3. El superviviente

Recobró la conciencia ciego y sin cuerpo. Sus primeros pensamientos no estaban formados de palabras; sus sensaciones eran confusas, inexpresables. Retrocedió, desapareció en alguna parte y regresó. Sólo cuando encontró su lenguaje interior pudo hacerse preguntas: ¿De qué tenía miedo? ¿Qué clase de oscuridad es ésta? ¿Qué significa esto? Y cuando dio ese paso, pudo pensar: ¿Qué soy? ¿Qué me está pasando?

Intentó moverse, localizar sus brazos, sus piernas, su torso, porque ahora sabía que tenía un cuerpo o, al menos, que debía de tenerlo. Pero nada respondió, nada se movió. No podía saber si tenía los ojos abiertos. No notaba los párpados, ni el parpadeo. Se esforzó al máximo por levantar los párpados, y quizá lo consiguió. Pero no vio nada más que la misma oscuridad que antes. Estos intentos, que requirieron un tremendo esfuerzo, le llevaron de nuevo a la pregunta: ¿Qué soy? Soy un hombre.

Esta respuesta tan obvia fue una revelación para él. Luego, inmediatamente, reconoció que era evidente y sonrió para sí, porque ¿qué clase de brillante descubrimiento era ése?

Las palabras volvían lentamente, no sabía de dónde; al principio, dispersas, sin orden, como si sacara peces de unas profundidades ignotas. «Soy. Yo soy. Dónde, no lo sé. No puedo sentir mi cuerpo. ¿Por qué?» Entonces comenzó a sentir su cara, las mejillas, posiblemente la nariz. Incluso podía mover las aletas de la nariz, aunque ello requería un enorme esfuerzo. Miró, moviendo los ojos en todas direcciones, y, como había recobrado su capacidad de razonar, llegó a una conclusión: estoy ciego o la oscuridad es total. La oscuridad trajo a su mente la noche, y la noche, un gran espacio lleno de aire puro y frío, y el aire le sugirió la respiración. «¿Estoy respirando?», se preguntó, y escuchó atentamente en su oscuridad, que era tan parecida a la nada y sin embargo tan distinta.

Le pareció que estaba respirando, pero no de la manera normal. El vientre, las costillas estaban inmóviles, en una incomprensible suspensión; el aire entraba por sí mismo y salía suavemente. No podía respirar de otra manera.

Ahora tenía cara, pulmones, nariz, boca, ojos, aunque no veían. Decidió cerrar el puño, pues recordaba perfectamente lo que eran las manos y cómo cerrarlas con fuerza. Pero no sintió nada, y el miedo volvió, esta vez racional, derivado de la lógica: «esto es parálisis o que he perdido los brazos y posiblemente las piernas». La conclusión parecía falsa: tenía pulmones, eso era seguro, y sin embargo no tenía cuerpo. En su oscuridad y su miedo penetraron unos tonos, medidos, distantes, sordos. ¿La sangre?

¿Su corazón? Latía. Entonces oyó, como las primeras noticias del exterior, los sonidos del habla. Sus oídos se abrieron de repente, aunque los sonidos le llegaban amortiguados. Había dos personas hablando —él distinguía dos voces—, pero no entendía lo que decían. Conocía el idioma, pero las palabras sonaban indistintas, como objetos vistos a través de un cristal esmerilado o de la niebla. A medida que concentraba su atención, su capacidad auditiva se agudizó, y —extrañamente— fue a través del oído como emergió de sí mismo, encontrándose en un espacio que tenía fondo, techo y lados. Comprendió que esto significaba que había gravedad. Luego empezó a concentrarse completamente en escuchar. Las voces eran masculinas, una más alta y más suave, la otra baja, de barítono, muy próxima. Tal vez podría hablar él, si lo intentaba. Pero quería escuchar primero, no sólo por curiosidad y esperanza, sino porque era algo placentero oír tan bien y entender cada vez más el habla humana.

—Yo le mantendría en el helio.

Ésta era la voz más cercana, que sugería un hombre grande y fornido por la fuerza que había en ella.

—Yo no —dijo la voz más lejana, más joven.

—¿Por qué no? No hace ningún daño.

—Mira su cerebro. No, no el calcar avis. El temporal derecho. El centro de Wernicke. Nos está escuchando. ¿Ves?

—La amplitud es pequeña. Dudo que nos entienda.

—Ahora los dos lóbulos frontales. Realmente, parecen normales.

—Ya veo.

—Ayer prácticamente no daba alfa.

—Estaba hibernando. Eso es normal. Pero tanto si nos entiende como si no, hay demasiado nitrógeno. Voy a añadir helio.

Un largo silencio y unos pasos suaves.

—Espera… mira…

Ése era el barítono.

—Está despierto… Bueno, entonces…

El resto no lo oyó. Susurraban.

Recuperó su claridad de pensamiento. «¿Quiénes eran los que hablaban? Médicos. ¿He tenido un accidente? ¿Dónde? ¿Quién soy yo?» Pensó cada vez más rápido mientras ellos murmuraban, levantando la voz por la excitación.

—Estupendo, los frontales están perfectos. Pero el tálamo, no sé… Conéctalo más abajo. Usa aquí el Esculapio. No, mejor el medicom… Bien. Ajusta la imagen. ¿Cómo está la médula?

—Casi a cero. Extraño.

—Lo extraño es que no esté a cero. Veamos el centro respiratorio. Hmm…

—¿Lo activamos?

—No. ¿Para qué? Empezará a respirar por sí mismo. Es más seguro así. Sin embargo, aquí, por encima del quiasma óptico…

Notó una punzada.

—No ve —dijo la voz joven en tono de sorpresa.

—El nueve está funcionando. Ahora averiguaremos si ve algo…

En el siguiente silencio oyó ruidos metálicos. Al mismo tiempo, la negra oscuridad dio paso a una tenue claridad grisácea.

—¡Ajá! —dijo el barítono triunfante—. Eran sólo las sinapsis. Las pupilas hace ya una semana que reaccionan. De todas formas —añadió en voz más baja— no podrá…

Un murmullo.

—¿Agnosia?

—No. Sería una buena cosa si… mira los componentes más altos…

—¿La memoria se está recuperando?

—No lo sé. No puedo decir ni que sí ni que no. ¿Y la imagen de la sangre?

—Normal.

—¿El corazón?

—Cuarenta y cinco.

—¿La tensión?

—Uno, diez. ¿Lo desconecto?

—Será mejor que no. Espera, un pequeño impulso a la médula…

Notó una contracción nerviosa.

—El tono muscular se está recuperando. ¿Lo ves?

—No puedo mirar los miogramas y el cerebro al mismo tiempo. ¿Se mueve?

—Los brazos… sin coordinación.

—¿Y ahora? Observa su cara. ¿Parpadea?

—Ha abierto los ojos. ¿Ve?

—Todavía no. ¿Cuál es el umbral del estímulo en las pupilas?

—Cuatro lux. Lo subiré a seis. ¿Ve?

—No. Sólo nota la luz. Es una reacción talámica. El medicom fijará los electrodos y dará la corriente. Ah, excelente…

En la oscuridad vio algo rosa pálido y brillante sobre él. Al mismo tiempo, oyó que la voz decía:

—Está usted salvado. Se pondrá bien. No intente hablar. Si me entiende, cierre los ojos dos veces. Dos veces.

Lo hizo.

—Excelente. Le voy a hablar. Si no me entiende, parpadee una vez.

Trató de distinguir qué era la cosa pálida y rosa, pero no pudo.

—Está intentando ver algo —dijo la voz más cercana.

¿Cómo podía la voz saber eso?

—Llegará usted a verme, a mí y todo lo demás —dijo el barítono despacio—. Tenga paciencia. ¿Me comprende?

Dijo que sí con los párpados. Quiso hablar, pero algo dentro de él graznó, y eso fue todo.

—No, no —le reprendió la misma voz—. Es demasiado pronto para tener una conversación. No puede hablar, tiene un tubo en la tráquea, para suministrarle aire. No puede respirar por sí mismo, y respiramos por usted. ¿Entiende? Bien. Ahora se dormirá. Cuando despierte y esté descansado, charlaremos. Se lo explicaré todo. Pero ahora… Victor, haz que se duerma muy despacio… que tenga sueños agradables…

Dejó de ver, como si una luz se hubiera apagado no encima de él, sino dentro de él. No deseaba dormir. Deseaba levantarse de un salto. Pero la oscuridad que era él mismo ya se había desvanecido.

Tuvo muchos sueños, sueños extraños, sueños hermosos y sueños que no podía ni recordar ni relacionar. A veces él era una multitud de cosas sensibles a la vez. Se iba muy lejos y luego regresaba. Veía a gente, reconocía sus caras, pero no podía recordar quiénes eran. A veces lo único que le quedaba era la vista, ilimitada, llena de sol invisible. Le pareció que transcurrían eones en estos sueños y en los vacíos entre ellos. Se despertó súbitamente. Junto con la conciencia recobró su cuerpo. Estaba tumbado de espaldas, envuelto en una tela suave y lanosa. Tensó los músculos de la espalda. Sintió un hormigueo en los muslos. Sobre él había un techo plano verde pálido; cerca brillaban unos tubos de algún tipo y unos objetos de cristal, pero no podía volver la cabeza para mirarlos. Algo le mantenía la cabeza fija, un cabezal blando, pero que le llegaba hasta las sienes y era resistente y firme. Los ojos podía moverlos libremente. Al otro lado de una pared transparente se alzaban unos aparatos, y en el mismo borde de su campo de visión unas lucecitas se encendían y apagaban. Pronto notó que esas luces tenían alguna conexión con él, porque cuando inhalaba más profundamente y su caja torácica se elevaba, las luces se encendían acompasadamente. Fuera de su campo de visión, algo despedía un resplandor rosa a un ritmo lento y uniforme, y la duración de esa luminosidad rosa también llevaba el paso con él, con su corazón. Ya no le cabía duda de que estaba en un hospital. «Un accidente, entonces. ¿Qué clase de accidente? ¿Y dónde?» Frunció el entrecejo, esperó que una explicación surgiera de su memoria, pero en vano. Permaneció inmóvil, con los ojos cerrados, y concentró su voluntad en esa pregunta. No hubo ninguna respuesta. La posibilidad de mover como quisiera las piernas, los brazos y los dedos, excepto por la tela que le envolvía, ya no le satisfacía. Trató de aclararse la garganta, tocó con la lengua la cara interna de sus dientes y finalmente habló:

—Yo. ¡Yo!

Reconoció su propia voz. Pero de quién era su propia voz, no lo sabía, y no entendía cómo podía ocurrir esto. Intentó librarse del acolchado que le sujetaba y tensó los músculos varias veces. Luego, un letargo se apoderó de él con extraña rapidez y de nuevo se apagó como una vela extinguida.

No contó los días que pasaban. La vida en la nave se dividía de forma simple y convencional, de acuerdo con el ritmo de la Tierra. Durante el día todas las cubiertas, corredores y túneles entre las secciones del casco estaban fuertemente iluminados. A las diez comenzaba el crepúsculo con una disminución de la luz de un blanco dorado que emanaba de las paredes y los techos. Durante aproximadamente una hora reinaba una penumbra azul, hasta que la iluminación cesaba y lo único que le mostraba el camino al paseante solitario era una delgada línea fluorescente que corría por el centro del techo. Ésta era la hora que más le gustaba. También podía recorrer el Eurídice durante el día; tenía acceso a todas las secciones, y le habían asegurado que no molestaría a nadie. Podía ir adonde quisiera, hacer cualquier pregunta, pero prefería dar sus paseos por la noche.

En perfectas condiciones físicas, todas las mañanas hacía ejercicios en el gimnasio, y luego iba a la escuela. Así era como él lo llamaba. Se sentaba delante de Mnemón para recuperar la memoria por medio de juegos de asociación de imagen y palabra, y también para aprender cosas que eran totalmente nuevas para él. Con la máquina, que era infinitamente paciente e incapaz de mostrar ninguna emoción, ni sorpresa, ni actitud de superioridad, se sentía a gusto. Si no lograba entender algo, Mnemón recurría a apoyos visuales, tomando la información de los bancos de otras máquinas de la nave. El holoarchivo contenía decenas de miles de películas (aunque no eran películas) y fotografías (aunque completamente diferentes de las fotografías del pasado, puesto que cada imagen, cuando era solicitada, se convertía en una escena que le rodeaba, y cada palabra se hacía carne, si bien, eso sí, carne transitoria). Si lo deseaba, podía visitar las cámaras secretas de las pirámides, las catedrales góticas, los castillos del Loira, las lunas de Marte, ciudades, bosques, pero sólo lo hacía porque sabía que tales visiones constituían una parte importante de su terapia. Los médicos intentaban tratarle como a cualquier miembro de la tripulación, nunca como a un paciente; incluso tenía la impresión de que le evitaban, como para demostrar que en nada era distinto de los demás.

Recobró la memoria visual, junto con su experiencia vital y sus conocimientos profesionales como navegante y experto en megapasos. Cierto, las naves habían cambiado tanto como las máquinas planetarias; mirándolas, se sentía un poco como un marinero de los tiempos de la navegación a vela que se encontrara de pronto en un gran transatlántico. Pero no era difícil llenar las lagunas. Sustituía la información anticuada por la nueva. Sin embargo, sentía cada vez más agudamente su peor pérdida, una pérdida que posiblemente fuera irreversible. No podía encontrar en su mente ni nombres ni apellidos, incluyendo el suyo propio. Lo que era más curioso, su memoria parecía estar dividida en dos. Cosas que había experimentado una vez volvían a él difuminadas aunque llenas de detalles, igual que las pertenencias de un niño halladas en un armario de la casa donde creció muchos años después evocaban no sólo imágenes del pasado, sino también un aura emocional. Una vez, en el laboratorio de los físicos, sintió en la nariz el acre olor del líquido de una destilación que se evaporaba y esto evocó instantáneamente en él algo más que una imagen: un campo de aterrizaje improvisado, fuertemente iluminado aunque era de noche, donde él, de pie bajo los conos aún al rojo de los cohetes, bajo su nave salvada, respiró el mismo olor de humo nítrico y sintió una felicidad de la que no fue consciente entonces, pero que ahora, recordándola, entendía.

No le habló de ello al doctor Gerbert, aunque realmente debería haberlo hecho, porque el doctor le había dicho que le contara inmediatamente cualquier recuerdo inesperado, ya que éste se encontraría en uno de los lugares enterrados de su memoria. Era necesario profundizar en el recuerdo, no por razones de psicoterapia, sino para restablecer y reabrir los canales que habían quedado borrados en el cerebro. De este modo podría volver más plenamente a sí mismo. El consejo era racional, profesional, y él se consideraba una persona racional; sin embargo, le ocultó esto al doctor. Su carácter era claramente taciturno. Nunca le había gustado hacer confidencias, en especial de asuntos privados. Se dijo a sí mismo que si alguna vez llegaba a recordar quién era, no sería por medio del olfato, como un perro. Se dio cuenta de que era una idea estúpida. Nunca se le pasó por la cabeza ponerse por encima de los médicos; pero mantuvo su decisión.

Gerbert notó pronto su reticencia. Le dio su palabra de que las sesiones con Mnemón no se grababan, y que él mismo podía borrar cada sesión de la memoria del pedagogo si lo deseaba. Y él así lo hacía. No tenía secretos con la máquina. Le ayudaba a recuperar multitud de recuerdos, pero sin los nombres de las personas… y sin el suyo. Finalmente le preguntó a la máquina por qué.

Mnemón se quedó callado durante largo rato. El entrenamiento de la memoria, como lo llamaban, tenía lugar en un camarote extrañamente amueblado. Había varios muebles antiguos, auténticas piezas de museo, de un estilo casi regio —butacas doradas de patas curvas— y en cada pared un óleo de un maestro flamenco, los cuadros que él había recordado que eran sus preferidos. Aparecieron en las paredes después de que él los recordase, como para ayudarle a continuar. Los óleos fueron cambiados varias veces; pero los lienzos que había en los marcos tallados no eran lienzos, aunque imitaban bien la fibra y las pinceladas de pintura. Mnemón le había explicado cómo se hacían estas excelentes réplicas temporales.

La máquina pedagógica no era visible. No porque la hubiesen escondido, sino porque, como era un subsistema de Esculapio, desacoplado para estas sesiones, en el camarote no adoptaba una forma que pudiera desentonar con el estado de ánimo del estudiante. Con el fin de que el superviviente no tuviera que dirigirle la palabra al espacio vacío —o a un micrófono, o a una pared—, tenía ante sí, mientras paseaba por el despacho, un busto de Sócrates, sacado de las páginas de la mitología griega. O de la filosofía. El busto, de cabello lanoso, parecía hecho de mármol; a veces, sin embargo, participaba —imitando una cabeza viva— en las discusiones. Para el estudiante esto era desagradable: de mal gusto, en cierta forma. Como no se le ocurría ninguna alternativa, y además no quería molestar a Gerbert por una tontería, se acostumbró a su cara. Pero siempre que tenía algo doloroso que revelar, paseando ante su mentor, hablaba sin mirarle.

Ahora, el falso Sócrates pareció titubear, como si le hubieran planteado un problema demasiado difícil.

—Mi respuesta te parecerá insatisfactoria. No es bueno que un hombre conozca demasiado bien sus mecanismos físicos y espirituales. El conocimiento completo revela límites de las posibilidades humanas, y cuanto menos limitado es un hombre por naturaleza, menos tolera los límites. Eso en primer lugar. En segundo lugar, los nombres se almacenan de modo diferente a otros conceptos integrados en el habla. ¿Por qué? Porque los nombres no forman un sistema coherente. Después de todo, son simplemente una convención. Cada persona tiene un nombre, pero podría tener otro totalmente diferente y seguir siendo la misma persona. El nombre que uno lleva lo decide el azar, en la forma de sus padres. Por tanto, el nombre de pila y el apellido no están determinados por una necesidad lógica o física.

»Si me permites una pequeña digresión filosófica… —siguió el busto de Sócrates—. Sólo las cosas existen, y sus relaciones. Ser hombre es ser una cosa concreta, independientemente de que sea una cosa viva. Ser hermano o hijo, eso es una relación. Examinando a una criatura recién nacida con todos los métodos posibles, lo sabrás todo acerca de ella, conocerás su código genético, pero no conocerás su nombre. Uno descubre el mundo; a los nombres, sin embargo, sólo llega uno a acostumbrarse. Esta distinción no se percibe en una vida normal. Pero una persona que ha llegado dos veces al mundo sí la experimenta. No es imposible que recuerdes tu nombre. Puede ocurrir en cualquier momento. O puede que no ocurra nunca. Por eso te aconsejé que adoptases un nombre temporal. No es ni una falta de honradez ni una falsedad. Estarías en la misma situación que tus padres junto a tu cuna. Ellos tampoco sabían, antes de escogerlo, qué nombre te iban a poner. Pero, una vez que lo escogieron, pasados muchos años, habrían sido incapaces de imaginar que tuvieras otro nombre más auténtico, más innato, y que ellos no te hubiesen puesto ése.

—Hablas más bien como Pitias —respondió él, tratando de ocultar su agitación por la alusión a su muerte. No entendía por qué reaccionaba de esta manera. Los hechos eran los hechos. En todo caso, debería sentir la tremenda satisfacción de quien se ha levantado de entre los muertos—. No me preocupa mi nombre. Sé que empieza por «P». Entre cuatro y siete letras. Parvis o Pirx. Sé que no era posible salvar a los otros. Habría sido mejor que no me enseñaran esa lista.

—Confiaban en que te reconocieses.

—No puedo elegir a ciegas. Ya te lo he dicho.

—Lo sé y comprendo tus motivos. Eras el tipo de persona que presta poca atención a sí mismo. Siempre has sido así. ¿No quieres elegir?

—No.

—¿Ni adoptar un nombre?

—No.

—Entonces, ¿qué piensas hacer?

—No lo sé.

Posiblemente habría más argumentos preparados para convencerle, pero por primera vez desde que venía a este camarote ejerció su derecho a borrar la memoria de la máquina. Todas sus conversaciones con ella. Y, como si no bastara, con el siguiente toque de su dedo hizo desaparecer el busto del sabio griego. Entonces sintió una macabra satisfacción, un placer absurdo pero intenso, como si hubiera asesinado —sin asesinarlo— a alguien ante quien había desnudado excesivamente su alma y quien (o, más bien, que) se había hecho cargo de su indefensión con tanta sensatez y autoridad. Una pobre excusa para una mente racional, y lamentó su acto, que le separaba de la inocente máquina. Pero como ésta había tenido razón al decir que más que estar en el mundo él quería tener el mundo dentro de sí, se tragó su ira, su vergüenza —inútiles— y las apartó de su mente para siempre, dedicándose a asuntos más importantes que su pasado personal. Había muchas cosas que aprender.

El mayor y más reciente esfuerzo para encontrar civilizaciones extraterrestres, llamado Cíclope, no había logrado nada después de casi veinte años. En opinión de quienes habían escuchado las estrellas, esperando recibir señales inteligentes, aquello había sido un completo fracaso. El misterio del Universo silencioso se había convertido en un desafío para la ciencia de la Tierra.

El extremado optimismo de un puñado de astrofísicos a finales del siglo XX, que había contagiado a miles de otros especialistas, así como a legos en la materia, se convirtió en su opuesto. Los millones invertidos en radiotelescopios que filtraban las emisiones de millones de estrellas y galaxias habían dado resultados en forma de nuevos descubrimientos, pero ninguna onda de radio trajo noticias de otra inteligencia. Sin embargo, los telescopios, situados en órbitas en el espacio, dieron varias veces con corrientes de radiación lo bastante singulares como para reavivar las esperanzas extinguidas. Si eran señales, su recepción fue de breve duración; se interrumpieron y no se repitieron. Tal vez la región circunsolar estaba siendo cruzada por mensajes dirigidos a otras estrellas. Fracasaron todos los intentos de descifrar las grabaciones aplicando incontables métodos. Ni siquiera se pudo determinar con certeza que estos impulsos concentrados fuesen señales. Por tanto, la tradición y la cautela obligaron a los expertos a concluir que el fenómeno era producto de la materia estelar, una emisión de radiación muy elevada, concentrada casualmente por las llamadas lentes gravitatorias en estrechos haces. La norma básica de la observación decía que todo lo que no procediese claramente de una fuente artificial había de ser considerado un fenómeno natural. La astrofísica, además, había avanzado hasta un punto en el que poseía suficientes hipótesis para «explicar» toda clase de emisiones observadas sin recurrir a la existencia de otros seres.

Surgió una paradoja: cuanto mayor era el número de teorías que los astrofísicos tenían a su disposición, más difícil resultaba demostrar la autenticidad de una señal intencional. Al final del siglo XX, los portavoces del Proyecto Cíclope habían redactado un catálogo de criterios: distinguir lo que la naturaleza podía producir, con la riqueza de sus fuerzas, de lo que escapaba a su poder y en consecuencia aparecería como un «milagro cósmico». Una analogía en la Tierra sería que las hojas cayesen de los árboles de modo que formasen las letras de una frase con sentido. O que los guijarros arrojados en el banco de arena de un río adoptasen la forma de círculos, tangentes o triángulos euclidianos. Así, los científicos confeccionaron una lista de requisitos —reglas— que tendría que cumplir cualquier remitente de señales extraterrestres. Casi la mitad de esta lista quedó anulada en los primeros años del siglo siguiente. No fueron sólo los púlsares, ni las lentes gravitatorias, ni la radiación de microondas de las nebulosas, ni las masas gigantes en el centro galáctico lo que engañaba a los observadores a causa de su regularidad, su repetición, el peculiar orden de sus diversos impulsos. Para sustituir a las «reglas para emisores» descartadas se redactaron unas nuevas, que también fueron anuladas al poco tiempo.

De ahí la pesimista conclusión de que la Tierra era única no sólo en este brazo de la Vía Láctea, sino en una miríada de otras galaxias espirales. Posteriores avances en los conocimientos —en la astrofísica, especialmente— pusieron en cuestión este pesimismo. El gran número de propiedades cósmicas de la energía y la materia que sugerían la noción de un «principio antrópico» —de la estrecha relación entre el Universo tal y como era y la vida tal y como era— presentaba un argumento convincente. En un cosmos que contenía personas era de esperar que también hubiera surgido la vida fuera de la Tierra. Entonces se presentaron una sucesión de conjeturas para reconciliar la fertilidad del Universo con su silencio.

La vida surgió en innumerables planetas, pero únicamente produjo seres inteligentes a través de la más excepcional concatenación de improbables casualidades.

No. Surgía con bastante frecuencia, pero generalmente se desarrollaba por vías no proteínicas. El silicio mostraba una abundancia de compuestos igual a la del carbono, la piedra angular atómica de las proteínas; pero una evolución basada en el silicio no convergería nunca con la inteligencia, o bien producirían formas de inteligencia sin ningún parentesco con la mentalidad humana.

No. La chispa de la inteligencia aparecía de varias formas, pero era de corta duración. El desarrollo de la vida tardaba millones de años sólo en su etapa presentiente. Las criaturas primates, una vez formadas, comenzaban automáticamente una explosión tecnológica al cabo de unos doscientos mil años. Esta explosión —y, de acuerdo con el reloj cósmico, era una auténtica explosión— no sólo las llevaba, a una velocidad siempre creciente, a un control cada vez mayor de las fuerzas de la naturaleza; también llevaba a las civilizaciones a separarse en direcciones demasiado diferentes para que pudieran entenderse por medio de ninguna afinidad de pensamiento. Esa afinidad no existía. Era una falacia antropocéntrica que la gente había heredado de las antiguas fes y los antiguos mitos. En realidad podía haber muchas inteligencias diferentes, y precisamente porque había tantas era por lo que el cielo guardaba silencio.

Nada de eso, afirmaban otras hipótesis. La solución al misterio era mucho más simple. La evolución de la vida, si producía inteligencia, lo hacía a través de una serie de sucesos aislados. Esta inteligencia podía ser cortada de raíz por cualquier incursión estelar en la vecindad del planeta matriz. La intervención procedente del espacio siempre era ciega y fortuita. ¿Acaso no había demostrado la paleontología, con ayuda de la galactografía (la arqueología de la Vía Láctea), que los mamíferos debían su primacía a cataclismos que dejaron montañas de restos de reptiles en el Mesozoico? ¿Y que una cadena de casualidades —glaciaciones, diluvios, la formación de estepas, los cambios en los polos magnéticos de la Tierra, los índices de mutación— era lo que había creado el árbol genealógico del hombre?

No obstante, la inteligencia podía madurar bajo billones de soles. Podía tomar el camino de la variedad terrestre, en cuyo caso ese billete premiado en la lotería estelar podía transformarse en una catástrofe al cabo de mil o dos mil años, porque la tecnología era un terreno lleno de trampas mortales y cualquiera que entrase en él podía fácilmente acabar mal.

Los seres inteligentes eran capaces de ver esta amenaza, pero sólo cuando era demasiado tarde. Tras abandonar las creencias religiosas, y reconocer que las formas modernas y degeneradas de religión eran ideologías que ofrecían la satisfacción de necesidades únicamente materiales, las civilizaciones intentaron detener su propio impulso, pero eso era ya imposible. Imposible incluso si no hubieran estado desgarradas por antagonismos internos.

El superviviente de Titán tenía mucho tiempo para hacer preguntas y asimilar las respuestas.

Partiendo de una reflexión sobre sí mismos y sobre el mundo —denominada «filosofía» en la Tierra—, los seres inteligentes se dedicaron a actividades que les mostraron cada vez más claramente que aquello que les había conferido la existencia sólo les aseguraba una cosa: su mortalidad. De hecho, debían su misma existencia a la mortalidad, porque sin ella nunca habría tenido lugar la alternancia durante miles de millones de años de especies que nacían y morían. Eran engendrados por el abismo, por las muertes del Arqueozoico y del Paleozoico, los sucesivos períodos geológicos, y junto con la inteligencia recibían la garantía de su propio fallecimiento. Pronto, unos veinte siglos después de este diagnóstico, llegaron a conocer los métodos maternales de la naturaleza: la traidora y despilfarradora tecnología de los procesos autónomos que ella utilizaba para permitir que aparecieran futuras formas de vida.

Esta tecnología inspiró admiración únicamente mientras permaneció inaccesible para sus descubridores. Pero eso tampoco duró mucho. Robándoles sus secretos a las plantas, a los animales y a sus propios cuerpos, cambiaron la biosfera y a sí mismos, y este aumento de dominio era insaciable.

Salieron al espacio; así descubrieron cuán ajeno les era y hasta qué punto la marca de su origen animal estaba indeleblemente impresa en sus cuerpos. Superaron también esta extrañeza. Luego, no mucho tiempo después, descubrieron que eran —dentro de la recién construida tecnosfera— los últimos residuos de la antigua herencia de la biología. Y que podían abandonar —junto con la pobreza del pasado, el hambre, las epidemias, las innumerables enfermedades de la vejez— sus cuerpos mortales. Al principio, tal posibilidad aparecía como una fantástica, lejana y aterradora encrucijada.

El superviviente leyó con disgusto estas generalizaciones, llenas de patetismo y con cierto tono de la macabra escatología de un ingeniero. Deseaba saber cuál era el propósito de la expedición, ya que se había convertido en un participante involuntario en ella. Un volumen más actual, un texto autorizado sobre exobiología, le informó mejor acerca de la misión. El libro contenía un diagrama de Ortega y Nilssen que mostraba el desarrollo de la psicozoología en el Universo, su vía principal y las secundarias.

El comienzo de la vía principal fue la era tecnológica, una fase breve que no dio lugar a ningún ramal en los mil años que transcurrieron entre la aparición de las herramientas mecánicas y el advenimiento de la informática. En el siguiente milenio, la ciencia informática se cruzó con la biología para producir una aceleración biótica.

En este punto, la calidad del diagnóstico del gráfico, al cobrar un carácter de prognosis, empeoraba. El trazado de la vía principal se había realizado con hechos y teorías; pero sus desviaciones eran resultado de teorías únicamente, aunque éstas fuesen teorías respaldadas por otras que eran extremadamente dignas de confianza.

El punto crucial en la vía principal fue el momento en que la ingeniería de los seres inteligentes igualó el potencial creador de vida de la naturaleza. No era posible predecir el futuro curso de ninguna civilización determinada; esto era consecuencia de la propia naturaleza de la encrucijada. Cierto porcentaje de civilizaciones continuaría por la vía principal, poniendo freno a una autoevolución alcanzable pero no realizada. Un caso extremo de este bioconservadurismo sería la creación de una legislación (estatutos, tratados, prohibiciones, sanciones) a la que estuvieran sujetas todas las actividades que atacaran a la naturaleza. Surgirían tecnologías para salvar el medio ambiente, dedicadas a adaptar la tecnosfera, sin trauma, a la biosfera. Esta tarea podría cumplirse, aunque no necesariamente; en este último caso, la civilización fluctuaría demográficamente en una serie de costosas crisis. Podría declinar y regenerarse muchas veces, pagando con miles de millones de vidas esa inercia autodestructiva. El establecimiento de contactos interestelares no aparecería en los primeros lugares en su lista de prioridades.

Los conservadores de la vía principal guardarían silencio: eso era evidente.

Para los bióticamente no conservadores había muchas soluciones. Las decisiones de autoevolucionar, una vez tomadas, generalmente eran irreversibles. De ahí la gran divergencia entre los psicozoólogos más viejos. Ortega, Nilssen y Tomic introdujeron el concepto de «una ventana de contacto». Ésta era el intervalo de tiempo en el cual los seres inteligentes ya habían alcanzado un alto nivel de ciencia aplicada, pero todavía no había comenzado a cambiar la inteligencia natural que habían recibido, la correspondiente al cerebro humano. La «ventana de contacto» era, cósmicamente, un momento. Desde la antorcha de resina a la lámpara de aceite pasaron dieciséis mil años; desde esa lámpara al láser, cien años. La información necesaria para dar el paso de la antorcha al láser era del mismo orden que la información necesaria para pasar del descubrimiento del código genético a la manipulación de ese código en una industria posatómica. El aumento de conocimientos era, en la fase de la «ventana de contacto», exponencial y, hacia el final de la fase, hiperbólico. El intervalo de cualquier contacto significativo era, como mínimo, de mil años terrestres; idealmente, entre mil ochocientos y dos mil quinientos años. Fuera de la ventana, entre las civilizaciones inmaduras o demasiado maduras, reinaba el silencio. A las inmaduras les faltaba el poder para comunicarse, mientras que las que estaban demasiado maduras se aislaban o, de lo contrario, formaban grupos que se comunicaban entre sí por medios más veloces que la luz.

Respecto al tema de las comunicaciones a mayor velocidad que la luz había desacuerdo. Ninguna clase de materia ni de energía podía superar la velocidad de la luz. Pero esa barrera, decían algunos, podía salvarse. Hagamos que un púlsar con un campo magnético fijado por una estrella de neutrones rote a una velocidad que se aproxima a c. El rayo emitido iría en círculos en torno al eje del púlsar y a una distancia suficiente barrería un sector del espacio a una velocidad superior a c. Si en los subsiguientes sectores de la rotación del rayo hubiera observadores, éstos podrían sincronizar sus relojes más allá del límite descubierto por Einstein. Les bastaría con saber las distancias de los lados del triángulo (púlsar-observador A-observador B) y la velocidad de rotación del púlsar «faro».

Esto es todo lo que aprendió el resucitado en el Eurídice, en el año de aceleración constante de la nave, acerca de las civilizaciones cósmicas. Llegó a una barrera que no podía traspasar. La máquina-instructor no reprendió al alumno humano, que fue incapaz de comprender los misterios de la energética sideral y su relación con la ingeniería y la balística gravitatoria. Estos recientes descubrimientos hacían posible la actual expedición a las estrellas de la Arpía, que había estado oculta a la vista de los astrónomos de siglos pasados por una nube llamada el Saco de Carbón. El Eurídice iba a pasar el Saco de Carbón, entrar en el «puerto temporal» de un colápsar bautizado Hades, enviar uno de sus segmentos al planeta llamado Quinta Harpyiae, esperar el regreso de la nave exploradora y realizar —a su regreso— una incomprensible maniobra llamada «paso a través de un toroide retrocronal», gracias a la cual reaparecería en las proximidades del Sol apenas ocho años después del despegue. Sin ese paso volvería dos mil años más tarde, lo cual sería como no volver.

La nave exploradora del Eurídice viajaría sola durante todo un parsec con su tripulación en estado de embrionización. La vitrificación había sido abandonada, puesto que sólo ofrecía un noventa y ocho por ciento de garantías de revivir a los congelados. Al escuchar estas lecciones, el piloto de los antiguos cohetes se sentía como un niño al que inician en la operación de un sincrofasotrón. También comprendió que se había convertido en un ermitaño, que no debería continuar haciendo de Robinson Crusoe al lado de un Viernes electrónico. Se dirigió al observatorio en la sección de proa del Eurídice para ver las estrellas. En una gran sala brillaba un extraño equipo. En vano buscó el cilindro en forma de cañón de un reflector o de cualquier otro tipo de telescopio, o simplemente una bóveda que se pudiera abrir para contemplar los cielos directamente. La sala, de techo muy alto, parecía estar vacía, aunque iluminada todo alrededor con hileras de luces a varias alturas. A lo largo de éstas corrían estrechas galerías que estaban unidas por columnas de máquinas. Al volver a su camarote después de esta infructuosa visita, vio sobre la mesa un viejo libro muy manoseado con una tarjeta de Gerbert. El doctor se lo prestaba: algo para leer en la cama. Se sabía que el médico había traído a bordo un buen número de libros de ciencia ficción, que prefería a los deslumbrantes espectáculos de la holovisión.

La vista del libro le conmovió. Llevaba tanto tiempo, una vez más, entre las estrellas, y sin embargo hacía tanto tiempo que no las veía. Y algo peor, no era capaz de hacerse amigo de las personas que habían hecho posible este nuevo viaje junto con esta nueva vida. El camarote, como él había pedido, estaba amueblado en parte al estilo de un antiguo barco y en parte al estilo de un antiguo cohete mercante: la habitación de un timonel o un navegante, en nada parecida al camarote de un pasajero, porque éste no era un lugar para una breve estancia, como un hotel. Esto era un hogar.

Incluso tenía una litera. Generalmente dejaba sus ropas en la cama de arriba cuando se desnudaba. Encendió la lamparita que había sobre la almohada de la cama de abajo, se tapó los pies con la manta y, pensando que una vez más estaba cayendo en los pecados de la pereza y la pasividad —pero quizá por última vez—, abrió el libro en el sitio marcado por Gerbert.

Durante un momento leyó sin comprender, tan fuerte fue el efecto que le produjeron las letras de imprenta negras, corrientes. El tipo de las letras, las frágiles páginas amarillentas, las auténticas puntadas de la encuadernación, la curva de la cubierta a lo largo del lomo, todo le parecía increíblemente familiar, único, una cosa perdida y reencontrada, aunque bien sabía Dios que él nunca había sido un lector ávido. Pero ahora le pareció que leer era algo solemne, como si el autor le hubiera hecho una promesa en cierta ocasión y, aunque había sido preciso vencer muchos obstáculos, la hubiese cumplido.

Tenía una costumbre rara: abría un volumen al azar y empezaba a leer por ahí. A los escritores no les habría complacido mucho. ¿Por qué lo hacía? Quizá porque deseaba penetrar en el mundo de ficción no por la entrada dispuesta al efecto, sino de un golpe, por el medio.

—… se lo dijo?

El profesor cruzó las manos sobre su pecho.

—En barco hasta Port Boma —empezó, hundiéndose en la silla. Cerró los ojos—. Vapor hasta Bangala… allí es donde empieza la selva. Luego seis semanas a caballo, más no es posible. Ni siquiera aguantarían las mulas. Por la enfermedad del sueño… Había allí un viejo chamán, Nfo Tuabé. —Pronunció el nombre con acento en la última sílaba, a la francesa—. Yo había venido a cazar mariposas. Pero él me enseñó el camino…

Se detuvo un momento y abrió los ojos.

—¿Sabe lo que es la selva? —continuó hablando—. Pero ¿cómo iba a saberlo? Vida, verde y desbordante. Todo vibrando, vigilando, moviéndose. En la maleza, multitud de bocas voraces. Flores dementes como explosiones de color. Insectos escondidos en telas pegajosas. Miles y miles de especies no clasificadas. No como aquí, en Europa. No hay necesidad de ir a buscarlas. Por la noche toda la tienda estaba cubierta de mariposas nocturnas tan grandes como una mano, insistentes, ciegas, caían al fuego a centenares. Sobre la lona pasaban sombras. Los nativos temblaban. El viento traía el ruido de los truenos de diferentes puntos. Leones, chacales… Pero eso no era nada. Luego venía la debilidad y la fiebre. Dejamos los caballos y seguimos a pie. Yo tomé suero, quinina, camomila alemana, de todo. Finalmente, un día (allí no hay forma de calcular el tiempo; uno llega a sentir que la división en semanas, todo el calendario, es algo estúpido y artificial), un día fue imposible continuar. La selva se acabó. Había otra aldea nativa, junto a un río. El río no está en el mapa; tres veces al año desaparece en las arenas movedizas. Parte de su lecho es subterráneo. Unas cuantas chozas de barro cocido al sol y sedimentos. Allí es donde vivía Nfo Tuabé. No sabía inglés. ¿Cómo iba a saberlo? Yo tenía dos traductores. Uno traducía mis palabras al dialecto de la costa, el otro las ponía en bosquimano. En todo ese cinturón de selva, desde el sexto paralelo, gobierna una antigua familia real. Descendientes de los egipcios, diría yo. Más altos y mucho más inteligentes que los negros de África Central. Nfo Tuabé incluso me dibujó un mapa que mostraba las fronteras del reino. Yo había salvado a su hijo de la enfermedad del sueño. Por esa razón…

Sin abrir los ojos, el profesor metió la mano en un bolsillo interior. De un cuaderno sacó un pedazo de papel garabateado en tinta roja. Las líneas estaban enmarañadas y retorcidas.

—Es difícil de intepretar… La selva acaba aquí, como cortada con un cuchillo. Ésa es la frontera del reino. Le pregunté qué había más allá. No quiso hablar de ello por la noche. Tuve que volver de día. Sólo entonces, en el apestoso agujero de su choza sin ventanas (no puede imaginarse el hedor), me dijo que más allá había hormigas que construían grandes ciudades. Su territorio tenía una extensión de muchos kilómetros. Había unas hormigas rojas que luchaban con las blancas. Llegaban como un gran río viviente cruzando la selva. Los elefantes se alejaban de las proximidades en manadas, abriendo túneles en la maleza. Los tigres huían. Incluso las serpientes. De las aves, sólo se quedaban los buitres. Las hormigas viajaban a veces durante un mes, día y noche, como una corriente roja. Destruían todo lo que encontraban en su camino. Llegaban al borde de la jungla, atacaban los hormigueros de las blancas y comenzaba la batalla. Nfo Tuabé lo había visto una vez en su vida. Las hormigas rojas, tras derrotar a los centinelas de las blancas, entraban en sus ciudades. Y no regresaban nunca. Nadie sabe lo que les sucedía. Pero al año siguiente llegaban nuevas legiones atravesando la selva. Había sido así en los tiempos de su padre, de su abuelo y de su bisabuelo. Siempre había sido así. El suelo donde estaban las hormigas blancas era fértil. Hacía mucho tiempo, los nativos intentaron cultivarlo, quemando los hormigueros de las termitas. Perdieron la batalla. Las cosechas fueron destruidas. Construyeron cabañas y cercados de madera; las termitas llegaron a ellas por pasadizos subterráneos, penetraron las estructuras y se las comieron por dentro, de modo que sólo con tocarlas se derrumbaban. Los nativos recurrieron al barro. Entonces, en lugar de obreros, aparecieron soldados. Éstos… —dijo, señalando un frasco.

En el centro, sujetos con grapas quirúrgicas a portaobjetos de cristal, había varios especímenes de termitas gigantes. Guerreros: unos bichos enormes y deformes. Un tercio del tórax estaba cubierto por un caparazón duro y tenían un casco que acababa en unas tijeras abiertas. El ancho caparazón oprimía el abdomen y las delicadas patas.

—Nada nuevo para usted, supongo. Sabemos que hay regiones dominadas por las termitas. En Sudamérica… Tienen dos clases de soldados, defensores y una especie de policía interna. Los hormigueros alcanzan los ocho metros de altura. Construidos con arena y excrementos, son más duros que el cemento. A prueba de cualquier acero. Son insectos blandos, blancos, sin ojos, que han vivido durante unos veinte millones de años lejos de la luz. Estudiados por Packard, Schmelz, y muchos otros. Pero ninguno de ellos soñó nunca… ¿Me entiendes? Yo salvé a su hijo, y a cambio… Oh, era un hombre sabio. Sabía cómo recompensar a un blanco, regiamente. Era un negro completamente gris. La piel como ceniza, la cara una máscara, curtida por el humo. Me dijo: «Los hormigueros se extienden a lo largo de kilómetros. Toda la llanura está cubierta de ellos. Como un bosque, un bosque muerto, uno detrás de otro, gigantescos troncos petrificados. Es difícil pasar entre ellos. Por todas partes la tierra es dura, retumba al pisarla como un tambor, y está cubierta de gruesas cuerdas. Son los tubos por los que corren las termitas. Hechos con el mismo cemento que los hormigueros, van muy lejos, penetran en la tierra y vuelven a salir, se bifurcan, se entrecruzan, y llevan al interior de los hormigueros, y cada cincuenta o sesenta centímetros se ensanchan, para que las termitas que corren en distintas direcciones puedan cruzarse. Y en el centro de la ciudad, entre un millón de termiteros que hierven de vida ciega a violenta, se alza uno diferente. Más pequeño, negro y doblado como un gancho». Me enseñó la forma con su pulgar gris. «El corazón de la nación de las hormigas se encuentra allí.» No quiso decir más.

—¿Y usted le creyó? —murmuró su oyente. Los ojos negros del profesor echaron chispas.

—Yo volví a Boma. Compré cincuenta kilos de dinamita en barras de una libra, como las que se usan en las minas. Picos, palas, un juego completo de herramientas. Tanques de sulfato, mangueras de metal, máscaras antigás, red metálica, lo mejor que pude encontrar. Y latas de gasolina de avión, y un arsenal de insecticidas, más de los que se pueda imaginar. Entonces contraté a doce porteadores y me adentré en la selva.

»¿Conoce el experimento de Collenger? Se le considera una tontería. Es cierto que no era un verdadero mirmecólogo, sólo un aficionado. Dividió un termitero de arriba abajo e insertó en medio una placa de acero, para que las dos mitades no pudieran comunicarse de ninguna manera. El termitero era bastante nuevo, las hormigas no habían hecho más que empezar a construirlo. Después de seis semanas retiró la placa. Resultó que los nuevos túneles habían sido construidos de tal modo que sus bocas, a cada lado de la barrera, se correspondían exactamente; no se alejaban ni un milímetro, ni vertical ni horizontalmente. De la misma forma en que los hombres construyen un túnel, comenzando las obras simultáneamente en ambos lados de la montaña y encontrándose en el medio. ¿Cómo se comunicaban las termitas a través del acero? Y luego está el experimento de Gruss, que tampoco se ha verificado. Mantenía que si matabas a la termita reina, las obreras que estaban a varios cientos de metros del hormiguero se mostraban agitadas inmediatamente y regresaban al nido.

Hizo una nueva pausa. Miró fijamente las rojas brasas de la chimenea y las llamas azules que aparecían y desaparecían sobre ellas.

—Yo tenía un mapa… sí. Primero escapó el guía, luego el traductor. Dejaron sus cosas y desaparecieron. Una mañana temprana me desperté dentro de mi mosquitero… silencio, ojos saltones, caras aterrorizadas, susurros a mis espaldas. Acabé atándolos a todos entre sí y enrollándome la cuerda en la muñeca. Les quité los cuchillos para que no pudiesen cortarla. Por falta de sueño o por el sol, se me hincharon los ojos. Por las mañanas apenas podía abrir los párpados de tan pegados que los tenía. Estábamos en pleno verano. Mi camisa estaba rígida por el sudor, como almidonada, y si tocabas el casco por fuera, te salían ampollas inmediatamente. El cañón del rifle quemaba como un atizador al rojo vivo.

»Nos abrimos paso a machetazos durante treinta y nueve días. Yo no quería pasar por la aldea del viejo Nfo Tuabé, porque él me había pedido que no lo hiciera. Así que llegamos al borde de la selva sin aviso. De repente, aquella infernal y asfixiante espesura de hojas, lianas y monos y loros chillones se terminó. Hasta donde se perdía la mirada, una llanura, amarillenta como la piel de un león. En ella, entre grupos de cactus, había conos. Los hormigueros: informes, porque habían sido construidos ciegamente desde dentro. Pasamos la noche allí. Al amanecer me desperté con un espantoso dolor de cabeza. El día anterior, me había quitado descuidadamente el casco por un momento. El sol estaba alto. El calor era tal que el aire quemaba los pulmones. Las formas de los objetos temblaban, como si la arena ardiese. Estaba solo. Los nativos habían huido, royendo la cuerda que les ataba. El único que se había quedado era un muchacho de trece años. Uagadu.

»Eché a andar. Entre los dos llevamos parte del equipaje una distancia de quince metros. Luego volvimos y recogimos el resto de las cosas. Tuvimos que repetir esto cinco veces bajo un sol infernal. A pesar de que llevaba una camisa blanca me salieron unas llagas en la espalda que no se cerraban. Tenía que dormir boca abajo. Pero esto no tiene importancia. Durante todo el día penetramos en la ciudad de las termitas. No creo que exista en el mundo nada más extraño. Imagínese: por todos lados, delante, a la espalda, pétreos hormigueros de una altura de dos pisos. Tan próximos entre sí que apenas se podía pasar entre ellos. Un interminable bosque de toscas columnas grises. Y del centro de cada columna, cuando uno se detenía, llegaba un incesante y monótono susurro, que en algunos momentos se convertía en golpecitos separados. Las paredes temblaban constantemente al tacto, día y noche. Varias veces aplastamos involuntariamente uno de los túneles, que parecían cuerdas grises repartidas por el suelo en manojos. Vimos interminables filas de insectos blancos en marcha. Luego, de repente, aparecían los cascos con cuernos de los soldados, que cortaban el aire ciegamente con sus pinzas y expulsaban un líquido ardiente y pegajoso.

»Vagamos durante dos días, porque allí no era posible orientarse. Dos, tres, cuatro veces cada día yo trepaba a un hormiguero más alto que los otros para buscar el hormiguero del que me había hablado Nfo Tuabé. Pero lo único que veía era un bosque de piedra. La selva a nuestras espaldas se convirtió en una franja verde, luego en una línea azul en el horizonte, y finalmente desapareció. Nuestras reservas de agua iban disminuyendo. Pero la extensión de hormigueros continuaba indefinidamente. Con el catalejo los veía a lo lejos como un campo de maíz. El muchacho me asombraba. Sin quejas hacía todo lo que yo hacía, pero sin saber por qué o para qué. Avanzamos de este modo durante cuatro días. Yo estaba borracho de sol. Las gafas de sol no servían de nada. Había un tremendo resplandor en el cielo —no se podía mirar hacia lo alto antes del anochecer— y la arena brillaba como mercurio. Y todo alrededor se alzaban cercas de hormigueros, inacabables. Ni rastro de seres vivos. Ni siquiera los buitres se aventuraban hasta allí. Sólo había algún cactus solitario.

»Finalmente, una tarde, después de haber repartido la ración de agua del día, trepé a lo alto de un hormiguero muy grande. Creo que debía de existir desde los tiempos de César. Ya sin esperanza, miré a mi alrededor, y de pronto vi un punto negro por el catalejo. Lo primero que pensé fue que la lente estaba sucia. Pero no, era el hormiguero.

Al día siguiente me levanté cuando el sol aún estaba bajo el horizonte. Me costó trabajo despertar al muchacho. Empezamos a llevar nuestras cosas en la dirección que había marcado con la brújula. También había dibujado un boceto. Aquí, los hormigueros, aunque eran un poco más bajos, estaban más próximos entre ellos. El muchacho aún lograba pasar, y yo le daba los bultos por entre dos columnas de cemento. Entonces yo pasaba con dificultad por la parte más alta. Esto duró cinco horas, en las cuales cubrimos unos cien metros. Vi que no conseguíamos nada, pero se había apoderado de mí la fiebre. No era fiebre exactamente, aunque tenía una temperatura constante de más de treinta y siete grados. El clima debía afectar al cerebro. Cogí cinco barras de dinamita y volé el hormiguero que nos obstruía el paso. Nos escondimos detrás de otros hormigueros después de prender la mecha. La explosión fue ahogada, su fuerza fue hacia abajo. La tierra tembló. Pero los otros hormigueros permanecieron en pie. Del que yo había volado, tan sólo quedaron grandes fragmentos, que hervían de cuerpos blancos.

»Hasta entonces todo había transcurrido pacíficamente. Pero ahora empezó la batalla. Era imposible cruzar el cráter hecho por la explosión. Decenas de miles de termitas salían del agujero y se extendían en masa, como una ola. Cubrían cada centímetro del terreno. Encendí el sulfuro, y me puse el depósito a la espalda. Ya sabe el aspecto que tiene el aparato, como el que usan los jardineros para rociar los arbustos. O como un lanzallamas. El humo acre salía de una manguera que sostenía en la mano. Me puse una máscara antigás y le di otra al chico. También le di unas botas hechas especialmente con este fin, que iban envueltas en red metálica. De esta forma conseguimos cruzar. Lancé un chorro de humo, que hizo huir a las termitas. Las que no se retiraron perecieron. En un punto tuve que usar la gasolina. La vertí en el suelo y le prendí fuego, así se formó un muro de llamas entre nosotros y el torrente de termitas.

»Faltaban unos cien metros para llegar al termitero negro. Dormir era impensable. Nos sentamos al lado del depósito de sulfuro, que eructaba continuamente, y mantuvimos las linternas encendidas. ¡Qué noche! ¿Alguna vez ha pasado seis horas con una máscara antigás? ¿No? Intente imaginarse lo que es tener la cara enterrada en goma caliente. Cuando quería respirar más libremente, levantando la máscara, me asfixiaba por el humo. Y así pasó la noche. El chico tiritaba sin parar. Yo temía que tuviese fiebre.

»Al fin llegó el nuevo día. Ya sólo nos quedaba una lata de agua. En el mejor de los casos, si bebíamos muy poco, podía durarnos tres días. Era preciso regresar lo antes posible.

El profesor calló, abrió los ojos y contempló el fuego de la chimenea. Las brasas se habían puesto completamente grises. La lámpara llenaba la habitación de una suave luz verde, como filtrada a través de agua.

—Llegamos al termitero negro.

Levantó la mano.

—Como un dedo doblado. Así. La superficie lisa, como pulimentada. Lo rodeaban otros termiteros bajos que, curiosamente, no eran verticales, sino que estaban inclinados hacia él: larvas de piedra haciendo una grotesca reverencia.

»Reuní todos mis suministros en un punto de este círculo —medía unos doce metros de diámetro— y me puse a trabajar. No quería destruir el hormiguero negro con dinamita. En el momento en que entramos en esta zona, las termitas dejaron de perseguirnos. Al fin pude quitarme la máscara de la cara. ¡Qué alivio! Durante unos minutos fui el hombre más feliz de la tierra. El indescriptible placer de respirar libremente… y ese hormiguero, negro, extrañamente doblado, completamente distinto de todo lo que yo había visto. Como un loco me puse a cantar y bailar, sin preocuparme por las gotas de sudor que llovían de mi frente. El pobre Uagadu me miraba asustado. Quizá pensó que estaba adorando a un ídolo negro…

»Pero me calmé rápidamente. Había pocos motivos de regocijo: nos estábamos quedando sin agua; la comida seca apenas sería suficiente para dos días. Cierto, estaban las termitas. Los nativos las consideraban exquisitas. Pero yo me sentía incapaz de… Sin embargo, el hambre…

Se interrumpió. Le brillaban los ojos.

—Para abreviar, derribé aquel hormiguero. El viejo Nfo Tuabé me había dicho la verdad.

Se inclinó hacia delante. Sus rasgos se pusieron tensos. Las palabras salían como un torrente.

—Primero había una capa de fibras, de un material de insólita suavidad y fuerza. Dentro, una cámara central, rodeada de una gruesa capa de termitas. ¿Eran realmente termitas? Yo nunca había visto termitas como aquéllas. Enormes, planas como una mano, cubiertas de pelos plateados, y con cabezas en forma de embudo que acababan en algo parecido a antenas. Todas sus antenas estaban tocando un objeto gris no mayor que mi puño. Los insectos eran extremadamente viejos. Inmóviles, como si fueran de madera. Ni siquiera intentaron defenderse. Sus abdómenes palpitaban. Pero cuando los aparté del objeto central —esa extraña cosa redonda— perecieron instantáneamente. Se deshicieron entre mis dedos como andrajos podridos. No tenía ni tiempo ni fuerzas para estudiar todo esto. Cogí el objeto de la cámara, lo metí en una caja metálica que cerré con llave, e inmediatamente emprendí el viaje de regreso con mi Uagadu.

»No entraré en los detalles de cómo llegué a la costa. Nos encontramos con las hormigas rojas. Bendije el momento en que tomé la decisión de cargar con la única lata de gasolina. De no ser por el fuego… Pero dejémoslo. Ésa es otra historia. Sólo le diré esto: en el primer sitio donde nos detuvimos examiné cuidadosamente la cosa que había cogido del hormiguero negro. Cuando la limpié bien de los depósitos que la cubrían, resultó ser una esfera perfecta de una sustancia pesada que era transparente como el cristal pero tenía un índice de refracción mucho más alto.

»Y entonces, allí, en la jungla, se produjo un cierto fenómeno. Al principio, no hice caso, pensando que eran imaginaciones mías. Pero cuando llegué a las regiones civilizadas de la costa, y más adelante, me convencí de que no eran imaginaciones…

Volvió a hundirse en la butaca y, casi completamente en sombra, su cabeza destacando oscura contra el fondo más iluminado, dijo:

—Yo estaba plagado de bichos. Mariposas, polillas, arácnidos, himenópteros, de todo. Día y noche me seguían como una nube zumbante. O, mejor dicho, no a mí, sino a mi equipaje, a la caja metálica que contenía la esfera. Durante el viaje por mar, las cosas fueron un poco mejor. Utilizando insecticidas constantemente, me vi libre de la plaga. No aparecieron otros, porque no había insectos en alta mar. Pero en cuanto desembarqué en Francia, aquello empezó de nuevo. Las hormigas eran lo peor. Dondequiera que me detuviese durante más de una hora, aparecían hormigas. Hormigas rojas, hormigas negras, hormigas faraón, hormigas carpinteras, grandes y pequeñas, acudían a la caja, la envolvían en una masa hirviente, se comían y destrozaban todos los envoltorios en que yo la empaquetaba, se sofocaban, perecían, expulsaban ácido en un intento de corroer las paredes metálicas…

Se interrumpió.

—La casa en la que nos encontramos, su situación aislada, todas las precauciones que tomo, se deben a que estoy constantemente sitiado por las hormigas.

Se levantó.

—Realicé experimentos. Utilizando un taladro de diamante, corté de la esfera un pedacito no más grande que una semilla de amapola. Ejerce el mismo poder de atracción que toda la esfera. También descubrí que si rodeaba la esfera de una gruesa envoltura de plomo, el efecto cesaba.

—¿Rayos de algún tipo? —preguntó su oyente con voz ronca. Como hipnotizado, miraba fijamente la cara casi invisible del viejo científico.

—Posiblemente. No lo sé.

—Y… ¿tiene usted la esfera?

—Sí. ¿Le gustaría verla?

El oyente se levantó de un salto. El profesor le abrió la puerta, volvió al escritorio para coger una llave y siguió apresuradamente a su invitado por un pasillo poco iluminado. Entraron en un estrecho cubículo sin ventanas ni muebles. En un rincón había una gran caja fuerte de estilo anticuado. Bajo la débil luz de la bombilla desnuda que colgaba del techo, las planchas de acero tenían un tono azulado. El profesor insertó la llave con mano segura y le dio la vuelta. La pesada puerta se abrió con el chirrido de los cerrojos al correrse. El profesor se hizo a un lado. La caja fuerte estaba vacía.