9
Francisco seguía yendo a la nave, pero su capacidad de trabajo estaba muy mermada. Las cuatro pesetas de las dieciséis puntadas, ocho a cada lado de cada etiqueta; el real por pinchazo, a moneda agujereada de cincuenta céntimos por cada dos punciones en el tierno algodón. Todo lo tocante a aquella relación dinero/trabajo, tan microscópico este como aquel, perdía su dimensión al incardinar sus cifras en el firmamento de billetes de aire de los que era triste depositario. Intentaba pensar en esto, porque poner la fantasía en Primi le dejaba la cabeza seca de ansiedad. Diseccionaba cada una de sus palabras primero, luego cada uno de sus gestos, lo interpretaba todo al tiempo y después se desmoralizaba al preguntarse que sobre qué experiencia basaba él sus conclusiones. Sólo sabía que juntarse con ella era fenomenal.
A las siete bajaba al CoyFer. Le dolía parecer un jubilado ocioso y satisfecho que tomaba un trago a la caída de la tarde en su bar de confianza, porque ese retirado imaginario le daba mucha envidia y no era él. Él iba a esperar. Pero nadie comparecía, ni con miraditas cómplices ni sin ellas, y nadie venía a contarle nada. «Como si me hubieran olvidado en la mina agotada, en la cripta condenada, en el nicho enladrillado», según formulaciones literarias que él mismo se hacía durante las horas de espera.
El viernes veintiocho era día de cobranza en el taller. Julio llegó a recoger y Francisco sintió apuro por el escuálido volumen de camisetas manipuladas que hoy entregaba. No importó. Julio le dio las cuatro mil pesetas de siempre. Francisco agradeció al cielo la minusvalía del chaval, que, si bien le vetaba tanta posibilidad de conversación, le ofrecía sin embargo ventajas como la del sobrepago de aquel viernes. Francisco, que llevaba años sin cruzar palabra con Julio, encontró divertido soltarle una estupidez, merced a los últimos eventos con la periodista amiga. Sólo por pasar el rato a su costa antes de que se marchara con los fardos a las espaldas. Le soltó:
—¿Y tú qué tal con las tías?
Julio no dijo nada, absorto en su ensimismamiento. A Francisco el cachondeo le supo a poco.
—¿A que tú no has tocao a una mujer en tu vida?
El discapacitado se echó al hombro los dos últimos bolsones, bizqueando por el esfuerzo en ángulo muy obtuso. Francisco sintió el desahogo de quien recrimina a la sorda tele.
—Si ni siquiera habrás ni hablao con una. Con esos zapatos verdes, a ver quién se te acerca. Mongolito.
Con las mismas, Julio cerró la puerta, justo cuando Francisco estaba a punto de continuar exhibiendo su raquítica trayectoria amatoria. Su experiencia con las mujeres no le parecía ya tan grotescamente pobre, desde el momento en que había quien la tenía aún más arrasada. Siguió trabajando diez minutos, en los que se envalentonó por el descubrimiento comparativo. Y se buscó la excusa de que es que tenía que ir a vigilar el 68 de Cea Bermúdez, no se estuviera cociendo algo a sus espaldas con su dinero. De que debía volver a la Delegación, no fuera a ser que estuviera perdiéndose algo que atañera al propio héroe de esta épica del pronóstico. De que era su obligación acudir al Puente Viesgo por si había más pistas que Primi pudiera ofrecerle. De que era inaplazable reunirse con ella, para ver si hoy volvía a hacer lo de levantar la ceja izquierda y sonreír al tiempo durante el segundo previo a echarse a reír. De que era una grave irresponsabilidad permanecer en el taller, con tantas cosas que se estaba perdiendo fuera. Le gustó la idea de que su conciencia pensara por él. Pero no engañaba a nadie. Le mataba la ilusión de volver a verla. Apagó la máquina, se puso su chupa descosida y se largó de la nave.
Francisco llegó a Cea Bermúdez un poco pegado a la pared, que siempre le dio la impresión de que protegía algo. A estas alturas, cuando ya tenía fichada a gran parte de los rastreadores clandestinos, le pareció que todo el peatonaje oficiaba de lo mismo. Como Primi no estaba por ningún lado, subió hasta Bravo Murillo, luego rodeó Cuatro Caminos y volvió por San Francisco de Sales. Divisó a Primi a través de Particular de San Gabriel. Andaba pidiendo fuego, vio a Francisco y se fue hacia él. Francisco no podía suponer piropo más halagador que este de la aproximación, y deseó ver a Julio pronto para darle más lecciones.
—Cada vez fuma menos gente —le dijo Primi con el rubio en la boca.
Francisco no atinó más que a decir media mentecatez, que no daba ni para ceja izquierda ni para sonrisa:
—Fumar adelgaza —lo tenía visto en un azulejo de chufla en el CoyFer, con un esqueleto pintado que sonreía con su pito en los dientes—. ¿Qué tal vas con eso?
—La locura —Primi pareció pasarle por alto la parida del esqueleto—. Hasta me he aprendido los números de memoria: dos, doce, trece, catorce, cuarenta y cinco y cuarenta y nueve. Me estoy obsesionando con la lotería. El lunes jugué cien pelas. Me hubiera valido más el billete si lo hubiera usado para limpiar cristales.
—Otra vez será —otra vez soltó otra lerdez. Otra vez se la obvió Primi.
A Francisco le sorprendía que una mujer tan excelente pegara la hebra con él. Otra cosa era que nadie del entorno de Primi la consideraba excelente. Los dos rebotados se iban contando sus cosas como los dos marginados que hacen migas en el patio de la cárcel.
—Ser periodista, ¡qué bonito!
—Todos nos creemos que es bonito el trabajo del otro. A mí me gustaría lo tuyo, lo de dar Historia en el instituto, y estar con los chavales.
—Bueno, está muy bien, sí. Pero no hay periódicos.
—En mi redacción tampoco. Nadie sabe usarlos. Pero trabajar dando clases, qué envidia. Con tanto tiempo libre.
—Está muy, muy bien… —Francisco se lanzaba a soñar—. El bocadillo con los compañeros a las doce, salir a las dos, las tutorías con los chicos a las cinco…
—Yo curro doce horas para cobrar dos pesetas y vivir a cuatro patas. Que no te dé envidia esto de la prensa.
—¿En qué revista estás?
—Tiene un nombre tonto perdido.
—Cómo es.
—Actual Noticias. No está en quioscos, no la conocerás.
—Claro que la conozco. Es la que te dan en los supermercados.
Qué baza la que cobró Francisco. Qué ventaja la de hacer desde siempre su propia compra. Cuánto le divirtió a Primi que ese desconocido supiera del folleto desconocido para el que trabajaba.
—¡No puedo creerme que la conozcas!
—Sí. Con sus secciones «Tu hijo» y «Correo de salud».
—¡Yo escribo a veces «Correo de salud»! ¡Y no sé poner un termómetro!
—A mí me gusta Actual Noticias. ¡Es gratis!
—¡Es que si valiera tres pesetas no se vendía ni una! ¡Lo de «Tu hijo» lo escribe un cura! —ceja izquierda, labios para arriba.
Iba todo tan bien, era todo tan normal. Era una mujer, y eso significaba miedo. Pero, sin embargo, Francisco tenía que concentrarse en él para sentirlo, como pasa con las ganas de mear cuando no vienen. Y, por supuesto, el rato no duró, porque era bueno. Se le cortó la risa repentinamente. Había visto a Julio medio escondido en la esquina de Gaztambide, y parecía mirar hacia ellos dos como medio de soslayo, con esa cara suya de estar siempre a punto de correrse.
Primi seguía hablando de Actual Noticias: que si la redacción también estaba en una calle de rótulo antipático como esta de San Gabriel. Que cómo sonaba a expulsión el sobrenombre adjetival. Que a más expulsión sonaba todavía el propio nombre, el del arcángel que sacó a Luzbel del Paraíso a hostias. Que vaya calle más de «tú, fuera de aquí». Y Francisco iba alternando su disgusto, porque el nombre de exclusiones de la calle le venía a él al pelo, con sus reflexiones amargas sobre lo que estaba ocurriendo: que para uno al que conocía en el mundo, va y aparece. Habría jurado que Julio le había visto de reojo; pero es que ese, con esa mirada para allá, el reojo lo llevaba puesto. Pensaba Francisco: «¿Qué estaría haciendo ahí ese pasmao?». Y luego: «¿Qué contaría?». Atajó por la veredica de la fuga, buscando la manera de zafarse del de los fardos.
—Mira, ven, vámonos por aquí —le dijo a Primi—, vamos por ahí a ver…
—A ver qué.
—A ver si nos compramos unas pipas.
Así que subieron San Francisco de Sales. Sin haberlo pretendido, Francisco de la Ventilla había propuesto un paseo a Primi, y la intención de escapar se había trastocado involuntariamente en una sugerencia que nunca habría sido capaz de lanzar en otra tesitura. Caminaron bajo el sol alto, entre la actividad ajena, ociosos en mañana laborable. No hacía frío, no hacía calor… Era mejor que eso: cada golpecito de sol venía siempre seguido de una brisa montañera que bajaría de algún pico serrano. La primavera de Madrid, la de la sombra verde y las fachadas amarillas. Demasiada excitación como para sentir hambre, y sólo un manojito de sed que Primi arregló pagándose un Kas Limón. Francisco no lo había probado en la vida. Lo encontró excepcional, un manguerazo de dulzura y frescor que relacionó con beber píldoras de jade disueltas en agua de lluvia pura. Todo aquello era tremendo.
La charla fue, pues sobre amables bobadillas. A Francisco, retirado del habla desde hacía años, lo oído se le aparecía repleto de complejas formulaciones entre las que triscaban hipérboles y retruécanos. La conversación de Primi no era sino una más de esas que se desovillan por pasar lo mejor posible un día de labor, pero cada una de sus frases se le figuraba a Francisco rico mural. Hablaron de fumar, del PSOE, de que si tanto estudiante por la calle, del ECU.
—Lingüini con tomate, riquísimo.
—No sé qué es.
—Vamos, espaguetis. Qué coño lingüini.
—Ah, entonces sí lo he probao.
Llegaron a Cuatro Caminos. Iban a pasar bajo el oscuro paso elevado del scalextric cuando Primi detuvo el paso de repente y mandó parar a Francisco cogiéndole del brazo, casi bruscamente. Él se asustó. No por sus tensiones de topo, sino porque era la primera vez que ella le tocaba.
—¡Cuidado! —advirtió Primi—. Aquí todo el mundo viene a mear y huele fatal a pis. No respires mientras pasamos que te lo tragas todo y se te queda la garganta como una lija.
Pasaron ante los pilares riéndose de las caras que se les ponía cuando tomaban aire y contenían la respiración. No aguantaron, y aspiraron el olor a podredumbre que, en efecto, inundaba el sitio. Y se rieron más, como dos panolis que se lo pasan bien haciendo novillos en el instituto. El instituto que no existía más que en la imaginación de Francisco, que pensaba que un claustro de profesores era un patio porticado con un ciprés en una esquina y por el que deambulaban unos monjes que profesarían cada uno en su regla, según sus votos.
Regresaron a la Delegación. Por el camino, Primi entendió «Pili» cuando Francisco dijo «boli», una joven les entregó una octavilla que anunciaba excursiones a precios económicos, con la que hicieron el ademán de limpiarse los mocos, y los dos se mofaron muy queditos de una pareja de viejos que iba discutiendo.
—¡Es que eso no es de recibo, Marcial! —decía la anciana.
Desde entonces, un boli sería un pili, un anuncio sería un kleenex y ellos dos se llamarían Marcial si un día se ponían a reñir. Junto con lo del olor a scalextric —que designaba desde hoy cualquier fetidez—, los dos perdidos iban componiendo su álbum de chistes privados, los de la confianza mutua, los de la pertenencia común. Así se las formulaba Francisco en su cabeza cuando Primi se lanzó, como cortando su voz en off de monólogo interior.
—Oye, vamos a quedar —le propuso—. Pero fuera de aquí, que me recuerda a estar currando, y al Actual Noticias, y a toda esa filfa.
Francisco se acoquinó. Estaba obrando mal. Estaba deseando hacer lo que no debía hacer. Si lo contrario de la prudencia es la temeridad, estaba actuando con tracas y tracas de temeridad en expansión. Aceptando que no hay que meter la pata más que hasta el tobillo, Francisco estaba mojándose todo el muslo en los fangos de la inconveniencia. Se quedó mirando a Primi, con cara de pazguato atormentado por sus responsabilidades para con la ocultación. Primi notó que su sugerencia no había sentado bien. Reculó, derritiéndose de vergüenza.
—Vamos, si no has quedado con nadie. Si no has quedado con nadie el día que quedemos, quiero decir.
Francisco estaba haciendo gárgaras con sus obligaciones de escondido. Porque aceptó la propuesta. Primi le pidió que eligiera él el sitio. Fuera del CoyFer, agazapado en el laberinto de la Ventilla, Francisco no sabía de ningún bar. Pero se armó de valor y a las mientes le vino de pronto el De Prado, que recordaba del training day, aquel día aventurero en el que salió por ahí a ver Madrid y a hacer el manirroto comprando trenes, Bonys y suerte.
—Quedamos en el bar… De Prado, por ejemplo. ¿Sabes cuál es el De Prado?
—Pues no.
Del restaurante-cafetería De Prado llamaban la atención sus fluorescentes verdes y sus carpinterías de aluminio dorado en forma de tele, pero no era precisamente ningún pub de moda. Comida casera a tralla y el parte en la radio. Francisco, sin embargo, comenzó a soltar sin empacho esas cosas que le sonaba que se decían para hablar de bares, pintándolo como si se tratara del gran centro de reunión de la juventud inquieta, viciosa y expectante, amoral y a la deriva.
—Es un local que está bien, ponen buenas copas, música bajita. Por la mañana tiene más follón, pero por la tarde es tranquilo, y así, bien, majo, un bar, a gusto.
—Fenomenal. Dónde está.
Contestó él con nuevas y ridículas patochadas que no sabía si había leído en un folleto o en donde. Pero es que, en ese trance de cita, el espíritu desenfadado de los tiempos lo tenía aprisionado, y desfallecía por parecer hombre de mundo.
—Se encuentra ubicado en la calle Silva, centro neurálgico del Madrid más vivo.
Acordaron verse el lunes a las ocho de la tarde, ya que Francisco, por seguir disfrazando su identidad, salió con unas explicaciones sobre evaluaciones que le parecieron lo suficientemente verosímiles. Primi aceptó la hora y el día de buen grado. No porque así permitiera a Francisco ocuparse de su tarea docente, sino porque no sabía qué cara iba a ponerle Blas si ella desaparecía, pongamos por caso, un sábado por la tarde. Que aquí, quien más quien menos, todo cristo tenía algo que prefería no contar todavía.
Francisco llegó a casa en estado de agitación. Empezó por ocuparse de lo que más tiempo iba a llevarle, como el exacto calculador que se sentía obligado a ser. Esto es, por lavar la ropa de más denso tejido. Metió la cazadora «de termoforro» en la bañera, echó encima un churro de lavavajillas Flou (le dio miedo usar el jabón de manteca sobre su mejor prenda) y abrió los grifos, distribuyendo el flujo con su ducha de teléfono de fabricación casera. El agua se iba coloreando de gris, sin que pudiera afirmarse si era por el polvo de los años o porque la chupa perdía tinte. La restregó y la aclaró, y la puso a secar en una percha que colgó de la barra de la cortina de la bañera. La mitad de la prenda chorreaba contra la pila y la otra contra el suelo, como si su cazadora sempiterna obrara con una conciencia dicotómica según la que una manga hiciera las cosas bien y la otra las hiciera mal.
Se preparó una tortilla de patatas escuchando Radio 8o Serie Oro y se obsesionó con recomponer una portezuela del armario del salón. Palpaba la cazadora a cada rato, por comprobar que obraba Natura y que no le iba a tocar salir con ella húmeda, criando moho.
Por la noche, excitado por las expectativas, Francisco auditó sus recursos, a ver a qué se podía invitar. Encontró cuatro billetes birriosos de gama baja dentro de su cartera y alguna calderilla en el bolsillo derecho del pantalón, lo justo para atender sus necesidades más básicas. Pero contando aquel poco de papel y toda aquella tornillería de curso legal, miró al firmamento por la ventana y se puso el mundo por montera.
—Bueno, el dinero está para gastarlo.
Por recuperar trabajo, Francisco se aplicó a las etiquetas durante todo el sábado. Como la cazadora estaba en limpieza se puso dos camisas, para combatir el fresco de la nave. Volviendo a casa, encontró por la calle un paquete de Marlboro al que le quedaban dos cigarros. Se los fumó aquella noche, y conservó la cajetilla para guardar un carrete de hilo negro y una aguja que no se olvidaría de coger del taller al día siguiente.
El domingo treinta de marzo también trabajó. A las seis de la tarde, poco después de llegar a casa, la cazadora acabó de secarse. Con el frote, la prenda ganó un arrugón, dos arrugas y tres arruguitas que antes no había. Francisco se puso a la tarea de recomponer el desgarrón del día de Barajas con el material costurero sustraído al Benetton espurio. Pero explotó de impaciencia, porque no conseguía dar una puntada a derechas. «¡Toda la vida cosiendo etiquetas y no sé coger una aguja!», se decía por el pasillo. Ese domingo no hubo dispendio festivo, ni con Leandro ni con Blizz Cola, porque había que destinar toda provisión a lo de mañana. Cenó unas lonchas de jamón york para sandwiches y un trozo de pan. Se fue a la cama, con el estómago ocupado pero no repleto, para no sufrir pesadillas y despertarse mal. Soñó de todo, y de nada se acordaba.
El lunes de la cita trabajó durante horas sin saber qué cosía en las camisetas, y volvió a casa a las cuatro de la tarde. A prepararse.
Se afeitó, frotándose la cara con un jabón nuevo. Luego pasó a la ducha. La descubrió roñosa, como luego el resto de la casa, y sintió vergüenza, primero, y pudor, después. Porque si le preocupaba la apariencia de su hábitat era que en algún chaflán de su corazón estaba considerando la posibilidad de que quizá Primi subiera. Luego se dijo que no, que la necesidad de higiene es autónoma, ya subieran a casa Primi o una falange de unicornios. Mientras se duchaba restregó la bañera con un estropajo y un puñado de tierra de un tiesto, por ver de erosionar la costra. Se enjabonó a conciencia, incluso el pelo, y se aclaró durante un rato largo para que los restos de jabón no parecieran luego caspa. El chorreón de Nenito brotó generoso, hasta el punto de que tras diez minutos de andar con el olor por casa, se acabó lavando el pescuezo y las manos porque le pareció que iba atufando a propios y a extraños. Luego se afeitó otra vez.
Repasó su armario, a ver si había alguna prenda de la que se hubiera olvidado, y que quedaría designada por uso infrecuente como la de las ocasiones especiales. Pero recordaba todas, como quien recuerda todas las habitaciones de su casa: dos camisas, dos camisetas, dos pantalones, sus zapatos negros, las playeras La Tórtola, cuatro mudas, ocho calcetines. Tres pañuelos, un cinturón. La cazadora «de termoforro». Cabían varios criterios de atuendo, organizados en parejas: «ir de claro» o «ir de oscuro», «ir de dibujo» o «ir de liso», «ir de serio» o «ir de coña». Prefirió optar casi obligado por «ir lo menos raído posible» (contrapuesta en biyección negativa a «ir que parece que sales de la raja abierta en el suelo por un terremoto»), y examinó con mimo cada daño para seleccionar las prendas menos deslucidas. Como tal función coincidía con la de «ir de algodón» (que formaba binomio de contrarios con la de «ir de sintético»), pues se sintió un punto más seguro de sí mismo, porque así no mezclaba categorías. Cepilló cada pieza y se la fue poniendo.
Lo más probable era que la tarde del lunes treinta y uno algo feo ocurriera, y que quedara como un patán delante de Primi: o a cuenta de sí mismo, o a cuenta del mismo entorno, o a cuenta de la mismísima Providencia. Pues bien: aún le estaba sobrando voluntad para, encima, ponerse guapo. Para que todo aquello que pintaba tan mal, para más escarnio, le pillara curioso.