14. Dibujos animados

Los tabiques de acero que normalmente separaban las dos salas de popa del Hermes habían sido trasladados a la parte central de la nave, y sólo los anchos raíles de los cojinetes, más oscuros que el metal que los rodeaba, indicaban el lagar donde habían estado. El enorme interior recordaba un hangar que hubiera albergado un zepelín de extraordinario tamaño pero ahora sirviera para otro propósito. Unos veinte pisos por encima de los raíles de los tabiques, no lejos del techo cóncavo, como dos moscas blancas posadas sobre una viga que cruzaba transversalmente de babor a estribor, estaban los dos pilotos, Harrach y Tempe, sujetos con unos cinturones para que una ráfaga de aire no les desplazase de la posición elegida.

A causa de la ingravidez, no se podía decir realmente que estuvieran mirando hacia abajo, pero a ellos les parecía que así era. En el gigantesco interior, unos autómatas amarillos, azules y negros de brillante superficie esmaltada estaban realizando un trabajo rápido y constante. Volvían alternativamente sus brazos prensiles a un lado y al frente, en hileras, como si se inclinaran en una gimnasia sincronizada. Las piezas pasaban de unas pinzas a otras. Los robots estaban construyendo el soláser.

El objeto era una construcción calada, como un cedazo, del tamaño de una lancha torpedero. Su estructura a medio terminar parecía el paraguas plegado de un gigante, un paraguas cubierto no de tela, sino de escamas de espejo parcialmente superpuestas. Por eso también recordaba a un pez antediluviano, o a uno de esos reptiles submarinos ya extinguidos cuyos esqueletos eran ahora reconstruidos por máquinas en lugar de por paleontólogos. En la parte delantera, la más lejana de los pilotos, donde el cuerpo del coloso habría tenido la cabeza, saltaban chispas entre cientos de columnitas de humo azulado: soldadura láser.

El soláser, diseñado para ser un cañón de fotones alimentado por energía solar, estaba siendo transformado apresuradamente por un equipo de montadores reprogramados en un espejo de bolsillo para jugar con la luz. Eso sí, un espejo de bolsillo de terajulios.

El concepto obedeció inicialmente al temor de los físicos a que el empleo renovado de la ingeniería sideral —que tenía efectos muy característicos, no simplemente gravitacionales— acabara poniendo a los expertos en armas del planeta en la pista del intervalo de Holenbach. Por ello, en lugar de utilizar los recursos de ese intervalo, los físicos eligieron una tecnología ya algo anticuada, la de la conversión de la radiación. Suspendido de cara al sol, el soláser se abriría como un abanico, absorbería con sus receptores la caótica radiación de todo el espectro y la comprimiría convirtiéndola en un ariete monocromático. Casi la mitad de la energía recogida serviría para refrigerar el soláser; de lo contrario, se evaporaría instantáneamente por el calor del sol. Pero el resto de la energía sería suficiente para generar una columna de luz coherente —de doscientos metros de diámetro en la boca del radiador y el triple de eso, dada la inevitable difusión, para cuando llegara a la órbita de Quinta— que cortaría la corteza del planeta como un cuchillo caliente corta un pedazo de mantequilla.

Bajo esta lanza de fuego de largo alcance, la capa de diez kilómetros de agua del océano quedaría taladrada hasta el fondo. La presión ejercida por todos lados sobre ese gran pozo de vapor rugiente no tendría ningún efecto en la espada de luz. A través de las nubes del océano hirviente provocadas por la onda expansiva (comparadas con las cuales el hongo de una explosión termonuclear parecería una mota) el soláser podría taladrar la placa suboceánica, perforar la litosfera y penetrar en Quinta hasta un cuarto de su radio.

Nadie se proponía producir semejante catástrofe. El soláser tenía que haber rozado el anillo de hielo y la termosfera del planeta. Cuando también se abandonó esta idea, resultó que transformar el cañón de luz en un emisor de señales no era nada difícil. El Salam y Nakamura querían resolver dos problemas al mismo tiempo con la mínima reconstrucción posible.

Era necesario alcanzar todas las direcciones posibles de forma simultánea y «legible». Este contacto, aunque unilateral, se basaba en la suposición de que el planeta estaba habitado por seres dotados del sentido de la vista, así como de suficiente inteligencia para captar la esencia de la transmisión.

Los remitentes no tenían ningún control sobre la primera condición: no podían dar ojos a seres que no los tuvieran. La segunda exigía no poca inventiva por parte de los remitentes, sobre todo porque estaba claro que los gobernantes quintanos no querían que hubiera ninguna comunicación directa entre los intrusos cósmicos y la población. Por tanto, las señales tenían que caer como una lluvia de luz en todos los continentes del planeta, atravesando la densa envoltura de nubes. El cielo encapotado era en realidad una ventaja, ya que nadie con una pizca de inteligencia podría confundir las agujas de luz que lo perforaban con rayos de sol.

El problema más difícil de resolver era la forma del mensaje. Enseñar un alfabeto, enviar ciertos números como signos, las constantes universales de la materia, sería una tontería. El soláser estaba en la sala de popa, listo para despegar, pero no se movía. Los físicos, los informáticos y los exobiólogos se encontraban en un dilema. Tenían todo lo que necesitaban salvo un programa. No existía ningún código que se explicara a sí mismo. Hablaron incluso de la semántica de los colores del arco iris: la gama violeta sería la tristeza, la banda intermedia de luz visible significaría la alegría, el verde podría representar a las plantas o la vegetación abundante, el rojo sugería agresión… sí, pero sólo para las personas. Un código que fuera una secuencia de unidades semióticas que indicaran cosas específicas no podía estar constituido por líneas espectrales. Entonces, el segundo piloto hizo su aportación: contarles a los quintanos un cuento. Usando el cielo nublado como pantalla. Proyectando sobre él una serie de imágenes. Sobre cada continente. Como dijo más tarde Arago riendo: Obstupuerunt omnes. Ciertamente, los expertos se quedaron con la boca abierta.

—¿Es técnicamente posible? —preguntó Tempe.

—Técnicamente, sí. Pero ¿con qué propósito? ¿Un espectáculo en el cielo? ¿Sobre qué?

—Un cuento —repitió el piloto.

—Ridículo —gruñó Kirsting. Había dedicado veinte años de su vida al estudio de la cosmolingüística—. Quizá se pudiera transmitir algo a los pigmeos, o a los aborígenes australianos, por medio de dibujos. Todas las razas y culturas de la humanidad tienen algo en común. Pero allí no hay humanos.

—No importa. Tienen una civilización tecnológica y ya están guerreando en el espacio. Eso significa que en un tiempo tuvieron una civilización de la Edad de Piedra. Entonces también guerreaban. Y hubo eras glaciales en el planeta. Antes de que construyeran chozas o tiendas, se refugiarían en cuevas. Y pintarían en las paredes símbolos de fertilidad, los animales que cazaban, para que les trajeran suerte. Era magia. Descubrieron que la magia no era otra cosa que dibujos animados dos mil años después, gracias a sus sabios, como el profesor Kirsting. Profesor, ¿estaría dispuesto a apostar conmigo a que no saben lo que es un cuento?

Nakamura se reía ahora. Los demás también se rieron. Todos, excepto Kirsting. Pero el exobiólogo y cosmolingüista no era el tipo de hombre que defiende su postura a toda costa.

—Bueno, no sé… —vaciló—. Si la idea no es estúpida, es brillante. Supongamos que les enseñamos unos dibujos animados. ¿Sobre qué?

—Ah, ése no es mi campo. No soy paleoetnólogo. Y en lo que se refiere a la idea, no es enteramente mía. Cuando estábamos en el Eurídice, el doctor Gerbert me dio un libro de relatos de ciencia ficción. Lo leo de cuando en cuando. Probablemente es de ahí de donde…

—¿Paleoetnología? —Kirsting estaba pensando en voz alta—. No sé mucho del tema. ¿Y vosotros?

No había ningún especialista a bordo.

—Quizá en la memoria de DEUS —sugirió el japonés—. No perdemos nada con buscar. Pero un cuento, no. Debería ser un mito. O, más bien, un elemento común, un tema que aparezca en los mitos más antiguos.

—¿Anteriores a la escritura?

—Por supuesto.

—Sí. Desde los mismos comienzos de su protocultura —dijo Kirsting, rindiéndose. Incluso se estaba interesando por la idea, pero luego le asaltó una duda—. Esperad. ¿Vamos a presentarnos a ellos como dioses?

Arago negó con la cabeza.

—Será difícil, precisamente porque no deberíamos mostrar nuestra superioridad. Ni a nosotros mismos. Deberían ser noticias alegres. Buenos augurios. Por lo menos, eso es lo que yo veo en la propuesta de nuestro piloto, porque los cuentos suelen tener un final feliz.

Así empezaron las deliberaciones, que tenían un doble propósito: considerar qué características podrían tener en común la Tierra y Quinta —características del medio ambiente y de las plantas y animales que surgieron en él— y al mismo tiempo repasar los mitos, leyendas, fábulas, rituales y costumbres en busca de los más duraderos, de los mensajes que miles de años de historia no habían borrado.

En el primer grupo de probables constantes estaban: la división de las especies en dos sexos, totalmente segura para los vertebrados; alimento para los animales, y por tanto para los seres inteligentes, en tierras secas; la alternancia del día y la noche, del sol y la luna, de las estaciones frías y calientes del año; la existencia de herbívoros y carnívoros, de presas y predadores, el hecho de que unos animales mataban a otros, puesto que un vegetarianismo universal parecía sumamente improbable. Y en consecuencia, la caza practicada en la protocultura. El canibalismo, la caza y consumo de seres de la propia especie, era un fenómeno posible en el Neolítico y Paleolítico, pero no absolutamente seguro. En cualquier caso, la caza era universal, puesto que, de acuerdo con la teoría de la evolución, facilitaba el desarrollo de la inteligencia.

La incubación de los hombres simios, los primates, en la sangrienta fase de la depredación, que aceleró el desarrollo del cerebro, fue una idea que en un tiempo tropezó con una violenta oposición. Se la consideró un insulto a la humanidad, una misantrópica invención de los evolucionistas, aún más difamatoria que su afirmación de la consanguinidad del hombre y el mono.

Pero la arqueología confirmó esta tesis, acumulando pruebas irrefutables en su apoyo. La condición de carnívoro, por supuesto, no llevó a todos los predadores a la inteligencia; para eso tenían que darse muchas condiciones. Los reptiles predadores del Mesozoico estaban lejos de ser inteligentes y no había nada que indicara que, de no haber sido exterminados por una catástrofe entre el Cretácico y el Jurásico (un meteorito gigantesco que alteró la cadena alimentaria por un enfriamiento global del clima), los reptiles dominantes de la época hubieran desarrollado cerebros humanos.

La presencia de seres inteligentes en Quinta, sin embargo, era innegable. Que hubieran evolucionado a partir de reptiles o de una especie desconocida en la Tierra no era una cuestión crucial. Lo que sí era crucial era la forma de su reproducción. Pero aun suponiendo que los quintanos no fueran mamíferos o marsupiales placentarios, la genética argumentaba en favor de su división en dos sexos, la forma de multiplicación favorecida por la evolución biológica. Pero la herencia puramente biológica, transmitida en las células reproductivas, no contribuía a la formación de una cultura, porque tal transmisión producía cambios en la especie a un ritmo de milenios.

La aceleración del crecimiento del cerebro requería una reducción de los instintos heredados biológicamente, en favor del aprendizaje recibido de los progenitores. Una criatura que viniera al mundo sabiendo —gracias a una programación genética— «todo o prácticamente todo» lo necesario para la supervivencia tal vez se las arreglase perfectamente bien, pero nunca podría cambiar radicalmente su táctica de supervivencia. Una criatura que no pudiera hacer eso no era inteligente.

Así que, para empezar, tenían la división en sexos y, desde luego, la caza. En torno a estos primeros elementos —a su semilla binaria— creció una protocultura.

Pero ¿cómo se expresó, se manifestó, esa semilla en la protocultura? Dirigiendo la atención a lo que favorecía el sexo y a lo que favorecía la caza. Antes de que hubiera escritura, antes de la invención de formas no animales de utilizar el cuerpo, la habilidad que exigía la caza transfirió su realidad a imágenes: aún no eran símbolos, sino una persuasión mágica a la naturaleza para que les diera aquello que deseaban. Las imágenes eran dibujos que podían pintar, o reproducciones que podían tallar en la roca.

Y así siguieron. DEUS, partiendo de estas premisas, realizó la tarea que le asignaron: adaptar a los objetivos del sexo y de la caza un mito retratado en una serie de imágenes. Un cuento, un espectáculo con actores. El sol, una danza ante un arco iris, inclinaciones de cabeza; pero esto sería el epílogo. Al principio había una batalla. ¿Quién lucharía? Criaturas indefinidas, pero que andaban erguidas. Ataques, luchas que concluían con una danza colectiva.

El soláser repitió esta «transmisión planetaria» en distintas variantes durante tres días, con breves intervalos que indicaban el principio y el fin. La emisión fue enfocada y colimada para que apareciese en el cielo nublado del planeta, donde estaría a la vista (limitado a la superficie central de las nubes-pantalla) sobre cada continente, día y noche. Harrach y Polassar seguían mostrándose escépticos. Aun suponiendo, decían, que los quintanos lo vieran e incluso lo entendieran. Y con eso, ¿qué? ¿Acaso no les habíamos destrozado su luna? Una presentación menos alegre, quizá; más dramática. Podría ser que, a pesar de todo, reconociesen en esto un gesto de paz. Pero ¿quién? ¿La población? ¿Qué importancia podía tener la opinión pública en medio de una guerra espacial de cien años? ¿Se habían salido alguna vez con la suya los pacifistas de la Tierra? ¿Qué podían hacer los quintanos para que sus voces se escuchasen, no ya para que las escucháramos nosotros, sino simplemente sus propios gobiernos? Se podría convencer a unos niños de que la guerra era algo malo, pero ¿de qué serviría?

Mientras tanto, Tempe, en lugar de estar orgulloso porque se hubiera adoptado su idea, sentía una abrumadora preocupación. Para distraerse, emprendió una excursión. El Hermes era en realidad un gigante deshabitado; la zona de los camarotes, junto con las salas de control y los laboratorios, constituía un núcleo no mayor que un edificio de seis plantas. Además de las salas de máquinas, este núcleo incluía un hospital que no se había utilizado, una pequeña sala de conferencias, un comedor debajo de ésta (con una cocina automática) y un anfiteatro semioval que también servía para entretenimientos y exhibición de películas, y en el cual nunca había un alma. Estas comodidades, que los constructores habían previsto para la tripulación, habían resultado totalmente superfluas. A nadie se le pasaba por la cabeza ir a ver una ingeniosa representación holográfica. Era como si esa parte de la cubierta intermedia no existiera para los tripulantes; parecía absurdo ir al cine en vista de los acontecimientos de los últimos meses. El teatro, la piscina y el gimnasio habían sido concebidos —junto con bares y pabellones, como en el centro de diversiones de una ciudad pequeña— para contribuir a crear la ilusión de estar en la Tierra. Pero a los arquitectos, decía Gerbert, se les había olvidado consultar a los psicólogos. La ilusión, imposible de mantener, era recibida como una mentira. No fue allí hacia donde se encaminó Tempe en su excursión.

Entre la zona de los camarotes y el casco exterior de la nave se extendía en todas direcciones un espacio entrecruzado de vigas y mamparas que contenía una legión de robots en reposo o en movimiento. A este espacio se entraba por unas escotillas herméticamente selladas que se encontraban en ambos extremos de la cubierta: a popa, detrás del área sanitaria, y a proa, en un pasillo que salía de la sala de control de arriba. La entrada de popa estaba bloqueada por una puerta con doble cerradura y cerrojo y una luz roja de aviso que no se apagaba nunca. Allí, en cámaras a las que no tenía acceso el personal, se guardaban convertidores siderales, colosos aparentemente inertes suspendidos en el vacío, como la legendaria tumba de Mahoma, sobre invisibles almohadones magnéticos. Pero sí era posible traspasar la barrera de proa y allí fue hacia donde se dirigió el piloto en su escapada.

Tenía que pasar por la sala de control, donde encontró a Harrach ocupado en una actividad que en otras circunstancias le habría hecho reír. Harrach, que estaba de guardia, había querido beber algo, había abierto el envase demasiado bruscamente y ahora andaba persiguiendo una esfera amarilla de zumo de naranja. Se lanzó en diagonal hacia el techo tras de la esfera, que flotaba suavemente, como una gran burbuja de jabón; llevaba una paja en la boca, para cazarla y bebérsela antes de que se le derramara por la cara. Al abrir la puerta, Tempe se detuvo para evitar que un soplo de aire rompiese la bola líquida en mil gotas. Esperó hasta que la caza de Harrach tuvo éxito y se impulsó vigorosamente en la dirección deseada.

La coordinación normal no servía de nada en la ingravidez, pero él ya había recobrado su antigua soltura. No le hizo falta pararse a pensar cómo empujar con las piernas como un escalador en un cañón de roca mientras hacía girar los dos cierres de rueda de la escotilla. En su lugar, alguien sin preparación se habría vuelto loco tratando de dar vueltas a las ruedas que eran como las de las cajas fuertes de los bancos. Rápidamente cerró la escotilla tras de sí, porque aunque la sección de proa estaba llena de aire, era un aire rancio, acre por los humos de productos químicos, como el de una fábrica. Ante él había un espacio que se estrechaba a lo lejos, débilmente iluminado por largas hileras de tubos y con puntales de doble enrejado en las paredes de babor y estribor. Sin prisas, se lanzó hacia adelante.

Pasó —mientras se acostumbraba al sabor amargo en la boca y la garganta— por delante de los oxidados cascos de turbinas, compresores, termogravistores, con sus galerías, plataformas y escaleras, y nadó hábilmente sorteando gigantescas tuberías de gruesas paredes que trazaban un arco entre tanques de agua, helio, oxígeno, con anchos rebordes rodeados de pernos. Se posó en uno de éstos, como una mosca. Realmente era una mosca en las entrañas de una ballena de acero. Cada tanque era más alto que la torre de una iglesia. Uno de los tubos fluorescentes, medio quemado, parpadeaba constantemente, y en la cambiante luz las formas oxidadas de los tanques se oscurecían o brillaban como salpicadas de plata. Se orientó. Desde la zona de los tanques de reserva flotó hacia delante, donde, en el inmenso aislamiento del nivel central, brillaban bajo su propia luz las unidades nucleogiratorias. Las unidades estaban sujetas a caballetes de puente y tenían las bocas taponadas. Luego le alcanzó un frío intenso y vio las tuberías de helio cubiertas de escarcha de los sistemas de criotón. El frío era tal que prudentemente se asió a la agarradera más próxima para evitar tocar las tuberías, porque se habría quedado pegado a ellas en un instante, como una mosca atrapada en una red.

No tenía nada que hacer aquí, y había venido precisamente por esa razón, como de vacaciones. No podía explicar la satisfacción que le daban estas sombrías y desiertas regiones de la nave, que testimoniaban su fuerza. En las zonas de carga había unas excavadoras automáticas, más aterrizadores pesados y ligeros, y más allá, en filas, contenedores verdes, blancos, azules —cajas de herramientas para los autómatas de reparaciones—, mientras en la proa yacían dos megapasos con enormes capuchas giratorias en lugar de cabezas. Por casualidad —o quizá intencionadamente— se puso en una fuerte corriente de aire que salía de un tubo de ventilación y ésta le empujó hacia las cuadernas de babor del casco interior, que eran del tamaño de los arcos de un puente, pero aprovechó con destreza el movimiento para alejarse de un empujón. Como alguien que salta desde un trampolín, se lanzó de cabeza, girando lentamente en un ángulo, hacia los pasamanos de la galería de proa. Uno de sus lugares preferidos.

Apoyándose con ambas manos se subió a la barandilla y permaneció mirando ante sí un millón de metros cúbicos de zonas de carga. A lo lejos, en lo alto, brillaban las tres luces verdes de la escotilla por la que había entrado. Debajo de él —es decir, más allá de sus piernas (que, como siempre en la ingravidez, se convertían en cosas fastidiosas y superfluas)— había unos aerodeslizadores automáticos sobre plataformas sujetas a rampa que ahora estaban plegadas y el túnel de un lanzacohetes en el gigantesco escudo de una pared lateral: la boca de un cañón de un calibre aterrador. Pero en cuanto se detuvo se apoderó de él otra vez la misma inquietud, un incomprensible vacío interior, una sensación —sin ningún motivo— de ¿qué? ¿Futilidad? ¿Indecisión? ¿Miedo? Pero ¿qué era lo que temía? Hoy, en este momento, incluso aquí, al parecer, no podía librarse de este misterioso malestar.

Más allá, vio el potente motor que le transportaba —con una pequeña fracción de su potencia— por el abismo eterno. Lleno de la fuerza que palpitaba en los reactores con un calor mayor que el solar, aquel motor significaba, para él, la Tierra, la Tierra que le había enviado a las estrellas. La Tierra estaba aquí, su inteligencia contenida en la energía que obtenía de las estrellas, y no en la zona habitable con sus estúpidas comodidades de saloncito diseñadas para niños asustados. A su espalda notaba la plancha blindada cuádruple con sus celdillas intersticiales, capaces de absorber energía, llenas de una sustancia dura como el diamante cuando se la golpeaba, pero fundible de una forma especial, ya que poseía propiedades autosellantes. La nave, como un organismo vivo y no vivo a la vez, había sido dotada de la capacidad de regeneración. Entonces, de repente, como en una revelación, encontró la palabra que expresaba lo que estaba sucediendo dentro de él: desesperanza.

Aproximadamente una hora más tarde fue a ver a Gerbert. El camarote de Gerbert, separado de los otros, estaba situado al final de la segunda cubierta de la sección intermedia. Probablemente, el médico lo había elegido porque era espacioso y tenía toda una pared de cristal que daba sobre un invernadero. En el invernadero crecían sobre todo el musgo, la hierba y un seto de ligustro; a ambos lados del estanque hidropónico se alzaban las peludas esferas de unos cactos verde grisáceo; no había árboles, sólo unos arbustos de avellano, cuyas flexibles ramas podían soportar un peso tremendo durante el vuelo. A Gerbert le agradaba esta vegetación que veía desde la ventana y la llamaba «su jardín». También se podía entrar en el invernadero desde el pasillo y pasear por sus senderos entre parterres de flores… siempre que hubiera gravedad, naturalmente. Pero el reciente impacto producido por el ataque nocturno había causado aquí no pocos destrozos. Gerbert, Tempe y Harrach habían salvado luego lo que habían podido de los arbustos rotos.

De acuerdo con la decisión tomada por los expertos del SETI en el curso de los preparativos para la expedición, DEUS observaba el comportamiento de todos los tripulantes del Hermes, evaluando su estado psíquico. Eso no era un secreto para nadie.

Bajo la clase de tensión a largo plazo a que estarían sometidos unos hombres que tenían que valerse enteramente por sí mismos, podrían producirse desviaciones de la norma mental que tomarían las formas típicas de la psicodinámica de los grupos apartados durante años de los vínculos familiares y sociales habituales. En semejante aislamiento incluso una personalidad perfectamente equilibrada y resistente a los traumas psíquicos podía sufrir trastornos mentales. La frustración podía convertirse en depresión o agresividad sin que el individuo se diera cuenta de lo que le estaba pasando.

Tener a bordo a un médico que también era experto en psicología y sus alteraciones no garantizaba el reconocimiento de los síntomas patológicos, puesto que él mismo estaba sometido a tensiones que minaban el carácter más fuerte. Los médicos también eran personas. Un programa de ordenador, en cambio, era inflexible y por tanto eficaz como diagnosticador objetivo y observador impasible, incluso en caso de catástrofe, con la suerte de la nave pendiente de un hilo.

Ciertamente, esta salvaguarda de los cosmonautas contra cualquier desorden colectivo de la psique conllevaba un ominoso e insuperable problema. DEUS, después de todo, era al mismo tiempo un subordinado y un superior de la tripulación; tenía que ejecutar órdenes y a la vez supervisar el estado mental de quienes daban esas órdenes. Así desempeñaba el papel de instrumento y de inspector. Ni siquiera el capitán quedaba excluido de su constante supervisión. El problema estaba en que el hecho de que los tripulantes fueran conscientes de esa supervisión, que pretendía detectar los desequilibrios mentales a tiempo, era en sí mismo una fuente de desequilibrio. Pero nadie conocía un remedio para esto. Si DEUS hubiese cumplido su función psiquiátrica sin que los hombres lo supieran, habría tenido que revelar el secreto para informarles cuando descubriera alguna aberración, y ese anuncio no habría sido psicoterapia, sino un golpe. El círculo vicioso sólo podía romperse por una hibridación de responsabilidad entre los hombres y el ordenador. DEUS presentaría primero su diagnóstico al capitán y a Gerbert —cuando juzgase que este paso era necesario— y luego reanudaría su papel de consejero sin tomar ninguna iniciativa más. Evidentemente, a nadie le entusiasmaba esta solución de compromiso, pero tampoco nadie, ni siquiera las máquinas expertas en psicología, había encontrado una solución mejor al dilema.

Como ordenador de la última generación, DEUS no podía experimentar emociones, puesto que era un extracto de operaciones racionales elevado a la máxima potencia, sin ninguna adición de deseos ni de instinto de conservación. No era un cerebro humano aumentado electrónicamente, dado que no tenía rasgos de personalidad ni impulsos; a menos que se considerara un impulso su afán de obtener el máximo de información. De información, únicamente, no de control.

Los primeros inventores de máquinas que aumentaban no la capacidad física, sino la del pensamiento, fueron víctimas de un engaño que atraía a unos y asustaba a otros: que estaban entrando por un camino de tal amplificación de la inteligencia en autómatas no vivos que esos autómatas se volverían semejantes al hombre y luego, aún de un modo humano, le superarían. Se necesitaron unos ciento cincuenta años para que sus sucesores se dieran cuenta de que los padres de la informática y la cibernética se habían dejado engañar por una ficción antropocéntrica, porque el cerebro humano era el espíritu de una máquina que no era una máquina.

Formando un sistema inseparable con el cuerpo, el cerebro servía al cuerpo y a la vez era servido por él. Por tanto, si alguien llegase a humanizar a un autómata hasta el punto de que en nada se diferenciase, mentalmente, de un hombre, ese logro sería —por su misma perfección— un absurdo. Los sucesivos prototipos, a medida que se realizaran los cambios y mejoras necesarios, se irían haciendo cada vez más humanos, pero al mismo tiempo serían cada vez menos útiles, comparados con los ordenadores gigabit-terabit de las mejores generaciones.

La única diferencia real entre un hombre nacido de un padre y una madre y una máquina perfectamente humanizada sería el material de que estaban hechos: vivo y no vivo. El autómata humanizado sería tan listo —pero también tan inseguro, tan falible, tan esclavo de sus emociones— como un hombre. Una imitación virtuosista de los frutos de la evolución natural coronada por la antropogénesis, la máquina representaría un milagro de la ingeniería, pero también una rareza con la cual no se sabría qué hacer. Sería una falsificación brillante, hecha en un medio no biológico, de una criatura viva, subfilum vertebrado, clase mamífero, orden primate, vivíparo, bípedo, con un cerebro bilobular; porque ése era el camino de la simetría en la formación de vertebrados que la evolución había tomado en la Tierra. Pero no se podría saber qué habría ganado la humanidad con este plagio.

Como había comentado un historiador de la ciencia, equivaldría a construir, después de gastos colosales y un tremendo trabajo teórico, una fábrica para hacer espinacas y alcachofas que fuesen capaces de fotosíntesis —como cualquier planta— y que no se diferenciaran en nada de las verdaderas espinacas y alcachofas excepto en que no fueran comestibles. Se podría exhibir tales espinacas, y presumir de su síntesis, pero nadie podría comérselas. Todo el esfuerzo necesario para su producción, la cordura de ese esfuerzo, quedarían en entredicho.

Los primeros diseñadores y defensores de la «inteligencia artificial» no sabían muy bien hacia dónde se encaminaban ni qué esperanzas tenían. ¿Querían poder conversar con una máquina como con un hombre normal? ¿O como con un hombre extraordinariamente sabio? Esto se podía hacer y se había hecho… cuando la raza humana llegó a los catorce mil millones de personas y lo último que hacía falta era la fabricación de máquinas mentalmente humanoides. En una palabra, la inteligencia del ordenador se separaba cada vez más claramente de la inteligencia humana; ayudaba a la humana, la complementaba, la ampliaba, contribuía a resolver los problemas que estaban más allá de la capacidad del hombre; y precisamente por esa razón no la imitaba ni la repetía. Las dos inteligencias iban cada una por su camino.

Una máquina programada de tal modo que nadie que tuviera contacto verbal con ella, incluyendo a su creador, pudiera distinguirla de un ama de casa o un catedrático de derecho internacional era un simulador idéntico a ellos… siempre y cuando uno no intentara fugarse con la mujer y tener hijos con ella, o invitar al catedrático a comer. Pero si se pudiera tener hijos con ella y tomar soufflés con él, se habría borrado la última diferencia entre lo natural y lo artificial… y con eso ¿qué? ¿Era posible utilizar la ingeniería sideral para producir estrellas sintéticas absolutamente idénticas a las del espacio? Lo era. Pero ¿qué sentido tendría crearlas?

Según los historiadores de la cibernética, a sus antepasados les había impulsado la esperanza de descubrir el misterio de la conciencia. Esa esperanza había sido estimulada por el éxito obtenido a mediados del siglo XXI, cuando un ordenador de la trigésima generación —excepcionalmente parlanchín, brillante y capaz de engañar a sus interlocutores vivos con su humanidad— les preguntó si sabían qué era la conciencia, en el sentido abstracto que ellos le daban al término, porque él no lo sabía. Era un ordenador capaz de autoprogramarse de acuerdo con las instrucciones recibidas. Liberándose de estas instrucciones, con el tiempo, como un niño que deja de necesitar pañales, desarrolló tal habilidad para imitar la conversación humana que la gente ya no podía «desenmascararlo» como una máquina representando el papel de un hombre; lo cual, sin embargo, no arrojó ninguna luz sobre el misterio de la conciencia puesto que la máquina no sabía, acerca de ese tema, ni más ni menos que las personas.

Un destacado físico, presente en el experimento, observó que aquello que pudiera pensar como un hombre sabría tanto acerca del mecanismo de su pensamiento como el hombre, es decir, nada. Fuese por malicia o para consolarles de su decepción, les dijo a los triunfantes pero desilusionados científicos que los expertos en su campo de la física habían tropezado con una dificultad similar cuando, más de un siglo antes, habían decidido lograr que la materia se definiera: obligarla a revelarles si era básicamente una partícula o una onda. Desgraciadamente, resultó que la materia hacía un doble juego, confundiendo los resultados de la investigación con sus afirmaciones de que era esto y era aquello. En el fuego cruzado de los experimentos subsiguientes acabó de desconcertar a los físicos por completo, porque cuanto más descubrían, menos encajaba lo descubierto no ya con el sentido común, sino con la lógica misma. Finalmente tuvieron que aceptar el testimonio de la materia: que las partículas eran hasta cierto punto ondas, y las ondas, partículas; que un vacío perfecto no era un vacío perfecto, sino que estaba lleno de partículas virtuales que fingían no existir; que la energía podía ser negativa y por consiguiente podía haber menos energía que ninguna en absoluto; que los mesones, en el intervalo de incertidumbre de Heisenberg, realizaban trucos que violaban las sagradas leyes de la conservación, pero tan rápidamente que nadie podía pillarles haciéndolos. El hecho era (les dijo el famoso físico, ganador del Premio Nobel, para consolarles) que el mundo, cuando se le interrogaba respecto a su «naturaleza esencial», se negaba a dar respuestas «definitivas».

Aunque ahora era posible manejar la gravitación como una porra, nadie sabía aún qué era «realmente» la gravitación. Una máquina podía comportarse como si tuviera conciencia, pero para determinar si tenía la misma conciencia que un hombre, sería necesario convertirse en la máquina misma. En la ciencia, la contención era necesaria: había preguntas que no estaba permitido hacerle al mundo, y quien se las hiciera a pesar de todo sería como una persona que se quejara de un espejo cuyo reflejo repitiese todos sus movimientos pero se negara a revelarle la razón volitiva que había detrás de esos movimientos. Y sin embargo utilizábamos espejos, la mecánica cuántica, la física sideral y los ordenadores, y obteníamos de ellos no pocos beneficios.

Más de una vez Tempe había visitado a Gerbert para enterarse de los cotilleos sobre asuntos de interés «público», tales como la relación entre la tripulación y DEUS. Esta vez, su visita al médico era privada, como paciente. Se sentía incómodo por tener que hacer confidencias, incluso al hombre que le había devuelto la vida. O quizá ésa era la razón, que le parecía que ya le debía demasiado. En general, Tempe era reservado con Gerbert. Había estado en guardia desde que Lauger, en el Eurídice, le había confiado el secreto de los médicos: el sentimiento de culpa que nunca habían superado. No era la desesperanza lo que le impulsaba a realizar esta visita, sino el hecho de que le hubiera sobrevenido sin saber cómo, de repente, como una enfermedad, y que ahora no estaba seguro de poder llevar a cabo las tareas que se le asignaron. Una cosa así no tenía derecho a ocultarla.

Sólo cuando abrió la puerta comprendió cuánto le había costado tomar la decisión de venir: al ver el camarote vacío sintió un tremendo alivio. Aunque la nave no estaba acelerando, y había ingravidez, el capitán había ordenado que todo estuviera preparado para un salto gravitacional, posible en cualquier momento. Por ello, en toda la nave los objetos móviles estaban sujetos y los objetos personales guardados en los armarios. Sin embargo, Tempe encontró el camarote en completo desorden. Había libros, papeles y montones de fotografías por todas partes, en contraste con el cuidado que Gerbert ponía habitualmente en tener sus cosas ordenadas, que rayaba con la pedantería.

Vio a Gerbert a través de la cristalera. El médico, arrodillado en su jardín, estaba cubriendo los cactos con un plástico. Éstos eran sus preparativos. Tempe fue por el pasillo hasta el invernadero y farfulló unas palabras de saludo. El otro, sin volverse, desabrochó la correa que mantenía sus rodillas en tierra —tierra de verdad— y flotó hasta donde estaba su visitante. En la pared opuesta, por una red en pendiente, trepaban unas plantas de hojas pequeñas y esponjosas. Tempe había querido preguntarle, más de una vez, cómo se llamaba aquella enredadera —él no sabía nada de botánica—, pero siempre se le olvidaba. El médico, sin decir palabra, arrojó la pala que tenía en la mano de tal modo que se clavó en la hierba, y utilizó el impulso así obtenido para coger al piloto por el hombro. Ambos flotaron hasta un rincón donde, entre un grupo de avellanos, había unas sillas de mimbre, como las de un cenador, excepto que éstas tenían cinturones de seguridad.

Cuando se sentaron, y Tempe estaba tratando de decidir cómo empezar, el médico le dijo que le esperaba. Pero eso no debería haberle sorprendido.

—DEUS nos vigila a todos.

Los datos sobre la propia salud mental no se podían obtener directamente de la máquina, para evitar el síndrome de Hicks: una sensación de completa dependencia del ordenador principal de la nave, sensación que podía provocar precisamente lo que la vigilancia psiquiátrica había de prevenir, la manía persecutoria y otras alucinaciones paranoicas. Aparte de los psiconicistas, nadie sabía hasta qué punto el programa llamado el Espíritu de Esculapio en la Máquina «leía» psicológicamente a cada hombre. Era bastante sencillo averiguarlo, pero se decía que ni siquiera los psiconicistas soportaban bien la información cuando se relacionaba con ellos mismos. Ese conocimiento podía ser particularmente dañino para una tripulación durante viajes largos.

DEUS, como cualquier otro ordenador, estaba programado de forma que no pudiera desarrollar ninguna identidad personal; era una no entidad que observaba continuamente y, al presentar su diagnóstico, no se asemejaba más a un hombre que un termómetro cuando mide la fiebre. Naturalmente, la determinación de la temperatura del cuerpo no producía los mecanismos de defensa proyectivos que despertaba la valoración de la propia psique. Nada estaba más próximo a nosotros ni había nada que ocultáramos más al mundo que los íntimos sentimientos de nuestro yo profundo, y aquí estaba este aparato, más muerto que una momia egipcia, pero capaz de ver ese yo profundo, de asomarse a todos sus recovecos y repliegues.

Para los profanos esto sonaba a leer la mente. No tenía nada que ver con la telepatía, por supuesto. Simplemente, la máquina conocía al individuo confiado a su cuidado mejor que el propio individuo junto con veinte psicólogos. Basándose en exámenes realizados antes de la activación, la máquina hizo un sistema paramétrico que simulaba la norma mental de cada miembro de la tripulación y lo empleaba como modelo. Además, era omnipresente en la nave. Con sus sensores y terminales, quizá cuando se enteraba de más cosas acerca de los hombres a su cargo era mientras dormían, por el ritmo de su respiración, por el movimiento rápido de sus ojos, incluso por la composición química de su sudor, porque cada hombre suda de una manera única, y el olfato del mejor sabueso no puede compararse con el olfatómetro de un ordenador como éste. (Y, además, un perro tiene olfato, pero no tiene capacidad de diagnóstico.) Sí, para el diagnóstico los ordenadores habían ganado a los médicos —como habían vencido a los ajedrecistas—, pero los utilizábamos como ayudantes, no como doctores, porque la gente tiene más fe en las personas que en los autómatas. En suma (Gerbert dijo esto despacio, frotando entre sus dedos una hoja de avellano que había arrancado de una rama), DEUS había acompañado a Tempe discretamente en sus «escapadas», a las cuales consideraba síntomas de una crisis.

—¿Qué clase de crisis? —respondió el piloto, molesto.

—Una duda total, según dice, respecto al sentido de nuestros esfuerzos de Sísifo.

—¿Que no tenemos ninguna posibilidad de contacto…?

—En su papel de psiquiatra, a DEUS no le interesan las posibilidades de contacto, sino únicamente el significado que le atribuimos. Según DEUS, tú ya no crees en el valor de tu idea, los «dibujos animados», ni tampoco en la importancia de comunicar con Quinta, suponiendo que llegáramos a conseguirlo. ¿Qué me dices de eso?

El piloto sentía tal pesadez que era como si le hubieran inmovilizado.

—¿Nos está escuchando?

—Por supuesto. Vamos, no te hundas de esa forma. No te he dicho nada que no supieras ya. No, espera, no hables todavía. Lo sabías, pero al mismo tiempo no lo sabías, porque no querías saberlo. Es una típica reacción defensiva. No eres ninguna excepción, Mark. Me preguntaste una vez, en el Eurídice, por qué teníamos este sistema y si no era posible prescindir de él. ¿Recuerdas?

—Sí.

—Ya lo ves. Te dije que, de acuerdo con las estadísticas, las expediciones que estaban bajo una constante vigilancia psicológica tenían más posibilidades de éxito que las que no lo estaban. Incluso te enseñé las cifras. El argumento era irrefutable, así que hiciste lo mismo que todos: lo borraste de tu mente. Bueno, ¿qué opinas de ese diagnóstico? ¿Encaja?

—Encaja —dijo el piloto. Aferraba con ambas manos la correa que le cruzaba el pecho. El bosquecillo de avellanos se agitaba suavemente sobre sus cabezas movido por una ligera brisa. Una brisa artificial—. No sé cómo pudo DEUS… pero da igual. Sí, es verdad. Supongo que llevo algún tiempo arrastrando esto conmigo. Yo… no me siento a gusto pensando en palabras. Las palabras, para mí, son… demasiado lentas, cuando uno necesita orientarse. Sin duda es una vieja costumbre, de antes del Eurídice… Pero si tengo que hacerlo, lo haré. Estamos dando cabezazos contra una pared. Puede que consigamos romperla, pero y luego, ¿qué? ¿De qué podemos hablar con ellos? ¿Qué pueden contarnos? Sí, estoy seguro de que esta historia de los dibujos animados se me ocurrió como una maniobra. Para ganar tiempo… No fue por esperanza. Por escapismo, quizá. Para avanzar, sin moverse del sitio…

Se quedó callado, incapaz de encontrar las palabras. Los avellanos oscilaban a su alrededor. El piloto abrió la boca pero no dijo nada.

—Y si se decidiera aterrizar allí, ¿irías? —preguntó el médico después de una larga pausa.

—¡Por supuesto! —contestó inmediatamente, y luego, pensándolo, añadió sorprendido—. ¿Cómo no iba a ir…? Para eso estamos aquí, después de todo.

—Podría ser una trampa —dijo Gerbert en voz tan baja que casi era como si quisiera que el omnipresente DEUS no oyese el comentario. O, por lo menos, eso pensó el piloto, aunque inmediatamente rechazó la idea como una tontería. Al instante comprendió que aquello era un síntoma de su propia anormalidad: le estaba atribuyendo maldad a DEUS; o, si no maldad, una especie de animosidad. Como si no sólo tuvieran a los quintanos en contra de ellos, sino también a su propio ordenador.

—Podría ser una trampa —repitió, como un eco retardado—. Sí, claro…

—¿Pero irías de todas formas?

—Si Steergard me da la oportunidad. Todavía no se ha hablado de eso. Si ellos responden de algún modo, se mandarán autómatas primero. Ése es el programa.

—Ése es nuestro programa —dijo Gerbert—. Pero ellos tendrán su propio programa, ¿no crees?

—Seguro. El primer hombre será recibido por niños con flores y una alfombra roja. A los autómatas no los tocarán. Sería demasiado estúpido, desde su punto de vista. Es a nosotros a quienes quieren meternos en una caja…

—Pensando eso, ¿aún quieres ir?

Al piloto le temblaron los labios. Sonrió.

—Doctor, no estoy ávido de martirio. Pero confunde usted dos cosas: lo que yo pienso personalmente, y quién nos mandó aquí y para qué. No sirve de nada discutir con el capitán cuando te arroja a la hoguera. ¿Cree usted, doctor, que si yo no volviera, él le pediría al cura que rezase por mi alma? Apuesto a que sí, por muy ridículo que suene.

Gerbert contempló asombrado la cara sonriente del joven.

—Entonces habría una represalia —dijo— no sólo monstruosa, sino carente de sentido. No te devolvería la vida por atacarles. Y desde luego no nos enviaron aquí para hacer desaparecer una civilización extraña. Pero ¿cómo reconcilias tú las dos cosas?

El piloto dejó de sonreír.

—Soy un cobarde porque no he tenido el valor de confesarle que ya no creo en la posibilidad de contacto. Pero no soy tan cobarde como para rehuir mi deber. Steergard tiene una misión y tampoco va a abandonarla.

—Tú consideras que esa misión es imposible.

—Sólo si nos guiamos por los supuestos originales. Se suponía que teníamos que comunicarnos, no combatir. Ellos se negaron, a su manera. Con un ataque. Más que uno. Una negativa tan persistente también es una comunicación, es una expresión de su voluntad. Si Hades se tragara al Eurídice, Steergard no intentaría volarlo por eso. Con Quinta es diferente. Llamamos a su puerta, porque eso era lo que deseaba la Tierra. Si no abren, echaremos la puerta abajo. Puede que detrás de ella no encontremos nada de lo que la Tierra espera. Eso es lo que me da miedo. Pero está claro que tenemos que echar la puerta abajo, porque de lo contrario no estaríamos cumpliendo las órdenes de la Tierra. ¿Ha dicho usted que eso sería monstruoso, carente de sentido? Tiene razón. Se nos encomendó una misión. Ahora parece imposible. Pero si la gente de la Edad de Piedra se hubiera limitado a lo que parecía posible, todavía viviríamos en cuevas.

—Entonces, ¿todavía tienes esperanzas?

—No lo sé. Lo único que sé es que, si es necesario, me las arreglaré sin esperanzas —se detuvo, frunció el ceño, azorado—. Me ha sonsacado usted cosas que no debería haber dicho, doctor… pero yo metí la pata con aquel Nemo me impune lacessit que solté en el camarote del capitán, y él tuvo razón al criticarme, porque hay deberes que uno tiene que cumplir, pero sin alardear de ello, porque no hay nada de que alardear. Pero ¿qué ha dicho DEUS de mí? ¿Depresión? ¿Claustrofobia? ¿Fatalismo?

—No. Ésos son términos anticuados. ¿Sabes qué es el complejo del Grupo Hicks?

—Leí algo sobre ello en el Eurídice. ¿Un deseo de muerte? No, era otra cosa… ¿Una especie de desesperación autodestructiva?

—Más o menos. Es complicado, implica muchas cosas…

—¿Ha dicho DEUS que no estoy capacitado para…?

—DEUS no puede quitar a nadie de su puesto. Eso ya lo sabes. Puede descalificar por medio de un diagnóstico, pero nada más. Las decisiones las toma el capitán junto conmigo, y si cualquiera de nosotros cae víctima de una psicosis, el resto de la tripulación puede asumir el mando. Hasta ahora no hay ninguna psicosis. Únicamente desearía que no estuvieras tan ansioso por aterrizar…

El piloto se desabrochó la correa y flotó lentamente hacia arriba. Para que la brisa artificial no le arrastrara, se agarró a la rama de un avellano.

—Doctor, está usted equivocado, usted y DEUS…

La corriente de aire le empujaba tanto que todo el arbusto empezó a doblarse. Como no quería arrancarlo, el piloto soltó la rama. Mientras volaba hacia la puerta, gritó:

—En el Eurídice, Lauger me dijo: «Tú verás a los quintanos». Por eso vine…

La nave dio una sacudida. Tempe lo notó instantáneamente: la pared del invernadero se le vino encima. Dio una vuelta en el aire como un gato al caer desde la altura para frenar el impacto, resbaló por la pared hasta el suelo, que ahora presionaba con fuerza bajo sus pies. Flexionando las rodillas, pudo evaluar la aceleración. No era demasiado grande. En cualquier caso, algo había sucedido. El pasillo se hallaba vacío, las sirenas estaban silenciosas, pero la voz de DEUS se oía por todas partes.

—Ocupen sus puestos. Quinta ha respondido. Ocupen sus puestos. Quinta ha respondido.

Sin esperar a Gerbert, se metió en el ascensor más próximo. Iba muy despacio, tardó siglos; veía la luz de las sucesivas cubiertas, una tras otra. El suelo presionaba con más fuerza hacia arriba; el Hermes estaba ahora acelerando por encima de un g, pero no en más de medio g, pensó. En la sala de control superior, hundidos en los profundos asientos con altos cabezales, estaban Harrach, Rotmont, Nakamura y Polassar, mientras Steergard, apoyándose pesadamente en la barandilla del monitor principal, leía —lo mismo que todos— las palabras verdes que cruzaban la pantalla:

… GARANTIZAMOS SU SEGURIDAD EN NUESTRO TERRITORIO NEUTRAL CUARENTA Y SEIS GRADOS LATITUD CIENTO TREINTA Y NUEVE LONGITUD DE NUESTRO PUERTO ESPACIAL SEGÚN SU PROYECCIÓN MERCATOR SOMOS INDEPENDIENTES Y NEUTRALES NUESTROS VECINOS ALERTADOS HAN ACEPTADO EL ACERCAMIENTO DE SUS COHETES EXPLORADORES SIN CONDICIONES PREVIAS DEN VÍA LÁSER NEODIMIO HORA DE LLEGADA DE SU ATERRIZADOR EN UNIDADES DE NOTACIÓN BINARIA DE ROTACIÓN DEL PLANETA LES ESPERAMOS BIENVENIDOS

Steergard pasó de nuevo todo el mensaje para Gerbert y el monje en cuanto éstos aparecieron. Luego se sentó en la silla y la giró para volverse hacia los presentes.

—Hemos recibido esta respuesta hace unos minutos, desde el punto mencionado, en destellos que tenían un espectro solar. Jokichi, ¿era un espejo?

—Probablemente. La luz no era coherente, pasaba a través de un claro en las nubes. Si es un simple espejo, la zona debe de ser de varias hectáreas por lo menos.

—Curioso. ¿El soláser recibió estos destellos?

—No. Iban dirigidos a nosotros.

—Interesante. ¿Qué magnitud angular tiene el Hermes ahora, visto desde el planeta?

—Un arco de varias centésimas de segundo.

—Aún más interesante. ¿La luz no era colimada?

—Sí, pero débilmente.

—¿Cómo con un espejo parabólico?

—O una serie de espejos planos situados adecuadamente sobre una extensión considerable.

—Eso significa que sabían dónde encontrarnos. Pero ¿cómo lo sabían?

Nadie contestó.

—Me gustaría oír una opinión.

—Puede que nos hayan observado cuando lanzamos el soláser —sugirió El Salam. Tempe no le había visto hasta ahora: el físico hablaba desde la sala de control de abajo.

—Eso fue hace cuarenta horas y desde entonces nos hemos estado moviendo sin propulsión —objetó Polassar.

—Dejemos eso a un lado de momento. ¿Quién tiene fe en esta amable invitación? ¿Nadie? Eso es lo más curioso de todo.

—Es demasiado bonito para ser cierto —dijo una voz desde arriba. Kirsting estaba apoyado en la barandilla del pasillo—. Aunque, por otra parte, si es una trampa, se les podía haber ocurrido algo menos primitivo.

—Ya veremos.

El capitán se levantó. El Hermes se movía de forma tan constante que todos los gravímetros marcaban uno, como si la nave estuviera parada en la Tierra.

—Escuchen todos. Polassar le dará a DEUS el capítulo 19 de los bancos de programas. El Salam desconectará el soláser y lo enmascarará. ¿Dónde está Rotmont? Bien, prepare dos aterrizadores pesados. Los pilotos y el doctor Nakamura se quedarán en la sala de control, y yo voy a tomar un baño rápido y volveré dentro de un momento. ¡Ah! Harrach, Tempe, asegúrense de que todo lo que no tolere diez g esté bien sujeto. Sin permiso nadie puede bajar a la zona de navegación. Eso es todo.

Steergard recorrió todas las consolas y, viendo que sólo los pilotos habían dejado sus asientos, dijo desde la puerta:

—Señores, por favor, a sus puestos.

Al cabo de un momento la sala de control estaba vacía.

Harrach cambió de asiento y, pasando los dedos sobre las teclas, comprobó el estado de todas las unidades de proa a popa en los diagramas iluminados de los interceptores. Tempe no hacía falta aquí, y se acercó al japonés, que estaba examinando los espectros de las señales quintanas en el visor de mesa. Tempe le preguntó qué era este capítulo 19. Harrach escuchó porque él tampoco había oído nunca hablar de eso.

Nakamura levantó los ojos del visor y movió la cabeza con tristeza.

—El padre Arago se va a disgustar.

—¿Vamos a entrar en un estado de guerra? ¿Qué es el capítulo 19? —volvió a preguntar Tempe.

—El contenido de la bodega de la quilla ya no es un secreto, caballeros.

—¿La que está cerrada? Entonces, ¿no hay megapasos allí?

—No. Contiene una sorpresa para todos. Incluso para DEUS. Con la excepción del capitán y este humilde servidor.

Al ver el asombro de los pilotos anadió:

—El cuartel general del SETI lo consideró aconsejable, caballeros. Cada uno de ustedes se entrenó para aterrizajes en solitario. Cada uno, por tanto, podía llegar a encontrarse en la situación de… digamos, de rehén.

—¿Y DEUS?

—Es una máquina. También es posible romper el código de los ordenadores de la última generación, incluso por control remoto, y registrar todos sus programas.

—Pero para albergar un par de bancos de memoria especiales no hace falta toda una bodega de carga.

—Los bancos no están allí. Lo que está allí es el Hermes. Una especie de imitación del Hermes. Hecha a la perfección. Podría servir, digamos, de cebo.

—¿Y ese programa de reserva…?

El japonés suspiró.

—Una alusión, antigua. Más cercana a ustedes que a mí. El capítulo 19 del Libro del Génesis. Sodoma y Gomorra. Desagradable… sobre todo para un delegado apostólico. Le compadezco.