10

Francisco hizo un cuarto de hora en el CoyFer, por quien pudiera venir, y se marchó a su cita sin que nadie hubiera comparecido. Llegó al De Prado en autobús, con la chupa arrugada y a medio coser, e intentando en su inconsciencia que nadie le tocara para no descomponer unos acicalamientos que sólo él percibía. Declinando la luz, a las ocho menos dos minutos, se apostó en la puerta del bar, con una temblequera en las manos igualita a la de varios desahuciados del CoyFer calcinados a trifásicos. A toda prisa, para que ella no le sorprendiera, rellenó el paquete de Marlboro que se encontró el sábado con sus pitillos Rex, por tirarse el pisto de hombre de lujos. Acabó la operación a en punto. A las ocho y tres minutos, Primi apareció, doblando la esquina de Gran Vía con Silva.

Ambos se vieron. Todo empezaba mal. Francisco había cometido el error de esperarla fuera, y ahora mediaban entre ambos cincuenta metros en los que, ¿a dónde mirar? Se habían «visto verse» y no quedaba más remedio que echarse miraditas sonrientes, violentísimas, y durante las que no era posible no poner cara de memos hasta que acabaran de reunirse del todo. En fin. Tampoco podía haberla esperado dentro del De Prado, y empezar a gastar dinero antes incluso de juntarse con ella.

Por acortar la distancia (y el lapso de simpáticas, estúpidas expresividades), Francisco se echó a caminar hacia Primi. Mala idea: si ya estaba denotando toda su inseguridad en posición de poste, cuánto no iba a exhibirla en movimiento, con sus andares de asno preñado. Pensó para sí: «Qué chungo, lo de las miraditas bobas. No hay que quedar en rectas».

Al fin arribaron el uno al otro, a la altura del número 4. Se dieron dos besos, y si Primi aún no se tenía ganado a Francisco, que sí se lo tenía, ya se lo comió del todo con su salutación.

—Qué chungo, lo de las miraditas bobas. No hay que quedar en rectas.

Los dos se rieron, confesándose las vergüenzas, con todo el hielo roto. Por ahí que se fueron, los dos desquiciados, a ver cómo estaba la calle. Cruzaron la Gran Vía y cogieron Miguel Moya. Francisco propuso seguir por Desengaño, calle de putas aviesas, y Primi, que pronto se percató de que él no estaba bromeando porque no sabía de qué tráficos se trataba en zona tan agria, propuso con todo tacto seguir por la Corredera Baja, en busca de ambientes menos pintorescos. Llegaron a Bilbao, siguieron por Sagasta y luego por Alonso Martínez, y Chamberí reventaba de fresca hermosura. A Francisco ya no le importaba si se besaban o no, o si se metían en la cama, la misma los dos, todos juntos, un rato. Le valía con estar con ella, viéndole la cara y oyéndole la voz. Poco dados a que los demás les escucharan, y por disfrutar de la novedad al respecto, no tardaron en entrar en temas personales.

—¿Tú no tienes hijos? —preguntó Primi.

—No… no, nunca he tenido algún hijo, ni nada… Tú sí tienes, ¿no?

—No… Por Blas. Dice que la gente tiene hijos para tener a alguien al que sentirse superior.

—Ese abrigo te lo ha regalado ese Blas, ¿verdad?

—¿Y tú cómo sabes eso?

—Porque te queda corto. Tengo la impresión de que Blas te recuerda más pequeña de lo que eres.

Igual estaba adivinando en falso. Porque Primi, que se lamentaba por dentro de que se le notaran por fuera sus calamidades, le miraba con cara de nada. Francisco prefirió asegurarse.

—Te lo regaló él, ¿no?

—Por mi cumpleaños. El día después de mi cumpleaños.

—¿Lleváis mucho tiempo?

—Viviendo, seis años. Es buen tío. Vivimos en una casa que vence hacia un lado. El piso está inclinado, tiras una canica con un poco de efecto y se va para la cocina. Y yo creo que eso nos desequilibra.

Hubo doce pasos en los que ninguno dijo nada. Pero Primi no podía callarse lo que dijo después.

—Nos llevamos de puta pena. Es muy buen tío pero nos llevamos de puta pena.

—Si no quieres no me cuentes más, igual me estoy pasando.

—No, qué va —dijo Primi.

Y por seguir conociendo a alguien, ella continuó preguntando.

—Tú no tienes cara de casado.

—No, yo no me he casado… ninguna vez.

—¿Y la gente qué te dice?

Francisco no sabía a dónde mirar, y pensaba «¿Qué gente?».

—¿Eh…? Nada, no me dicen nada. Todo correcto.

—¿No te llaman inmaduro, y lerdadas así?

—Bueno… no sé si alguna vez…

—Seguro que sí. Te lo llaman siempre los que se casaron por error.

—No sé, nunca me han dicho nada —contestó Francisco, temeroso de derrumbarse de tanto mentir.

—Si no te lo dicen es que te entienden bien. Y si te entienden bien, es que tienes muy buenos amigos.

—Pues… sí. Muy buenos amigos.

Para un recuento de esas amistades espectrales sobraba con la uña de un meñique. Pero había que hacer de tripas corazón y aplicarse a la tarea de ponerse en el papel. Al fin y al cabo, pasaba horas fantaseando con saludar a sus conocidos por la calle, con componer listas de amigos según escalas piramidales de confianza y con cenar con los íntimos en Nochebuena. Teniendo todo esto en cuenta, Francisco empezó a ilusionarse imaginando la vida que no llevaba y se arrancó a declamar sus sueños como un sonámbulo del tipo noctílocuo (palabra que conocía de los crucigramas de El País).

—¡Sí, qué carajo! ¡Muchos amigos! Uno del instituto. Rober. Por Roberto. Era alumno y ahora es Jefe de Estudios. Vino de Argentina con lo puesto. Todo se lo ha hecho él sin tener que joder a nadie. Al contrario: cuando no está, no sabemos qué hacer en el instituto. Vamos, en el insti, que es como llamamos al instituto. Y la señora Emilia, que es una compañera que no se quiere jubilar, que lleva la biblioteca pero que está metida en todo, organizando viajes a las ciudades Patrimonio, al Parque de Dinosaurios de Soria, a la fábrica de Donuts…

Francisco ya no podía parar de contar su vida falsa, con sus términos desfasados, entusiasmado por la locomotora humeante que eran sus ganas de que le pasaran cosas.

—¡Y un grupito de chavales de tercero, que discutimos de música, que si ellos con el rock-pop, que yo que esa música no la entiendo, que si me dé un voltio con el patín que no me voy a matar! ¡Unas peleas! Todo de coña, ¿eh?

—Igualito que los anómalos que trabajan conmigo. Sois muy pocos los que estáis contentos con el trabajo que tenéis.

Francisco habría continuado, pero mirarse la manga de la cazadora, la de estar cosiendo etiquetas y vigilando la puerta por si entraban a por él, le devolvió a la realidad.

—Bueno —dijo—. Sí. Ahí está, la cosa, eso es —los jirones de palabras que no dicen nada.

Se fue haciendo de noche. Se contaron sucedidos y bagatelas de sus vidas (invenciones y trolas las de él, oportunidades perdidas y jerseys a medio tejer las de ella) y tomaron un café con leche en el Comercial. A ninguno le daba apuro que se crearan silencios, y sí mucha alegría íntima que ninguna de las lagunas fuera molesta. A las doce, rondando por Concepción Arenal, Francisco dio un respingo ante el escaparate de Casa Reyna, la tienda de modelismo de más solera de Madrid. Ya había cerrado, pero exhibía sus artículos con la iluminación nocturna. Pegó la cara a la reja contráctil y se entusiasmó sin ambages, no sabía si por lo que estaba viendo o por ir al lado de una mujer que, sin más, le hacía sentirse alguien.

—¡Mira esta tienda! ¡Yo he estado aquí antes, hace lo menos veinte años!

—Pues aquí sigue.

—Mira qué belleza… ¡Mira esa!

—¿Esa qué…?

—La locomotora plateada. La Zückerssusi, de los Reales Ferrocarriles de Baviera. La retiraron en 1868 por inútil. Pero era tan hermosa…

—Chucu-chucu.

—No sé si te aburre esto de los trenes…

—Para nada. Mi padre era ferroviario. Primero en Ávila, luego en Guinea Ecuatorial.

Primi le dio cuatro datos sobre su pasado africano. A Francisco le hizo gracia biografía tan accidentada. Era la quinta vez que se reía con ella, y ninguna había sido por quedar bien, como cuando iba con chavalas a sus dieciséis años. Y ella, a cuenta de su relato, le pareció a Francisco tropicalmente excitante, atractivamente mundana, colonialmente deseable. Entusiasmado por todo, acercó su cara aún más a la reja metálica: para ver mejor y para sentir el frío del metal. Divertida por el gesto, Primi hizo lo mismo.

—La sukisusi. Parece un estuchito para dos bombones —dijo ella.

—Luego esa cosa tan pequeña se pone a andar —Francisco, como borracho, cogió tímidamente a Primi de la mano—, engancha un vagón y se lo lleva.

Los dos se miraron, durante el segundito mínimo de audacia que les permitió su miedo a todo, y volvieron a pegar la cara al cierre, con los dedos cogidos. Francisco siguió hablando, porque este silencio al tocarse ya sí resultaba violento.

—Con un movimiento muy suave, con un ruidito como de corazón…

Una mano le empujó el cogote con fuerza, la suficiente como para que su cara se estrellara con estruendo contra el hierro de la reja y como para que Primi acusara también el golpe. No fue tanto dolor lo que sintió como pánico a la retaguardia desasistida. A alaridos, una voz tapizada a base de puros y cubatas, henchida de satisfacción, gritó tras ellos.

—¡Eh! ¡A ver! ¿Por qué no vais a sobaros al parque? ¿Es que no tenéis casa? ¿No veis que hay niños delante?

Al girar, se encontraron de frente con un sujeto al que ni Francisco ni Primi conocían de nada. Era un tipo bien vestido, cincuentón, con caracolillos engominados a la nuca. Venía de Desengaño, con sus copas encima. Le acompañaban dos chavales de doce años a los que fascinaba el comportamiento del adulto, porque se partían de risa con cada estupidez que profería. Se encaró sin más con Francisco, sin otro motivo que adornar su lunes de juerga con el poco de sangre que ya fluía por la mejilla de su víctima. Siguió chillando, irascible, admirado por los dos niños.

—¿Eh? ¿Qué te pasa a ti? A ver, sóbame a mí a ver qué. ¡Que te estampano! ¡Sobón! ¡Chulo!

Y repetía lo de «sobón» y lo de «chulo» como si azuzara a dos bueyes ayuntados. Francisco y Primi huyeron corriendo hacia el lado opuesto de Gran Vía, aterrorizados por un castigo que no podían atribuir a nada. Primi, que por una vez salía de noche, sin beber nada, sin tomar fumables, ni potables, ni ingeribles, ni chupables, ni inhalables, como esos compañeros a los que envidiaba en secreto en el Actual Noticias, se preguntaba por qué concitaba tanta cólera. Francisco, que vivía poniendo los medios para conjurar su condena, penaba ahora por un delito que no atinaba a localizar. Estar por la calle con una chica que le gustaba, quizá. Pero vaya delito, vaya justicia, vaya ley de los huevos. Hubiera preferido tener DNI para darle una patada en la boca a aquel beodo sin temer a detenciones que tener DNI para cobrar los doscientos millones.

Torturado por haber quedado como un cobarde delante de Primi, Francisco detuvo el paso cuando hubieron puesto tierra de por medio, y cuando calculó que ninguno de los viandantes con los que ahora compartían calle les había visto quedar como dos alfeñiques, atemorizados por un borracho y dos niños de corta edad.

Con su noche arruinada, caminaron muy silenciosos hasta Sol, donde Primi cogería el metro. Francisco iba amargado con todo motivo. Todo se le negaba. Si tenía dinero, no podía cobrarlo. Si tenía una amiga, la gente se reía de él y de la amiga. Muerto de vergüenza, muerto de miedo, muerto de insatisfacción. Era como en las escuelas. Un chulo que se llamaba Regaliza lo avasallaba día tras día, sin posibilidad de respuesta. Todo se acabó cuando conoció a José Ramón Pérez Marina, pero hasta entonces sufrió a Regaliza con la resignación de quien es daltónico: sin concebir siquiera la posibilidad de dejar de serlo. La amargura que saboreaba en la lengua no era ficticia. Toda la electricidad de su sistema nervioso se estaba concentrando en su boca, formando una bola de gusto a cerillas.

Iba muerto de asco, arrumbado en su pesar, ardiendo de dolor al figurarse lo que Primi estaría pensando de él.

Pero ella siempre lo arreglaba todo. Detuvo la marcha, sonrió a Francisco abiertamente y le dijo esto:

—Tú estarás muerto de vergüenza por lo que ha pasado. Pero a mí me pareces un gran hombre.

Y le acarició la herida, simulando un cómico besito de abuela. Se evaporaron las zozobras entre ambos. Reconstruyeron los hechos en voz alta, por familiarizarse con ellos, y oyéndolos en el aire parecían menos graves. Era como escupir lo amargo que se mascaba, y enjuagarse luego con Kas Limón. Cuando llegaron a Sol, las ganas de sobreponerse eran tan grandes que decidieron bajar hasta Tirso de Molina, una parada más allá; y luego hasta Antón Martín, dos paradas más allá; y luego hasta Atocha, tres paradas más allá. Hablaron sobre el miedo, con un desparpajo que convirtió el suceso de la reja en utilísimo objeto de análisis práctico sobre el que estudiarse, tanto por separado como de a dos. Las calles se fueron vaciando. Llegaron a la Glorieta, de la que ya casi habían desmontado el scalextric gigante que dominó la plaza durante años. Había cascotes y vigas por todos lados, como si la propia Atocha se hubiera sacudido el paso elevado con un formidable meneo de escápulas.

Entonces les oyeron de nuevo. Los tres de la agresión circulaban por la acera de El Brillante, con las risitas infantiles de los dos testículos y los gritos agrios del pene de enmedio.

—¡Para saber beber hay que saber mear! ¡Y con ese rabito que tenéis no sé ni cómo podéis mear!

Fue todo muy rápido. En cuanto vio que el trío accedía al metro, Primi agarró cinco cajas de fruta podrida que atufaban la calle a la puerta de El Tres, el bar de los bocadillos para chivos de la mili. Se apostó medio agazapada en la parte estrecha de la baranda de la boca salida a calle Atocha y cuando el de los caracolillos y sus dos amiguitos ganaron el escalón preciso, les lanzó desde arriba toda la basura.

Acertó de pleno. Los dos niños huyeron aterrorizados como si los hubieran bombardeado con napalm. El hombre, que ante ellos dos pretendió disfrazar de comicidad el suceso, se sentó en el suelo, aplanado y chorreando mierda. Con su noche cercenada, sin saber ya qué hacer para que le quisiera con amor sincero alguno de los niños que sacaba por ahí a conocer Madrid, se quedó doliéndose por lo difícil que era todo, y avergonzándose por haberse sentido héroe durante un rato. Él, que en realidad no era más que un sosaina que acababa siempre gastándose en los demás el dinero que no tenía. Aquel día, lo menos ochenta fantas.

Francisco y Primi cabalgaron como dos cowboys hacia el Botánico, muertos de risa, saciados de ira. A la carrera, Francisco se admiraba de la vida. Este de la inmundicia desde la barbacana fue su acto terrorista más organizado, más agresivo, más redondo y más justificado. Tan entusiasmado estaba por la acción que a punto estuvo de contárselo todo a Primi para que ella también cobrara conciencia de la grandeza de lo que acababa de pasar: que llevaba toda su vida concentrado en la lucha y estaba debutando a sus años, con una caja de naranjas mohosas y otra de plátanos renegridos, no me jodas que no es para que se le caigan a uno los cojones hasta el dobladillo del pantalón. Celoso de su circunstancia, enseguida le espantó su propia ocurrencia, chorlitera y temeraria, de contar nada.

Tras cerciorarse de que sus víctimas ya se habrían ido, se despidieron bajo las ramas salientes del Botánico, con dos besos y sonrisas sin cuento, todas verdaderas. Primi cogió el que debió de ser el último metro de ese treinta y uno de marzo de 1986 en la boca del Ministerio de Agricultura.

Francisco volvió a casa en taxi: manirroto, feliz, enamorado. Usó el servicio llamando al coche a viva voz, sentándose en el asiento del copiloto, dejando al criterio del taxista la ruta a seguir y aceptando la conversación del profesional. En definitiva, haciendo todo lo que no hay que hacer, y dejando patente que era la primera vez que cogía un taxi en toda su puta vida.

Cuando Primi llegó a su dormitorio encontró a Blas haciendo como que leía en la cama. Ella sabía que cuando Blas se quedaba solo en casa se dedicaba a vociferar barbaridades, blasfemias vibrantes, cerdadas digestivas y obscenidades contra nadie, práctica inofensiva que le calmaba de sus ansiedades. Tenía cara de que había sido su pasatiempo de aquella tarde. Funcionó la mentira que Primi le había endilgado antes de irse, a cuenta de un retraso de diez días en las tareas ya realizadas.

—¿Qué pasa, que lo del vuelo del miedo al avión era de noche? —le preguntó el engañado Blas.

—Sí, ¿no te lo había dicho? De noche les da más yuyu y cunde todo mucho más.

Blas se arropó para dormir. Estaba agotado de tanto teatro universitario, pero le siguió quedando escénico el parlamento tan dramatúrgico que declamó:

—Hoy no ronques. Por lo menos hoy.

Aquel piso inclinado operaba sobre los ánimos. La gaseosa no mantenía la perpendicular trigonométrica dentro de su botella. Las hormigas hacían menos esfuerzo o más según hacia donde corrieran. Las linfas de los mamíferos que allí habitaban andaban siempre en oleaje.