11
El martes uno empezaba abril. Faltaban ochenta días y que el mundo diera la vuelta para poder cobrar el dinero. Francisco trabajó en el taller desde las siete de la mañana, por ganar costura al tiempo. Estaba como bobo, alternando el recuerdo recoleto de la noche anterior con la losa de sus cuitas. Ni oía los ruiditos preocupantes de la nave ni percibía los reflejos de los camiones, tan borracho de eventos se sentía. No estaba a lo que estaba, ni estaba a nada. Así que cuando se quiso dar cuenta se había cosido una manga de la cazadora limpia a la camiseta sobre la que laboraba. Se la sacudió como si fuera una murciélago gigante, pero no conseguía desliar la costura. Le entró la risa, esa fea del miedo, y comparaba la prenda de imitación con sus doscientos millones de pesetas.
—Así tengo yo la millonada. Cosida al cuerpo para que me joda a base de bien.
El plazo para rebañar el dinero del plato de la mala suerte se iba agotando.
Primi, por su parte, sufrió esa mañana las urgencias de Toharia en Actual Noticias. Con su estulticia asomando por su delirante lenguaje, el director necesitaba «resultados contantes y fehacientes, así como sonantes» (que hasta «fehacientes» sonaba sin hache). Esto le dijo:
—Primitiva, va dando la cuenta atrás en nuestro crono. Y no hay el artículo sobre la mesa de mi despacho. ¿Has averiguado las pesquisas del paradero? Del paradero del del premio, digo.
Primi le pintó un panorama desolador. Contaba con encontrar al oculto, siempre lo hacía, y mayor sería el triunfo de cara al jefe cuanto más desasosegantes fueran los informes previos. Ante los que Toharia se enfadó, como estaba previsto. Soltó ese «¿Es que lo tengo yo que hacer todo?» que sus glosadores se resistían a incluir en sus novelas porque sobre el papel resultaba artificioso y consabido, por mucho que fuera tan real. Luego se fue a la fotocopiadora a rellenar la bandeja de folios. Primi se aplicó a pegar la oreja a la conversación que mantenían en voz muy baja Laura y Ricar, que versaba sobre el director.
—¿Qué tal le va a Toharia con tu hermana?
—La verdad es que mal. Dice que no se han encontrado un caso más raro desde que abrieron la consulta —y Ricar se daba con el dedo en la azotea—. Y que a la Psiquiatría le faltan dos décadas para solucionar su tema.
—¿Le has dicho a Toharia que su psiquiatra es tu hermana?
—Ni pensarlo. Luego le da por hacerse amigo mío.
—¿Las pastillas le funcionaron?
—Algo hacían. Pero las tuvo que dejar de tomar porque le daban un hipo espantoso.
—Pobre hombre.
—Dice mi hermana que es imbécil. Que le aprecia como paciente, pero que no hay nada que hacer mientras Toharia no se dé cuenta de que lo mejor que puede hacer es pedir el alta en el manicomio. «Para descansar de sí mismo», me dice la hermana.
Toharia sintió cuchicheos y levantó la vista de la fotocopiadora. Se dirigió a Laura y a Ricar, incardinando el inquietante estilo colegial de cuando se encorajinaba en su desconcertante y demencial habla habitual.
—¡Oigan, Ricardo y Laura! ¡Si es tan enérgicamente interesante lo que están hablando mutuamente, cuéntenlo en altavoz y así nos enteramos todos!
El director desistió de recargar la fotocopiadora, porque es que las hojas no le entraban. Primi se sonreía de tapadillo. Por lo bien que se sentía aquel martes y por lo patanes que le resultaban todos. Había dedicado la noche anterior a callejear con un sujeto nada guapo, que iba hecho un pingo, que fumaba cigarros camuflados porque, como se le notaba a la legua, no tenía ni para espuma de afeitar. Se lo había pasado bien, y aquella mañana le alegraba saber que podía salir cuando quisiera del charco de inmundicia humana en el que chapoteaba: con sólo volver a quedar con él. Todo esto le ponía de buen humor. Qué novedad, el buen humor.
Francisco seguía bajando al CoyFer por las tardes: por si algún día se dignaba alguien a orientarle con nuevas instrucciones. Y porque, como él se iba dando cuenta, el bar respiraba paz a aquellas horas. El CoyFer vespertino se vaciaba de estridencias y se llenaba de luz castellana. En la barra siempre había para leer: un periódico a medias, varios folletos sábana con ofertas del Dia, el Caza y Pesca…
El jueves tres de abril por la tarde Francisco tomaba su café con leche en su trozo de barra. Con mucha mejor cara. Frente a él, Fermín sacaba unos vasos del lavavajillas. Con la timidez de la primera vez, el camarero se arrancó a hablarle.
—Ahora viene usted más por las tardes que por las mañanas.
—Sí. Me han cambiado el turno.
El raro no era tan ogro. Podía hilar un pretérito perfecto de indicativo y ponerse lo suficientemente nervioso al pronunciarlo como para pensar que no era huraño, sino tímido. Lo que abría expectativas de acercamiento que quizá derivaran en algo de compañía nueva.
—¿Y qué? ¿Mejor? —preguntó Fermín con no menos apocamiento.
Francisco, a quien le estaban pasando más cosas que en toda su puta vida, sonrió de oreja a oreja. Es que le pilló pensando en Primi.
—Sí. Todo muchísimo mejor.
No hubo más intercambio. Fermín barajó la opción de seguir por «me alegro, no todo va a ser madrugar». Pero para entonces, Francisco ya había metido la cara en el vaso del café para cortar tanta cháchara. No era cosa de desconcentrarse con más amistad, que de últimas no hacía más que tratar con gente todo el día.
A las ocho se fue a casa. Notó la presencia de alguien en su rellano. Los cambios nunca vienen solos, y era de temer que cualquiera de los enemigos que sentía en el cogote estuvieran estrechando su cerco para fisgonearle los pantalones. Caminando con los laterales exteriores de los pies para amortiguar el ruido, asomó tras la barandilla de la escalera.
Era Primi, que tocaba el timbre de su puerta. No le hizo gracia la intromisión, pero le encantó verla allí, buscándole, achicharrando su botón y esperando su respuesta. No le gustó la inesperada visita, que parecía meterle el dedo en el ojo cuando pulsaba el timbre con el índice, pero le hizo feliz encontrarla ante la puerta tristísima de la casa de las penas, así eran las contradicciones que se cocían en su ánimo. Primi venía con un paquetón, y se rió de nervios cuando vio a Francisco.
—Llevo ya un rato. Dirán los vecinos que quién será esa.
En aquel inmueble, vacío como un ataúd sin estrenar, eso era lo menos preocupante. Francisco no tuvo más remedio que acogerla, y aguantarse la vergüenza de que Primi viera la mierda de chabola en la que pasaba sus días.
—Sí, pues si vieras la mía —dijo Primi para contrarrestar—. ¿Sabes la Torre de Pisa? Pues mi casa se parece mucho.
Y Primi se lanzó a detallar las particulares tendencias de los pisos de su piso. Se rieron a base de bien: por las grotescas oblicuidades y por el gustito que daba volver a hablar de lo menos honroso de cada uno, sin más tapujo, como el lunes, ya martes, después de los acontecimientos con el maloliente de los caracolillos. Luego Primi le entregó el paquete. Acobardado por un protocolo del obsequio que no había tenido jamás ocasión de ensayar, Francisco lo abrió mientras Primi sonreía frente a él.
—No sé si te va a gustar. Igual no.
Era la locomotora Zückerssusi, con cuatro vagones de mercancías y un circuito de vías completo. Francisco, confundido como por la fuma de ochenta Rex, no sabía ni dónde estaba.
—Por qué sabes que quería esto.
—Ah, ¿querías un tren? Ja ja ja.
Radiante, abobado y perdido, Francisco no acertaba a decir nada. Primi, por llenar silencios, horrorizada de nervios porque sabía que se estaba pasando sin que nadie se lo hubiera pedido, se lanzó a soltar borbotones de chistes malos y referencias al escuálido pasado común de ambos:
—Pues estaba segura de que no te iba a gustar. Je je. Ya ves, un tren, un juguete «para críos». «Pero era tan hermosa…», ja, je. Va para adelante, va para atrás, «muy suave, con un ruidito como de corazón». Y ya puestos, no me pude aguantar las ganas y te cogí esto también, para que trisquen por las laderas.
Sacó de su bolso un estuche diminuto, con seis vaquitas a escala para ambientar el paisaje del tren. A Francisco se le iluminó la cara, y medio lloraba. Cogió la de Primi con las dos manos y se la besó en todo el medio. Primi le siguió, y trabaron los labios de torpes enamorados. Lo de Francisco era Nenito, pero hacía mucho que Primi no sentía tan adentro el olor a Nenuco. Primi era sospechosa, pero hacía desde nunca que Francisco no sentía tan adentro el olor a algo.
Hicieron el amor en el sofá, que no tenían ni idea de hacerlo. Luego Primi tuvo que irse corriendo. No hizo falta que convinieran verbalmente en que deseaban volver a verse. Ya lo convino por ellos todo lo bien que se lo pasaban juntos. Ya lo tramitó en su nombre lo importantes que se sentían cuando iban por la calle el uno al lado del otro. Primi confeccionó para Francisco una tabla de horarios en la que venían las franjas de tiempo a las que le podía llamar a casa sin que Blas se enterara. Era, desde luego, calcadita a la retícula de horas lectivas de la asignatura más grotesca de la Facultad de Imagen de la Complutense. Las bandas iban marcadas con rotulador Stabilo Boss de color verde lima. Algunas camisetas del Benetton de pega, el polo Calippo y la funda de un estuche escolar que había en un escaparate de Bravo Murillo eran de ese mismo verde fresco y luminoso. Para Francisco, ese era el color que ya para siempre le evocaría a la chica a la que un día conoció. Él era el chico al que ella conoció un día.
La de 1986 fue la primavera que pasaron haciéndose amigos y comprobando a cada rato que no había nada como estar juntos dándose cariño. La estación bonita siguió su curso mientras ellos aumentaban la valija de sus chistes privados y, con ella, el placer de su intimidad. Se les hacía entrañable a más no poder que Primi tuviera unos tíos en La Guindalera y que Francisco viviera cerca de la calle Guindo, ya ves. Al metro que llegaba justo cuando ellos bajaban al andén le gritaban «¡taxi!» como si fuera un servicio de pago que acudía a su llamada, qué cachondeo. Les divertía a rabiar la ternura de prestarse calzoncillos y bragas, la casualidad de que las iniciales de sus nombres de pila fueran las de la Formación Profesional y la cochinada de enseñarse lo que estaban masticando.
La pamema de encenderse un cigarro mientras follaban les hacía mucha risa. Daban dos caladas sin despegarse, celebraban la ocurrencia con cada vez mayor carcajada y luego seguían besándose. Así reunían su panoplia de panolis pasándoselo bien. Desde fuera habría resultado irritante tanto algodón de azúcar. Como estos dos nunca tenían a nadie en ese fuera supuesto, terraza para opiniones, pues todo les daba igual.
Empeñado en sacar horas para el retoque de camisetas bastardas, Francisco acusaba la falta de sueño. En varias ocasiones, después del amor, Francisco se quedó dormido en su camita, poco más ancha que una tabla de planchar. Primi entonces le hacía bobadas. Le trazaba la señal de la cruz sobre su cuerpo, rematándola con su beso. Le pintaba con un boli letras y dibujos sobre la piel. Le hablaba mientras le veía dormir con la boca abierta.
—Con la de parvulitas que tiene que haber en el instituto y vas y te fijas en esta anciana.
Otras veces era Primi la que se quedaba dormida en la cama minúscula de Francisco. Y desplegaba la trompetería de sus ronquidos. A Francisco, que la contemplaba pasmado de dulzura, aquellos rebuznos le provocaban tanta ternura como a Blas estrés. Con la tamborrada de fondo, Francisco le decía cosas que ella no podía oír.
—Me gustas mucho. Me gusta hasta tu nombre. Que mira que es feo.
Repetía los comentarios, cada vez a mayor volumen, con la secreta intención de que ella se despertara y volviera a hacerle compañía. El truco funcionaba, Primi salía del sueño y preguntaba alarmada si había roncado. Francisco no tenía más remedio que confesar que sí, y ella se alborotaba pidiendo perdón, con un apuro que era cómico de tan sentido que era. Ahí ya Francisco se derretía del todo, riéndose de sus alaridos de clemencia y de cómo ella lo convertía todo en placer bonito. En el fondo estaba fascinado con el hecho de tener a alguien con quien sencillamente hablar.
En ocasiones desplegaban el tren, y Francisco se quedaba absorto mirando cómo la Zückerssusi enganchaba el vagón-correo, repleto de dinero, y lo ponía a dar vueltas por el óvalo con su oculta carga millonaria. Construyeron unas casitas de cartulina, como reproduciendo una aldea de vida apacible en la que sólo vivían ellos dos y seis vaquitas de plomo.
Otras veces merodeaban ante la Delegación de Cea Bermúdez, cada uno por sus razones, y volvían a encontrarse con la caterva de husmeadores. Todos seguían buscando a Francisco, con una voluntad de acero de la que se inferían fortísimas motivaciones personales. Primi, que estaba marrando en la tarea encomendada, le exponía a Francisco sus zozobras. El plazo para encontrar al del premio se iba agotando y ella no había hecho progreso alguno. Todo apuntaba a que de aquella baza iba a resultar su despido, porque en Actual Noticias no le iban a pasar por alto un fracaso como este. Francisco se comía las uñas, notaba que la merienda dactilar delataba su desasosiego candente y se metía las manos en el bolsillo, con sus uñas enteras y adosadas a sus dedos respectivos. Azuzado por su mala conciencia, calibraba la posibilidad de contarle a Primi su secreto más oscuro. Imaginaba este diálogo:
YO: Mira, es que el del premio soy yo.
PRIMI: Vaya, qué coincidencia. ¿Podría hacerte una interview para una revista de información general en la que colaboro de forma asidua?
YO: No. Porque soy del GRAPO.
PRIMI: Ah, pues vete a la mierda porque yo, problemas con asesinos, prefiero soslayar.
Este otro también estaba entre los hits de su dramaturgia íntima:
YO: Mira, es que el del premio soy yo.
PRIMI: Vaya, qué coincidencia. ¿Y en qué has empleado cantidad tan generosa?
YO: En nada. No he cobrado.
PRIMI: ¿Ah, no? ¿Y eso a qué se debe?
YO: A que no tengo DNI.
PRIMI: ¿Quizá porque se ha extraviado, quizá porque te ha sido sustraído?
YO: No. Porque soy del GRAPO.
PRIMI: Ah, pues vete a la mierda porque yo, problemas con asesinos, prefiero soslayar.
O este, más breve y más sombrío:
YO: Mira, es que el del premio soy yo.
PRIMI: Ya lo sé. Y eres del GRAPO. Tirando para la cárcel, que yo soy policía hasta las trancas.
YO: ¡Pero mi amor, con lo que nos queremos!
PRIMI: Ah, pues vete a la mierda porque yo, problemas con asesinos, prefiero soslayar.
Luego, en peor estado de nervios, Francisco pasaba a comerse los pellejitos de dentro de la boca mientras se torturaba pensando en la que estaba liando. Sólo era en apariencia que tenía dos opciones (contárselo todo o callarse como un transistor sin pilas). Existía una tercera, a la que se encomendaba desde siempre: la de la inacción, la del atributo de «bendita». No hacer nada. Ni mentir ni sincerarse. Sólo dejar que las cosas fluyeran, sin intervenir para nada, dejándolo todo pasar. Que, a base de esconder la cabeza, el avestruz había evolucionado hasta erigirse en el ave de más imponente alzada y mayor velocidad en tierra. La indolencia era lo indicado en casos como este, en el que la magnitud del embolado convertía en soberbia la pretensión de querer influir sobre los acontecimientos de los días. «Acción, reacción, inacción», se repetía por dentro con cara adusta. Y, estucando con la cantinela las paredes de su chabola filosófica, sentía que la altura de sus reflexiones ganaba pies, por el mero hecho de que la tríada sonaba aguda (no quizá por su finura. Sí, desde luego, por su triple acentuación, con sus sílabas tónicas de final).
Pero pronto se olvidaba de sus obligaciones y de sus secretos y de sus cuitas, y se iba por ahí con Primi, a ver Madrid. Les gustaba Eloy Gonzalo, Iglesia y Martínez Campos. Para Francisco, los paseos eran un Bravo Murillo gigante y primaveral, un regalo inesperado sin el que ya no podía pasar. Las felices caminatas, ahora bien, destrozaban sus finanzas. Las 119,3 pesetas diarias ardían como una caja de cerillas arrojada a la incineradora del tanatorio. Disimulando a cada rato, Francisco esquivaba los planes más costosos de Primi (merendar, coger el teleférico, comprar una revista). Ella, que lo notaba, se hacía cruces en su fuero interno sobre las escuálidas condiciones retributivas de los docentes de enseñanza media. Luego lo arrastraba hasta el quiosco o hasta la buñolería y le ofrecía homenajes a cuenta de sus delgados emolumentos en Actual Noticias. Francisco reaccionaba con contrainvitaciones, que a veces Primi aceptaba por no hacer feos. Luego, el multimillonario de pega pasaba el resto del día recomponiendo el estropicio a base de almorzar chicles usados y de beber mucha agua del grifo para rellenar el aparato digestivo. Siempre tenía menos dinero del que pensaba, que ya eran ganas de pensar sobre lo enteco. Pero daba igual. Francisco, exultante de alegría, no estaba para cautelas ni para previsiones.
Así pasaron ese trozo grande de primavera. Haciendo el memo, haciendo el gandul, haciendo el amor y riéndose de las horteradas que hacían y decían sin resquemor. Parodiando la cursilería, que creían que así la conjuraban, no hacían otra cosa que instalarse en ella, proceso muy común al que ellos no escaparon. Y qué bien les sentaba. No les daba vergüenza. Quizá porque intuían que, como se ha dicho, lo irritante del almíbar saturado no es su dulzura pegajosa, sino la ostentación pública que de ella se hace. Práctica que aquí no cabía, pues no tenían ante quién ostentar.
Sus cursiladas sonaban en sus oídos a lírica de alto vuelo, y sus jueguecitos resultaban a sus ojos eficaces sketches de ingeniosa comedia. Un par de amojamados, es lo que le habrían parecido a cualquiera ante el que hubieran desplegado sus mamonadas. Como aquí no había ante quién desplegar nada, la cosa quedaba zanjada, y se decían piropos culteranos sin pudor, en la intimidad de sus cajones estancos, hala, y a intensidad creciente. Se enamoraron mucho, pero mucho, porque ya era hora. Primi tenía que irse a los días de Guinea Ecuatorial para encontrar momentos tan felices. Francisco no podía irse a día alguno para ensayar un cotejo mínimamente veraz.
Él trabajaba con menguado rendimiento, a desgana, y algún incauto con pretensiones compraría en el mercadillo alguna de las muchas camisetas de Benetton que el operario ido y encandilado despachó con la etiqueta cosida boca abajo. Ya casi nunca iba al CoyFer, así que si alguien fue a darle instrucciones, a él allí no lo encontró. Tras cosechar tanto plantón, se le olvidaba bajar. O quizá era que quería olvidarse, porque los del GRAPO empezaban a parecerle muy lejanos. Daban las siete en el CoyFer y él estaba en otra. Oyendo, por ejemplo, Radio 8o Serie Oro, atento a ver si ponían «Las palmeras» de Alberto Cortez, que a Primi le gustaba mucho porque daba mucho miedo. Arreglando la casa de arriba abajo para que Primi la viera presentable. Arreglando la casa de arriba abajo, en el fondo, porque en sus adentros sentía que aquella cochiquera desaseada no era el lugar en el que debía vivir el sujeto que había sido capaz de enamorar a una mujer tan excepcional.
Francisco estaba empezando a quererse. Con cinco gomas de borrar, que supusieron un desembolso casi inapreciable, dejó las paredes bastante más blancas de lo que estaban. Lavó cortinas y cobertores en la bañera, y sucesivas manos de lija arrancaron mucha mugre de los rodapiés y de algún mueble. Que además quedaron curioseados con algo que Francisco quiso relacionar con un atractivo aspecto rústico.
Pero lo que más hacía, cuando no quedaba con Primi, era tirarse a la calle. Se iba él solo a Bravo Murillo. Ya se podían ir jodiendo todas las desconocidas a las que deseó durante años por las vías de Madrid. Él ya estaba servido, y se acariciaba con una mujer que le quería y a la que podía entrar en cualquier momento con reducidísimas, residuales posibilidades, ápices pulverizados, ninguna posibilidad a efectos prácticos, de rechazo. Olvidaba sus precauciones, haciendo cosas tan desaconsejables para «el deporte» como pedir fuego a un transeúnte, tocar la cabecita a un crío simpáticamente, aceptar las disculpas por algún toque fortuito, con ulterior, liviana conversación… Como un tipo normal en sus ratos de asueto, Francisco se echaba a andar con el propósito de estar de vuelta a las siete y meterse al CoyFer a ver si había enlace que se presentara. Pero la hora le daba en Cuatro Caminos, o en Quevedo, o en la calle Luchana, atiborrada de gente, que era como ir por propio pie al paredón de fusilamiento.
Cuando quedaban, Primi se volvía feliz a su casa inclinada, a hora prudencial, abriendo con cuidado la puerta. Blas hacía como que no estaba, y si estaba qué pasa. Un día de principios de junio, sin embargo, tras pasar la tarde con Francisco y mientras buscaba unos quesitos en la nevera, Blas apareció en la cocina y se dirigió a ella.
—Te ha llamado tu jefe. Que si tienes localizao al de los millones. Le he dicho que yo qué sabía. Por poco me muero de vergüenza. Cumple con tu trabajo, Primi. Eres la primera en poner a los vagos a caer de un burro y luego, mira. Sé consecuente. Que queda muy bonito decir por ahí que eres «periodista», pero te ponen a ti a escribir del Watergate y todavía está Nixon de presidente.
Hasta los chistes los hacía Blas con amargura. Con una tristeza de la que, a pesar de todo, Primi se hacía cargo. No porque fuera ella especialmente comprensiva, porque cuando deseaba la muerte de Toharia en accidente de moto no demostraba destacar en tal virtud. Sino porque era muy fácil entender que Blas, en su aula subvertida y en su facultad de errata, dolorido por el esfuerzo de sus escenificaciones, estuviera pasándolo tan mal como un gallo sin garras en el redondel de la pelea.
Aproximadamente a esa misma hora de aquel mismo día, Francisco le iba contando cosas a Primi, él solo, en casa, en voz alta, como solía cuando ella se iba. Le decía payasadas de las que se barruntaba que le iban a hacer gracia, y se reía con ella figurándose que los dos estaban juntos sin nadie delante. Imaginándose que los dos estaban en su burbujita. Se sentía tan pletórico que echó la mano hasta el dintel de la puerta de la cocina y empezó a empujar hacia arriba de alegría, por expandir su euforia. Pero paró porque veía que aquella casa de dos plantas se venía abajo enterita si seguía convirtiendo su pasión por la vida en newtons por metro cuadrado. Estaba lelo. Pero requetelelo.
—Me da igual quién sea Primi. Me da igual que sea de la policía, de la prensa, del GRAPO o del Calvo Sotelo Fútbol Club de Puertollano, provincia de Ciudad Real.
Lo cierto era que no le daba igual. Porque intimando con ella se estaba exponiendo a peligros patentes, como los que prometen doce alfileres flotando en el agua fresca del botijo. Pero se arrebataba de euforia y le importaba todo una mierda. Como un castigo infligido por otro Francisco muy amigo suyo, esa noche soñó sequedades de boca y terribles denteras, que venían escoltadas por picudos ardores de estómago y flujos biliares de color verde. Toda la laxitud en la que vivía, toda aquella diversión, toda aquel sharalalalá, oh, oh, oh, iban a darle muchos más problemas de los que había imaginado. Y el dinero, sin cobrar. Igualito que si sobrara.