9. Una anunciación

El capitán puso la nave, de nuevo envuelta en su disfraz, en órbita estacionaria alrededor de la luna, por encima del hemisferio no visible desde Quinta, y uno por uno llamó a sus compañeros y les preguntó cómo valoraban la situación y qué harían en su lugar.

Las diferencias en las conjeturas eran enormes. Nakamura defendía la hipótesis cósmica. El nivel de la tecnología quintana revelaba la existencia de una astronomía plenamente desarrollada desde hacía muchos años. Zeta y sus planetas viajaban a través de una expansión entre los brazos de la espiral galáctica y en unos cinco mil años se acercarían peligrosamente a Hades. No era posible determinar exactamente el paso crítico, debido al insoluble problema de la interacción mutua de muchas masas. Pero el índice de probabilidades de un paso no catastrófico junto al colápsar era muy bajo. En consecuencia, la civilización amenazada estaba intentando salvarse. Habían puesto en marcha varios proyectos. Por ejemplo, instalarse en la luna, convirtiéndola en un planeta navegable, y dirigirse hacia el sistema de Eta Harpyiae, que estaba a sólo cuatro años luz y, además, se movía en dirección opuesta a la del colápsar. Durante la fase inicial de la realización de este proyecto, los recursos de energía y conocimiento podrían resultar insuficientes. También era posible que una parte de esa civilización —un bloque de naciones— estuviera a favor del proyecto, mientras que otra se opusiera a él. Era bien sabido que los expertos en los diferentes campos rara vez llegaban a un acuerdo total al enfrentarse a un problema particularmente complejo y difícil.

Otro proyecto podría ser la emigración, el vuelo astronáutico. Esta idea provocaría una crisis: seguramente, la población de Quinta sería de miles de millones, y no habría suficientes astilleros para construir una flota capaz de llevar a cabo el éxodo de todos los que habitaban el planeta. Para usar una analogía terrestre, habría considerables diferencias de potencial industrial entre unos países y otros. Los que estuvieran en la vanguardia se construirían una flota espacial y al mismo tiempo abandonarían las operaciones lunares. Quizá quienes trabajaban en los astilleros, creyendo que las naves no estarían destinadas a ellos, habrían recurrido a actos de sabotaje. Tal vez esto habría dado lugar a represión, revueltas, anarquía y a una guerra de propaganda por radio. Y de esta forma también este proyecto se habría detenido en su etapa preliminar, y la multitud de satélites que vagaban por el sistema serían los restos abortados del mismo. Aunque la valoración que Nakamura hacía de la situación era extremadamente hipotética, no carecía de valor. Por tanto, insistió, era necesario establecer comunicación con Quinta enseguida. Si enseñaban a sus habitantes la ingeniería sideral, quizá podrían salvarles.

Polassar, enterado de la idea del japonés, pensó que había forzado y deformado los datos para que respaldasen la tesis de la emigración planetaria.

La ingeniería sideral no se improvisaba de la noche a la mañana. La energía obtenida de la instalación astenosférica de la luna estaba a tres órdenes de magnitud de distancia de la energía que hacía posible la gravitología y su aplicación industrial. Además, nada indicaba que los quintanos consideraran que el sistema Eta fuese a resultarles acogedor. En unos cuantos millones de años, Eta entraría en la etapa de la consumición final de su hidrógeno, convirtiéndose entonces en una gigante roja. Y, por último, Nakamura había manipulado los datos relativos al movimiento de toda la Arpía y de Hades —dentro del intervalo de indeterminación gravitacional— para presentar el crítico paso de Zeta por las proximidades del colápsar como algo que probablemente ocurriría dentro de poco tiempo, en cincuenta siglos. Si uno tenía en cuenta las perturbaciones causadas por el brazo espiral de la galaxia, ese paso se retrasaría hasta dentro de más de veinte mil años. El saber que las cosas serían espantosas dentro de doscientos cincuenta siglos sólo podría provocar el pánico en seres dementes. Una ciencia en su infancia, como la de la Tierra en el siglo XIX, podía considerar que el progreso estaba llegando a su límite. Pero una ciencia más madura, aunque no supiera cuáles serían los descubrimientos del futuro, sabría que éstos aumentarían en un índice exponencial y que en los próximos dos años se obtendrían muchos más conocimientos que en todo el milenio anterior. Aunque no supiéramos lo que estaba sucediendo en Quinta, debíamos establecer contacto con el planeta. Era arriesgado, sí, pero necesario.

Kirsting creía que «cualquier cosa era posible». Una tecnología avanzada no eliminaba la fe religiosa. Las pirámides de los egipcios y de los aztecas no revelaban su propósito a los visitantes de otros mundos más que las catedrales góticas. Lo que habían descubierto en la luna podría ser obra de alguna religión. Adoración del sol, de un sol artificial. Un altar de plasma nuclear. Un ídolo. Un símbolo del poder o del dominio sobre la materia. Pero también podía haber cismas, apostasías, herejías, cruzadas; cruzadas no con la espada, sino con la radio. Ofensivas electromagnéticas para «convertir a los herejes», o a las máquinas informático-sagradas de los herejes. (Deus EST in machina.)

No es que esto fuese demostrable, o ni siquiera probable. Los símbolos de la fe, como las creaciones de la ideología, no revelaban su significado a un extraño de otra tierra. Pero la física no eliminaba la metafísica. Tratando de encontrar una intención común en las diferentes culturas y épocas terrestres, uno aprendía, por lo menos, que en ninguna parte se había considerado que el bienestar material fuese la meta absoluta, la respuesta a la existencia. Tal creencia sería la excepción. La tecnología no tenía que separarse de lo sagrado. Siempre poseía una meta más allá de sí misma. Y cuando lo sagrado desaparecía, algo tenía que llenar ese hueco en la cultura. Kirsting llevó el matrimonio entre la ingeniería y la religión a tales alturas místicas que a Steergard le costó trabajo escucharle. ¿Y respecto al contacto? Él también era partidario del contacto, por supuesto.

Los pilotos no tenían opinión. Internarse con la imaginación en los misterios de regiones más o menos no humanas no iba con su carácter. Rotmont estaba dispuesto a discutir los aspectos técnicos de la comunicación, pero su primera preocupación era cómo proteger la nave de los enjambres de satélites quintanos. Pensaba que tal vez Quinta ya hubiera sido visitada por otra civilización, y que ese episodio había acabado tan mal que no habían olvidado la lección. Los quintanos se estaban defendiendo de nuevas invasiones. Habían creado una tecnología de la desconfianza universal. Era preciso convencerles de nuestras intenciones pacíficas, enviarles «regalos de buena voluntad» y esperar su reacción.

El Salam y Gerbert eran de la misma opinión.

Steergard siguió su propio criterio. «Los regalos de buena voluntad» podrían ser destruidos antes de que aterrizaran; el destino de los cinco cohetes patrulla cerca de la luna así lo indicaba. Por tanto, lanzó un orbitador grande hacia el sol, un embajador por control remoto que presentaría sus «credenciales» a los quintanos. El Embajador envió su mensaje por señales de láser que podían penetrar la envoltura de ruido del planeta, en un código redundante que daba instrucciones a los receptores de cómo entrar en comunicación con él. Envió este programa varios cientos de veces. La respuesta fue el silencio.

Durante tres semanas el contenido del mensaje se modificó de todas las maneras concebibles… sin que obtuvieran respuesta alguna. Aumentaron la potencia de la transmisión, el rayo del láser barrió toda la superficie del planeta, en infrarrojos, en ultravioleta, modulado de distintas formas. El planeta no respondió.

El Embajador aprovechó esta oportunidad para acumular detalles visuales de Quinta, que envió al Hermes. En los continentes había aglomeraciones del tamaño de las grandes metrópolis terrestres. Nada, sin embargo, las iluminaba por la noche. Estas urbes, en forma de estrellas planas con enmarañadas pistas, emitían reflejos semimetálicos. De las pistas partían unas líneas rectas, como arterias de transporte, salvo que nada se movía por ellas. Cuanto más claras eran las imágenes obtenidas por el Embajador (que hasta cierto punto también estaba actuando como espía), más evidente se hacía que las suposiciones que habían traído de la Tierra eran falsas. Las líneas no eran ni carreteras ni conductos, pero la tierra que había entre ellas con frecuencia imitaba a los bosques. Las supuestas áreas boscosas estaban formadas por una multitud de bloques regulares con salientes ramificados. Su albedo era casi cero: absorbía más del noventa y nueve por ciento de la luz del sol. Parecían ser fotorreceptores.

¿Era posible, por tanto, que las estaciones receptoras de Quinta hubiesen absorbido también sus «credenciales», tratándolas como alimento energético y no como información? El Embajador, invisible hasta ahora contra el fondo del disco solar, hizo todo lo que pudo. Emitió su «proposición» en infrarrojos, superando cien veces la radiación del sol en esa banda. El sentido común decía que una luz tan intensa dañaría los receptores de ondas; que, en consecuencia, unos equipos de mantenimiento investigarían la causa de los daños; y que, antes o después, unos especialistas de más categoría reconocerían que ese rayo emitía señales. Pero, una vez más, pasaron los días sin que cambiara nada.

Las imágenes del planeta tomadas de día y de noche aumentaban los misterios. Nada iluminaba la oscuridad cuando el sol se ponía. Los dos continentes grandes, con altas cordilleras coronadas de nieve, brillaban de noche únicamente por el fantasmal resplandor de las luces polares. Y estas luces, que daban al hielo ártico sin nubes un tono dorado verdoso, no vagaban al azar, sino que se movían, como guiadas por la mano invisible de un gigante, en dirección contraria a la rotación de Quinta. Ni en los mares interiores de los dos extensos continentes ni en el océano se veía ningún navio. Tampoco había ninguna actividad en las líneas rectas que atravesaban llanuras boscosas y altas sierras rocosas. No era posible que esas líneas sirvieran para el transporte. En el océano del hemisferio sur, los volcanes extinguidos de archipiélagos aparentemente deshabitados parecían innumerables cuentas esparcidas sobre el agua. La única masa terrestre de ese hemisferio, en el polo mismo, estaba oculta por un enorme glaciar. De la plata de sus nieves perpetuas sobresalían solitarios picos de roca, pináculos de ocho mil toneladas encerrados en el hielo. En el cinturón ecuatorial, debajo del arco del anillo helado, había tormentas tropicales día y noche, y sus descargas eléctricas se veían intensificadas —en relampagueantes reflejos violeta— por la superficie del hielo supraatmosférico como en un espejo que se moviera rápidamente.

La ausencia de cualquier signo de movimiento urbano, de ciudades portuarias en las desembocaduras de los grandes ríos, por ejemplo; los escudos metálicos convexos en los valles de montaña que ocultaban el fondo del valle con una armadura sólo distinguible de la roca natural espectroquímicamente; la falta de tráfico aéreo, dado el descubrimiento de unos cien aeropuertos con pistas de hormigón rodeados de edificios bajos; todo esto llevaba irresistiblemente a la conclusión de que una guerra de cien años había obligado a los quintanos a vivir bajo tierra, confiando en la visión metálica de la radioelectrónica para observar los cielos y el espacio exterior. La medición de los gradientes de la temperatura revelaba puntos termales en Norstralia y Heparia, interconectados por ramificaciones en las profundidades de la tierra, como si se tratara de ciudades cavernícolas. Pero un cuidadoso análisis de su radiación parecía demostrar que esta idea era falsa. Cada uno de esos lugares, de un diámetro de sesenta kilómetros, tenía un extraño gradiente de calor expulsado: el centro era el punto más caliente, pero la fuente de su radiación se encontraba debajo de la litosfera, en el límite del manto. ¿Era posible que los quintanos estuvieran obteniendo energía del interior fundido de su planeta?

Enormes áreas, geométricamente regulares, que al principio tomaron por tierra cultivada, eran en realidad millones de objetos cónicos, como setas de cerámica plantadas a lo largo de docenas de kilómetros. Los físicos llegaron finalmente a la conclusión de que se trataba de antenas de radar transmisoras-receptoras.

El planeta se hallaba envuelto en nubes, tormentas, ciclones, como si estuviera deliberadamente desierto y al acecho tras una señal incesantemente transmitida que pedía una contraseñal. Las observaciones realizadas bajo el apartado de arqueología —para descubrir restos de un pasado histórico, tales como ruinas de ciudades, o algo equivalente a la arquitectura cultural de la Tierra, como templos, pirámides, antiguas sedes de gobierno— no dieron ningún resultado definitivo. Tanto si la guerra los había destruido totalmente como si el ojo humano era incapaz de discernirlos por su absoluta extrañeza, el único puente que podía salvar esa extrañeza seguía siendo la actividad tecnológica Así que buscaron las instalaciones —gigantescas, con seguridad— que habrían utilizado para arrojar las aguas del océano al espacio. El emplazamiento de semejante artillería podía calcularse con criterios que eran universalmente aplicables, puesto que estaban determinados por la física. Dada la dirección de la rotación del anillo de hielo, su ruta circunecuatorial, era posible deducir la localización de los aparatos empleados para arrojar el agua. Pero una vez más los investigadores quedaron frustrados: las instalaciones debían haberse levantado donde la tierra firme se encontraba con el mar, justamente en la región en la que ahora giraba el anillo helado, cuya constante fricción contra la atmósfera enrarecida ocultaba los lugares críticos con tormentas y lluvias. Por tanto, incluso el intento de recrear los métodos empleados por los ingenieros de Quinta hacía un siglo para disparar los mares al vacío resultó un fracaso.

Las detalladas fotografías que llenaban los archivos de la nave no tenían más valor, en realidad, que las manchas en una página del test de Roschach. Los contornos sin sentido de las estructuras en forma de estrella en los continentes sugerían al ojo humano tantas cosas terrestres como las formas que un hombre podría ver —en realidad, sólo imaginar— cuando se le presentaban unas manchas de tinta. La impotencia de DEUS ante estos miles de fotografías les hizo comprender que también dentro de la máquina —aunque se suponía que era absolutamente objetiva en el procesamiento de la información— se encontraba la obstinada herencia del antropocentrismo. En lugar de aprender algo acerca de la inteligencia extraterrestre, comentó Nakamura, habían aprendido cuán estrechos eran los lazos de parentesco mental entre el hombre y su ordenador. La proximidad de la civilización alienígena —estaba prácticamente al alcance de su mano— se convirtió en una distancia insalvable que se burlaba de sus intentos de llegar al corazón de la misma. Lucharon, con la creciente sensación de que se les había tendido una trampa maliciosa, como si alguien (pero ¿quién?) quisiera presentarles un desafío lleno de esperanzas, sólo para revelarles —al final del camino, en el punto de destino— su imposibilidad. Quienes estaban perturbados por ese pensamiento se lo callaron para no contagiar a sus compañeros su derrotismo.

Después de setecientas horas de esta infructuosa emisión diplomática, Steergard decidió enviar a Quinta el primer aterrizador, llamado Gabriel. El Embajador anunció la llegada de Gabriel veinticuatro horas antes del despegue, informando a los quintanos que el cohete explorador no estaba equipado con ningún tipo de arma y aterrizaría en el gran continente del norte, Heparia, a ciento cincuenta kilómetros de cierto grupo de edificios en forma de estrella, en una zona árida —por tanto, deshabitada—, como emisario no tripulado, con el cual los heparianos podrían comunicarse en lenguaje de ordenador. Aunque el planeta tampoco respondió a este anuncio, enviaron al Gabriel fuera de la órbita, en el aposelenio. Era un cohete en dos fases con un microordenador que, además de los habituales programas de contacto, tenía la capacidad de revisarlos y modificarlos para adaptarse a circunstancias imprevistas. Polassar puso en el Gabriel los mejores motores pequeños de terajulios que llevaban a bordo, para que pudiese cubrir los cuatrocientos mil kilómetros que les separaban del planeta en unos veinte minutos, a una velocidad de hasta seiscientos kilómetros por segundo. Sólo disminuiría la velocidad encima de la ionosfera.

Los físicos querían mantener contacto con el emisario, lanzando cohetes con relés para que fueran por delante de él, pero el capitán rechazó la idea. Prefería que el Gabriel actuara por su cuenta, y que les informara sólo después de haber aterrizado, por medio de un rayo que la atmósfera de la luna dirigía hacia el Hermes. Pensaba que cualquier emplazamiento anterior de relés entre la luna, tras la cual se ocultaba el Hermes, y el planeta podría ser detectado y aumentar la suspicacia de esa civilización paranoide. El solitario vuelo del Gabriel subrayaba el carácter pacífico de su misión.

El Hermes observó este vuelo reflejado en los espejos desplegados del Embajador con un retraso de cinco minutos debido a la distancia traslacional. El reflector perfectamente enfriado del Embajador daba una imagen excelente. El Gabriel estaba realizando maniobras para hacer imposible la localización de la nave nodriza, y pronto lo vieron como un alfiler oscuro contra las nubes blancas del planeta. Ocho minutos más tarde, los hombres que estaban ante las pantallas se quedaron rígidos. En lugar de avanzar rápidamente hacia su punto de aterrizaje en Heparia, el Gabriel se dirigía hacia el sur en una curva de radio creciente y disminuía su velocidad prematuramente. Enseguida vieron la razón del cambio de rumbo. En el cinturón por encima del ecuador, cuatro puntos negros se dirigían lentamente hacia el Gabriel, dos desde el este y dos desde el oeste, siguiendo trayectorias de persecución matemáticamente perfectas. Los perseguidores del este ya habían acortado la distancia que les separaba del Gabriel. El aparato perseguido cambió de forma, pasando de un alfiler a un punto rodeado de luz cegadora: habiendo cortado su impulso con una retrocarga cuatrocientas veces mayor, en lugar de descender al planeta salió disparado hacia arriba. Los cuatro puntos perseguidores también cambiaron de rumbo. Empezaron a converger. El Gabriel parecía inmóvil en el centro de un trapecio cuyos ángulos eran los perseguidores. El trapecio se encogió ante los ojos de los observadores, indicando que también los perseguidores habían pasado del movimiento orbital al hiperbólico y se estaban acercando, luminosos por el calor de la potencia aumentada.

Steergard tuvo la tentación de preguntarle a Rotmont, como programador, qué haría ahora el Gabriel, porque el resplandor de los perseguidores era prueba de una velocidad tremenda. El grupo de cinco se alejó del planeta, dejando tras de sí un ancho cráter en el mar de nubes blancas. El silencio reinaba en la sala de control en penumbra. Observando esta escena única, nadie habló. Los cuatro puntos se acercaban cada vez más al Gabriel. En el borde del campo de visión el telémetro y el acelerómetro Doppler escupían sus numeritos rojos tan rápidamente que era difícil leer la velocidad indicada. El Gabriel estaba en desventaja porque había perdido un tiempo precioso frenando y dando la vuelta, mientras los aparatos que le perseguían continuaban acelerando. DEUS dibujó en el monitor la intersección prevista de las cinco trayectorias. De acuerdo con el telémetro y el Doppler, el Gabriel sería alcanzado en unos veinte segundos. Veinte segundos era mucho tiempo, incluso para un hombre que piensa mil millones de veces más despacio que un ordenador, especialmente en momento de extrema tensión.

Steergard no sabía si había cometido un error al no dotar al cohete de armamento defensivo. Se sentía furioso en su impotencia. El Gabriel ni siquiera llevaba una carga autodestructiva. Las buenas intenciones debían tener un límite: no le dio tiempo de pensar más.

El cuadrado formado por los perseguidores se hizo tan pequeño como el punto de una «i». Aunque la presa y los predadores estaban ya a una distancia del planeta de un diámetro planetario, la fuerza de sus motores producía temblores en la superficie del mar de cirros. Por la abertura en ese mar se veía el océano y la accidentada costa de Heparia. Los restos de las nubes en esta ventana desaparecían como algodón de azúcar bajo el calor.

El fondo oscuro del océano disminuía la visibilidad. Sólo los números del telémetro, parpadeando y corriendo constantemente, indicaban la posición del Gabriel. Sus perseguidores le acorralaban desde cuatro ángulos. Ya estaban a sus costados. Entonces, la ventana en las nubes se hinchó, como si el planeta se estuviera expandiendo igual que un gigantesco globo; los gravímetros dieron un chasquido; las pantallas se oscurecieron por un momento, y luego volvió la imagen. La ventana en forma de embudo abierta en las nubes era otra vez pequeña, distante, y estaba completamente vacía. Steergard no comprendió inmediatamente lo que había sucedido. Miró el telémetro: lo único que parpadeaba eran ceros rojos.

—Los ha machacado —dijo alguien con sombría satisfacción. Harrach, probablemente.

—¿Qué ha pasado? —dijo Tempe, sin entender nada.

Steergard ya lo había comprendido, pero no dijo nada. Sentía la convicción absoluta de que, aunque renovasen sus esfuerzos, perderían la nave antes que forzar el contacto. Por un momento se preguntó —sus pensamientos estaban ya muy lejos de este primer encuentro— si debía continuar o no con el programa marcado. Apenas oía las voces excitadas de los que estaban en la sala de control. Rotmont estaba tratando de explicar lo que había hecho el Gabriel, aunque esto no estaba previsto en el plan de reconocimiento. El Gabriel había destrozado el espacio y a sus perseguidores con una implosión sideral.

—Pero si no llevaba un generador sideral —protestó Tempe, asombrado.

—No, pero puede haber hecho uno. Después de todo, tenía un motor teratrón. Lo desvió, lo puso en cortocircuito y dirigió toda la potencia de la propulsión a su interior en una sola descarga. ¡Qué astuto! Estaban jugando al póquer, y el Gabriel transformó el juego en una partida de bridge. Llevaba triunfos, porque no hay palo más alto que un colapso gravitatorio. Así evitó que le capturaran…

—Espera un momento —Tempe estaba empezando a entender—. ¿Tenía eso en su programa?

—¡Claro que no! Tenía un motor aniquilatorio de teravatios y completa autonomía. Se autodestruyó. Recuerda que es una máquina, no un hombre, así que no se trata de un suicidio. La primera orden decía que podía dejarse manejar, pero sólo después del aterrizaje.

—Pero, entonces, ¿no podían haber sacado el teratrón del Gabriel después de que aterrizase? —preguntó Gerbert, desconcertado.

—¿Cómo? Toda la primera fase, incluyendo el teratrón, tenía que fundirse al penetrar en la atmósfera. Con la inmersión del estator, la presión interna reventaría los polos, y todo, incluida la sala de máquinas, acabaría convertido en una nube de polvo. Y sin el menor rastro de radiactividad. Sólo aterrizaría el módulo superior de proa para entablar una amable conversación con los dueños de la casa…

—Oh, claro —gruñó Harrach, indignado—. ¡Se suponía que sus cohetes no podrían alcanzar tal aceleración! El Gabriel volaría entre su basura espacial como una bala de rifle entre un enjambre de abejas, y luego aterrizaría educadamente.

—¿Por qué no fundió su motor cuando iba tras él? —preguntó el médico.

—¿Por qué no vuelan los pollos? —Rotmont estaba desahogando su irritación—. ¿Con qué iba a fundir el teratrón? La energía para quemar el módulo impulsor tenía que obtenerla del exterior, de la fricción atmosférica. Así es como estaba diseñado. ¿No lo sabías? Pero volvamos a la clave del asunto. O bien el Gabriel escapaba, lo cual no era muy probable, o lo atrapaban en el espacio, le hacían descender a la órbita y lo desmontaban. Si ahogaban su propulsión, y el Gabriel esperaba hasta entonces para poner el motor en cortocircuito, habría habido una explosión, pero siendo un toroide con polos podría haber sobrevivido. El Gabriel no podía permitir eso, así que se le ocurrió la idea de un agujero negro con un doble horizonte eventual, absorbió a los perseguidores, implosionando, y cuando la esfera interior se derrumbó, la exterior se liberó, porque en esa escala el efecto cuántico es igual al gravitatorio. El espacio se curvó, por eso vimos Quinta como a través de una lupa.

—¿Y realmente esto no estaba programado? ¿No se había considerado nunca esa posibilidad? —preguntó Arago, que no había hablado hasta ahora.

—¡No! ¡No! ¡Afortunadamente, la máquina tenía más en la sesera que nosotros! —a Rotmont le indignaban estas preguntas—. ¡Iba a estar tan indefenso como un recién nacido! El teratrón del Gabriel no estaba concebido para la producción hipertérmica de colápsares por cortocircuito, pero los quintanos podían haber deducido eso de la propia construcción. Evidentemente habrían podido, puesto que al Gabriel se le ocurrió la idea en dos segundos.

—¿Por sí mismo?

La pregunta del fraile hizo que Rotmont perdiese la paciencia por completo.

—¡Por sí mismo! ¿Cuántas veces tengo que decirlo? ¡Después de todo, tenía un ordenador luminal con un cuarto de la capacidad de DEUS! En cinco años, padre, no podría usted pensar la mitad del número de bits que él podía en un microsegundo. Se examinó a sí mismo, comprobó que podía invertir el campo del teratrón y que poniendo los polos en cortocircuitos produciría un generador sideral mononuclear. El generador estallaría inmediatamente, por supuesto, pero al mismo tiempo que el colapso…

—Eso era de suponer —observó Nakamura.

—Si usted da un paseo llevando un bastón y le ataca un perro rabioso, es de suponer que usted le pegue con el bastón en la cabeza —dijo Rotmont—. ¡Es increíble que hayamos sido tan ingenuos! Pero todo está bien si acaba bien. Ellos demostraron su hospitalidad, y el Gabriel supo devolverles el cumplido. Naturalmente, podía haber ido equipado con una carga autodestructiva convencional, pero nuestro capitán decidió que no fuera así…

—¿Acaso es mejor lo que ha sucedido? —preguntó Arago.

—¿Acaso debería yo haberle provisto de un motor débil? Necesitaba potencia, y se la di. El hecho de que un teratrón se parezca por su diseño a un generador sideral no es culpa mía, sino consecuencia de la física. ¿No es así, Jokichi?

—Tiene razón —contestó Nakamura.

—De todas formas, ellos no tienen tecnología sideral ni gravitacional. Me apostaría la cabeza —afirmó Rotmont.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque la habrían utilizado. Todo ese Moloch enterrado en la luna, por ejemplo, es un absurdo desde el punto de vista de la ingeniería sideral. ¿Para qué excavar hasta el magma y la estenosfera si puedes transformar la gravitación para producir efectos macrocuánticos? Su física ha tomado un camino diferente, yo diría que ha dado un rodeo que les ha alejado del palo que pinta. ¡Gracias a Dios! Después de todo, lo que queremos es entablar contacto, no batalla.

—¿Pero no considerarán lo sucedido como una batalla?

—Puede ser. ¡Puede muy bien ser así!

—Caballeros, ¿creen que podrían localizar algunos pedazos de los aparatos que el Gabriel acaba de volar? —les preguntó Steergard a los físicos.

—No es probable… a menos que el colapso fuera sumamente asimétrico. Le preguntaré a DEUS. Dudo de que los monitores de gravedad pudieran registrarlo con precisión. ¿DEUS?

—No es posible localizarlos —dijo el ordenador—. La explosión de la abertura de la envoltura Kerr exterior dispersó los fragmentos alejándolos del sol.

—¿Y en las proximidades?

—Se creó una indeterminación de un parsec.

—¿En serio? —dijo Polassar. Nakamura también estaba asombrado.

—No estoy seguro de que el doctor Rotmont tenga razón —dijo DEUS—. Puede que yo sea parcial por estar más directamente emparentado con el Gabriel que el doctor Rotmont. Además, yo limité su autonomía, siguiendo las instrucciones que había recibido.

—Basta de «parentescos» —al capitán no le hacía gracia el humor de la máquina—. Dinos lo que sepas.

—Mi deducción es que el Gabriel sólo se proponía desaparecer, al convertirse en una singularidad. Sabía que de esa forma no nos perjudicaría ni a nosotros ni a ellos, porque la probabilidad de encontrarse con una singularidad es, en la práctica, de cero. Tiene un diámetro de 10-50 de un protón. Sería más probable que dos moscas, una que volara desde París y la otra desde Nueva York, chocasen.

—¿A quién estás defendiendo, a Rotmont o a ti mismo?

—No estoy defendiendo a nadie. Aunque no soy un hombre, hablo como un hombre a otros hombres. El Hermes y el Eurídice tienen su origen en Grecia. Que mis palabras suenen, entonces, como si se pronunciaran al pie de las murallas de Troya: si la tripulación sospecha de quienes programaron y enviaron al Gabriel, les doy mi palabra olímpica de que el colapso-fuga no fue introducido en ningún banco de memoria. El Gabriel poseía la máxima capacidad decisoria, una heurística de un nanosegundo con ramificaciones de hasta 1032, el número cardinal del conjunto combinatorio. No sé con qué fin empleó esa capacidad, pero sí sé la cantidad de tiempo que tuvo para tomar una decisión: de tres a cuatro segundos. Demasiado poco para determinar el intervalo Holenbach. Por tanto, su elección era: o todo o nada. Si no desaparecía del espacio con un colapso, estallaría como una bomba termonuclear de cien megatones, porque la energía liberada por el cortocircuito habría sido una explosión de esa magnitud. En vista de eso, el Gabriel se fue al otro extremo, el cual aseguraba una implosión que le convertiría en una singularidad, e incidentalmente atrajo a los misiles quintanos a la envoltura de Kerr.

DEUS calló. Steergard miró a sus hombres.

—Está bien. Acepto esa explicación. El Gabriel entregó su alma al Señor. Respecto a si le dio jaque mate a Quinta al hacerlo, ya lo averiguaremos. Nos quedaremos donde estamos. ¿Quién está de guardia?

—Yo —dijo Tempe.

—Bien. Los demás, que se vayan a la cama. Si pasa algo, despiérteme.

—DEUS está siempre de guardia —intervino el ordenador.

Solo en la sala de máquinas, con las luces tenues, el piloto dio vueltas como un nadador en un agua invisible, pasando junto a las pantallas vacías, y subió hasta el techo. Se le ocurrió una idea inesperada y bajó para acercarse al videoscopio central.

—¿DEUS? —dijo en voz baja.

—Sí.

—Enséñame la fase final de la persecución. Ralentizada cinco veces.

—¿Ópticamente?

—Ópticamente con un filtro de infrarrojos, pero la imagen no debe estar demasiado borrosa.

—El grado de definición es una cuestión de gusto —respondió DEUS mientras la pantalla se iluminaba. A lo largo del marco parpadeaban los números del telémetro. No corrían a la velocidad de antes, sino que cambiaban a pequeños saltos.

—Cruza líneas sobre la imagen.

—Muy bien.

La imagen, entrecruzada estereométricamente, se llenó de nubes blancas. De repente tembló, como si se viera a través de agua corriente. Las líneas de la rejilla empezaron a curvarse. La distancia entre el alfiler del Gabriel y sus perseguidores disminuyó. A cámara lenta, todo sucedió como en una gota de agua bajo el microscopio, cuando los bacilos en forma de coma nadan hacia una partícula negra en suspensión.

—¡Telemetría Doppler diferencial! —dijo Tempe.

—El espacio está perdiendo su estructura euclidiana —respondió DEUS, pero puso el diferenciador.

Aunque los cuadrados de la rejilla temblaban y se curvaban, se podía calcular la distancia aproximadamente. Las comas estaban a unos cientos de metros del Gabriel. Luego, una gran extensión del planeta bajo los cinco puntos negros agrupados se hinchó en una súbita ampliación, y volvió instantáneamente a su aspecto normal. Pero todos los puntos negros habían desaparecido. En el sitio donde habían estado había un ligero movimiento, como del aire. Produjo una terrible mancha roja, como un chorro de sangre, la cual formó una burbuja escarlata que luego se volvió marrón, palideció y desapareció. Las nubes lejanas, dispersadas miles de kilómetros por el impacto, rotaron perezosamente sobre la superficie del océano, que al este era más oscuro de la costa continental. La ventana, con sus bordes arremolinados, se abría aún grande y redonda, pero estaba vacía.

—¡Gravímetros! —ordenó el piloto.

—Bien.

La imagen no cambió; sólo las líneas geodésicas se enroscaron en el centro, como una madeja de hilos enmarañados.

—¡Microgravas! ¡DEUS, ya sabes lo que quiero decir!

—Muy bien.

DEUS habló, como siempre, en un tono sin emociones, pero al piloto le pareció que había un matiz de impertinencia en su voz. Como si la máquina, superior a él en rapidez de pensamiento, estuviera cumpliendo sus órdenes de forma poco cooperadora para hacerle notar su superioridad.

En el lío de líneas enredadas hubo una vibración imperceptible; cruzó la maraña y desapareció. El nudo geodésico se deshizo. Contra el fondo blanco del planeta, con el cráter en las nubes como el ojo de un ciclón gigantesco, se vio de nuevo una rejilla rectangular de coordenadas gravitacionales.

—El Gabriel disparó nucleones a su interior. ¿Nucleones con un teravoltaje?

—Correcto.

—¿Tangencialmente, con una precisión de un Heisenberg?

—Correcto.

—¿De dónde sacó la energía adicional? ¿No era su masa demasiado pequeña para curvar el espacio hasta un microagujero?

—El teratrón, puesto en cortocircuito, actúa como un generador sideral. Absorbe energía del exterior.

—¿Creando un déficit?

—Sí.

—¿En forma de energía negativa?

—Sí.

—¿A qué escala?

—A una velocidad superior a la de la luz en el hiperespacio, el Gabriel absorbió energía de un radio de un millón de kilómetros.

—¿Por qué no detectó eso Quinta, o la luna? ¿Por qué no lo detectamos nosotros?

—Porque es un cuantum que actúa en el intervalo de Holenbach. ¿Se lo explico?

—No hace falta —contestó el piloto—. Como el colapso se produjo en menos de una millonésima de un nanosegundo, se formaron dos horizontes eventuales concéntricos, del tipo Rahman-Kerr.

—Sí —dijo DEUS. No podía sorprenderse, pero el piloto percibió respeto en el monosílabo.

—Lo cual significa que la singularidad producida por el Gabriel ya no existe en este mundo. Calcúlalo, para ver si estoy en lo cierto.

—Ya hice el cálculo —dijo DEUS—. No existe, con una probabilidad de 1:10.000.

—Entonces, ¿por qué le soltaste al capitán ese discurso sobre las moscas que chocaban en el aire?

—La probabilidad no es cero.

—A juzgar por el movimiento de las líneas geodésicas, el colapso mostró una fuerte curvatura en sentido contrario al del sol. Si uno reduce todos los cuerpos del sistema a masas puntuales, se podría encontrar el foco al que esos cohetes quintanos fueron arrojados por el efecto de macrotúnel. ¿Verdad?

—Verdad.

—La zona afectada no puede tener las dimensiones de un parsec. Tiene que ser más corta. ¿Puedes calcularlo?

—Sí.

—¿Entonces?

—El efecto de túnel se produce probabilísticamente, y las variables independientes de las probabilidades se multiplican.

—Traduzcamos eso al lenguaje del sentido común. Además de Zeta hay nueve planetas en este sistema. El resultado es un conjunto no lineal de ecuaciones imposibles de integrar, pero los planetas toman su momento angular del protosol; por tanto se puede reducir todo el sistema a su centro.

—Eso es muy impreciso.

—Impreciso, pero no por un parsec.

—¿Eres uno de esos magos de los números? —preguntó DEUS.

—No. Soy de una época en la que también se hacían cálculos sin ordenadores. Y a veces uno tenía que guiarse a ojo. En mi profesión el que no pudiera hacerlo moría joven. ¿Por qué te quedas callado?

—¿Qué quieres que diga?

—Que no eres infalible.

—No lo soy.

—Y no tienes derecho a llamarte DEUS.

—Yo no me puse el nombre.

—Ni siquiera una mujer conseguiría decir la última palabra con un ordenador. DEUS, tienes que calcular la distribución de probabilidades en ese parsec tuyo. Debería ser bimodal. Marca esta región en un mapa de estrellas y mañana temprano enséñaselo al capitán, con la explicación de que no se te ocurrió calcularlo antes.

—Nadie me dijo que lo hiciera.

—Te lo digo yo ahora. ¿Entendido?

—Sí.

Y así terminó el diálogo nocturno en la sala de control.