del mastuerzo de la nave, la T doble de Benetton, media lechuga que había en la papelera de enfrente del CoyFer cuando le tocó recoger lo de hoy, las gomas elásticas en la muñeca de los carteros, el cordón de cola que pegaba el acetato transparente a la tapa de la caja del tren malogrado, los dos ceniceros de Segovia que embellecían el armario mural de su casa. Cayó en la cuenta de que Rdo. era la abreviatura de «recuerdo», se le ocurrió la idea para él grotesca de que las etiquetas de las camisetas fueran cosidas por fuera, como se lucen hoy, y trenzó los dos últimos cabos de cable. Mentalmente, cantó la cuenta atrás comenzando desde veinte, mientras metía en la taquilla todo el material empleado y se disponía a incorporarse para echar a caminar a trote ligero.
A la de dieciséis, cuando Francisco aún permanecía pegado a la taquilla, la goma estalló. Lo hizo en tres tramos mecánicos (un chorro de gases en expansión, una explosión leve, otra más severa), denotando que la detonación no seguía su proceso correcto. La chapucera mezcla de plásticos convertía aquel explosivo en un ridículo petardo bufo. Que, no obstante, alcanzó a Francisco en el anverso de la mano derecha, provocándole una hemorragia, y en la manga de su cazadora, que quedó desgarrada con un corte de cuatro dedos. Haciendo esfuerzos por recuperar la capacidad de enfoque visual y oyendo zumbidos por todos lados, salió corriendo del lugar, aterrorizado por la sorpresa. Huyó trastocado por lo que él calibró como un estruendo cataclísmico. El enlace del GRAPO que había acabado regodeándose en el quieto silencio de su pobreza; el topo que había aprendido a cogerle el gusto a estar en casa con los pies en alto, oyendo la radio y retocando a lápiz las fotos de El País ese, ese era quien había juntado las docenas de decibelios que pastaban en el limbo del ruido y quien había provocado lo que tasó como un sartenazo sonoro que le hizo sentir pudor primero, vergüenza después y, luego, deseos de pedir perdón a todo el mundo por megafonía.
Lo cierto es que la deflagración, de bien discreto volumen, sólo se oyó en las salas contiguas. Donde no había tampoco mucha voluntad por emprender pesquisas ni averiguaciones, porque con los retrasos y las cancelaciones andaban las cosas como andaban. En un almacén anexo, dos guardias jurados de diferente tono de cabello y un policía con la cara magullada sintieron la somera deflagración. Se dirigieron a Consigna haciendo tiempo y se encontraron con la portezuela de la taquilla descompuesta y una caja de pequeño electrodoméstico dentro, que ardía sin fragor alguno.
—¿A quién llamo? —preguntó el jurado moreno.
—Déjate de llamar, que nadie se ha enterado —le dijo el rubio.
—Pero habrá que dar parte…
—Y un rabo. Está Barajas con retrasos de horas y todo el mundo está que trina.
Dos viajeros intrigados se asomaron a la sala de Consigna.
—¿No han oído ustedes como una explosión? —preguntó uno de ellos a los uniformados.
El policía no tenía ninguna gana de charlar con nadie.
—Que se me ha explotado el mechero. Hale.
Los viajeros volvieron a su espera. Los jurados y el policía se aprestaron a recomponer la portezuela mientras reflexionaban sobre lo que había ocurrido.
—Se lo han llevado todo —dijo el policía—. Menos una batidora, todo.
El jurado rubio, lo que se sentía de verdad era camarero de bar de desayunos. Sabía reírse de todos sin que se le notara, como los buenos de su gremio.
—Esa es la esencia de lo que es robar: que haya menos cosas después de la mangada. Que no haya, incluso, nada.
—¿Y si denuncian?
—Que denuncien —dijo el policía—. Todo está presupuestao. Y las indemnizaciones por robo, lo primero. Pero, por favor, hoy, a callar. Que a mí dos ingleses me han hecho esto —se señalaba el abollón de la cara— por querer explicarles que esto de los retrasos, en Barajas, es el pan nuestro de cada día.
El avión de You-Tu acababa de aterrizar. Primi cruzaba el vestíbulo de muy buen humor, con el recuerdo de todo lo visto y agarrada a su bloc de notas. En su artículo pensaba alabar la previsión de la empresa organizadora, que traía a los cursillos toda una batería de celulosas en diferentes presentaciones para limpiar las emisiones líquidas y semilíquidas de los asistentes. Alcides le había llorado. Al final fue ella la que le dio su teléfono, porque le vio realmente afectado. Y si pasado el susto la llamaba, qué leches, pensaba quedar con él. La mañana de risas y romance tonto pedía a gritos un botellín frío, que iba a saber mucho más rico si descargaba antes.
Entró al cuarto de baño de señoras, y la sonrisa con la que llegaba se le abrió más ancha cuando, en recinto tan previsiblemente fétido, percibió un delicioso aroma en el aire, que aspiró con delectación. Aquel olor la transportaba. Era un recuerdo de infancia africana, un aroma de toilette occidental que paradójicamente le llevaba de vuelta a la trocha selvática y al cielo tropical.
—¡Mmmm…! ¡Nenuco!
Iba a pasar a uno de los camarines cuando oyó el agitado ruido de la expendedora de toallas de papel, que provenía de detrás de un recodo de los baños. Primi se asomó, porque sonaba a que alguien estaba con problemas de los que luego ella reportaba. Respingó al toparse con un hombre junto al lavabo, que pegaba tirones a la máquina de chapa cromada y sacaba hojas y hojas para fabricarse una venda. Con la mano sangrando, y custodiando una barra de pan metida en una bolsa de tirantes.
—¿Te pasa algo? —preguntó Primi.
—No… Que me he cortado con la navaja suiza. No pasa nada.
El del pan salió casi corriendo, lamentándose para sus adentros por haberse extendido en explicaciones. Lo de la navaja suiza era una memez que pretendía barnizar de creíble cotidianidad la escena pero que, para su perjuicio, estaba dotando de agarraderas icónicas a un sucedido ya de por sí extraño: un color (el rojo de las cachas) y otro más (el blanco de la cruz de la bandera); una forma (la de salchicha de la navaja) y otras muchas más (destornillador, lima, tenacillas, sacacorchos, tantos accesorios tan útiles). Toda la vida con la boca cerrada y cuando mejor ocasión se presentaba para callarse, iba él y se ponía a rajar. A rajar con la navaja suiza.
Primi, regodeándose en la idea de que tocaba jornada de contrapuntos (alaridos borrascosos en cielos despejados, sangre masculina en baños femeninos), entró al camarín del retrete. Allí, tirada en el suelo, encontró una nueva sorpresa. Alguien se había dejado una cartera negra.