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Francisco también hizo la vuelta en autobús. Iba mascando su estupor a cuenta de la chapuza de petardo, indignado por esta nueva muestra de respeto marrano hacia su tarea. Alguien había compensado mal los plásticos, o se había dormido, o estaba viendo vídeos de «Pleasure Image» mientras operaba con los materiales, y aquello le podía haber matado. No tenía la certeza de que la caja de la batidora y el resto de trastos hubieran sido destruidos, y le dolía la cabeza mucho más que la mano. Al menos tenía el sobre azul en su poder. Se aseguró de que ninguno de los viajeros del autobús pudiera verle y lo sacó de su cazadora. Lo notó demasiado delgado como para ocultar 42 000 pesetas. Abrió una puntita, miró dentro. Luego lo abrió del todo. El sobre estaba completamente vacío.

Ahí se indignó del todo. No podía más. Solo se sintió siempre. Pero tan solo, nunca. Despreció los remilgos según los cuales era pecar de soberbia pensar que, otra vez más, nadie había cumplido con su parte más que este idiota: él mismo. Estos eran sus socios, que aquí se retrataban.

El autobús llegó a Colón. La consigna era bajar al CoyFer una vez perpetrada la acción, a esperar instrucciones. Pero a las siete de la tarde, en vez de a las siete de la mañana. Francisco se fue andando Castellana arriba, cogió Capitán Haya, llegó a la Ventilla, hizo tiempo en casa curándose la avería y se bajó al bar poco antes de la hora marcada. Por la tarde, el CoyFer parecía otro. No había nadie, como si el oxígeno disponible se hubiera agotado a mediodía y la parroquia hubiera abandonado el local temiendo su asfixia. Pidió un trifásico y le dolió que Concha se siguiera esforzando, también por las tardes, en ser amable con él.

—Ya a esta hora, pues una copita no viene nada mal. Je.

—Je.

Palpó su trozo de aglomerado bajero, a ver como era vespertino. Le frustró que tanto madrugón y tanto sobeteo oculto sólo hubieran valido para ponerle en serio trance de captura, con riesgo para su vida como propina. Bebió de lo blanco. Le resultó intragable, pero dio otro sorbo y le pesó como una losa la incertidumbre respecto a lo que ocurriría ahora. En la de cal, le urgió comunicar que en el sobre no había nada, pues supuso que ese dinero estaría destinado a algo importante. En la de arena, le alegró la perspectiva de conocer a partir de esa tarde a alguno de sus correligionarios, a aquel enlace que viniera a darle instrucciones nuevas. Quizá fuera una chica. «Una enlacesa», se dijo.

A las diez de la noche todavía no había aparecido nadie. Entonces, todas sus reflexiones (las estratégicas sobre la marcha de la operación, las amistosas a cuenta del contacto) le parecieron las de un zopenco. No había nada en qué reparar, nada de lo que informar y nadie en quién confiar. Todo había salido mal porque todo era una puta chapuza desastrosa. Nadie iba a venir porque igual el enviado tenía un tren eléctrico y estaba jugando a hacerlo circular por las vías con su novia.

Miró a la tele del CoyFer. Pilló un anuncio de tónica en el que un cuarentón de gafas adelantaba en un descapotable a un grupito de jóvenes ciclistas muy alegres y sobradas de ilusión, y les dirigía sus saludos como diciendo: «Ay, qué mozuelas que sois. Deseo que disfrutéis de vuestras picaras tropelías tanto como yo disfruté en mi día de las mías. Siempre que os sepáis divertir sobre la bici mientras toque bici, perded cuidado: llegará el momento de divertiros sobre el descapotable cuando toque descapotable. Condesciendo con vosotras». «Tu vida cambió, no eres como ayer», etc., decía la letra de la canción, adaptación de otra que le sonaba mucho de haberla oído en la radio alguna vez. El de las gafas era un actor francés al que había visto hacía años en una película de esas que ponían en la tele en los setenta sin venir a cuento, por ajustar programación o algo así. En el filme, una comedia despampanante, el de la tónica quedaba más afianzado en su puesto de trabajo cuanto más salvajes eran sus intentos por conseguir su despido.

La idea de dejar plantada a una entidad a la que se pertenecía (laboral, en el caso de la película) le puso de buen humor. Recordó la cinta por ver a su protagonista en el anuncio, recorriendo Francia como si los dos personajes encarnados por el actor fueran el mismo. Uno, partiéndose la cara por conseguir su carta de libertad. Otro, efecto de su exitosa consecución: ya más tranquilo, levantando la mano para decir adiós, nos veremos en la carretera de la vida, a un ramillete de muchachas. Estaba de la banda hasta las meninges. Admiraba el coraje leal de sus miembros y su ascetismo sacrificado le parecía norma de vida. Enemigo ludista de las máquinas, no quería el descapotable, no quería perderse por Francia, no quería saludar a nadie, las mujeres le daban miedo (como las máquinas), no quería cruzarse con nadie en Bravo Murillo cuando lo recorriera a pie, y menos con chicas que se rieran con disimulo. Pero estaba de la banda hasta las putas meninges. Ya sólo quería salirse de aquel club de locos. Pero ¿a quién le iba con la cosa? ¿Ante quién renunciaba?

Estuvo a un tris de contárselo todo a Fermín y a Concha, tales eran sus ganas de darse de baja. Se preguntaba si ellos dos estarían tan metidos en el GRAPO como él. Los examinó. Fermín echaba su siesta tardía. Dormía sentado en un taburete, tapado con una manta que, colocada sobre la coronilla, le cubría todo el cuerpo. Concha se reía de él porque parecía un loro encapuchado durmiendo en su alcándara. La pequeña Yolanda, la hija de ambos, hacía los deberes sobre una de las dos mesas del bar.

—Mamá, ¿cuáles son las partes de la flor? —preguntó.

—Pétalos, rabito y olor.

No daba la impresión de que militaran en ningún sitio. Pensó que a estos pobres era mejor dejarles en paz. Al fin y al cabo, él aspiraba a parecerse a ellos. Como notó su tintineo, pagó con las medallitas de su bolsillo derecho. La Providencia iba a dejarle descansar esa noche, ajeno aún al hecho de que había perdido en Barajas su capital grande, el de la cartera de las magnitudes macroeconómicas.

Al día siguiente, sábado, veintidós de marzo, Francisco cogió El País por ver si traía algo de lo de Barajas, y luego tomó el 49 para ir al taller. Sentado en el último asiento, escrutó el papel ansiosamente. No venía nada. El nulo eco, supuestamente, le beneficiaba, y eso era mejor a que saliera él en portada, con su barra de pan, dándole a la electroquímica de reacción. Pero le indignó que el acto no hubiera merecido ni una línea en el periódico. Volvió a la última página y otra vez repasó todo el ejemplar, rebuscando nuevas sobre explosiones entre la programación de la tele, los toros, la sección de «Internacional». Ni una mención. Imaginó un grotesco departamento de prensa que habría que crear en el GRAPO para que los periódicos hablaran de sus acometidas. Una empresa de comunicación con azafatas, fax, diapositivas, portafolios. Durante la tercera lectura, le llamó la atención un titular: un apostante anónimo que rellenó una sola columna de la Primitiva percibiría doscientos tres millones de pesetas. Se sonrió, recordó su boleto de la plaza de Santo Domingo, sintió curiosidad y echó mano a su cartera. No estaba.

Escudriñó todos los bolsillos (tropezó con servilleta de papel, cuartilla para apuntar cosas, Rex, mechero, bonobús), pero nada. Se topó con llaves y monedas (bolsillo derecho del pantalón), chicles, lápiz y una alubia de amuleto (bolsillo izquierdo), pero nada de carteras. No podía ser. ¡Acababa de cobrar! ¡Y con un extra de mil pesetas! Se alarmó como si lo hubiera perdido todo. Al fin y al cabo, al extraviar las casi tres mil setecientas pesetas que había en la cartera, eso era precisamente lo que le estaba ocurriendo para lo que quedaba de semana.

Trabajó agobiado, como si coser más deprisa le fuera a reportar el dinero que acababa de perder. Después de los dos trifásicos que se tomó durante tres horas de espera el día anterior, y después del autobús y de comprar El País, Francisco tenía una moneda de veinticinco pesetas y tres de cinco por todo capital. Se volvió a casa muy tarde, consciente de que en la nave no encontraría ocasión de gastar. Regresó a pie, ya de noche, esquivando los grupos de jóvenes con pintas. Escuchó varias veces lo de «¿Tienes un cigarro?», que le sonaba a agresión segura. Llegó a casa muy insultado, pero sin averías. Se comió unas lonchitas de mortadela y un trozo de pistola muy dura que imaginó biscotte, reservando lo que pudo para los días venideros.

Para el desayuno del domingo había media pera. Llevaba horas sin fumar, deseándolo no tanto por la adicción nicotínica como por lo eficaz de los Rex para distraer el hambre. Escuchó la radio, se evadió contando la media de preposiciones por página de El País y bebió vasos y vasos de agua, pegado al infiernillo de la cocina. Un poco antes de las dos de la tarde ocurrió lo que no había ocurrido jamás: que llamaron al timbre.

Francisco se asustó al oírlo, con la angustia de quien siente sobre la cara la metralla naranja de la bombona de butano que explota en casa del vecino senil.

Como quien avanza pisando cristales, Francisco se arrimó a la puerta. La mirilla estaba tan sucia que al mirar por ella sólo distinguió una figura que le pareció femenina. Tras mucho dudar, abrió sin quitar la cadena. Era Primitiva García, que para cuando se puso a buscar un buzón de correos en el que abandonar la cartera ya se había cruzado Madrid. Era Primi, que, en el fondo, se estaba evitando otro domingo en casa con la excusa de su civismo.

—¿Francisco García? —preguntó.

Sintió el pánico de quien lleva años sin oír su nombre en boca de otra persona, y va, y lo oye.

—Esto estaba en el váter de Barajas —le dijo Primi tendiéndole la cartera.

A Francisco se le abrieron los cielos. Pero sólo una raja, porque todo era muy raro.

—Cómo sabe dónde vivo.

—Por un resguardo de Correos que llevas dentro —contestó—. Lo que no he encontrado ha sido el DNI. Es bueno que lo lleves, por si pasa algo.

Francisco tomó su cartera. Cerró la puerta en la mismísima cara de Primi, tan desacostumbrado estaba al trato con las personas. Luego abrió la billetera con gran excitación. Ahí seguía el dinero, qué alivio más grande. Caminó por la casa para airear la tensión. Después se bajó a por la bolsa de patatas fritas Leandro y la botella de refresco Blizz Cola, porque era domingo, y se iba torturando por la calle por no haberle dado a la chica ni las gracias.

El lunes veinticuatro de marzo, rico otra vez, Francisco viajaba en la última fila del autobús, casi vacío. Con lo ahorrado durante el fin de semana, y eximido de andar husmeando bajo el tablero de ningún sitio, había desayunado churros en el bar Avenida, de Bravo Murillo, 350. Planeaba acudir a las siete al CoyFer, necesitado de noticias como estaba, pero le sublevaba que su decisión de olvidarse del GRAPO se cifrara en fidelidad de esta naturaleza. Se repetía a sí mismo que qué clase de débil de espíritu era él, que su sentido de la responsabilidad le movía a hacer lo que en su banda no estaba haciendo nadie: actuar según lo acordado. Se sentía en la obligación de abandonar el trabajo a las seis y dejar de ingresar por etiqueta cosida para volver al CoyFer, a quedar como un oscuro delante de los dueños y a dejarse lo menos cien o ciento cincuenta pesetazas en trifásicos para que, de nuevo, nadie apareciera. Francisco estaba resultando ser aquel soldado japonés del mito, que defiende una roca en el Pacífico durante media Guerra Fría.

Ante Francisco viajaba un jubilado que leía el ABC, acercándose mucho el periódico a la cara. El diario abundaba en la noticia del acertante anónimo de la Primitiva, que no aparecía por ningún lado. Venía publicada la combinación ganadora, que parecía la clave de una inmensa caja fuerte. Francisco sacó su cartera y comprobó su boleto desganadamente. Miró sus números. Eran el dos (pensó en bivalvos), el doce (en las horas del reloj), el trece (en la mala suerte), el catorce (en las quinielas), el cuarenta y cinco (en Hiroshima) y el cuarenta y nueve (pensó en el autobús 49). Los números premiados eran los mismos que los suyos, uno por uno, en fila india, sin que sobrara ni faltara ninguno.

Francisco miró por la ventanilla del autobús. Le pareció ver a un astronauta a caballo, circulando por la izquierda de la calzada y esgrimiendo un tenedor en la mano con una tortuga pinchada por la parte del duro caparazón. Sería una visión, pero es que tocaban visiones. El periódico del viejo era el ABC. Se preguntó si en El País igual venían otros números. Ninguna persona le vio ver cómo veía lo que vio. Hizo como que no pasaba nada. Pero claro que pasaba. Que le acababa de tocar el dinero que habría ganado cosiendo cincuenta millones setecientas cincuenta mil etiquetas. Guardó el boleto en el bolsillo recóndito de su chaqueta «de termoforro» y se comió una uña.

El autobús se detuvo en nueva parada y abrió sus puertas. Una muchedumbre de niños de excursión subió al vehículo, montando una jarana aterrorizadora, pegando gritos y luchando a pescozones por coger sitio. Tres de ellos quedaron muy cerca de Francisco, y no cejaron en su ferial de ademanes. Él se arrellanó en su asiento, como protegiendo de los críos el bolsillo interior de su cazadora sempiterna. Bajó en la siguiente parada y salió a Castellana. Se fue en el 147 a la plaza de Santo Domingo, donde el boleto comprara, procurando no ponerse a chillar tampoco en este autobús de sentido sur. Era, francamente, muy difícil.