10. El ataque
Aquello que matemáticamente tiene una probabilidad extremadamente baja tiene también esta otra característica: puede suceder a veces. No se encontró ni rastro de tres de los aparatos perseguidores que fueron absorbidos dentro del espacio comprimido y luego expulsados —con la vuelta al equilibrio gravitatorio— lejos del sol; pero el cuarto sí fue hallado y traído a bordo unos ocho días después. DEUS explicó esta coincidencia verdaderamente excepcional con un sofisticado análisis topológico, empleando derivativos transfinitos de ergódica. Pero Nakamura, que se enteró por Steergard de la discusión nocturna entre el piloto y DEUS, comentó que siempre se podía hacer un cálculo para lo que sucedía en la realidad, empleando trucos que conocía cualquiera que se hubiera dedicado a las matemáticas aplicadas. Mientras unas grúas metían en la nave el pecio destrozado, Nakamura, intrigado, le preguntó al piloto cómo había llegado a esa conclusión. Tempe se echó a reír.
—Yo no soy matemático. Si hice algún razonamiento, no puedo decirte cuál fue. No recuerdo quién me demostró esto, ni cuándo, pero si un hombre quiere determinar la probabilidad de su propio nacimiento, remontándose en el árbol genealógico de sus padres, abuelos, bisabuelos, etc., puede obtener un valor tan próximo a cero como desee. Si sus padres no se conocieron por casualidad, entonces fueron sus abuelos, y para cuando uno llega a la Edad Media el número de sucesos perfectamente posibles que descartarían todos los nacimientos necesarios para que uno naciera es mayor que el número de todos los átomos del Universo. En otras palabras, a cada uno de nosotros no nos cabe la menor duda de que existimos, a pesar de que ninguna estocástica habría podido predecir nuestra existencia doscientos años antes.
—Por supuesto. Pero ¿qué tiene eso que ver con los efectos de las singularidades en el intervalo Holenbach?
—No tengo ni idea. Probablemente nada. No soy un experto en singularidades.
—Nadie lo es. Nuestro delegado apostólico diría que fue una inspiración divina.
—Divina no creo que fuese. Sencillamente miré con mucha atención el fallecimiento del Gabriel. Sabía que no deseaba destruir a sus perseguidores. Por tanto hizo lo que pudo para no arrastrarlos bajo el horizonte de Kerr. Vi que los aparatos que le perseguían no se hallaban en una fila perfecta detrás del Gabriel. Si la distancia a la que estaban era diferente, también podía ser diferente lo que les ocurrió.
—¿Y sobre esta base fue…?
Ahora también rió el japonés.
—No sólo. Los cálculos tienen límites. Se llaman limes computibilitatis. DEUS está en esa frontera. No toca los problemas que sabe que son transcomputables y por tanto insolubles. Por eso, DEUS no lo había intentado siquiera, y yo tuve suerte. ¿Qué dice la física respecto a la suerte?
—Lo mismo que respecto a que una mano dé palmadas.
—¿Eso es Zen?
—Sí. Y ahora ven conmigo. Esta captura te pertenece.
Bajo la luz deslumbradora de numerosas lámparas, en medio de la sala, estaba el oscuro pecio sobre una plancha de duraloide, como un pez abierto y chamuscado. La disección reveló la estructura celular ya conocida, motores luminales de considerable potencia, y un aparato derretido en la cabeza, que a Polassar le pareció un cañón de láser, pero Nakamura creyó que debía de ser una especie de reductor de luz para la propulsión, puesto que el aparato iba a capturar al Gabriel y no a destruirlo; Polassar propuso que este cadáver de cuarenta metros fuese echado por la borda, porque, junto con los anteriores hallazgos, ocupaba casi la mitad de la sala. ¿Por qué convertir la sala en un basurero? El Salam expresó su desacuerdo. Quería conservar por lo menos un ejemplar, preferiblemente el último, aunque no pudo dar ningún motivo racional cuando el capitán le preguntó por qué.
A Steergard no le preocupaba el asunto. Le parecía que la situación había cambiado radicalmente y quería que sus hombres le dijeran qué línea de acción consideraban ahora apropiada o mejor.
Después de que los restos de los satélites fuesen arrojados por la borda, iban a celebrar un consejo. Los dos físicos fueron primero a hablar con Rotmont a fin de, como dijo Polassar agriamente, «redactar una declaración y respaldarla con bibliografía».
Los tres deseaban coordinar su postura porque, desde la destrucción del Gabriel, en las conversaciones entre los tripulantes se detectaban señales de división.
No se sabía quién había sido el primero en utilizar la expresión «una demostración de fuerza». Harrach se declaró inmediatamente a favor de esta táctica; El Salam también, pero con reservas; los físicos y Rotmont se oponían a ella; y Steergard, aunque se limitaba a escuchar, parecía estar del otro lado. Los otros no tomaron la palabra. Durante el consejo, los puntos de vista de ambos grupos entraron en grave conflicto. Sorprendentemente, Kirsting se unió a los partidarios de la «fuerza».
—La fuerza es ciertamente un argumento irrefutable —dijo Steergard finalmente—. Tengo tres reservas respecto a esta estrategia, y cada una de ellas es una pregunta. ¿Estamos seguros de llevarles ventaja? ¿Puede conducir este chantaje al establecimiento de contactos? Y ¿estaremos dispuestos a cumplir nuestras amenazas si ellos no ceden? Éstas son preguntas retóricas. Ninguno de nosotros puede contestarlas. Las consecuencias de una estrategia fundada en demostraciones de fuerza son incalculables. Si alguien no está de acuerdo conmigo, que lo diga.
Los diez hombres que estaban en el camarote del capitán se miraron.
—A El Salam y a mí nos gustaría que el capitán nos presentara su alternativa —dijo Harrach—. Nosotros no vemos ninguna. La situación no nos da ninguna opción. Creo que eso es evidente. Amenazas, fuerza, chantaje, todas estas son palabras poco atractivas. Puestas en práctica, pueden conducir a una catástrofe. La cuestión de quién lleva ventaja es lo de menos. Lo importante no es que tengamos o no ventaja, sino si ellos creen o no que la tenemos, y se someten sin lucha.
—¿Lucha…? —repitió el fraile.
—Encuentro. Confrontación. ¿Le suena eso mejor, padre? Pero deberíamos evitar los eufemismos. La amenaza de fuerza (dejando a un lado la cuestión de qué clase de fuerza) debe ser real. Las amenazas que no están respaldadas por la posibilidad de la acción son táctica y estratégicamente inútiles.
—Sí, evitemos los eufemismos —dijo Steergard—. Aunque también sería posible tirarse un farol…
—No —dijo Kirsting—. Los faroles requieren un mínimo de conocimiento de las reglas del juego. Y no sabemos cuáles son las reglas.
—De acuerdo —dijo Steergard—. Supongamos que tenemos una verdadera superioridad, y podemos desplegarla sin causarles ningún daño directo. Una amenaza abierta. Si esto no da resultado, Harrach, entonces según usted tendremos que atacar, o repeler un ataque. No se puede decir que ése sea un buen preludio para el entendimiento mutuo.
—Desde luego que no —Nakamura apoyó al capitán—. Sería la peor manera de comenzar. Si bien es verdad que no hemos sido nosotros quienes hemos creado esta situación.
—¿Puedo decir algo? —preguntó Arago—. No sabemos por qué intentaron capturar al Gabriel. Es muy probable que fuese con el fin de hacer con él lo que nosotros hicimos con dos de sus satélites cerca de Juno y ahora con uno de sus perseguidores. Sin embargo, nosotros no consideramos que hayamos actuado como agresores. Deseábamos examinar los productos de su tecnología; ellos deseaban examinar nuestro producto. Es una simple simetría. No hay necesidad, por tanto, de hablar de demostraciones de fuerza, de destrucción, de ataques. Un error no tiene por qué ser equivalente a un crimen. Aunque puede serlo.
—No hay ninguna simetría —objetó Kirsting—. En total, les hemos enviado ocho millones de bits de información. El Embajador mandó señales durante más de setecientas horas, en un círculo, en todas las bandas. Les transmitimos los códigos y las instrucciones para descifrarlos. Enviamos un aterrizador que no llevaba ni un gramo de explosivos. Por lo que se refiere a la información transmitida, les dimos la localización de nuestro sistema solar, fotografías de la Tierra, una idea general de la evolución de nuestra biosfera, los datos de la antropogénesis, toda una enciclopedia. Y las constantes físicas, que son universales en todo el espacio y que ellos deben conocer perfectamente.
—Pero la ingeniería sideral, la foramina de Holenbach, las unidades de Heisenberg no se mencionaban para nada, ¿verdad? —dijo Rotmont.
—Tampoco se mencionaron nuestros sistemas de propulsión y alcance gravitacional, ni todo el proyecto SETI, ni los gráceres, ni Hades…
—No. Tú sabes mejor que nadie lo que no se incluyó, puesto que fuiste tú quien hizo los programas del Embajador —dijo El Salam—. Tampoco se hacía mención a los campos de exterminio, ni a las guerras mundiales, ni a las brujas quemadas en la hoguera. Pero la primera vez que uno va de visita, no lo pone todo sobre la mesa: sus pecados, los de su padre, los de su madre, etc. Si nosotros, de un modo general y muy cortésmente, les informásemos de que podemos transformar una masa más grande que su luna en algo que cabría en el ojo de una cerradura, el padre Arago nos diría que eso apestaba a chantaje.
—Me ofrezco como mediador —intervino Tempe—. Puesto que ellos no viven en cuevas ni encienden fuego frotando dos pedernales, sino que han viajado por el espacio por lo menos hasta el diámetro de su sistema, saben que no hemos llegado aquí en una barca de remos, ni un kayak, ni una goleta. Y el mero hecho de que hayamos venido de una distancia de cientos de parsecs, significa más que enseñarles unos bíceps enormes.
—Recte. Habet —murmuró Arago.
—Tempe tiene razón —dijo el capitán—. Nuestra misma llegada puede haberles alarmado, especialmente si ellos son tecnológicamente incapaces de realizar vuelos galácticos, pero saben qué órdenes de energía se requieren para ello… Hemos supuesto que hasta la activación del Embajador ellos no sabían nada de nosotros. Pero si se percataron de la presencia del Hermes mucho antes (lo cual es posible porque llevamos tres meses aquí en órbita), nuestro silencio, nuestro camuflaje, puede haberles parecido ominoso…
—Está usted exagerando —dijo Harrach con un irritado encogimiento de hombros.
—En absoluto. Imagine que estamos en el año 1950, o 1990, y unos cruceros galácticos de mil quinientos metros de longitud permanecen suspendidos sobre la Tierra. Aun en el caso de que sólo tirasen chocolatinas, habría una tremenda confusión, pánico, por no hablar de crisis políticas, ya que toda civilización en la fase de la multiplicidad de estados ha de tener conflictos internos. No es preciso que hagamos ninguna demostración de fuerza, porque este viaje es suficiente demostración para quienes no pueden realizarlo…
—Muy bien, capitán, entonces, ¿qué sugiere que hagamos? ¿Cómo vamos a demostrarles nuestras buenas, corteses, pacíficas y amistosas intenciones? ¿Cómo podemos probarles que no constituimos ninguna clase de amenaza para ellos, que no somos más que un grupo de boy scouts que han salido de acampada, encabezados por un sacerdote, cuando cuatro de sus mejores aparatos de combate, cada uno de ellos cincuenta veces más pesado que nuestro arcángel, fueron borrados del continuo como motas de polvo? El Salam y yo, ahora lo comprendo, estábamos equivocados. Los invitados llegaron con un ramo de flores; en el jardín, el perro del anfitrión les atacó; un invitado, tratando de ahuyentar al animal con su paraguas, atravesó sin querer a la tía del anfitrión. ¿Por qué hablar de una demostración de fuerza? ¡Son las nieves de antaño, ya se ha hecho!
Harrach, con una amplia sonrisa, y no sin malicia, dirigió sus palabras al capitán, pero sus ojos estaban clavados en el fraile.
—La contradicción no está donde usted piensa —dijo el dominico—. Para quienes no nos comprenden no podemos ser portadores de buenas nuevas. No se puede demostrar las buenas intenciones mientras sean sólo intenciones. Las malas, en cambio, sí pueden demostrarse causando daño. Es un circulus vitiosus: para comunicarnos con ellos, debemos convencerles de nuestras intenciones pacíficas, pero para convencerles de ellas, primero tenemos que comunicarnos con ellos…
—¿Cómo es posible que todo lo que está sucediendo no haya sido previsto por nuestros grandes pensadores, los planificadores y directores del CETI y el SETI? —preguntó Tempe con ira—. ¿Es que todo esto ha ocurrido de forma inesperada? Es increíblemente estúpido.
El camarote se llenó de voces airadas que discutían. Steergard no dijo nada. Pensó que en este infructuoso debate —se daba cuenta de su inutilidad— los hombres, sin ser plenamente conscientes de ello, estaban desahogando la frustración que habían ido acumulando en el curso de los repetidos intentos de comunicar con Quinta. Esto era el resultado de muchas noches sin dormir, del celo no recompensado puesto en la investigación de la luna, de la construcción de hipótesis que, en lugar de proporcionar una mayor comprensión de la civilización extraña, se venían abajo como un castillo de naipes. La frustración hacía que algunos se sintieran rodeados de acertijos sin solución, o en un laberinto sin salida, y que otros sospecharan cada vez más que ellos padecían de paranoia colectiva.
Si realmente había paranoia en Quinta, era contagiosa. Steergard observó que la luz indicadora que había sobre el estante junto a su cama, en el fondo del camarote, estaba apagada. Alguien había tocado el interruptor de la sala de control para desconectar al cerebro central de la nave de su camarote, alguien que al parecer no deseaba la presencia fría, racional y lógica de DEUS en esta reunión. Steergard no preguntó quién lo había hecho. Conocía a sus hombres; entre ellos no había ningún cobarde o mentiroso que hubiese negado su acción, pero podían haberlo hecho inconscientemente, como cuando uno cubre su desnudez ante un desconocido por un reflejo más rápido que el pudor.
Así que no dijo nada, pero volvió a conectar el terminal y le pidió a DEUS que les diera un pronóstico de la decisión óptima.
DEUS respondió que no tenía datos suficientes para optimizar acciones. Además, en la pregunta había implícito un inevitable antropocentrismo. Las personas hablaban de sí mismas y de otros en términos de bueno o malo. Lo mismo era aplicable a toda su historia. Muchos consideraban que la historia era una acumulación de crueldades, de sojuzgamientos sin sentido, absurdos incluso prescindiendo de la ética, ya que ni los agresores ni sus víctimas conseguían nada excepto la desintegración de la cultura, la caída de unos imperios sobre cuyas ruinas se alzaban otros imperios. En una palabra, muchos miraban la historia de la humanidad con desprecio, pero por regla general nadie pensaba que fuese una horrible aberración psicozoica en el Universo, que la Tierra fuese un planeta de brutales asesinos, único entre millones de globos, un lugar donde la inteligencia producía sangre y dolor, contrariamente a lo que era la norma cósmica. En general, la gente, en el fondo de su corazón, sin pensar demasiado en ello, consideraba que la historia de la Tierra —en todo su curso, desde el paleopiteco y el australopiteco hasta el hombre actual— era «normal», un tipo que se daba con frecuencia en el conjunto de las civilizaciones cósmicas.
Pero en este campo no se sabía nada, y no existía ningún método por el cual se pudiera obtener de ese cero informativo algo más que cero. El gráfico Ortega-Nilssen indicaba únicamente la media de tiempo que separaba el nacimiento de una protocultura de la explosión tecnológica. La curva del diagrama —la llamada vía principal de los psicozoicos— no reflejaba otros factores biológicos o sociológicos (culturales, políticos) que juntos conformasen la historia específica de los seres inteligentes. Tal omisión estaba justificada por la experiencia terrestre, porque los enfrentamientos entre distintas religiones y culturas, entre diferentes formas de gobierno e ideologías —colonizaciones y descentralizaciones, el ascenso y la caída de imperios—, no interferían para nada en el ritmo del avance tecnológico. Éste era una curva parabólica que no se veía afectada por perturbaciones y traumas históricos tales como invasiones, plagas y genocidios, porque la tecnología, una vez que adquiría impulso, se convertía en una variable independiente de la subestructura de la civilización. Se convertía, con su integración, en una curva logística de un proceso autocatalítico.
Siempre había individuos —en la escala microscópica— que realizaban inventos y descubrimientos, solos o en equipo, pero estos creadores podían ser eliminados de la ecuación, porque eran los inventos los que daban lugar a otros inventos y los descubrimientos los que llevaban a otros descubrimientos. Esta aceleración describía una parábola que parecía elevarse hasta el infinito. Un descenso en la curva no estaba causado por los individuos que deseaban proteger el medio; la curva descendía sólo cuando, de no ser así, se destruiría la biosfera. Invariablemente descendía en el punto crítico, porque si las tecnologías para salvar o reemplazar la biosfera no venían en ayuda de las tecnologías de expansión, esa civilización entraría en una crisis que pondría fin a todas las crisis, es decir, la extinción. Sin aire que respirar, no podría haber nadie que hiciera nuevos descubrimientos y recibiera los premios Nobel.
De acuerdo con los datos de la cosmología y la astrofísica, la vía principal de Ortega-Nilssen reflejaba solamente la capacidad limitadora de una biosfera dada (también denominada su máxima carga tecnológica). Pero esa capacidad no dependía de la anatomía ni de las formas de organización de la vida colectiva; dependía de las características físico-químicas del planeta, de su posición ecosférica y de otros factores cósmicos, que incluían las influencias estelares y galácticas, etc. Allí donde se llegaba al límite de carga de la biosfera, la vía principal se cortaba, lo cual significaba únicamente que las civilizaciones en cuestión se veían obligadas a tomar algunas decisiones globales respecto a su futuro. Cuando no estaban dispuestas a ello o eran incapaces de hacerlo, perecían.
El final de la vía coincidía con el llamado marco superior de la ventana de contacto. Ese marco o frontera —también llamado «límite de crecimiento»— explicaba las posteriores ramificaciones del monolítico tronco que era la vía principal, porque las diferentes civilizaciones continuaban su existencia de diferentes maneras. Aunque hasta entonces no se había intercambiado información alguna con ningún psicozoico, se sabía por los cálculos realizados que no existía una única decisión óptima, ninguna vía perfecta para salir de la trampa creada por el daño que la tecnosfera había causado en la biosfera. Incluso una civilización unida no tenía ante sí un solo camino que la condujera con seguridad a través de los múltiples dilemas y peligros.
En lo que se refería a su situación actual, era consecuencia de las acciones inadecuadas que habían realizado al apartarse del programa original de la expedición. En opinión de DEUS, habían dado una serie de pasos equivocados porque en el momento en que se dieron no parecían equivocados; la equivocación se reveló retrospectivamente. Más exactamente, el Hermes había sido llevado a una paradoja de Arrow: el que decide intenta llevar a cabo dos cosas, cada una de las cuales tiene un valor, pero que son mutuamente excluyentes. Entre el máximo riesgo y la máxima precaución se había formado una resultante de la cual les sería difícil liberarse. DEUS no creía que el capitán fuese el culpable del actual callejón sin salida, porque había intentado encontrar un punto intermedio entre el riesgo y la precaución. Después de capturar los satélites quintanos detrás de Juno y descubrir sus «viroides», se había desviado del programa en un exceso de cautela, camuflando la nave y no enviando señales a Quinta para anunciar la llegada de visitantes del espacio exterior. El precio de esa cautela se hacía evidente ahora.
El segundo error estaba en haberle dado al Gabriel demasiada autonomía, demasiada inventiva. Paradójicamente, esto también se debió a un exceso de cautela y a la equivocada suposición de que el Gabriel, superior en velocidad a los satélites o cohetes de Quinta, podría aterrizar sin que le interceptaran. Para que alcanzase tal velocidad, le dotaron con un motor teratrón. Y con el fin de que respondiese adecuadamente al comportamiento imprevisto de sus huéspedes después del aterrizaje, le dotaron con un ordenador demasiado inteligente. El programa SETI preveía enviar primero cohetes más pequeños; pero se desviaron en este punto cuando todos los esfuerzos diplomáticos del Embajador quedaron sin respuesta. A nadie se le pasó por la cabeza que el Gabriel transformaría su unidad propulsora en un cañón sideral implosivo. De este modo, a causa del ingenio del ordenador del Gabriel, se encontraban en esta situación. Ahora era imposible mandar otros cohetes como si no hubiera pasado nada. Una situación nueva exigía una táctica nueva. DEUS necesitaba veinte horas para pensar. Así era como estaban las cosas.
Después de su guardia nocturna, el piloto no pudo dormir. No dejaba de pensar en el consejo; para él no había tenido otro resultado que aumentar su desagrado hacia DEUS. Tal vez esa poderosa mente electrónica fuese brillante en lo que se refería a la lógica, pero el efecto que producía era extraordinariamente farisaico. Se habían cometido errores, todos se habían apartado del programa, pero la culpa no era del capitán, y DEUS tampoco tenía la menor responsabilidad en ello, como él mismo demostró con toda precisión. La paradoja de Arrow; el camuflaje que trajo tan malas consecuencias; las excesivas sospechas respecto a los quintanos, estimuladas por la hipótesis del sabotaje para explicar el origen de los «viroides»; así era como DEUS definía ahora tan claramente el problema, pero ¿quién había servido de consejero al capitán todo este tiempo?
Atado a la cama por la ingravidez, se fue indignando tanto que toda posibilidad de dormir se desvaneció. Encendió la luz que había sobre su cabeza, sacó un libro de debajo de la litera, El Programa Hermes, y empezó a leer.
Primero hojeó las suposiciones generales acerca de Quinta. Eran unas hojas impresas por ordenador, justo antes de que salieran del Eurídice, basadas en las observaciones astrofísicas. Los quintanos disponían de una energía del orden de 1030 ergios. Por tanto, su civilización estaba en la fase presideral. Las principales fuentes de energía eran sin duda reacciones termonucleares del tipo estelar, pero no habían lanzado al espacio centrales eléctricas. Lo más probable era que, al agotarse los combustibles fósiles, como sucedió en la Tierra, iniciaran un período de utilización de los uránidos, cuya explotación dejó de ser rentable después de que dominaran el Ciclo de Bethe. Parecía improbable que durante el último siglo el planeta hubiese soportado guerras libradas con armas nucleares. La zona fría ecuatorial no podía ser consecuencia de ese tipo de guerras. Cualquier invierno postátomico habría afectado prácticamente a todo el planeta, puesto que las masas de polvo arrojadas a la estratosfera aumentarían el albedo de toda la superficie. Las razones para interrumpir la construcción del anillo de hielo formado por el agua del océano eran desconocidas.
Fue pasando rápidamente páginas llenas de gráficos y tablas, hasta que llegó al capítulo «Hipótesis sobre la civilización».
«1) Quinta sufre conflictos internos que han influido en su desarrollo tecnológico. Esto sugiere la presencia de naciones, u otros grupos, antagonistas. Las confrontaciones militares abiertas, pertenecientes al pasado, no condujeron a una solución del tipo “conquistador-conquistado”. En cambio, se entró gradualmente en la fase de la guerra secreta.»
En este punto se había añadido una hoja impresa por DEUS más tarde, a bordo del Hermes:
«Los parásitos encontrados en los dos satélites quintanos son pruebas que apoyan la tesis de una actividad criptomilitar. Según esta interpretación, los bloques de adversarios permanecen en un estado que no es ni la clásica paz ni la clásica guerra en el sentido de Clausewitz.
»Su lucha se desarrolla detrás de las líneas del frente, en daños meteorológicos infligidos al enemigo o en una mutua erosión catalítica del potencial tecnoindustrial. Esto puede haber detenido la creación del anillo de hielo, dado que dicha tarea exigiría una cooperación global.»
Lo que venía a continuación estaba escrito en el Eurídice:
«Si existen estos grupos de antagonistas y luchan de una forma no clásica, el contacto con cualquier visitante procedente del espacio resultará considerablemente más difícil. El establecimiento a priori de una alianza con el visitante es sumamente improbable para cualquiera de los bandos, si hay sólo dos, porque el intruso extraplanetario no tendría ningún motivo racional, no tendría nada que ganar tomando partido en el conflicto. En realidad, ese contacto podría ser la chispa que convirtiera una guerra secreta latente, callada, constante, tercamente sostenida, en una confrontación abierta a gran escala entre ambas potencias.
»Un ejemplo. Supongamos que en el planeta T los bloques A, B y C mantienen un conflicto mutuo. Si B establece contacto con el intruso, A y C se sentirán gravemente amenazados. Puede que ataquen al intruso —para impedirle que aumente el potencial de B— o que se alíen para atacar a B. La situación es inestable de entrada, y la introducción de un elemento externo de gran potencial tecnológico —como el que el visitante debe poseer puesto que ha dado el salto galáctico— podría bastar para provocar una escalada en las hostilidades.
»2) Quinta está unida, es una federación o un protectorado. No hay antagonistas igualados en el planeta, porque una de las potencias ha logrado el dominio sobre las otras. Tampoco este dominio (tanto si es consecuencia de victorias militares como si se ha conseguido por medios no militares, habiéndose sometido los bandos más débiles a la principal potencia del globo) proporciona estabilidad de cara al contacto con un intruso galáctico.
»No debemos imputar a la potencia global designios demoníacos o imperialistas de expansión extraplanetaria. En este modelo de Quinta, la potencia no desea destruir al visitante, sino únicamente frustrar sus intentos de establecer contacto y, sobre todo, de aterrizar en el planeta. Los obsequios tecnológicos del visitante podrían fácilmente ser regalos envenenados. (No obstante, el mismo intento de impedir que se hagan esos regalos, de evitar que se perturbe el actual equilibrio sociopolítico, podría perturbar ese equilibrio.) Por ello, también en un sistema unido, la negativa a aceptar el contacto podría ser una decisión sensata para la potencia global. Esta política de aislamiento, dirigida hacia el espacio exterior, tiene muchos precedentes en la Tierra. El umbral informativo de contacto que ha de superar el visitante es de una magnitud indeterminada.
»3) De acuerdo con Folger, Kraft y su grupo, es posible que un planeta unido donde no haya conquistadores ni conquistados, ni opresores ni oprimidos, tampoco desee el contacto. Los dilemas básicos de una civilización así, que está empezando a salir de la vía de Ortega-Nilssen y se halla próxima a la parte superior de la ventana, se encuentran en la intersección de su cultura y su tecnología. La cultura se caracteriza siempre por un consecuente retraso de las normas legales y ético-morales con respecto a la tecnología en su período parabólico, presaturado, de aceleración. La tecnología hace posible lo que la tradición cultural prohíbe y considera inalterable. (Ejemplos: la ingeniería genética aplicada a seres equivalentes a las personas; el control del sexo; los trasplantes de cerebro.) A la luz de estas dificultades, el contacto con los visitantes revela su carácter equívoco. Que las autoridades planetarias rechacen el contacto no significa necesariamente que atribuyan a los intrusos motivaciones hostiles. Pero sus temores están justificados: la inyección de tecnologías radicalmente nuevas puede desestabilizar los lazos y las relaciones sociales. Además, las consecuencias del contacto son imprevisibles. Esto no se aplica al contacto por radio —o cualquier otro contacto a distancia—, ya que los receptores de las señales pueden, siguiendo su propio criterio, hacer uso de la información recibida o despreciarla.»
Ahora se sentía cansado, pero seguía sin poder dormir. Pasó varios capítulos y leyó el último, que hablaba del procedimiento para el contacto.
El proyecto SETI había considerado los problemas mencionados como dificultades que un invitado podría encontrarse para comunicarse con su anfitrión. Por tanto, la nave iba equipada con aparatos especiales para la comunicación, además de con autómatas, que podrían, en caso de que no hubiese negociaciones preliminares por medio de un intercambio de señales, demostrar el carácter pacífico de la expedición antes de aterrizar. El procedimiento inicial tenía muchas etapas. El primer anuncio de la llegada de la nave desde la Tierra sería una emisión de ondas (los alcances se incluían en un apéndice) en las bandas de radio, calor, luz, ultravioleta y rayos de partículas. Si no había respuesta, o la respuesta era ininteligible, se enviarían aterrizadores a todos los continentes. Los sensores de estos aparatos les guiarían hacia donde hubiera grandes concentraciones de edificios.
También había montones de esquemas, diagramas y especificaciones. Cada aterrizador llevaría un receptor-transmisor y datos acerca de la Tierra y de sus habitantes. Si con este paso tampoco se obtenía la reacción deseada —el establecimiento del contacto—, se lanzarían unos cohetes más pesados con ordenadores capaces de dar instrucciones sobre el uso de códigos visuales, táctiles y acústicos. El procedimiento era irreversible, siendo cada paso continuación del anterior.
Los primeros aterrizadores contenían indicadores-emisores que sólo se activarían con la destrucción violenta de su blindaje: una destrucción que no podía ser causada por un fallo de funcionamiento o un mal aterrizaje, sino únicamente por un desmantelamiento intencionado no discursivo. (Al piloto le hizo sonreír esta forma de describir a un hombre de las cavernas machacando al emisario transistorizado de la humanidad con su maza de pedernal. También se producía un «desmantelamiento no discursivo», pensó, cuando sin explicación previa le dabas un puñetazo a un tipo que le hacía tragarse los dientes.)
Los indicadores, hechos con monocristales, eran tan sumamente resistentes que podían enviar una señal aunque el aterrizador fuese destruido en una fracción de segundo; volado con un explosivo, por ejemplo. El programa continuaba describiendo en detalle los diferentes modelos de estos mensajeros, y las descargas para enviarlos de forma sincronizada a los lugares de aterrizaje elegidos, de modo que ninguna región, ningún continente, fuesen privilegiados ni omitidos, etc.
El libro contenía también la opinión contraria de un grupo de expertos del SETI, que eran extremadamente pesimistas. No existían aparatos, ni mensajes ni declaraciones fáciles de descifrar, afirmaban, que no pudieran interpretarse como una máscara para ocultar una intención agresiva. Esto era el resultado inevitable de la diferencia de nivel tecnológico.
El fenómeno que en el siglo XIX y especialmente en el XX se llamó «carrera de armamentos» se inició con el paleopitecántropo, cuando éste empleó el largo hueso de la pata de un antílope como una porra, para aplastar con ella algo más que el cráneo de los chimpancés, puesto que era caníbal. Más tarde, cuando la ciencia, la madre de la tecnología acelerada, surgió en la encrucijada de las culturas mediterráneas, el progreso militar de las naciones europeas guerreras —y luego de las no europeas— nunca dio a uno de los bandos una ventaja arrolladora sobre otro. La única excepción a esta regla fue la bomba atómica, pero los Estados Unidos disfrutaron de esa ventaja sólo durante un brevísimo momento de la historia.
Pero la diferencia tecnológica entre las civilizaciones del Universo tenía que ser enorme. Más aún, dar con una civilización que tuviera el mismo desarrollo tecnológico que la Tierra sería, prácticamente, imposible.
El grueso volumen incluía otras doctas especulaciones. El visitante que iniciase a un anfitrión subdesarrollado en los arcanos de la ingeniería sideral actuaría como una persona que le da a unos niños granadas de mano para jugar con ellas… habiéndoles quitado el seguro. Pero si no revelaba sus conocimientos, se arriesgaba a resultar sospechoso de duplicidad, de buscar la dominación, y por tanto estaba condenado en ambos casos.
La profundidad de los argumentos acabó venciendo al lector, quien, con la ayuda del Programa SETI, cayó en un sueño tan profundo que el libro quedó en sus manos y la luz de la lámpara encendida.
Iba andando por una calle estrecha, cuesta abajo, entre casas, bajo el sol. Delante de los arcos jugaban unos niños. Había ropa tendida en las ventanas. El pavimento irregular, salpicado de basura, pieles de plátano y restos de comida, estaba dividido por un canalón por el que corría agua sucia. En la lejanía, al final de la cuesta, estaba el puerto, lleno de velas. Unas pequeñas olas letárgicas lamían la playa; los botes varados sobre la arena estaban separados por redes de pesca. En el mar, liso hasta el horizonte, brillaba una cinta de sol reflejado. Olía a pescado frito, orines y aceite de oliva. No sabía cómo había llegado hasta allí, pero sabía que aquello era Nápoles. Una niña morena corrió, gritándole a un chiquillo que huía con una pelota. Él se paraba, fingía que iba a tirarle la pelota y luego echaba a correr antes de que ella pudiera cogerle. Otros niños gritaron algo en italiano. Una mujer se asomó a una ventana, despeinada, en camisón, retiró de la cuerda tendida de un lado a otro de la calle sus combinaciones y faldas ya secas. Más abajo comenzaban unos escalones de piedra agrietada. De repente todo se estremeció, hubo un ruido sordo, las paredes empezaron a derrumbarse. Se quedó inmóvil, aturdido, cegado, en medio de una nube de polvo. Algo cayó detrás de él. Las mujeres chillaban, caía una lluvia de ladrillos, el trueno del terremoto era ensordecedor. Terremoto, terremoto, los gritos se perdieron en el segundo estruendo. Pedazos de yeso cayeron sobre él; se cubrió la cabeza con los brazos, sintió un golpe en la cara y se despertó, pero el terremoto no pasó. Un peso tremendo le aplastaba contra la cama. Trató de levantarse, pero las correas le sujetaban. El libro le dio en la frente y voló hasta el techo. Estaba en el Hermes, no en Nápoles, pero se oían truenos y las paredes temblaban. Sintió que todo el camarote se movía. Se quedó colgando, suspendido boca abajo. La lámpara parpadeó. Vio debajo su libro abierto y un jersey aplastado contra el techo; de los estantes invertidos salieron volando unos carretes de película. No era un sueño, y tampoco eran truenos. Las sirenas aullaban. La luz disminuyó, relampagueó y se apagó. Las luces de emergencia de los rincones —ahora en el suelo— se encendieron. Trató de encontrar los broches de las correas para soltarse, pero los cierres, tirantes por el peso de su cuerpo, no se abrían. Sus manos se volvieron de plomo; la sangre se le subió a la cabeza. Dejó de luchar. Se sintió zarandeado. El peso le aplastaba unas veces contra las correas y otras contra la cama. Comprendió. Esperó. ¿Era el fin?
A esa hora —era más de medianoche— no había nadie en el cuarto de revelar. Kirsting se sentó delante del visiscopio apagado, se ató a la silla al tacto, tanteó los botones como un ciego y puso la cinta en marcha. A través del rectángulo blanco de la pantalla iluminada pasaron, uno a uno, los tomogramas, casi negros, con masas de líneas redondeadas más claras como sombras de rayos X. Pasó un fotograma tras otro hasta que paró la cinta. Estaba examinando los SG de la superficie de Quinta. Giró suavemente el dial del micrón para conseguir la mejor imagen. En el centro había una convergencia erizada, como la de un núcleo atómico, que se dispersaba radialmente en fragmentos cuando se le golpeaba. Cambió la imagen del punto uniforme y lechoso del centro a su atenuada periferia.
Nadie sabía qué era aquello. ¿Un complejo de edificios deshabitados, una especie de ciudad gigante? En este encuadre se la veía en sección, trazada por nucleones de elementos más pesados que el oxígeno. Este tipo de topografía —radiografías estratificadas en tres dimensiones— de objetos astronómicos, conocida desde hacía mucho tiempo, sólo resultaba útil para estrellas enfriadas hasta convertirse en enanas negras y para planetas. Pero a pesar de su ingeniosidad, las imágenes de SG tenían sus limitaciones. La resolución era insuficiente para distinguir los fósiles individuales, aunque fuesen tan grandes como los dinosaurios del Mesozoico y el Cretácico. Sin embargo, trató de diferenciar los esqueletos de las criaturas de Quinta; quizá fuesen sólo los equivalentes a las personas los que llenaban esta pseudociudad, si es que era realmente una metrópoli de muchos millones. Llegó al límite de resolución y lo sobrepasó. Entonces, los minúsculos espectros hechos de pálidos filamentos temblorosos se dispersaron. En la pantalla apareció un borroso caos de granulaciones inmóviles.
Con toda la suavidad que pudo, movió el dial del micrón hacia atrás, y la imagen volvió. Seleccionó los SG más nítidos en el meridiano crítico y los superpuso hasta que los contornos de Quinta quedaron alineados como una serie de radiografías del mismo objeto tomadas a alta velocidad y compuestas. La «ciudad» se encontraba en el ecuador. Los SG se habían hecho a lo largo del eje de los polos magnéticos de Quinta, y a lo largo de la tangente de la corteza del planeta. Por tanto, si el complejo de edificios tenía una extensión de cuarenta y cinco kilómetros, las fotografías lo atravesaban oblicuamente; como si se radiografiara desde un barrio de las afueras todas las calles, plazas y casas entre uno mismo y el barrio opuesto. Esto era poco revelador. Mirando a una multitud de personas desde la altura, se las vería en escorzo vertical. Pero desde una perspectiva horizontal, sólo se vería a las personas más próximas que estuvieran a la entrada de las calles. Una multitud radiografiada parecería un revoltijo de esqueletos. Ciertamente era posible distinguir los edificios de los peatones: dado que los edificios no se mueven, todo lo que permaneciera en el mismo sitio más de mil SG podía ser eliminado. También se podía borrar de la fotografía a los vehículos por un proceso de retoque que eliminase cualquier cosa que se moviera más rápido que un hombre a pie. Si se tratase de una gran ciudad terrestre, se podrían eliminar casas, puentes, fábricas, junto con los coches y los trenes, dejando únicamente las sombras de los peatones. Pero unas premisas tan fuertemente geocéntricas y antropocéntricas eran de dudoso valor. A pesar de ello, Kirsting esperaba tener suerte.
Venía con frecuencia al cuarto oscuro por la noche y repasaba los carretes de fotos incontables veces con la esperanza de elegir y yuxtaponer por causalidad los SG adecuados y tal vez ver —aunque fuese mal, en un perfil borroso— los esqueletos de esos seres. ¿Serían hominoides? ¿O siquiera vertebrados? ¿Era el calcio, compuestos de calcio, lo que sostenía su estructura, como sucedía con los vertebrados terrestres? La exobiología consideraba que la forma humana era improbable, pero que era posible una semejanza osteológica con los esqueletos de la Tierra, teniendo en cuenta la masa del planeta y la composición de la atmósfera. El oxígeno libre sugería la existencia de vegetación, pero las plantas no se dedicarían a los viajes espaciales ni a la fabricación de cohetes.
Kirsting no contaba con encontrar una estructura ósea hominoide, que era el resultado de intrincados y entrecruzados caminos en la evolución terrestre. Pero ni siquiera la bipedalidad y la estatura erecta justificaban el antropomorfismo. Después de todo, miles de reptiles prehistóricos habían andado sobre dos patas. Si se hicieran SG de una manada de fósiles de iguanodontes corriendo, a gran distancia sería imposible distinguirlos de un grupo de corredores de maratón.
La sensibilidad del aparato era mucho mayor de lo que hubieran podido soñar jamás los padres de las imágenes por resonancia de spin. Podía detectar una cáscara de huevo, por el calcio, a una distancia de cien mil kilómetros.
A veces, al científico le parecía ver entre las manchas difusas microscópicos hilos más claros que el fondo, como una danza de la muerte de Holbein fotografiada a través de un telescopio. Y que, si aumentaba un poco la ampliación, podría ver los esqueletos realmente, y dejarían de ser lo que su mente añadía a las temblorosas fibras, tan imprecisas y fugaces como los canales que vieron los primitivos observadores de Marte por lo mucho que deseaban verlos. Cuando miraba fijamente durante largo rato los grupos de débiles e inmóviles chispas, su fatigada visión cedía a su voluntad y entonces distinguía —casi— los puntos lechosos de los cráneos y los huesos, finos como un caballo, de la espina dorsal y las extremidades. Pero cuando parpadeaba porque los ojos le escocían por el esfuerzo, la ilusión se desvanecía.
Kirsting desconectó los instrumentos y se levantó. Cerrando los ojos con fuerza en la oscuridad total, evocó la imagen apenas entrevista, y las diminutas apariciones esqueléticas volvieron, fosforescentes contra un terciopelo negro. Al tacto soltó las correas que le sujetaban y flotó hacia la lucecita roja que había sobre la puerta. Deslumbrado por la fuerte luz del corredor después de estar tanto tiempo a oscuras, se apoyó contra el hueco de la puerta, que estaba acolchado con una gruesa espuma, en lugar de ir directamente hacia el ascensor, y esto le salvó cuando el impacto de la gravedad le golpeó, con el acompañamiento del trueno. Las lámparas se apagaron, y a lo largo del corredor que giraba con toda la nave se encendieron las luces de emergencia. Pero él no las vio, porque ya estaba inconsciente.
Steergard no apareció después del consejo, sabiendo que DEUS, sin importar cuántas tácticas le ofreciera, le obligaría a tomar una elección; una elección que equivaldría a la alternativa entre un riesgo incalculable y una simple retirada. Durante la discusión había mantenido una pose de decisión, pero ahora, a solas, se sentía indefenso, más que nunca en su vida. Se le hacía cada vez más difícil resistir la tentación de dejar la elección al azar. En uno de los armarios de su camarote tenía —entre otros objetos personales heterogéneos— una antigua y pesada moneda de bronce con el perfil de César y en el reverso las fasces romanas. Era un recuerdo de su padre, que era numismático. Al abrir el armario, aún no sabía si confiaría la nave, la tripulación, la suerte de toda la expedición a esta moneda, la más grande de la historia, aunque ya se estaba diciendo a sí mismo que las fasces significarían la huida —pues ¿qué era sino una retirada?— y el gastado perfil de la pesada cara, lo que podría suponer la muerte de todos. Venció sus vacilaciones, metió la mano en el armario y de uno de los pequeños compartimentos sacó un estuche plano. Lo abrió y dio vueltas a la moneda en la mano. ¿Tenía derecho a…? No habiendo gravedad, no podía lanzarla al aire. Puso la moneda en un clip, encendió el electroimán que había debajo del borde de la mesa para sujetar las fotografías o los mapas con cubos de acero. Apartó hacia los lados los montones de papeles y cintas y, como un niño (había sido un niño en otro tiempo), hizo girar la moneda. Dio vueltas sobre el borde del clip cada vez más despacio, describiendo pequeños círculos, hasta que finalmente cayó, atraída por el imán, y mostró el reverso. Retirada.
Para sentarse se agarró a los brazos del sillón giratorio y, no bien su camisa se adhirió al respaldo, antes de que pudiera darse cuenta, sintió el impacto. Apenas perceptible al principio, fue en aumento hasta que una enorme fuerza barrió de la mesa las películas, los papeles y la moneda de bronce, y le hundió en el sillón. La gravedad se intensificó. Con la vista nublada, porque la sangre abandonaba sus ojos, aún pudo ver el rápido parpadeo de la lámpara redonda de la pared, y oír, sentir, cómo por las paredes de acero, debajo del acolchado, corría un profundo quejido de todas las junturas; y por encima del estrépito de todos los objetos que volaban en todas direcciones, se oía el aullido de las sirenas, un aullido que no parecía proceder de unas bocinas sino de la nave misma, herida en su cuerpo de 170.000 toneladas. Y mientras escuchaba este alarido y el continuo estruendo, cegado por el terrible peso que aplastaba su cuerpo de plomo contra la butaca, mientras se desmayaba, experimentó alivio.
Sí, alivio, porque ahora la retirada estaba descartada.
Recobró la vista después de unos veinte segundos, aunque el gravímetro seguía señalando al rojo.
El Hermes no había sufrido un impacto directo; eso era imposible. Fuera lo que fuera lo que le había embestido, DEUS, siempre de guardia, paró el golpe. Pero el ataque se había llevado a cabo tan astuta y clandestinamente que DEUS, sin tiempo para elegir un escudo moderado, recurrió al último recurso.
Un muro gravitacional no podía romperlo nada en este Universo excepto una singularidad, y de este modo salvó al Hermes. Pero la fuerza de una respuesta tan violenta tenía que producir retroceso. Igual que un cañón retrocedía por reacción al disparar, la nave entera, en el epicentro de la descarga sideral, tembló, a pesar de que sólo recibió una pequeña fracción de la energía liberada. Steergard, sin intentar levantarse siquiera porque aún se sentía como si estuviera debajo de una prensa, vio, con los ojos saliéndole de las órbitas, que la gran aguja del indicador bajaba, vibrando, milímetro a milímetro, desde la parte roja de la esfera. Sus músculos, tensados al máximo, empezaban ahora a obedecerle. El gravímetro bajó hasta el dos negro. Pero las sirenas seguían ululando en todas las cubiertas.
Apoyándose en ambos brazos, se levantó de la butaca con dificultad. Una vez de pie, tuvo que sostenerse con las manos en el borde de la mesa; en la postura en que andaba un mono encorvado, pensó (un curioso pensamiento, en ese momento). Entre las cintas y los mapas desperdigados por el suelo vio la moneda de su padre, que continuaba mostrando el reverso o la retirada.
Sonrió, porque esa decisión había quedado ya anulada por una carta más alta. La aguja blanca del gravímetro marcaba ahora el uno y seguía bajando lentamente. Tenía que ir a la sala de control para ver cómo estaba su gente. Pero en la puerta se volvió de pronto, recogió la moneda y la guardó de nuevo en el armario. Nadie debía llegar a enterarse de su momento de debilidad. No era una debilidad desde el punto de vista de la teoría de juegos, puesto que en ausencia de soluciones mínima no había mejor decisión que una enteramente fortuita. Por tanto podía justificar su acción, por lo menos ante sí mismo, pero prefería no tener que hacerlo. Cuando estaba a la mitad del túnel-pasillo, volvió la ingravidez. Apretó el botón del ascensor. El problema estaba resuelto. Aunque él no era partidario de la batalla, conocía a su gente, y sabía que ninguno de ellos, excepto el delegado del Vaticano, aceptaría huir.